La Regenta/Capítulo XXX

Capítulo XXX

-Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.

-¿Tú no entras?

-No, no... Tengo prisa, tengo que hacer.

-¡Me dejas solo ahora!

-Volveré si quieres... pero... mejor te acostabas pronto. Mañana vendré temprano.

-Te advierto que no te he dicho que sí.

-Bueno, bueno... adiós.

-Espera, espera... no me dejes solo... todavía. No te he dicho que sí; tal vez... lo piense más y... me decida por seguir el camino opuesto.

-Pero por de pronto, Víctor, prudencia, disimulo... Es decir, si no quieres exponerte a una desgracia. Ya lo sabes...

-¡Sí, sí! Benítez cree que un gran susto, una impresión fuerte...

-Eso; puede matarla.

-¡Está enferma!

-Sí, más de lo que tú crees.

-¡Está enferma! Y un susto, un susto grande... puede matarla.

-Eso, así como suena.

-Y yo debo subir, y guardar para mí todos estos rencores, toda esta hiel tragármela... y disimular, y hablar con ella para que no sospeche y no se asuste... y no se me muera de repente...

-Sí, Víctor, sí; todo eso debes hacer.

-Pero confiesa, Tomás, que todo eso se dice mejor que se hace; y comprende que ese aldabón me inspire miedo, explícate la razón que tengo para tenerle el mismo asco que si fuera de hierro líquido...

Calló a esto Frígilis.

Llegaban de la estación; estaban en el portal del caserón de los Ozores, que apenas alumbraba a pedazos el farol dorado pendiente del techo.

Quintanar no tenía valor para subir a su casa. No quería llamar. «Iban a abrirle, iba a salir ella, Ana, a su encuentro, se atrevería a sonreír como siempre, tal vez a ponerle la frente cerca de los labios para que la besara... Y él tendría que sonreír, y besar y callar... y acostarse tan sereno como todas las noches... Tomás debía comprender que aquello era demasiado...».

Y además, las revelaciones de Frígilis respecto a la salud de Ana le habían caído al pobre ex-regente como una maza sobre la cabeza. «Aquella alegría, aquella exaltación que la habían llevado... al crimen, a la infamia de una traición... eran una enfermedad; Ana podía morir de repente cualquier día; una impresión extraordinaria lo mismo de dolor que de alegría, mejor si era dolorosa, podía matarla en pocas horas...». Esto había contestado Frígilis a la historia de su amigo. A Mesía fusilémosle, había dicho, si eso te consuela; pero hay que esperar, hay que evitar el escándalo, y sobre todo hay que evitar el susto, el espanto que sobrecogería a tu mujer si tú entraras en su alcoba como los maridos de teatro... Ana, culpable según las leyes divinas y humanas, no lo era tanto en concepto de Frígilis que mereciera la muerte.

-¿Quién quiere matarla? ¡Yo no quiero eso! -había interrumpido don Víctor al oír esto.

Pero Frígilis había replicado:

-Sí quieres tal, si le dices que lo sabes todo. Lo que hay que hacer hay que pensarlo; yo no digo que la perdones, que esa sea la única solución; pero confiesa que el perdonar es una solución también.

-Perdonarla es transigir con la deshonra...

-Eso ya lo veríamos. ¿Tú eres cristiano?

-Sí, de todo corazón, más cada día... Como que ya no veo más refugio para mi alma que la religión...

-Bueno, pues si eres cristiano ya veremos si debes perdonar o no. Pero no se trata de esto todavía; se trata de no cortar el camino al perdón, antes de ver si conviene, dando a tu mujer esa puñalada mortal al entrar en su cuarto y gritar: «¡Muera la esposa infiel!» para que ella conteste: «¡Jesús mil veces!» y caiga redonda. Yo no sé si diría «Jesús mil veces» pero de que caería estoy seguro. Y ya ves, antes de matarla hay que ver si tenemos derecho para ello.

-No, yo no le tengo; me lo dice la conciencia...

-Y dice perfectamente. Ni yo tengo derecho para aconsejarte nada trágico. Cuando te casé con ella, porque yo te casé, Víctor, bien te acordarás, creí hacer la felicidad de ambos...

-Y no parecía que te habías equivocado. La mía la habías hecho. La de ella... durante más de diez años pareció que también.

-Sí, pareció; pero la procesión andaba por dentro... Diez años fue buena: la vida es corta... No fue tan poco.

-Mira, Frígilis, tu filosofía no es para consolar a un marido en mi situación... Ya sé yo todo lo que tú puedes decirme, y mucho más... Eso no es consolarme...

-Ni yo creo que tu situación admita consuelos más que el del tiempo y la reflexión lenta y larga... Pero ahora no se trata de ti, se trata de ella. ¿Te empeñas en coser el cuerpo con un florete o con una espada a Mesía? Sea; pero hay que ver cuándo y cómo. Hay que tener calma. Después de lo que sabes de la enfermedad de Ana, secreto que Benítez me impuso y que rompo por lo apurado del caso, después de saber que puede sucumbir ante una revelación semejante...

-¿Pero no es peor hacer lo que hace, que saber que yo lo sé? ¿Quién te asegura a ti que no me despreciará, que no procurará huir con el otro?

-¡Víctor, no seas majadero! El otro... es un zascandil. No hizo más que esperar que cayera el fruto de maduro... Ella no está enamorada de Mesía... En cuanto vea que es un cobarde y que la abandona antes que pelear por ella... le despreciará, le maldecirá... y en cambio los remordimientos la volverán a ti, a quien siempre quiso.

-¡Que quiso!

-Sí, más que a un padre. ¿Qué mejor prueba quieres que todo lo pasado? ¿Por qué se hizo mística?... Y la pobre... también tuvo que sufrir ataques... creo yo, de otro lado... de... pero en fin, de esto no hablemos. ¿Por qué luchó, como luchó sin duda? Porque te quería... porque te quiere... te quiere mucho...

-¡Y me vende!

-¡Te vende! ¡te vende!... En fin, no hablemos de eso... ya has dicho que no quieres mis filosofías. Ello es, que si armas arriba una escena de honor ultrajado, en seguida hay otra de entierro.

-¡Hombre dices las cosas de un modo!...

-La verdad. Un drama completo. Pero en último caso, si tan irritado estás, si tan ciego te ves, si no puedes atender a razones, ni a tu conciencia que bien claro te habla; llama, sube, alborota, quema la casa... O no hagas tanto, que bastará con que la espantes con tu noticia para que Ana caiga de espaldas y le estalle dentro una de esas cosas en que tú no crees, pero que son para la vida como los alambres para el telégrafo. Si estás furioso, si no puedes contenerte, también tú tendrás disculpa hagas lo que hagas. (Pausa.) Pero si no, Quintanar, no tienes perdón de Dios.

Esto último lo dijo Crespo con voz solemne, grave, vibrante que hizo a su amigo estremecerse.

Después de este diálogo, parte del cual mantuvieron por el camino de la estación a casa, y parte dentro del portal, fue cuando Quintanar se acercó a la puerta para coger el aldabón, y cuando Frígilis exclamó:

-Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.

Frígilis tenía prisa, quería dejar a don Víctor cuanto antes para correr en busca de don Álvaro y advertirle de que Quintanar sabía su traición, para que se abstuviera de asaltar el parque aquella noche y acudir a la cita, si la tenía como era de suponer. Pensaba Crespo que a Víctor no se le había ocurrido, como no se le ocurrieron otras tantas cosas, que aquella noche se repetiría la escena de la anterior, que debía de ser ya antigua costumbre; podía don Álvaro, que no había visto a su víctima cuando le acechaba en el parque, volver a las andadas, sorprenderle Quintanar, y entonces era imposible evitar una tragedia. Además, Frígilis tenía la convicción de que don Álvaro escaparía de Vetusta en cuanto él le dijera que Quintanar iba a desafiarle. No le faltaban motivos para creer muy cobarde al don Juan Tenorio.

«¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!».

Por fin, después de prometer de nuevo disimular, ocultar su dolor, su ira, lo que fuera, pero sólo por aquella noche, llamó el digno regente jubilado con el mismo aldabonazo enérgico y conciso con que hacía retumbar el patio, cuando la casa era honrada y el jefe de familia respetado y tal vez querido.

-¡Adiós, adiós, hasta mañana temprano! -dijo Frígilis librándose de la mano trémula que le sujetaba un brazo.

-«¡Egoísta, pensó don Víctor al quedarse solo-; es la única persona que me quiere en el mundo... y es egoísta!».

Se abrió la puerta. Vaciló un momento... Se le figuró que del patio salía una corriente de aire helado...

Entró, y al volverse hacia el portal, para cerrar la puerta que dejaba atrás; vio que entraba en su casa un fantasma negro, largo; que paso a paso, por el portal adelante, se acercaba a él y que se le quitaba el sombrero que era de teja.

-¡Mi señor don Víctor! -dijo una voz melosa y temblona.

-¡Cómo! ¿usted? ¡es usted... señor Magistral!... Un temblor frío, como precursor de un síncope, le corrió por el cuerpo al ex-regente, mientras añadía, procurando una voz serena:

-¿A qué debo... a estas horas... la honra...? ¿qué pasa?... ¿Alguna desgracia?...

«Pero este hombre ¿no sabe nada?» se preguntó De Pas que parecía un desenterrado.

Miró a don Víctor a la luz del farol de la escalera y le vio desencajado el rostro; y don Víctor a él le vio tan pálido y con ojos tales que le tuvo un miedo vago, supersticioso, el miedo del mal incierto. Hasta llegar allí, el Magistral no había hablado, no había hecho más que estrechar la mano de don Víctor e invitarle con un ademán gracioso y enérgico al par, a subir aquella escalera.

-Pero ¿qué pasa? -repitió don Víctor en voz baja en el primer descanso.

-¿Viene usted de caza? -contestó el otro con voz débil.

-Sí, señor, con Crespo; ¿pero qué sucede? Hace tanto tiempo... y a estas horas...

-Al despacho, al despacho... No hay que alarmarse... al despacho...

Anselmo alumbraba por los pasillos del caserón a su amo a quien seguía el Magistral.

-«No pregunta por Ana» -pensó De Pas.

-La señora no ha oído llamar, está en su tocador... ¿quiere el señor que la avise? -preguntó Anselmo.

-¿Eh? no, no, deja... digo... si el señor Magistral quiere hablarme a solas... -y se volvió el amo de la casa al decir esto.

-Bien, sí; al despacho... entremos en su despacho...

Entraron. El temblor de Quintanar era ya visible. «¿Qué iba a decirle aquel hombre? ¿A qué venía?...».

Anselmo encendió dos luces de esperma y salió.

-Oye, si la señora pregunta por mí, que allá voy... que estoy ocupado... que me espere en su cuarto... ¿No es eso? ¿No quiere usted que estemos solos?

El Magistral aprobó con la cabeza, mientras clavaba los ojos en la puerta por donde salía Anselmo.

«Ya estaba allí, ya había que hablar... ¿qué iba a decir? Terrible trance; tenía que decir algo y ni una idea remota le acudía para darle luz; no sabía absolutamente nada de lo que podía convenirle decir. ¿Cómo hablar sin preguntar antes? ¿Qué sabía don Víctor? esta era la cuestión... según lo que supiera, así él debía hablar... pero no, no era esto... había que comenzar por explicarse. Buen apuro». Estaba el Magistral como si don Víctor le hubiera sorprendido allí, en su despacho, robándole los candeleros de plata en que ardían las velas.

Quintanar daba diente con diente y preguntaba con los ojos muy abiertos y pasmados.

-«¿Usted dirá?» decían aquellas pupilas brillantes y en aquel momento sin más expresión que un tono interrogante.

«Había que hablar».

-¿Tendría usted... por ahí... un poquito de agua?... -dijo don Fermín, que se ahogaba, y que no podía separar la lengua del cielo de la boca.

Don Víctor buscó agua y la encontró en un vaso, sobre la mesilla de noche. El agua estaba llena de polvo, sabía mal. Don Fermín no hubiera extrañado que supiera a vinagre. Estaba en el calvario. Había entrado en aquella casa porque no había podido menos: sabía que necesitaba estar allí, hacer algo, ver, procurar su venganza, pero ignoraba cómo. «Estaba, cerca de las diez de la noche, en el despacho del marido de la mujer que le engañaba a él, a De Pas, y al marido; ¿qué hacía allí?, ¿qué iba a decir? Por la memoria excitada del Magistral pasaron todas las estaciones de aquel día de Pasión. Mientras bebía el vaso de agua, y se limpiaba los labios pálidos y estrechos, sentía pasar las emociones de aquel día por su cerebro, como un amargor de purga. Por la mañana había despertado con fiebre, había llamado a su madre asustado y como no podía explicarle la causa de su mal había preferido fingirse sano, y levantarse y salir. Las calles, las gentes brillaban a sus ojos como un resplandor amarillento de cirios lejanos; los pasos y las voces sonaban apagados, los cuerpos sólidos parecían todos huecos; todo parecía tener la fragilidad del sueño. Antojábasele una crueldad de fiera, un egoísmo de piedra, la indiferencia universal; ¿por qué hablaban todos los vetustenses de mil y mil asuntos que a él no le importaban, y por qué nadie adivinaba su dolor, ni le compadecía, ni le ayudaba a maldecir a los traidores y a castigarlos? Había salido de las calles y había paseado en el paseo de Verano, ahora triste con su arena húmeda bordada por las huellas del agua corriente, con sus árboles desnudos y helados. Había paseado pisando con ira, con pasos largos, como si quisiera rasgar la sotana con las rodillas; aquella sotana que se le enredaba entre las piernas, que era un sarcasmo de la suerte, un trapo de carnaval colgado al cuello.

«Él, él era el marido, pensaba, y no aquel idiota, que aún no había matado a nadie (y ya era medio día) y que debía de saberlo todo desde las siete. Las leyes del mundo ¡qué farsa! Don Víctor tenía el derecho de vengarse y no tenía el deseo; él tenía el deseo, la necesidad de matar y comer lo muerto, y no tenía el derecho... Era un clérigo, un canónigo, un prebendado. Otras tantas carcajadas de la suerte que se le reía desde todas partes». En aquellos momentos don Fermín tenía en la cabeza toda una mitología de divinidades burlonas que se conjuraban contra aquel miserable Magistral de Vetusta.

La sotana, azotada por las piernas vigorosas, decía: ras, ras, ras; como una cadena estridente que no ha de romperse.

Sin saber cómo, De Pas había pasado delante de la fonda de Mesía. «Sabía él que don Álvaro estaba en casa, en la cama. Si, como temía, don Víctor no le había cerrado la salida del parque de los Ozores, si nada había ocurrido, en el lecho estaba don Álvaro tranquilo, descansando del placer. Podía subir, entrar en su cuarto, y ahogarle allí... en la cama, entre las almohadas... Y era lo que debía hacer; si no lo hacía era un cobarde; temía a su madre, al mundo, a la justicia... Temía el escándalo, la novedad de ser un criminal descubierto; le sujetaba la inercia de la vida ordinaria, sin grandes aventuras... era un cobarde: un hombre de corazón subía, mataba. Y si el mundo, si los necios vetustenses, y su madre y el obispo y el papa, preguntaban ¿por qué? él respondía a gritos, desde el púlpito si hacía falta: Idiotas ¿que, por qué mato? Por que me han robado a mi mujer, porque me ha engañado mi mujer, porque yo había respetado el cuerpo de esa infame para conservar su alma, y ella, prostituta como todas las mujeres, me roba el alma porque no le he tomado también el cuerpo... Los mato a los dos porque olvidé lo que oí al médico de ella, olvidé que ubi irritatio ibi fluxus, olvidé ser con ella tan grosero como con otras, olvidé que su carne divina era carne humana; tuve miedo a su pudor y su pudor me la pega; la creí cuerpo santo y la podredumbre de su cuerpo me está envenenando el alma... Mato porque me engañó; porque sus ojos se clavaban en los míos y me llamaban hermano mayor del alma al compás de sus labios que también lo decían sonriendo, mato porque debo, mato porque puedo, porque soy fuerte, porque soy hombre... porque soy fiera...».

Pero no mató. Se acercó a la portería y preguntó... por el señor obispo de Nauplia, que estaba de paso en Vetusta.

-Ha salido -le dijeron.

Y don Fermín sin ver lo que hacía, dobló una tarjeta y la dejó al portero.

Y volvió a su casa.

Se encerró en el despacho. Dijo que no estaba para nadie y se paseó por la estrecha habitación como por una jaula.

Se sentó, escribió dos pliegos. Era una carta a la Regenta. Leyó lo escrito y lo rasgó todo en cien pedazos. Volvió a pasear y volvió a escribir, y a rasgar y a cada momento clavaba las uñas en la cabeza.

En aquellas cartas que rasgaba, lloraba, gemía, imprecaba, deprecaba, rugía, arrullaba; unas veces parecían aquellos regueros tortuosos y estrechos de tinta fina, la cloaca de las inmundicias que tenía el Magistral en el alma: la soberbia, la ira, la lascivia engañada y sofocada y provocada, salían a borbotones, como podredumbre líquida y espesa. La pasión hablaba entonces con el murmullo ronco y gutural de la basura corriente y encauzada. Otras veces se quejaba el idealismo fantástico del clérigo como una tórtola; recordaba sin rencor, como en una elegía, los días de la amistad suave, tierna, íntima, de las sonrisas que prometían eterna fidelidad de los espíritus; de las citas para el cielo, de las promesas fervientes, de las dulces confianzas; recordaba aquellas mañanas de un verano, entre flores y rocío, místicas esperanzas y sabrosa plática, felicidad presente comparable a la futura. Pero entre los quejidos de tórtola el viento volvía a bramar sacudiendo la enramada, volvía a rugir el huracán, estallaba el trueno y un sarcasmo cruel y grosero rasgaba el papel como el cielo negro un rayo. «¡Y por quién dejaba Ana la salvación del alma, la compañía de los santos y la amistad de un corazón fiel y confiado...! ¡por un don Juan de similor, por un elegantón de aldea, por un parisién de temporada, por un busto hermoso, por un Narciso estúpido, por un egoísta de yeso, por un alma que ni en el infierno la querrían de puro insustancial, sosa y hueca!...». «Pero ya comprendía él la causa de aquel amor; era la impura lascivia, se había enamorado de la carne fofa, y de menos todavía, de la ropa del sastre, de los primores de la planchadora, de la habilidad del zapatero, de la estampa del caballo, de las necedades de la fama, de los escándalos del libertino, del capricho, de la ociosidad, del polvo, del aire... Hipócrita... hipócrita... lasciva, condenada sin remedio, por vil, por indigna, por embustera, por falsa, por...» y al llegar aquí era cuando furioso contra sí mismo, rasgaba aquellos papeles el Magistral, airado porque no sabía escribir de modo que insultara, que matara, que despedazara, sin insultar, sin matar, sin despedazar con las palabras. «Aquello no podía mandarse bajo un sobre a una mujer, por más que la mujer lo mereciera todo. No, era más noble sacar de una vaina un puñal y herir, que herir con aquellas letras de veneno escondidas bajo un sobre perfumado».

Pero escribía otra vez, procuraba reportarse, y al cabo la indignación, la franqueza necesaria a su pasión estallaban por otro lado; y entonces era él mismo quien aparecía hipócrita, lascivo, engañando al mundo entero. «Sí, sí, decía, yo me lo negaba a mí mismo, pero te quería para mí; quería, allá en el fondo de mis entrañas, sin saberlo, como respiro sin pensar en ello, quería poseerte, llegar a enseñarte que el amor, nuestro amor, debía ser lo primero; que lo demás era mentira, cosa de niños, conversación inútil; que era lo único real, lo único serio el quererme, sobre todo yo a ti, y huir si hacía falta; y arrojar yo la máscara, y la ropa negra, y ser quien soy, lejos de aquí donde no lo puedo ser: sí, Anita, sí, yo era un hombre ¿no lo sabías? ¿por eso me engañaste? Pues mira, a tu amante puedo deshacerle de un golpe; me tiene miedo, sábelo, hasta cuando le miro; si me viera en despoblado, solos frente a frente, escaparía de mí... Yo soy tu esposo; me lo has prometido de cien maneras; tu don Víctor no es nadie; mírale como no se queja: yo soy tu dueño, tú me lo juraste a tu modo; mandaba en tu alma que es lo principal; toda eres mía, sobre todo porque te quiero como tu miserable vetustense y el aragonés no te pueden querer, ¿qué saben ellos, Anita, de estas cosas que sabemos tú y yo...? Sí, tú las sabías también... y las olvidastes... por un cacho de carne fofa, relamida por todas las mujeres malas del pueblo... Besas la carne de la orgía, los labios que pasaron por todas las pústulas del adulterio, por todas las heridas del estupro, por...».

Y don Fermín rasgó también esta carta, y en mil pedazos más que todas las otras. No acertaba a arrojar en el cesto los pedacitos blancos y negros, y el piso parecía nevado; y sobre aquellas ruinas de su indignación artística se paseaba furioso, deseando algo más suculento para la ira y la venganza que la tinta y el papel mudo y frío.

Salió otra vez de casa; paseó por los soportales que había en la Plaza Nueva, enfrente de la casa de los Ozores.

«¿Qué habría pasado? ¿Habría descubierto algo don Víctor? No; si hubiera habido algo, ya se sabría. Don Víctor habría disparado su escopeta sobre don Álvaro, o se estaría concertando un desafío y ya se sabría; no se sabía nada, nada; luego nada había sucedido».

Dos, tres veces, ya al obscurecer, entró el Magistral en el zaguán obscuro del caserón de la Rinconada. Quería saber algo, espiar los ruidos... pero a llamar no se atrevía... «¿A qué iba él allí? ¿Quién le llamaba a él en aquella casa donde en otro tiempo tanto valía su consejo, tanto se le respetaba y hasta quería? Nadie le llamaba. No debía entrar». No entró. «Además, iba pensando mientras se alejaba, si yo me veo frente a ella, ¿qué sé yo lo que haré? Si ese marido indigno, de sangre de horchata, la perdona, yo... yo no la perdono y si la tuviera entre mis manos, al alcance de ellas siquiera... Sabe Dios lo que haría. No, no debo entrar en esa casa; me perdería, los perdería a todos».

Y volvió a la suya.

Doña Paula entró en el despacho. Hablaron de los negocios del comercio, de los asuntos de Palacio, de muchas cosas más; pero nada se dijo de lo que preocupaba al hijo y a la madre.

-«No se podía hablar de aquello» pensaba él.

-«No se podía hablar de aquello, ni a solas» pensaba ella.

La madre lo sabía todo. Había comprado el secreto a Petra.

Además, ya ella, por su servicio de policía secreta, y por lo que observaba directamente, había llegado a comprender que su hijo había perdido su poder sobre la Regenta. Si antes la maldecía porque la creía querida de su Fermo, ahora la aborrecía porque el desprecio, la burla, el engaño, la herían a ella también. ¡Despreciar a su hijo, abandonarle por un barbilindo mustio como don Álvaro! El orgullo de la madre daba brincos de cólera dentro de doña Paula. «Su hijo era lo mejor del mundo. Era pecado enamorarse de él, porque era clérigo; pero mayor pecado era engañarle, clavarle aquellas espinas en el alma... ¡Y pensar que no había modo de vengarse! No, no lo había». Y lo que más temía doña Paula era que el Magistral no pudiera sufrir sus celos, su ira, y cometiese algún delito escandaloso.

La desesperaba la imposibilidad de consolarle, de aconsejarle.

A doña Paula se le ocurría un medio de castigar a los infames, sobre todo al barbilindo agostado; este medio era divulgar el crimen, propalar el ominoso adulterio, y excitar al don Quijote de don Víctor para que saliera lanza en ristre a matar a don Álvaro.

«Y nada de esto se le podía decir a Fermo».

Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo, observaba todos los gestos de su hijo, aquella palidez, aquella voz ronca, aquel temblor de manos, aquel ir y venir por el despacho.

«¡Qué no hubiera dado ella por insinuarle el modo de vengarse! Sí, bien merecía aquel hijo de las entrañas que se le arrancasen aquellas espinas del alma. ¡Había sido tan buen hijo! ¡Había sido tan hábil para conservar y engrandecer el prestigio que le disputaban!». Desde que doña Paula vio que «no estallaba un escándalo», que don Fermín mostraba discreción y cautela incomparables en sus extrañas relaciones con la Regenta, se lo perdonó todo y dejó de molestarle con sus amonestaciones. Y después del triunfo de su hijo sobre la impiedad representada en don Pompeyo Guimarán, después de aquella conversión gloriosa, su madre le admiraba con nuevo fervor y procuraba ayudarle en la satisfacción de sus deseos íntimos, guardando siempre los miramientos que exigía lo que ella reputaba decencia.

No, no se podía hablar de aquello que tanto importaba a los dos; y al fin doña Paula dejó solo a don Fermín; subió a su cuarto. Y desde allí, en vela, se propuso espiar los pasos de su hijo, que continuaba moviéndose abajo: le oía ella vagamente.

Sí, don Fermín, que cerró la puerta del despacho con llave en cuanto se quedó solo, se movía mucho: tenía fiebre. Se le ocurrían proyectos disparatados, crímenes de tragedia, pero los desechaba en seguida. «Estaba atado por todas partes». Cualquier atrocidad de las que se le ocurrían, que podía ser sublime en otro, en él se le antojaba, ante todo, grotesca, ridícula.

Pero aquella sotana le quemaba el cuerpo. La idea de maníaco de que estaba vestido de máscara llegó a ser una obsesión intolerable. Sin saber lo que hacía, y sin poder contenerse, corrió a un armario, sacó de él su traje de cazador, que solía usar algunos años allá en Matalerejo, para perseguir alimañas por los vericuetos; y se transformó el clérigo en dos minutos en un montañés esbelto, fornido, que lucía apuesto talle con aquella ropa parda ceñida al cuerpo fuerte y de elegancia natural y varonil, lleno de juventud todavía. Se miró al espejo. «Aquello ya era un hombre». La Regenta nunca le había visto así.

«En el armario había un cuchillo de montaña».

Lo buscó, lo encontró y lo colgó del cinto de cuero negro. La hoja relucía, el filo señalado por rayos luminosos, parecía tener una expresión de armonía con la pasión del clérigo. El Magistral le encontraba una música al filo insinuante.

«Podía salir de casa, ya era de noche, noche cerrada, ya habría poca gente por las calles, nadie le reconocería con aquel traje de cazador montañés; podía ir a esperar a don Álvaro a la calleja de Traslacerca, a la esquina por donde decía Petra que le había visto trepar una noche. Don Álvaro, si don Víctor no había descubierto nada o si no sabía que don Víctor le había descubierto, volvería otra vez, como todas las noches acaso... y él, don Fermín, podía esperarle al pie de la tapia, en la calleja, en la obscuridad... y allí, cuerpo a cuerpo, obligándole a luchar, vencerle, derribarle, matarle... ¡Para eso serviría aquel cuchillo!».

Doña Paula se movió arriba. Crujieron las tablas del techo.

Como si las ideas de la madre se hubiesen filtrado por la madera y caído en el cerebro del hijo, don Fermín pensó de repente:

«Pero, no, todos estos son disparates; yo no puedo asesinar con un puñal a ese infame... No tengo el valor de ese género. Estas son necedades de novela. ¿Para qué pensar en lo que no he de hacer nunca? No hay más remedio que utilizar el valor y las ideas románticas y caballerescas de don Víctor; guardaré el cuchillo, mi espada tiene que ser la lengua...».

Y don Fermín se despojó del chaquetón pardo, dejó el sombrero de anchas alas, desciñó el cinto negro, guardó todas estas prendas, más el cuchillo, en el armario y se vistió la sotana y el manteo, como una armadura. «Sí, aquella era su loriga, aquéllos sus arreos».

«Ahora mismo; voy a verle ahora mismo. Si el muy idiota fue a cazar a Palomares, a estas horas debe de estar de vuelta o llegando; es la hora del tren. Voy a su casa...».

Y salió.

«Si mi madre me sale al paso le diré que me espera un enfermo, que quiere confesar conmigo sin falta...».

En efecto, al sentir a su hijo en el pasillo bajó doña Paula corriendo.

-¿A dónde vas?

Él dijo su mentira.

Y ella fingió creerla y le dejó marchar, porque adivinó en el rostro, en la voz, en todo, que su hijo no iba ciego, no iba a dar escándalo.

«Acaso se le había ocurrido lo mismo que a ella».

Y don Fermín de Pas llegó al caserón de los Ozores, vio a don Tomás Crespo desaparecer por la plaza, entró en el portal y se decidió a saludar a don Víctor, que abría la puerta, y subió con él; y estaba dispuesto a hablarle, a preguntarle, a aconsejarle... a insinuarle la venganza necesaria... y no sabía cómo empezar.

Cuando acabó de beber el vaso de agua que sabía a polvo, el Magistral aún no sabía lo que iba a decir.

Pero los ojos de Quintanar seguían preguntando pasmados, y don Fermín habló...

-Amigo mío, lucho entre el deseo de satisfacer la impaciencia de usted y el temor de no acertar con la embocadura del asunto que es espinoso, y por desgracia, por mucho que se suavice la expresión, de poco agradable acceso...

-Al grano, señor Magistral.

-La hora de mi visita, el hacer yo pocas a esta casa hace algún tiempo; todo esto contribuirá...

-Sí, señor, contribuye...; pero adelante. ¿Qué pasa, don Fermín? ¡Por los clavos de Cristo!

-De Cristo tengo yo que hablarle a usted también, y de sus clavos, y de sus espinas y de la cruz...

-Por compasión...

-Don Víctor, yo necesito antes de hablar que usted me declare el estado de su ánimo...

-¿Qué quiere usted decir?

-Está usted pálido, visiblemente preocupado, bajo el peso de un gran disgusto, sin duda; lo he notado al entrar, a la luz del farol de la escalera...

-Y usted también... está.

La voz de Quintanar temblaba.

-Pues eso quiero saber; si usted conoce la causa de mi visita, en parte a lo menos, podré ahorrarme el disgusto de abordar los preliminares enojosísimos de una cuestión...

-Pero, ¿de qué se trata? ¡por las once mil!...

-Señor Quintanar, usted es buen cristiano, yo sacerdote; si usted tiene algo que... decir... algún consejo que buscar... Yo también vengo a hablarle a usted de lo que sé como sacerdote, pero la conciencia de quien me lo comunicó exige precisamente que yo dé este paso...

Don Víctor se puso en pie de un salto.

En aquel momento estaba muy satisfecho de sí mismo el Magistral, porque acababa de ver claro. Ya sabía qué camino era el suyo.

-¿Una persona... que le manda a usted venir a estas horas a mi casa?...

-Don Víctor, confiéseme usted si usted sabe algo de un asunto que le interesa muchísimo, y si el saberlo es la causa de esa alteración de su semblante... Necesito empezar por aquí.

-Sí, señor; hoy sé algo que no sabía ayer... que me importa muchísimo ¡ya lo creo! más que la vida... Pero, si usted no habla más claro, yo no sé si debo... si puedo...

-Ahora, sí; ahora ya puedo hablar más claro.

-Una persona... decía usted...

-Una persona que ha protegido un... crimen que perjudica a usted... ha acudido arrepentida al tribunal de la penitencia a confesar su complicidad bochornosa... y a decirme que la conciencia la había acusado, y que por medida perentoria de reparación... había puesto en poder de usted el descubrimiento de esa... infamia... Pero temiendo nuevas desgracias, por su manera torpe de proceder... se apresuraba a declararme lo que había, para ver si podían evitarse más crímenes... que al cabo, crimen sería una violencia... una venganza sangrienta...

Don Fermín se interrumpió para callar, respetando así el dolor de don Víctor, que se había dejado caer sobre un sofá, y apretaba la cabeza entre las manos.

-¿Petra... ha sido Petra? -dijo don Víctor preguntando con el tono especial del que ya sabe lo mismo que pregunta.

-La infeliz no comprendió al principio que su conducta podía causar nuevos estragos. Y a eso vengo yo, don Víctor, a impedirlos si es tiempo... En nombre del Crucificado, don Víctor, ¿qué ha sucedido aquí?

-Nada, ¡pero aún estamos a tiempo! -contestó el marido burlado, puesto en pie, con los puños apretados, avergonzado, como si se viera en camisa en medio de la plaza; furioso ante la idea de que no había habido allí nada, ningún crimen cuyo autor debía ser él, según exigían las leyes del honor... y del teatro. -Nada, nada... pero habrá, habrá sangre... ¿Y usted lo sabe? ¿Esa mujer ha divulgado mi deshonra?... Eso ha sido también una venganza, no es arrepentimiento; es venganza... pero esto importa poco. ¡Lo que importa es que el mundo sabe!... ¡Desgraciado Quintanar! ¡Mísero de mí!...

Y volvió a caer sobre el sofá el pobre viejo, que volvía a sentir el mismo sueño soporífero que le había encogido el ánimo por la mañana.

«El mundo sabe» -había dicho don Víctor- y estas palabras sugirieron a don Fermín otra mentira provechosa.

Pero antes dijo:

-Don Víctor, no extraño que en su dolor usted no tenga tiempo ni fuerza para reflexionar... pero yo no he dicho que el mundo supiera... yo no soy el mundo; soy un confesor.

-¿Pero cree usted que Petra no habrá dicho?...

-Petra no; pero... por desgracia...

-Además, lo que importa aquí es mi honra, no que el mundo sepa o ignore... De todas maneras, pronto sabrá de mi venganza y se podrá enterar de todo.

Y se puso a dar vueltas por el despacho.

De Pas se levantó también.

-Por desgracia -continuó- la maledicencia se ha apoderado hace tiempo de ciertos rumores, de algo aparente...

Don Víctor rugió al gritar:

-¡Dios mío! ¿qué es esto? ¿esto más? ¿El mundo dice?... ¿Vetusta entera habla?...

Y se clavaba las uñas en la cabeza, mesándose las canas.

Don Fermín, mientras el otro se entregaba a los arranques mímicos de su dolor, de su vergüenza, habló largo y tendido del asunto. «Sí, por desgracia, hacía meses ya, desde el verano, desde antes acaso, se murmuraba de la confianza y de la frecuencia con que don Álvaro entraba en el palacio de los Ozores. Esto era lo peor, después de la desgracia en sí misma. Era lo peor porque el Magistral, que conocía las exaltadas ideas de don Víctor respecto al honor, temía que obedeciendo a impulsos disculpables, pero no justos, y sordo a la voz de la religión, se arrojase a tomar venganza terrible, sobre todo de don Álvaro, cuyo crimen no podía ser más repugnante y digno de castigo. Pero, amigo, aunque él, el Magistral, como hombre y hombre de experiencia, se explicaba la vehemente cólera que debía de dominar a don Víctor, y comprendía, y disculpaba hasta cierto punto, sus deseos de pronta y terrible venganza; si tal hacía como hombre, en cuanto sacerdote de una religión de paz y de perdón, tenía que aconsejar y procurar, en cuanto pudiese, la suavidad, los procedimientos que la moral recomienda para tales casos». Don Víctor, con el rostro entre las manos hacía signos de protesta; negaba como si quisiese arrancarse la cabeza del tronco.

«Pero qué le diría, o le podría decir Quintanar al Magistral, que él no comprendiera... Sí, sí, mirando las cosas como las mira el mundo, aquello pedía sangre, es más, no ya sólo por satisfacer el deseo de vengarse, hasta para poder vivir entre las gentes con lo que llama el mundo decoro, era necesario, según las leyes sociales, según lo que las costumbres y las ideas corrientes exigían, que don Víctor buscase a Mesía, le desafiase, le matase si posible le era, o si le cogía in fraganti en el delito, o cerca de él, que le sacrificase sin miramientos, con justicia pronta. Así lo habían hecho varones esclarecidos que eran asombro del mundo y se veían cantados y alabados en poemas y tragedias. Todo esto lo sabía el Magistral perfectamente». Y en efecto, con tal calor y elocuencia exponía «las razones que, desde el punto de vista mundano, aconsejaban el derramamiento de sangre» que después, cuando recordaba que tenía que defender el partido contrario, el de caridad, perdón y amor al prójimo, olvido de los agravios y conformidad con la cruz; cansado ya por los esfuerzos anteriores era otro el Magistral, se volvía premioso, decía con frialdad vulgaridades de sermón de aldea. Su propósito no lo penetraba don Víctor, pero sentía los efectos de la perfidia del canónigo. «Sí», pensaba el ex-regente, mientras el Magistral volvía a enumerar los sacrificios de amor propio, pundonor y otras muchas cosas que exigía la religión a un buen cristiano a quien su mujer engañaba: «sí, he estado ciego, me he portado indignamente, he debido matar a Mesía de una perdigonada, sobre la tapia, o si no correr en seguida a su casa y obligarle a batirse a muerte acto continuo; el mundo lo sabe todo, Vetusta entera me tiene por... un... por un...» y saltaba don Víctor cerca del techo al oírse a sí mismo en el cerebro la vergonzosa palabra.

Y entonces las frases frías, desmadejadas, con que el Magistral recomendaba el perdón, el olvido, le sonaban a hueco, a retórica vana: «Aquel santo varón no sabía lo que era un ultraje de aquella especie; ni lo que exigía la sociedad».

Para que el clérigo le dejase en paz y no le cansase más con sus sermones sosos y desprovistos de vida, de unción, don Víctor fingió ceder; y dijo que no haría ningún disparate, que meditaría, que procuraría armonizar las exigencias de su honor y aquello que la religión le pedía...

Entonces se alarmó don Fermín; creyó que había perdido terreno, y volvió a la carga. Con vivos colores pintó el desprecio que el mundo arroja sobre el marido que perdona y que la malicia cree que consiente...

Don Víctor, oyendo al Magistral, se figuraba el hombre más despreciable del mundo si no hacía una que fuese sonada... «Oh, sí, cuanto antes... en cuanto fuera de día daría sus pasos, mandaría dos padrinos a don Álvaro; había que matarle».

Don Fermín volvió a tranquilizarse, viendo la exaltación de la ira pintada en el magistrado. «Sí, había hombre; la máquina estaba dispuesta; el cañón con que él, don Fermín, iba a disparar su odio de muerte, ya estaba cargado hasta la boca».

Don Víctor no hablaba. Gruñía arrimado a la pared, en un rincón...

«Ya no había qué hacer allí». El Magistral se despidió. Pero al salir, al llegar a la puerta, se volvió de repente y con ademán solemne, como sacerdote de ópera, exclamó:

-Exijo a usted, como padre espiritual que he sido y creo que soy todavía, de usted, le exijo en nombre de Dios... que... si esta... noche... sorprendiera usted... algún nuevo... atentado... si ese infame, que ignora que usted lo sabe todo, volviera esta noche... Yo sé que es mucho pedir... pero un asesinato no tiene jamás disculpa a los ojos de Dios, aunque la tenga a los del mundo... Evite usted que ese hombre pueda llegar aquí... pero... ¡nada de sangre, don Víctor, nada de sangre en nombre de la que vertió por todos el Crucificado!...

«¡Es verdad, pensó don Víctor cuando se quedó solo, es verdad! ¿Y yo, estúpido, tonto, no había dado en ello? Ese hombre debe volver esta noche... ¡Y yo, por no matarla a ella con el susto, iba a dejar que otra vez... otra vez!... ¡Y no pensaba en ello!...».

Se abrió la puerta y entró la Regenta.

Venía pálida, vestía un peinador blanco, y no hacía ruido al andar. Sus ojos parecían más grandes que nunca, y miraban con una fijeza que daba escalofríos. A lo menos los sintió don Víctor, que dio un paso atrás, y tuvo terror, como en presencia de un fantasma. Antes que en la traición de aquella mujer pensó en el gran peligro que corría la vida de Ana, si una emoción fuerte la espantaba. No le pareció su mujer a don Víctor, le pareció la Traviata en la escena en que muere cantando. Sintió el pobre viejo una compasión supersticiosa; aquel ser vaporoso que se le aparecía de repente en silencio, pisando como un fantasma, lo quería él en aquel instante con amor de padre que teme por la vida de su hija, y lo temía al mismo tiempo como a cosa del otro mundo... «¡Qué fácil era asesinar con una palabra a la pobrecita enferma, que acaso no era responsable de su delito! Oh, no, lo que es a ella no la mataría, ni con puñal, ni con bala, ni con palabras fulminantes...».

-¿Quién estaba ahí? -preguntó Ana tranquila.

-El Magistral -respondió don Víctor, que suponía a su mujer enterada de lo mismo que preguntaba.

Ana se turbó.

-¿A qué venía... a estas horas? -preguntó disimulando sus temores.

-¿A qué? Cosas de política... Eso del obispo y el gobernador... lo de las votaciones que corre prisa... en fin... cosas de política.

La Regenta no insistió. Se retiró sin acercarse a su marido, que no la buscó tampoco para darle el beso en la frente con que solían despedirse todas las noches.

Respiró Quintanar cuando se vio solo. «Aquello había salido bien. No se había descubierto. Anita no había podido sospechar... Tenía la conciencia tranquila, señal de que había hecho bien por lo pronto».

Pidió el té que era su cena los días de caza y de comida de fiambre; dio orden a los criados de acostarse, y a las once y media, de puntillas y sin tropezar en nada, a pesar de ir a obscuras, bajó al parque en zapatillas, armado de escopeta. La había cargado con postas.

«¡Oh, sí! el Magistral le había sugerido, sin querer, una buena idea. ¿Qué no hubiera sangre, eh? Oh, lo que es como volviese aquella noche... ¡moría don Álvaro! Y que ardiera el mundo. Que se asustara Ana, que cayera redonda, que le prendieran a él... Cualquier cosa... pero como volviera, moría». Así como poco antes había sentido la conciencia tranquila al contener su cólera delante de Ana, ahora se sentía satisfecho ante su resolución de matar al ladrón de su honra si volvía.

La noche era obscura, el frío intenso. Don Víctor no tuvo más remedio que volver a su cuarto por la capa. Se exponía a hacer ruido, o que el otro tuviera tiempo de venir y escalar el balcón entre tanto... pero a cuerpo no se podía estar allí. Se quedaría helado. Fue, con la prisa que pudo, a buscar la capa, y bien embozado volvió a su puesto de centinela en el cenador, desde el cual veía el perfil de la tapia, destacándose borrosa en el cielo negro; y vería también el balcón del tocador si se abría para dar paso a don Álvaro.

Oyó las doce, la una, las dos... no oyó las tres, porque debió de dormitar un poco, aunque él se lo negaba a sí mismo... Y a las cuatro no pudo resistir ya el frío y el sueño; y delirante, sin conciencia de sí mismo ni del mundo ambiente, tropezando en todo, subió a su cuarto, buscó la cama a tientas, se desnudó por máquina, se envolvió entre las sábanas y se quedó dormido en un sopor de fiebre lleno de fantasmas ardientes, de monstruos dolorosos.

Aquella tarde no asistieron al Casino a la hora del café, como solían, ni Mesía, ni Ronzal, ni el capitán Bedoya ni el coronel Fulgosio.

Lo cual notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizo exclamar en son de misterio:

-Señores, cuando yo digo que hay gato...

-¿Qué gato? -preguntó don Frutos Redondo el americano.

Estaban, como siempre a tal hora, en la sala contigua al gabinete rojo, el del tresillo.

Todos los presentes rodearon a Foja que añadió:

-Noten ustedes que hoy no han venido ni Ronzal, ni el capitán ni el coronel. Ciertos son los toros. Cuando el río suena...

-Pero ¿qué suena? -preguntó Orgaz padre, que algo sabía.

Joaquinito, que se daba aires de saber muchas cosas, dijo:

-Nada, señores, yo digo a ustedes que no hay nada...

-Pues con permiso de usted yo sé que hay grandes novedades. Lo sé de buena tinta... Quintanar debe de haber mandado a estas horas sus padrinos a don Álvaro.

-¡Padrinos! ¿por qué? -preguntó Redondo.

-¡Bah! Está usted buen cazurro. Demasiado sabe usted por qué. La verdad es que aquello era un escándalo.

Joaquín Orgaz defendió a don Álvaro.

Pero Foja no atacaba a Mesía, atacaba a don Víctor que había consentido tanto tiempo aquella desvergüenza.

-¿Pero qué sabe usted si consentía? No sabía nada. Y si ahora desafía al otro, será que descubrió algo...

-O que se ha cansado de aguantar...

-O no habrá tal desafío.

Toda la tarde se habló allí de lo mismo. Al obscurecer llegó Ronzal. Nadie se atrevió a interrogarle al principio. Foja se cansó de ser prudente y preguntó a Trabuco dándole un golpecito en el hombro:

-¿Es usted padrino?

-¿Padrino de qué? -dijo Ronzal con ceño adusto, aire misterioso, y como hombre prudentísimo que opone un muro de hielo a una indiscreción.

-Padrino del duelo a muerte entre Mesía y Quintanar...

-¿Pero a usted quién le ha dicho?... Palabra de... quiero decir... yo no sé... yo niego... Es usted un mentecato y un hablador insustancial ¿Cree usted que asuntos tan serios se vienen a tratar al café?

-¿Ven ustedes? Lo que yo decía -gritó Foja triunfante sin hacer caso de los insultos.

Ronzal negó, se obstinó en callar; pero se conocía que le costaba grandes esfuerzos.

Miró el reloj muchas veces y preguntó a Joaquinito Orgaz, aparte, pero de modo que lo oyeran los demás:

-¿Sabe usted si don Pedro el picador tiene todavía sables de...?

Y lo demás lo dijo en voz baja.

Orgaz no sabía nada; Ronzal hizo un gesto de disgusto y salió del Casino, diciendo:

-Adiós, señores.

-¿Ven ustedes? Lo que yo decía. Duelo tenemos.

Aquellos señores se declararon en sesión permanente. Los mozos encendieron el gas, y continuó el tertulín de la tarde empalmándose con el de la noche. Algunos fueron a cenar y volvieron. A las ocho en todo el Casino no se hablaba más que del duelo. Los del billar dejaron los tacos para venir a la sala de las mentiras a cazar noticias; hasta los de arriba, los del cuarto del crimen, que solían dejar que pasaran revoluciones sin darse por entendidos, mandaron sus emisarios abajo para saber lo que ocurría.

Un desafío en Vetusta era un acontecimiento de los más extraordinarios. De tarde en tarde algunos señoritos se daban de bofetadas en el Espolón, en algún sitio público, pero no pasaba de ahí. Los insultos no tenían jamás consecuencias. Nunca había habido en Vetusta una sala de armas. Hacía años, un comandante retirado había querido ganarse la vida dando lecciones de sable: el Marquesito, Orgaz hijo y padre, Ronzal y otros varios comenzaron con gran afición a dejarse dar de palos, pero pronto se cansaron y el comandante tuvo que dedicarse a pedir un duro prestado a cualquiera.

No se recordaba en la población más que dos desafíos en que se hubiera llegado al terreno; uno de Mesía, allá, muchos años atrás, cuando era muy joven; había sido padrino del contrario Frígilis, único vetustense que asistió al lance.

Nunca había querido decir lo que había pasado allí, pero era lo cierto que ni Mesía ni su adversario habían guardado cama un solo día después del duelo.

El otro desafío había sido entre un jefe económico y un cajero por cuestiones de la caja. Sobre si sacaste tú o saqué yo. Se habían batido a primera sangre. El cajero había recibido un arañazo en el cuello, porque el jefe económico daba sablazos horizontales con el propósito de degollar al contrario. Y no había más desafíos llevados al terreno en las crónicas vetustenses.

Se discutió mucho aquella noche, para pasar el rato mientras llegaban noticias, sobre la legitimidad de esta costumbre bárbara que habíamos heredado de la Edad media.

Orgaz padre, que era algo erudito, aunque de oficio escribano, aseguró que el duelo era resto de las ordalías.

Don Frutos dijo que sí sería, pero que ni ordalías ni san ordalías le hacían a él batirse. Él acudía al juez si le ofendían, y si no había modo, ventilaba la cuestión a palos. -Eso de que me mate un espadachín, que no ha tenido que trabajar para ganarse la comida, no lo consentirá el hijo de mi madre.

-Sin embargo -decía Orgaz padre- hay circunstancias... el honor... la sociedad... Ya ve usted, Fígaro condena el duelo, y confiesa que él se batiría llegado el caso.

-Es que yo no soy un mal barbero, señor mío -gritó don Frutos- tengo algo que perder.

Hubo que explicarle a don Frutos quién era Fígaro; pero aún después de enterado, Redondo, que sudaba ya de tanto discutir y gritar, vociferó diciendo, que de todas maneras, al que le desafiase, él le rompía el alma...

-Pues yo -dijo el ex-alcalde- a la justicia me atengo... una querella criminal, la ley está terminante...

-Pues yo -exclamó solemnemente Orgaz padre, puesto en pie y con voz temblorosa- yo no hago nada de eso. Al que me desafíe, si es un diestro, le obligo a aceptar un duelo en las condiciones siguientes: (Atención general.) A dos pasos de distancia (se coloca, midiendo dos pasos largos, enfrente de don Frutos que se pone muy serio y erguido) una pistola cargada, y otra no cargada. (Orgaz palidece ante la idea de que aquello pudiera suceder como lo cuenta.) Una, dos, tres (da las tres palmadas) ¡plun! ¡y al que Dios se la dé San Pedro se la bendiga! Así me bato yo. La cuestión no es ser diestro, es tener valor.

-¡Bravo, bravo! ¡eso, eso! -gritó gran parte del concurso, como si oyera aquello por primera vez.

Siempre que se hablaba de desafíos decían lo mismo que aquel día Foja, don Frutos, Orgaz y otros caballeros.

En vano esperaron los socios noticias. En toda la noche no parecieron por allí ni Ronzal, ni Fulgosio, ni Bedoya, que, según se decía, eran los padrinos, amén de Frígilis.

Era verdad. Por más que Crespo encargó el secreto más absoluto a todas las personas que tuvieron que intervenir en el triste negocio, no se sabe cómo, aunque se sospecha que por culpa de Ronzal, pronto corrió por Vetusta el rumor de lo cierto. Petra y Ronzal habían sido los indiscretos. Petra, por venganza, por mala índole, había hablado, había dicho a alguna amiga lo de su antigua ama. «¿Que por qué había dejado aquella casa? Por tal y por cual». Trabuco, a quien la honra de merecer la confianza de Quintanar había llenado de vanidad, no había podido resistir la tentación de dejar transparentarse su secreto. Ello era que en todo Vetusta no se hablaba de otra cosa.

El Gobernador decía en su casa que no se le hablase de aquello, que su deber de autoridad estaba en abierta contradicción con su deber de caballero, que debía tener oídos de mercader, ojos de topo, y los tendría...

Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no se sabía nada.

-¿Era una papa lo del duelo? -preguntaba Foja en el Casino.

Y entonces reventó Joaquinito Orgaz, que lo sabía todo por el Marquesito.

-No, no era broma; la cosa iba de veras. Duelo a muerte.

Pero los padrinos se habían portado mal, eran torpes, a pesar de las ínfulas del coronel Fulgosio que decía tener el código del honor en la punta de los dedos: no parecían armas, se había hablado del sable primero, pero no parecían sables de desafío; no había en Vetusta sables así, o no querían darlos los que los tenían. Se había recurrido a la pistola... y tampoco parecían pistolas a propósito. «Yo creo -añadía Joaquinito, y Paco cree lo mismo, que esto es inverosímil y que Frígilis quiere dar largas al asunto a ver si convence a Mesía y lo hace marcharse de Vetusta».

-¡Qué indignidad! -gritó Foja.

-Pues ésa había sido la primera solución. La misma noche del día en que, al parecer (esto se cuenta por lo menos) don Víctor descubrió su deshonra, Frígilis fue a ver a Mesía y le suplicó que saliera del pueblo cuanto antes. Mesía se lo contó ce por be a Paco.

-Bueno, ¿y qué más?

-Nada, que Mesía, como era natural, se opuso; dijo que Quintanar y todo Vetusta podían atribuir a miedo su ausencia. -Pero Frígilis, que tiene cierta influencia sobre don Álvaro, le obligó a darle palabra de honor de que al día siguiente tomaría el tren de Madrid. Parece ser que Quintanar tuvo en sus manos la vida de Álvaro; que pudo matarle de un tiro y no le mató. Y Frígilis invocaba esto y los derechos del marido ultrajado para obligar a Mesía a huir. «Eso no es cobardía -dice que le dijo- eso es hacerse justicia a sí mismo, usted merece la muerte por su traición y yo le conmutó la pena por el destierro».

-¿Eso dijo Crespo?

-Eso.

-¡Miren Frígilis!

-Tiene mucha confianza con Álvaro, que le respeta mucho.

-Bueno, ¿y qué más?

-Nada, que Álvaro dio palabra. Pero al día siguiente, ayer por la mañana, cuando estaba ya nuestro don Juan haciendo el equipaje para largarse, se le presentaron Frígilis y Ronzal en son de desafío. Parece ser que muy temprano don Víctor llamó a Frígilis y le obligó a buscar a Trabuco para ir juntos a desafiar al burlador; Frígilis no tuvo más remedio que obedecer, porque al saber Quintanar que el otro pensaba escapar, amenazó con seguirle al fin del mundo y llamarle cobarde en los periódicos, en la calle... Estaba furioso.

-¡Claro, las comedias!

-Ello es, que Frígilis tuvo que devolver a Álvaro la promesa de huir y mandarle buscar padrinos.

-¿Y Mesía?

-Es claro; dejó el viaje y buscó padrinos; querían que yo fuese uno (mentira) pero después... como yo soy muy amigo de ambos... en fin, se buscó otros... y no parecían... Sólo Fulgosio, que siempre se presta a tales enredos... y Bedoya, que al fin es militar...

En general, Joaquinito estaba bien enterado. Mesía se lo había dicho todo al Marquesito que había ido a verle a la fonda.

Lo que no le había dicho era que él tenía mucho miedo; que así como se alegraba de ver rotas aquellas relaciones que iban a acabar con la poca salud que le quedaba y a dejarle en ridículo a los mismos ojos de Ana, le horrorizaba la idea de verse frente a frente de don Víctor con una espada o una pistola en la mano.

La proposición primera de Frígilis la aceptó inmediatamente.

«¡Era natural! debía huir, ¿con qué derecho iba él a procurar la muerte del hombre que le había perdonado la vida aquella mañana y a quien él había robado la honra? Huiría; al día siguiente, sin falta tomaría el tren».

Ya lo esperaba Frígilis, que sabía a qué atenerse respecto del valor de Álvaro.

Como que había sido testigo de aquel duelo misterioso, a que aludían los socios del Casino. Don Álvaro, por culpa de una mujer, había sido retado a singular combate por un forastero; todos los padrinos eran de la guarnición menos Frígilis, único vetustense que presenció el lance. El duelo era a sable, en el Montico, en una arboleda, de tarde, cerca del obscurecer. Mesía y su adversario estaban en mangas de camisa (se acordaba Frígilis como si hubiese sido el día anterior), estaban en mangas de camisa, sable en mano... ambos pálidos y temblando de frío y de miedo. El cielo encapotado amenazaba desplomarse en torrentes de lluvia. Los dos combatientes miraban a las nubes. Frígilis comprendió lo que deseaban. Comenzó la lid soltera y al primer choque de los aceros estalló un trueno y empezaron a caer gotas como puños. Mesía y su adversario temblaban como las ramas de los árboles que batía el viento... Tan grande fue el chaparrón que los padrinos suspendieron el duelo... que no se continuó. «No habían ido a batirse contra los elementos». Mesía quedó incólume y Crespo implícitamente le dio seguridades de que guardaría el secreto de aquel trance ridículo y de la cobardía del Tenorio vetustense.

Recordando todo esto, Frígilis trató como un zapato a Mesía aquella noche memorable en que le intimó la huida. Pero -decía bien Joaquín Orgaz- al día siguiente tuvo que devolver su palabra a don Álvaro. Ya no debía huir. Quintanar se empeñaba en batirse; era aragonés y no cejaría.

«No sé quién me le ha cambiado. Anoche parecía resuelto o poco menos a una solución pacífica, se contentaba con que usted desapareciera; y hoy, cuando fui a verle me encontré al señor de Ronzal, que está presente, al lado del lecho de mi amigo».

Ronzal saludó.

Mesía se había puesto muy pálido. Estaba metiendo ropa blanca en un mundo y suspendió la tarea.

-De modo que...

-Que tiene usted que buscar padrinos.

A Frígilis le había disgustado que don Víctor, sin consultar con él, hubiese llamado a Ronzal. Quintanar creía en la energía del diputado por Pernueces y sabía que no estimaba a don Álvaro. Según el ex-magistrado, era un buen padrino. Error, según Frígilis.

Lo peor fue que no hubo modo de disuadir a Quintanar.

«¡Ni un día se ha de aplazar esto! Ya que mi deshonra es pública, que la reparación lo sea, y además terrible y rápida».

«Pero si tienes fiebre, si estás malo...».

«No importa. Mejor. Si ustedes no van a desafiar a ese hombre, me levanto y busco yo mismo otros padrinos».

No hubo más remedio.

Mesía, a regañadientes, y ocultando el pavor como podía, buscó sus dos padrinos.

Se convino que el duelo fuese a sable. Pero no parecían sables útiles. Además, surgieron dificultades sobre ciertos pormenores. Y así pasó un día.

Al siguiente por la mañana se acordó que se batieran a pistola.

Don Víctor formó entonces su plan. Se alegró de que fuese el duelo a pistola.

Pero tampoco parecían pistolas de desafío.

Y pasó otro día.

Don Víctor se levantó al siguiente después de pasar setenta horas en la cama, con fiebre un día entero, impaciente a ratos, angustiado otros, y siempre disimulando en presencia de Ana, que le cuidaba solícita.

Durante aquellas largas horas de cama, con la debilidad que sucedió a la calentura vinieron accesos de melancolía, y meditaciones filosófico-religiosas. Don Víctor sintió que el ánimo aflojaba, no por amor a la vida propia, que no creía en gran peligro ante don Álvaro, sino por miedo a los remordimientos. Cuando supo lo de las pistolas, resolvió no matar a su contrario. «Le dejaría cojo. Tiraría a las piernas. El otro no era probable que le hiriese a él tirando a veinte pasos; tendría que ser por una casualidad».

Sin que Ana sospechase nada, porque Mesía había cumplido su palabra, dada a Frígilis, de despedirse por escrito para un viaje electoral, urgentísimo y breve; sin que Ana sospechase por lo menos que se trataba de la vida o la muerte de su esposo y de su amante, salió de casa don Víctor por la puerta del parque acompañado de Frígilis, a la hora en que solían ir de caza.

En la calleja de Traslacerca les esperaba Ronzal. La mañana estaba fría y la helada sobre la hierba imitaba una somera nevada.

En la carretera de Santianes les esperaba un coche; dentro de él estaba Benítez, el médico de Ana. Al verle don Víctor palideció, pero en nada más se pudo notar su emoción.

Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje, a las tapias del Vivero. Se apearon, y rodeando la quinta del Marqués, entraron en el bosque de robles donde meses antes don Víctor había buscado a su mujer ayudado del Magistral. «¡Cuántas cosas se explicaba ahora que no había comprendido entonces!». No importaba; la verdad era que del furor que en su corazón había hecho estragos después de la visita nocturna de don Fermín, ya no quedaban más que restos apagados: ya no aborrecía a don Álvaro, ya no se figuraba imposible la vida mientras no muriese aquel hombre: la filosofía y la religión triunfaban en el ánimo de don Víctor. Estaba decidido a no matar.

Llegaron a lo más alto del bosque; allí había una meseta, y en un claro sitio suficiente para medir más de treinta pasos. Las últimas condiciones del duelo eran estas: veinticinco pasos, pudiendo avanzar cinco cada cual. Valía apuntar en los intervalos de las palmadas que habían de ser muy breves. Lo cierto era que Fulgosio, el coronel, nunca había presenciado un duelo a pistola, aunque él aseguraba haber asistido a muchos, y Ronzal y Bedoya en su vida habían intervenido en semejantes negocios. Frígilis sólo había visto el duelo frustrado de Mesía. Aquellas condiciones las había copiado el coronel de una novela francesa que le había prestado Bedoya. Lo único original allí era que Fulgosio juraba que su honor de soldado no le permitía autorizar un simulacro de desafío, y que el duelo a pistola y a tal distancia y a la voz de mando sin apuntar y entre dos primerizos, pues primerizo era también Mesía a pistola, sería la carabina de Ambrosio.

Bedoya pensó que don Víctor era buen tirador, pero no se atrevió a presentar objeciones a su colega. La parte contraria tampoco tuvo nada que decir.

Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyos encontraron solo el terreno. Quince minutos después aparecieron entre los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos, más el señor don Robustiano Somoza. Mesía estaba hermoso con su palidez mate, y su traje negro cerrado, elegante y pulquérrimo.

A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono!... como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de tristeza; «¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a disparar sobre aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diez años antes la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estas horas tranquilo en el Tribunal Supremo o en La Almunia de don Godino!... Todo aquello de matarse era absurdo... Pero no había remedio. La prueba era que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano...».

Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, la de que Mesía tuviera valor para disparar y, por casualidad también, herir a Víctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar al dejarle en su puesto de honor.

Y se separaron testigos y médicos a buena distancia, porque todos temían una bala perdida.

Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta idea aumentó su pavor; recordó que aquella piedad sólo le acudía en las enfermedades graves, en la soledad de su lecho de solterón...

Frígilis estaba asustado del valor de aquel hombre.

Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí.

Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin ver nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y en seguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón ajustado del petimetre.

Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robusto, la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación despertó con ímpetu. «Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar iba a matarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!».

Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintió tan bravo como cualquiera. ¡Era la corazonada! El pulso estaba firme; creía tener la cabeza de don Víctor apoyada en la boca de su pistola; suavemente oprimió el gatillo frío y... creyó que se le había escapado el tiro. «No, no había sido él quien había disparado, había sido la corazonada».

Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la hierba cubierta de escarcha, y mordía la tierra.

La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaba llena.

Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nueva del Vivero, adonde se trasladó, como se pudo, el cuerpo inerte del digno magistrado. Yacía don Víctor en la misma cama donde meses antes había dormido con el dulce sueño de los niños.

Alrededor del lecho estaban los dos médicos, Frígilis que tenía lágrimas heladas en los ojos, Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosio lleno de remordimientos. Bedoya había acompañado a Mesía, que pocas horas después tomaba el tren de Madrid, tres días más tarde de lo que Frígilis había pensado.

Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado y triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribundo. Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo.

-¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor?...

Frígilis miró a Pepe como si no le conociera; y como hablando consigo mismo dijo:

-La vejiga llena... La peritonitis de... no sé quién... Eso dicen ellos.

-¿La qué, señor?

-Nada... ¡que se muere de fijo!

Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a obscuras para llorar a solas.

Poco después Pepe vio salir al coronel Fulgosio y detrás a Somoza el médico.

-¿Y trasladarle a Vetusta?... -decía el militar.

-¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde de fijo.

Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a sus enfermos.

Esta vez se equivocó dándole a don Víctor más tiempo de vida del que le otorgó la bala de don Álvaro.

Murió Quintanar a las once de la mañana.

........................................

El mes de Mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta. ¡Cosa rara!

Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo y en Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudo salir del arca, y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después de dos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul, respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de belloritas que parecen chispas del sol!

Toda Vetusta paseaba.

Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera el pie en la calle.

-Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que ha dicho Benítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nervios no se callarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver el sol... vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable... tenga usted caridad... consigo misma. Saldremos muy temprano al amanecer si usted quiere; ¡está el paseo grande tan hermoso a tales horas! O si no al obscurecer, a tomar el fresco, por una carretera... Por Dios, hija, va usted a enfermar otra vez.

-No, no salgo... -y Ana movía la cabeza como los ciegos-. Por Dios, don Tomás, no me atormenten, no me atormenten con ese empeño... Ya saldré más adelante... no sé cuándo. Ahora me horroriza la idea de la calle... ¡Oh, no, por Dios... no! por Dios me dejen.

Y juntaba las manos y se exaltaba; y Frígilis tenía que callar.

Ocho días había estado Ana entre la vida y la muerte, un mes entero en el lecho sin salir del peligro, dos meses convaleciente, padeciendo ataques nerviosos de formas extrañas, que a ella misma le parecían enfermedades nuevas cada vez.

Frígilis había dicho a la Regenta que Quintanar estaba herido allá en las marismas de Palomares, que se le había disparado la escopeta y... Pero Ana, espantada, adivinando la verdad, había exigido que se la llevase a las marismas de Palomares inmediatamente...

-«No podía ser, no había tren hasta el día siguiente...».

-«Pues un coche, un coche... Se me engaña; si eso fuera cierto, usted estaría al lado de Víctor...».

Frígilis explicó su presencia lo menos mal que pudo.

Las mentiras piadosas fueron inútiles; Ana se dispuso a salir sola, a correr en busca de su Víctor... Hubo que decirle una verdad; la muerte de su esposo. Quiso verle muerto, pero no pudo moverse; cayó sin sentido y despertó en el lecho. Dos días creyó Frígilis tenerla engañada, atribuyendo la desgracia a un accidente de la caza. Pero Ana creía la verdad, no lo que le decían; la ausencia de Mesía y la muerte de Víctor se lo explicaron todo.

Y una tarde, a los tres días de la catástrofe, en ausencia de Frígilis, Anselmo entregó a su ama una carta en que don Álvaro explicaba desde Madrid su desaparición y su silencio.

Cuando Crespo, al obscurecer, entró en la alcoba de Ana, la llamó en vano dos, tres veces... Pidió luz asustado y vio a su amiga como muerta, supina, y sobre el embozo de la cama el pliego perfumado de Mesía.

Y poco después, mientras Benítez traía a la vida con antiespasmódicos a la Regenta y recetaba nuevas medicinas para combatir peligros nuevos, complicaciones del sistema nervioso, Frígilis en el tocador leía la carta del que siempre llamaba ya para sus adentros cobarde asesino; y después de leer el papel asqueroso, lo arrugaba entre sus puños de labrador y decía con voz ronca:

-¡Idiota! ¡infame! ¡grosero! ¡idiota!

Don Álvaro en aquel papel que olía a mujerzuela, hablaba con frases románticas e incorrectas de su crimen, de la muerte de Quintanar, de la ceguera de la pasión. «Había huido porque...».

-¡Porque tuviste miedo a la justicia, y a mí también, cobarde! -se dijo Frígilis.

«Había huido porque el remordimiento le arrastró lejos de ella... Pero que el amor le mandaba volver. ¿Volvía? ¿Creía Ana que debía volver? ¿O que debían juntarse en otra parte, en Madrid por ejemplo?». Todo era falso, frío, necio, en aquel papel escrito por un egoísta incapaz de amar de veras a los demás, y no menos inepto para saber ser digno en las circunstancias en que la suerte y sus crímenes le habían puesto.

Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta, que había caído sobre la almohada como muerta en cuanto vio en aquellos renglones fangosos la confirmación terminante de sus sospechas, no pudo por entonces pensar en la pequeñez de aquel espíritu miserable que albergaba el cuerpo gallardo que ella había creído amar de veras, del que sus sentidos habían estado realmente enamorados a su modo. No, en esto no pensó la Regenta hasta mucho más tarde.

En el delirio de la enfermedad grave y larga que Benítez combatió desesperado, lo que atormentaba el cerebro de Ana era el remordimiento mezclado con los disparates plásticos de la fiebre.

Otra vez tuvo miedo a morir, otra vez tuvo el pánico de la locura, la horrorosa aprensión de perder el juicio y conocerlo ella; y otra vez este terror superior a todo espanto, la hizo procurar el reposo y seguir las prescripciones de aquel médico frío, siempre fiel, siempre atento, siempre inteligente.

Días enteros estuvo sin pensar en su adulterio ni en Quintanar; pero esto fue al principio de la mejoría; cuando el cuerpo débil volvió a sentir el amor de la vida, a la que se agarraba como un náufrago cansado de luchar con el oleaje de la muerte obscura y amarga.

Con el alimento y la nueva fuerza reapareció el fantasma del crimen. ¡Oh, qué evidente era el mal! Ella estaba condenada. Esto era claro como la luz. Pero a ratos, meditando, pensando en su delito, en su doble delito, en la muerte de Quintanar sobre todo, al remordimiento, que era una cosa sólida en la conciencia, un mal palpable, una desesperación definida, evidente, se mezclaba, como una niebla que pasa delante de un cuerpo, un vago terror más temible que el infierno, el terror de la locura, la aprensión de perder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro su crimen; no sabía quién, discutía dentro de ella, inventaba sofismas sin contestación, que no aliviaban el dolor del remordimiento, pero hacían dudar de todo, de que hubiera justicia, crímenes, piedad, Dios, lógica, alma... Ana. «No, no hay nada, decía aquel tormento del cerebro; no hay más que un juego de dolores, un choque de contrasentidos que pueden hacer que padezcas infinitamente; no hay razón para que tenga límites esta tortura del espíritu, que duda de todo, de sí mismo también, pero no del dolor que es lo único que llega al que dentro de ti siente, que no se sabe cómo es ni lo que es, pero que padece, pues padeces».

Estas logomaquias de la voz interior, para la enferma eran claras, porque no hablaba así en sus adentros sino en vista de lo que experimentaba; todo esto lo pensaba porque lo observaba dentro de sí: llegaba a no creer más que en su dolor.

Y era como un consuelo, como respirar aire puro, sentir tierra bajo los pies, volver a la luz, el salir de este caos doloroso y volver a la evidencia de la vida, de la lógica, del orden y la consistencia del mundo; aunque fuera para volver a encontrar el recuerdo de un adulterio infame y de un marido burlado, herido por la bala de un miserable cobarde que huía de un muerto y no había huido del crimen.

Y este mismo placer, esta complacencia egoísta, que ella no podía evitar, que la sentía aun repugnándole sentirla, era nuevo remordimiento.

Se sorprendía sintiendo un bienestar confuso cuando funcionaba en ella la lógica regularmente y creía en las leyes morales y se veía criminal, claramente criminal, según principios que su razón acataba. Esto era horrible, pero al fin era vivir en tierra firme, no sobre la masa enferma movediza de disparates del capricho intelectual, no en una especie de terremoto interior que era lo peor que podía traer la sensación al cerebro.

Ana explicó todo esto a Benítez como pudo, eludiendo el referirse a sus remordimientos.

Pero él comprendió lo que decía y lo que callaba y declaró que el principal deber por entonces era librarse del peligro de la muerte.

-¿Quiere usted un suicidio?

-¡Oh, no, eso no!

-Pues si no hemos de suicidarnos, tenemos que cuidar el cuerpo, y la salud del cuerpo exige otra vez... todo lo contrario de lo que usted hace. Usted señora cree que es deber suyo atormentarse recordando, amando lo que fue... y aborreciendo lo que no debió haber sido... Todo esto sería muy bueno si usted tuviera fuerzas para soportar ese teje maneje del pensamiento. No las tiene usted. Olvido, paz, silencio interior, conversación con el mundo, con la primavera que empieza y que viene a ayudarnos a vivir... Yo le prometo a usted que el día en que la vea fuera de todo cuidado, sana y salva, le diré, si usted quiere: Anita, ahora ya tiene usted bastante salud para empezar a darse tormento a sí misma.

Y Frígilis hablaba en el mismo sentido.

Y nadie más hablaba, porque Anselmo apenas sabía hablar, Servanda iba y venía como una estatua de movimiento... y los demás vetustenses no entraban en el caserón de los Ozores después de la muerte de don Víctor.

No entraban. Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel gran escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un ex-regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! En Vetusta, ni aun en los días de revolución había habido tiros. No había costado a nadie un cartucho la conquista de los derechos inalienables del hombre. Aquel tiro de Mesía, del que tenía la culpa la Regenta, rompía la tradición pacífica del crimen silencioso, morigerado y precavido. «Ya se sabía que muchas damas principales de la Encimada y de la Colonia engañaban o habían engañado o estaban a punto de engañar a su respectivo esposo, ¡pero no a tiros!». La envidia que hasta allí se había disfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillez de sus carnes. Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y la fama de virtuosa de la Regenta no sólo Visitación Olías de Cuervo y Obdulia Fandiño y la baronesa de la Deuda Flotante, sino también la Gobernadora, y la de Páez y la señora de Carraspique y la de Rianzares o sea el Gran Constantino, y las criadas de la Marquesa y toda la aristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo... y ¡quién lo dijera! la Marquesa misma, aquella doña Rufina tan liberal que con tanta magnanimidad se absolvía a sí misma de las ligerezas de la juventud... ¡y otras!

Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta, y hasta la envidiaban y despellejaban muchos hombres con alma como la de aquellas mujeres. Glocester en el cabildo, don Custodio a su lado, hablaban de escándalo, de hipocresía, de perversión, de extravíos babilónicos; y en el Casino, Ronzal. Foja, los Orgaz echaban lodo con las dos manos sobre la honra difunta de aquella pobre viuda encerrada entre cuatro paredes.

Obdulia Fandiño, pocas horas después de saberse en el pueblo la catástrofe, había salido a la calle con su sombrero más grande y su vestido más apretado a las piernas y sus faldas más crujientes, a tomar el aire de la maledicencia, a olfatear el escándalo, a saborear el dejo del crimen que pasaba de boca en boca como una golosina que lamían todos, disimulando el placer de aquella dulzura pegajosa.

«¿Ven ustedes? decían las miradas triunfantes de la Fandiño. Todas somos iguales».

Y sus labios decían:

-¡Pobre Ana! ¡Perdida sin remedio! ¿Con qué cara se ha de presentar en público? ¡Como era tan romántica! Hasta una cosa... como esa, tuvo que salirle a ella así... a cañonazos, para que se enterase todo el mundo.

-¿Se acuerdan ustedes del paseo de Viernes Santo? -preguntaba el barón.

-Sí, comparen ustedes... ¡Quién lo diría!...

-Yo lo diría -exclamaba la Marquesa-. A mí ya me dio mala espina aquella desfachatez... aquello de ir enseñando los pies descalzos... malorum signum.

-Sí, malorum signum -repetía la baronesa, como si dijera: et cum spiritu tuo.

-¡Y sobre todo el escándalo! -añadía doña Rufina indignada, después de una pausa.

-¡El escándalo! -repetía el coro.

-¡La imprudencia, la torpeza!

-¡Eso! ¡Eso!

-¡Pobre don Víctor!

-Sí, pobre, y Dios le haya perdonado... pero él, merecido se lo tenía.

-Merecidísimo.

-Miren ustedes que aquella amistad tan íntima...

-Era escandalosa.

-Aquello era...

-¡Nauseabundo!

Esto lo dijo el Marqués de Vegallana, que tenía en la aldea todos sus hijos ilegítimos.

Obdulia asistía a tales conversaciones como a un triunfo de su fama. Ella no había dado nunca escándalos por el estilo. Toda Vetusta sabía quién era Obdulia... pero ella no había dado ningún escándalo.

Sí, sí, el escándalo era lo peor, aquel duelo funesto también era una complicación. Mesía había huido y vivía en Madrid... Ya se hablaba de sus amores reanudados con la Ministra de Palomares... Vetusta había perdido dos de sus personajes más importantes... por culpa de Ana y su torpeza.

Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía.

La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario fue esta:

-¡Es necesario aislarla... Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana!

El honor de haber resucitado esta frase perteneció a la baronesa de la Barcaza.

Si Ripamilán hubiera podido salir de su casa, no hubiera respetado aquel acuerdo cruel del gran mundo. Pero el pobre don Cayetano había caído en su lecho para no levantarse. Allí vivió, siempre contento, dos años más.

Acabó su peregrinación en la tierra cantando y recitando versos de Villegas.

La Regenta no tuvo que cerrar la puerta del caserón a nadie, como se había prometido, por que nadie vino a verla, se supo que estaba muy mala, y los más caritativos se contentaron con preguntar a los criados y a Benítez cómo iba la enferma, a quien solían llamar esa desgraciada.

Ana prefería aquella soledad; ella la hubiera exigido si no se hubiera adelantado Vetusta a sus deseos. Pero cuando, ya convaleciente, volvió a pensar en el mundo que la rodeaba, en los años futuros, sintió el hielo ambiente y saboreó la amargura de aquella maldad universal. «¡Todos la abandonaban! Lo merecía, pero... de todas maneras ¡qué malvados eran todos aquellos vetustenses que ella había despreciado siempre, hasta cuando la adulaban y mimaban!».

La viuda de Quintanar resolvió seguir hasta donde pudiera los consejos de Benítez. Pensaba lo menos posible en sus remordimientos, en su soledad, en el porvenir triste, monótono en su negrura.

En cuanto se lo permitió la fortaleza del cuerpo redivivo trabajó en obras de aguja, y se empeñó, con voluntad de hierro, en encontrarle gracia al punto de crochet y al de media.

Aborrecía los libros, fuesen los que fuesen; todo raciocinio la llevaba a pensar en sus desgracias; el caso era no discurrir. Y a ratos lo conseguía. Entonces se le figuraba que lo mejor de su alma se dormía, mientras quedaba en ella despierto el espíritu suficiente para ser tan mujer como tantas otras.

Llegó a explicarse aquellas tardes eternas que pasaba Anselmo en el patio, sentado en cuclillas y acariciando al gato. Callar, vivir, sin hacer más que sentirse bien y dejar pasar las horas, esto era algo, tal vez lo mejor. Por allí debía de irse a la muerte... Y Ana iba sin miedo. El morir no la asustaba, lo que quería era morir sin desvanecerse en aquellas locuras de la debilidad de su cerebro...

Cuando Benítez la sorprendía en estas horas de calma triste y muda, le preguntaba Ana con una sonrisa de moribunda:

-¿Está usted contento?

Y con otra sonrisa fría, triste, contestaba el médico:

-Bien, Ana, bien... Me agrada que sea usted obediente...

Pero cuando se quedaban solos Benítez y Crespo, el doctor decía:

-No me gusta Ana...

-Pues yo la veo muy tranquila a ratos...

-Sí, pues por eso... no me gusta. Hay que obligarla a distraerse.

Y Frígilis se propuso conseguir que se distrajera.

Y por eso la rogaba que saliese con él a paseo cuando llegó aquel Mayo risueño, seco, templado, sin nubes, pocas veces gozado en Vetusta.

Pero como no consiguió nada, como Anita le pedía con las manos en cruz que la dejasen en paz, tranquila en su caserón, Crespo resolvió divertir a su pobre amiga en su misma casa.

«¡Si él pudiera hacer que se aficionara a los árboles y a las flores!».

Por ensayar nada se perdía. Ensayó.

Ana, por complacerle, le escuchaba con los ojos fijos en él, sonriente, y bajaba al parque cuando se trataba de lecciones prácticas. Frígilis llegó a entusiasmarse, y una tarde contó la historia de su gran triunfo, la aclimatación del Eucaliptus globulus en la región vetustense.

Durante la enfermedad de su amiga, don Tomás Crespo, desconfiando del celo de Anselmo y de Servanda, y sin pedir permiso a nadie, se instaló en el caserón de los Ozores. Trasladó su lecho de la posada en que vivía desde el año sesenta, a los bajos del caserón. El tocador y la alcoba de Ana estaban encima del cuarto que escogió Frígilis. Allí, con el menor aparato posible, sin molestar a nadie se instaló para velar a la Regenta y acudir al menor peligro.

Comía y cenaba en la posada, pero dormía en el caserón.

Esto no lo supo Anita hasta que, ya convaleciente, se quejó un día de aquella soledad. Confesó que de noche tenía a veces miedo. Y poniéndose como un tomate el buen Frígilis advirtió tímidamente que hacía más de mes y medio él se había tomado la libertad de venirse a dormir debajo de la Regenta. Los criados tenían orden de no decírselo a la señora.

Desde que esto supo Ana se creyó menos sola en sus noches tristes. Roto el secreto, Frígilis tosía fuerte abajo a propósito, para que le oyera Ana, como diciendo: «No temas, estoy yo aquí».

Pero como la malicia lo sabe todo, también supo esto Vetusta. Se dijo que Frígilis se había metido a vivir de pupilo en casa de la Regenta, en el caserón nobilísimo de los Ozores.

Y decían unos:

-Será una obra de caridad. La pobre estará mal de recursos y con la ayuda de Frígilis... podrá ir tirando.

Y el gran mundo echaba por los dedos la cuenta de lo que le habría quedado a Anita. «No debía de haberle quedado nada».

-Ella rentas no las tiene.

-Las de su marido, las de don Víctor allá en Aragón no le pertenecen.

-La viudedad no la habrá pedido...

-¡Sería ignominioso!...

-¡Ya lo creo! ¡Reclamar la viudedad... ella... causa de la muerte del digno magistrado!

-Sería indigno.

-Indigno.

-Y ya no está bien que viva en el caserón de los Ozores.

-Claro, porque aunque se lo regaló su esposo, según dicen, él fue quien se lo compró a las tías de Ana, y no con bienes gananciales, sino vendiendo tierras en la Almunia.

-Sea como sea, ella no debía vivir en esa casa.

-De modo que no se sabe de qué vive.

-Vivirá de eso. De mantener en su casa a Frígilis, que pagará bien.

-Eso sí, porque él es un chiflado, que no tiene escrúpulos... pero es bueno.

-Bueno... relativamente -decía el Marqués que con la gota que le empezaba a molestar iba echando una moralidad severa y un humor negro como un carbón.

Y recordando aquel gerundio que tanto efecto había hecho en otra ocasión, resumía diciendo:

-De todas maneras, eso de vivir bajo el mismo techo que cobija a la viuda infiel de su mejor amigo es... ¡es nauseabundo!

Y nadie se atrevía a negarlo.

Todos aquellos escrúpulos que tenía la tertulia de los Vegallana, habían atormentado también a la Regenta. En cuanto se sintió bastante fuerte para salir a la huerta, se atrevió a decir a Frígilis lo que la atormentaba tiempo atrás.

-Yo... quisiera salir de esta casa... Esta casa... en rigor... no es mía... Es de los herederos de Víctor, de su hermana doña Paquita, que tiene hijos... y...

Frígilis se puso furioso. ¡Cómo se entiende! Todo lo había arreglado él ya. Había escrito a Zaragoza y la doña Paquita se había contentado con lo de la Almunia. «Bastante era. El caserón era de Ana legalmente y moralmente».

Ana cedió porque no tenía ya energía para contrariar una voluntad fuerte.

Con más ahínco se negó a firmar los documentos que Frígilis le presentó, cuando se propuso pedir la viudedad que correspondía a la Regenta.

-¡Eso no, eso no, don Tomás; primero morir de hambre!

Y en efecto, sí, el hambre, una pobreza triste y molesta amenazaba a la viuda si no solicitaba sus derechos pasivos.

Ana dijo que prefería reclamar la orfandad que le pertenecía como hija de militar.

-Échele usted un galgo... Si eso no valdrá nada... Y no sé si podríamos...

Y Frígilis, no sin ponerse colorado al hacerlo, falsificó la firma de Ana, y después de algunos meses le presentó la primera paga de viuda.

Y era tal la necesidad; tan imposible que por otro camino tuviera ella lo suficiente para vivir, que la Regenta, después de llorar y rehusar cien veces, aceptó el dinero triste de la viudez y en adelante firmó ella los documentos.

Benítez y Frígilis veían en esto síntomas tristes. «Aquella voluntad se moría, pensaba Crespo; en otro tiempo Ana hubiera preferido pedir limosna... Ahora cede... por no luchar».

Y se le caían las lágrimas.

«Si yo fuera rico... pero es uno tan pobre...».

«Y, añadía, por supuesto, cobrar esos cuatro cuartos no es vergonzoso... a ella se lo parece... pero no lo es... Ese dinero es suyo».

Así vivía Ana.

Benítez desde que desapareció el peligro inminente, visitó menos a la viuda.

Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez tenían cariño al ama, pero eran incapaces de mostrarlo. Obedecían y servían como sombras. Le hacía más compañía el gato que ellos.

Frígilis era el amigo constante, el compañero de sus tristezas.

Hablaba poco.

Pero a ella la consolaba el pensar: «está Crespo ahí».

Paso a paso volvía la salud a enseñorearse del cuerpo siempre hermoso de Ana Ozores.

Y con algo de remordimiento de conciencia, sentía de nuevo apego a la vida, deseo de actividad. Llegó un día en que ya no le bastó vegetar al lado de Frígilis, viéndole sembrar y plantar en la huerta y oyendo sus apologías del Eucaliptus.

Se había prometido no salir de casa, y la casa empezaba a parecerle una cárcel demasiado estrecha.

Una mañana despertó pensando que aquel año no había cumplido con la Iglesia. Además ya podía salir de su caserón triste para ir a misa. Sí, iría a misa en adelante, muy temprano, muy tapada, con velo espeso, a la capilla de la Victoria que estaba allí cerca.

Y también iría a confesar.

Sin tener fe ni dejar de tenerla, acostumbrada ya a no pensar en aquellas grandes cosas que la volvían loca, Anita Ozores volvió a las prácticas religiosas, jurándose a sí misma no dejarse vencer ya jamás por aquel misticismo falso que era su vergüenza. «La visión de Dios... Santa Teresa... Todo aquello había pasado para no volver... Ya no le atormentaba el terror del infierno, aunque se creía perdida por su pecado, pero tampoco la consolaban aquellos estallidos de amor ideal que en otro tiempo le daban la evidencia de lo sobrenatural y divino».

Ahora nada; huir del dolor y del pensamiento. Pero aquella piedad mecánica, aquel rezar y oír misa como las demás le parecía bien, le parecía la religión compatible con el marasmo de su alma. Y además, sin darse cuenta de ello, la religión vulgar (que así la llamaba para sus adentros), le daba un pretexto para faltar a su promesa de no salir jamás de casa.

Llegó Octubre, y una tarde en que soplaba el viento Sur perezoso y caliente, Ana salió del caserón de los Ozores y con el velo tupido sobre el rostro, toda de negro, entró en la catedral solitaria y silenciosa. Ya había terminado el coro.

Algunos canónigos y beneficiados ocupaban sus respectivos confesonarios esparcidos por las capillas laterales y en los intercolumnios del ábside, en el trasaltar.

¡Cuánto tiempo hacía que ella no entraba allí!

Como quien vuelve a la patria, Ana sintió lágrimas de ternura en los ojos. ¡Pero qué triste era lo que la decía el templo hablando con bóvedas, pilares, cristalerías, naves, capillas... hablando con todo lo que contenía a los recuerdos de la Regenta!...

Aquel olor singular de la catedral, que no se parecía a ningún otro, olor fresco y de una voluptuosidad íntima, le llegaba al alma, le parecía música sorda que penetraba en el corazón sin pasar por los oídos.

«¡Ay si renaciera la fe! ¡Si ella pudiese llorar como una Magdalena a los pies de Jesús!».

Y por la vez primera, después de tanto tiempo, sintió dentro de la cabeza aquel estallido que le parecía siempre voz sobrenatural, sintió en sus entrañas aquella ascensión de la ternura que subía hasta la garganta y producía un amago de estrangulación deliciosa... Salieron lágrimas a los ojos, y sin pensar más, Ana entró en la capilla obscura donde tantas veces el Magistral le había hablado del cielo y del amor de las almas.

«¿Quién la había traído allí? No lo sabía. Iba a confesar con cualquiera y sin saber cómo se encontraba a dos pasos del confesonario de aquel hermano mayor del alma, a quien había calumniado el mundo por culpa de ella y a quien ella misma, aconsejada por los sofismas de la pasión grosera que la había tenido ciega, había calumniado también pensando que aquel cariño del sacerdote era amor brutal, amor como el de Álvaro, el infame, cuando tal vez era puro afecto que ella no había comprendido por culpa de la propia torpeza».

«Volver a aquella amistad ¿era un sueño? El impulso que la había arrojado dentro de la capilla ¿era voz de lo alto o capricho del histerismo, de aquella maldita enfermedad que a veces era lo más íntimo de su deseo y de su pensamiento, ella misma?». Ana pidió de todo corazón a Dios, a quien claramente creía ver en tal instante, le pidió que fuera voz Suya aquella, que el Magistral fuera el hermano del alma en quien tanto tiempo había creído y no el solicitante lascivo que le había pintado Mesía el infame. Ana oró, con fervor, como en los días de su piedad exaltada; creyó posible volver a la fe y al amor de Dios y de la vida, salir del limbo de aquella somnolencia espiritual que era peor que el infierno; creyó salvarse cogida a aquella tabla de aquel cajón sagrado que tantos sueños y dolores suyos sabía...

La escasa claridad que llegaba de la nave y los destellos amarillentos y misteriosos de la lámpara de la capilla se mezclaban en el rostro anémico de aquel Jesús del altar, siempre triste y pálido, que tenía concentrada la vida de estatua en los ojos de cristal que reflejaban una idea inmóvil, eterna... Cuatro o cinco bultos negros llenaban la capilla. En el confesonario sonaba el cuchicheo de una beata como rumor de moscas en verano vagando por el aire.

El Magistral estaba en su sitio.

Al entrar la Regenta en la capilla, la reconoció a pesar del manto. Oía distraído la cháchara de la penitente; miraba a la verja de la entrada, y de pronto aquel perfil conocido y amado, se había presentado como en un sueño. El talle, el contorno de toda la figura, la genuflexión ante el altar, otras señales que sólo él recordaba y reconocía, le gritaron como una explosión en el cerebro:

-¡Es Ana!

La beata de la celosía continuaba el rum rum de sus pecados. El Magistral no la oía, oía los rugidos de su pasión que vociferaban dentro.

Cuando calló la beata volvió a la realidad el clérigo, y como una máquina de echar bendiciones desató las culpas de la devota, y con la misma mano hizo señas a otra para que se acercase a la celosía vacante.

Ana había resuelto acercarse también, levantar el velo ante la red de tablillas oblicuas, y a través de aquellos agujeros pedir el perdón de Dios y el del hermano del alma, y si el perdón no era posible, pedir la penitencia sin el perdón, pedir a fe perdida o adormecida o quebrantada, no sabía qué, pedir la fe aunque fuera con el terror del infierno... Quería llorar allí, donde había llorado tantas veces, unas con amargura, otras sonriendo de placer entre las lágrimas; quería encontrar al Magistral de aquellos días en que ella le juzgaba emisario de Dios, quería fe, quería caridad... y después el castigo de sus pecados, si más castigo merecía que aquella obscuridad y aquel sopor del alma...

El confesonario crujía de cuando en cuando, como si le rechinaran los huesos.

El Magistral dio otra absolución y llamó con la mano a otra beata... La capilla se iba quedando despejada. Cuatro o cinco bultos negros, todos absueltos, fueron saliendo silenciosos, de rato en rato; y al fin quedaron solos la Regenta, sobre la tarima del altar, y el Provisor dentro del confesonario.

Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.

Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir, la seña que la llamase a la celosía...

Pero el confesonario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera.

Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.

Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...

Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba...

La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes crisis le acudía... y se atrevió a dar un paso hacia el confesonario.

Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar...

El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.

El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.

Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.

La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.

Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.

Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...

Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.

Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.

Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.