La Regenta/Capítulo XX

Capítulo XX

Don Pompeyo Guimarán, presidente dimisionario de la Libre Hermandad, natural de Vetusta, era de familia portuguesa; y don Saturnino Bermúdez, el arqueólogo y etnógrafo, que dividía a todos sus amigos en celtas, íberos y celtíberos, sin más que mirarles el ángulo facial y a lo sumo palparles el cráneo, aseguraba que a don Pompeyo le quedaba mucho de la gente lusitana, no precisamente en el cráneo, sino más bien en el abdomen. Don Pompeyo no decía que sí ni que no; cierto era que el tenía un poco de panza, no mucho, obra de la edad y la vida sedentaria; que andaba muy tieso, porque creía que «quien era recto como espíritu, digámoslo así, debía serlo como físico»; pero en punto a los vestigios de raza y nación él se declaraba neutral: quería decir que le era indiferente esta cuestión, toda vez que tan español consideraba a un portugués como a un castellano como a un extremeño. De modo, que siempre que se le hablaba de tal asunto acababa por hacer una calorosa defensa de la unión ibérica, unión que debía iniciarse en el arte, la industria y el comercio para llegar después a la política. Además ¿qué le importaban a don Pompeyo estos accidentes del nacimiento? Su inteligencia andaba siempre por más altas regiones. Él en este mundo era principalmente un altruista, palabreja que, preciso es confesarlo, no había conocido hasta que con motivo de una disputa filosófica de la que salió derrotado, el amor propio un tanto ofendido le llevó a leer las obras de Comte. Allí vio que los hombres se dividían en egoístas y altruistas y él, a impulsos de su buen natural, se declaró altruista de por vida; y, en efecto, se la pasó metiéndose en lo que no le importaba. Tenía algunas haciendas, pocas, la mayor parte procedentes de bienes nacionales; y de su renta vivía con mujer y cuatro hijas casaderas.

Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita, cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de la moda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba él su aurea mediocritas. Pudo haber sido empleado; pero «¿con quién? ¡si aquí nunca hay gobiernos!». Cargos gratuitos los desempeñaba siempre que se le ofrecían, porque sus conciudadanos le tenían a su disposición, sobre todo si se trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tanta modestia y parsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían su exaltado liberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y del clero a la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decían las beatas en los corrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de El Lábaro, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendo los bienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetado don Pompeyo, si no despreciara tales hablillas, «abroquelado en el santuario de su conciencia», hubiera contestado que don Leandro Lobezno, el obispo de levita, el Preste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la Juventud Católica, era millonario gracias a los bienes nacionales que había comprado cierto tío a quien heredara el don Leandro». Pero no, don Pompeyo no contestaba. Él aborrecía el fanatismo, pero perdonaba a los fanáticos.

«¿No era él un filósofo? Bien sabía Dios que sí». -Esto de que bien lo sabía Dios era una frase hecha, como él decía, que se le escapaba sin querer, porque, en verdad sea dicho, don Pompeyo Guimarán no creía en Dios. No hay para qué ocultarlo. Era público y notorio. Don Pompeyo era el ateo de Vetusta. «¡El único!» decía él, las pocas veces que podía abrir el corazón a un amigo. Y al decir ¡el único! aunque afectaba profundo dolor por la ceguedad en que, según él, vivían sus conciudadanos, el observador notaba que había más orgullo y satisfacción en esta frase que verdadera pena por la falta de propaganda. Él daba ejemplo de ateísmo por todas partes, pero nadie le seguía.

En Vetusta no se aclimataba esta planta; él era el único ejemplar, robusto, inquebrantable eso sí, pero el único. Y don Pompeyo sentía remordimientos cuando se sorprendía deseando que jamás cundiese la doctrina racional, salvadora, que por tal la tenía. Todos le llamaban el Ateo, pero la experiencia había convencido a los más fanáticos de que no mordía. «Era el león enamorado de una doncella», decía elegantemente Glocester, «una fiera sin dientes». Hasta las más recalcitrantes beatas pasaban al lado del Ateo sin echarle una mala maldición: era como un oso viejo, ciego y con bozal que anduviese domesticado, de calle en calle, divirtiendo a los chiquillos; olía mal pero no pasaba de ahí. Sin embargo, varias veces se había pensado en darle un disgusto serio para que se convirtiera o abandonase el pueblo. Esto dependía del mayor o menor celo apostólico de los obispos. Uno hubo (después llegó a cardenal), que pensó seriamente en excomulgar a don Pompeyo. Este recibió la noticia en el Casino -todavía iba al Casino entonces-. Una sonrisa angelical se dibujó en su rostro: así debió de sonreír el griego que dijo: pega, pero escucha. La boca se le hizo agua: aquella excomunión le hacía cosquillas en el alma: ¡qué más podía ambicionar! En seguida pensó en tomar una postura moral digna de las circunstancias. Nada de aspavientos, nada de protestas. -Se contentó con decir-: El señor obispo no tiene derecho de excomulgar a quien no comulga; pero venga en buen hora la excomunión... y ahí me las den todas.

Su mujer y cuatro hijas pensaban de muy distinta manera. En vano quiso ocultarlas que el rayo amenazaba su hogar tranquilo. La casa de don Pompeyo se convirtió en un mar de lágrimas; hubo síncopes; doña Gertrudis cayó en cama. El infeliz Guimarán sintió terribles remordimientos: sintió además inesperada debilidad en las piernas y en el espíritu. «¡No que él se convirtiera! ¡eso jamás! pero ¡su Gertrudis, sus niñas!» y lloraba el desgraciado; y volviéndose del lado hacia donde caía el palacio episcopal enseñaba los puños y gritaba entre suspiros y sollozos: -«¡Me tienen atado, me tienen atado esos hijos de la aberración y la ceguera! ¡desgraciado de mí! ¡pero más dignos de compasión ellos que no ven la luz del medio día, ni el sol de la Justicia». Ni aun en tan amargos instantes insultaba al obispo y demás alto clero. Tuvo que transigir; tuvo que tolerar lo que al principio le sublevaba sólo pensado, que sus hijas se moviesen, que sus amigos pusieran en juego sus relaciones para que el obispo se metiera el rayo en el bolsillo... Se consiguió, no sin trabajo, y sin necesidad de que don Pompeyo se retractase de sus errores. Se echó tierra al ateísmo de Guimarán. Él calló una temporada, pero luego volvió a la carga, incansable en aquella propaganda, que, en el fondo de su corazón, deseaba infructuosa, por el gusto de ser el único ejemplar de la, para él, preciosa especie del ateo. Sus principales batallas las daba en el Casino, donde pasaba media vida (después lo abandonó por motivos poderosos.) Los vetustenses eran, en general, poco aficionados a la teología; ni para bien ni para mal les agradaba hablar de las cosas de tejas arriba. Los avanzados se contentaban con atacar al clero, contar chascarrillos escandalosos en que hacían principal papel curas y amas de cura; en esta amena conversación entraban también con gusto algunos conservadores muy ortodoxos. Si creían haber llegado demasiado lejos y temían que alguien pudiera sospechar de su acendrada religiosidad, se añadía, después de la murmuración escandalosa: -«Por supuesto que estas son las excepciones. -No hay regla sin excepción, decía don Frutos el americano. -La excepción confirma la regla, añadía Ronzal el diputado. Y hasta había quien dijera: -Y hay que distinguir entre la religión y sus ministros. -Ellos son hombres como nosotros...». Los avanzados presentaban objeciones, defendían la solidaridad del dogma y el sacerdote, y entonces el mismo don Pompeyo tenía que ponerse de parte de los reaccionarios, hasta cierto punto y decir: -Señores, no confundamos las cosas, el mal está en la raíz... El clero no es malo ni bueno; es como tiene que ser... Al oír tal, todos se levantaban en contra, unos porque defendía al clero y otros porque atacaba el dogma. Bien decía él que estaba completamente solo, que era el único. -De aquellas discusiones, que buscaba y provocaba todos los días, afirmaba él que «salía su espíritu, llamémosle así, lleno de amargura (y no era verdad, el remordimiento se lo decía), lleno de amargura porque en Vetusta nadie pensaba; se vegetaba y nada más. Mucho de intrigas, mucho de politiquilla, mucho de intereses materiales mal entendidos; y nada de filosofía, nada de elevar el pensamiento a las regiones de lo ideal. Había algún erudito que otro, varios canonistas, tal cual jurisconsulto, pero pensador ninguno. No había más pensador que él». «Señores, decía a gritos después de tomar café, cerca del gabinete del tresillo, si aquí se habla de las graves cuestiones de la inmortalidad del alma, que yo niego por supuesto, de la Providencia, que yo niego también, o toman ustedes la cosa a broma, a guasa, como dicen ustedes, o sólo se preocupan con el aspecto utilitario, egoísta, de la cuestión: si Ronzal será inmortal, si don Frutos prefiere el aniquilamiento a la vida futura sin recuerdo de lo presente... Señores ¿qué importa lo que quiera don Frutos ni lo que prefiera Ronzal? La cuestión no es esa; la cuestión es (y contaba por los dedos) si hay Dios o no hay Dios; si caso de haberlo, piensa para algo en la mísera humanidad, si...».

-«¡Chitón! ¡silencio!» gritaban desde dentro los del tresillo; y don Pompeyo bajaba la voz, y el corro se alejaba de los tresillistas, lleno de respeto, obedientes todos, convencidos de que aquello del juego era cosa mucho más seria que las teologías de don Pompeyo, más práctica, más respetable. -Miren ustedes, decía Ronzal, que todavía no era sabio, yo creo todo lo que cree y confiesa la Iglesia, pero la verdad, eso de que el cielo ha de ser una contemplación eterna de la Divinidad... hombre, eso es pesado. -¿Y qué? objetaba el americano don Frutos, en voz baja también, temeroso de nuevo aviso de los tresillistas; ¿y qué? Yo me contento con pasar la vida eterna mano sobre mano. Bastante he trabajado en este mundo. ¡Peor sería eso que dicen que dice Alancardan, o san Cardan, o san Diablo! pues... que... No sabía cómo explicarlo el pobre don Frutos. «Ello venía a ser que en muriéndonos íbamos a otra estrella, y de allí a otra, a pasar otra vez las de Caín, y ganarnos la vida». La idea de volver, en Venus o en Marte, a buscar negros al África y comprarlos y venderlos a espaldas de la ley, le parecía absurda a Redondo y le volvía loco. «¡Antes el aniquilamiento, como dice el ateo!» concluía limpiando el copioso sudor de la frente, provocado por aquel esfuerzo intelectual, tan fuera de sus hábitos. -Con esta cuestión de la inmortalidad, era con la que abría don Pompeyo brecha en el alcázar de la fe de los socios, pero siempre concluían por cerrar aquella brecha con las salvedades de rúbrica. -«Por supuesto. Dios sobre todo... Doctores tiene la Iglesia...».

Y en último caso, don Pompeyo ya les iba aburriendo con sus teologías. Le dejaban solo. Los tresillistas se quejaron a la junta. Tuvo que cambiar de mesa y de sala, si quiso seguir predicando ateísmo.

«¡Este era el estado del libre examen en Vetusta!» pensaba Guimarán con tristeza mezclada de orgullo.

En el billar tampoco querían teología racional. Don Pompeyo, más abandonado cada día, se colocaba taciturno, como Jeremías podría pararse en una plaza de Jerusalem, se colocaba, abierto de piernas, delante de la mesa pequeña, la de carambolas, y largo rato contemplaba a aquellos ilusos que pasaban las horas de la brevísima existencia, viendo chocar o no chocar tres bolas de marfil. Algunas veces tropezaba la maza de un taco con el abdomen de don Pompeyo.

-Usted dispense, señor Guimarán.

-Está usted dispensado, joven -respondía el pensador rascándose la barba con una ironía trágica, profunda, y sonriendo, mientras movía la cabeza dando a entender que estaba perdido el mundo.

Aburrido de tanta superficialidad subía al cuarto del crimen, a ver a los partidarios del azar. Allí oía el nombre de Dios a cada momento, pero en términos que no le parecían nada filosóficos.

-¡Don Pompeyo, tiene usted razón! -gritaba un perdido al despedirse de la última peseta- ¡tiene usted razón, no hay Providencia!

-¡Joven, no sea usted majadero, y no confunda las cosas!

Y salía furioso del Casino. «No se podía ir allí».

Cuando estalló la Revolución de Septiembre, Guimarán tuvo esperanzas de que el librepensamiento tomase vuelo. Pero nada. ¡Todo era hablar mal del clero! Se creó una sociedad de filósofos... y resultó espiritista; el jefe era un estudiante madrileño que se divertía en volver locos a unos cuantos zapateros y sastres. Salió ganando la Iglesia, porque los infelices menestrales comenzaron a ver visiones y pidieron confesión a gritos, arrepintiéndose de sus errores con toda el alma. Y nada más: a eso se había reducido la revolución religiosa en Vetusta, como no se cuente a los que comían de carne en Viernes Santo.

Don Pompeyo no creía en Dios, pero creía en la Justicia. En figurándosela con J mayúscula, tomaba para él cierto aire de divinidad, y sin darse cuenta de ello, era idólatra de aquella palabra abstracta. Por la justicia se hubiera dejado hacer tajadas.

«La Justicia le obligaba a reconocer que el actual obispo de Vetusta, don Fortunato Camoirán, era una persona respetable, un varón virtuoso, digno; equivocado, equivocado de medio a medio, pero digno. ¿Tenía un ideal? pues don Pompeyo le respetaba».

Don Pompeyo no leía, meditaba. Después de las obras de Comte (que no pudo terminar), no volvió a leer libro alguno; y en verdad, él no los tenía tampoco. Pero meditaba.

Algunas veces discutía con Frígilis, en quien reconocía la madera de un libre pensador, pero mal educado. No le quería bien. «¡Ese es panteísta!» decía con desdén. «Ese adora la naturaleza, los animales, y los árboles especialmente... además, no es filósofo; no quiere pensar en las grandes cosas, sólo estudia nimiedades... Está muy hueco porque después de cien mil ensayos ridículos, aclimató el Eucaliptus en Vetusta... ¿Y qué? ¿Qué problema metafísico resuelve el Eucaliptus globulus? Por lo demás yo reconozco que es íntegro... y que sabe... que sabe... por más que su decantado darwinismo... y aquella locura de injertar gallos ingleses...».

Guimarán fue varias veces derrotado por Frígilis en sus polémicas. Frígilis era apóstol ferviente del transformismo; le parecía absurdo y hasta ridículo hacer ascos al abolengo animal... Don Pompeyo, aunque se sentía seducido por aquella teoría que dejaba un subido y delicioso olor a herética y atea, no se decidía a creerse descendiente de cien orangutanes; sonreía como si le hiciesen cosquillas... pero no se determinaba a decir sí ni a decir no.

«Mi última afirmación es la duda... Se me hace cuesta arriba». Pero de todas suertes su ateísmo quedaba en pie; para negar a Dios con la constancia y energía con que él lo negaba, no hacía falta leer mucho, ni hacer experimentos, ni meterse a cocinero químico. «¡Mi razón me dice que no hay Dios; no hay más que Justicia!».

Frígilis mientras don Pompeyo afirmaba estas cosas, le miraba sonriendo con benevolencia; y con un poco de burla, en que había algo de caridad, le decía:

-«¿Pero, señor Guimarán, tan seguro está usted de que no hay Dios?».

-«¡Sí, señor mío! ¡mis principios son fijos! ¡fijos! ¿entiende usted? Y yo no necesito manosear librotes y revolver tripas de cristianos y de animales, para llegar a mi conclusión categórica... Si su ciencia de usted, después de tanta retorta, y tanto protoplasma y demás zarandajas, no da por resultado más que esa duda, ¡guárdese la ciencia de los libros en donde quiera, que yo no la he menester!».

El honrado Guimarán daba media vuelta y se iba furioso, llena el alma de rencores y envidias pasajeras, y Frígilis seguía sonriendo y movía la cabeza a un lado y a otro.

Si le preguntaban qué opinaba del Ateo, decía:

-«¿Quién, don Pompeyo? Es una buena persona. No sabe nada, pero tiene muy buen corazón».

Guimarán juró -tenía que parar en ello- juró no poner jamás los pies en el Casino.

-«Lo que se ha hecho allí conmigo no se hace con ningún cristiano».

Tenía el estilo sembrado de frases y modismos puramente ortodoxos, pero protestaba en seguida contra «aquellas metáforas y solecismos del lenguaje».

Lo que habían hecho con él había sido celebrar el aniversario 25 de la exaltación de Pío Nono al Pontificado, colgando los tapices de gala y sacando a relucir los aparatos de gas, con que iluminaban la fachada en las grandes solemnidades.

Don Pompeyo se dirigió a la junta en papel de oficio citando los artículos del Reglamento que, en su opinión, «prohibían semejantes muestras de júbilo por parte de una corporación que, por su calidad de círculo de recreo, no debía, no podía tener religión positiva determinada».

Y en el salón daba gritos, mientras los mozos colgaban los tapices de los balcones; hacía aspavientos, e invocaba la tolerancia religiosa, la libertad de cultos y hasta la sesión del juego de pelota.

-Pero, hombre -le decía Ronzal, con deseos de pegarle- ¿qué le importa a usted que el Casino cuelgue e ilumine? ¿Qué le ha hecho a usted la Santidad de Pío Nono?

-¿Qué me ha hecho la Santidad?... Se lo diré a usted, sí señor, se lo diré a usted. Pío Nono me era... hasta simpático... reconocía en él un hombre de buena fe... Pero la infalibilidad ha puesto entre los dos una muralla de hielo; un abismo que no se puede salvar... ¡Un hombre infalible! ¿Comprende usted eso, Ronzal?

-Sí, señor, perfectamente. Es la cosa más clara...

-Pues explíquemelo usted.

-Entendámonos, señor Guimarán, si usted quiere examinarme... ¡sepa usted que yo... no aguanto ancas!...

-No se trata aquí de la grupa de nadie... sino de que usted pruebe la infali...

-¿La infalibidad?

-Sí, señor... la infalibilidad... la in... fa... li... bi... li...

-¡Oiga usted, señor don Pompeyo, que a mí las canas no me asustan! y si usted se burla, yo hago la cuestión personal...

-¿Cómo personal? ¿También usted es infalible?

-¡Señor Guimarán!

-En resumen, señor mío...

-Eso es, reasumiendo...

-Yo me borro de la lista...

-¡Pues tal día hará un año!

Ronzal no demostró el por qué de la infalibilidad, pero don Pompeyo se borró de la lista del Casino.

Perdió aquel refugio de sus horas desocupadas que eran muchas, y anduvo como alma en pena vagando de café en café hasta que al cabo de algunos años tropezó con don Santos Barinaga en el Restaurant y café de la Paz, donde todas las noches el enemigo implacable del Magistral se preparaba a mal morir bebiendo un cognac con honores de espíritu de vino.

Entablaron amistad que llegó a ser íntima. Don Santos había sido siempre un buen católico; es más, de la Iglesia vivía, pues su comercio era de objetos del culto.

Pero desde que el monopolio mal disfrazado de competencia de «La Cruz Roja» había empezado a labrar su ruina, iba sintiendo cada día más vacilante el alcázar de su fe... y más vacilantes las piernas. Empezaba, como otros muchos, por negar la virtud del sacerdocio y, además -esto no se sabe que lo hayan hecho otros heresiarcas-, coincidía en él aquel desprecio de los ordenados in sacris con la afición desmesurada al alcohol en sus varias manifestaciones.

Poco trabajo le costó a Guimarán hacer un prosélito de don Santos. De día en día y de copa en copa avanzaba la impiedad en aquel espíritu; y llegó a creer que Jesucristo no era más que una constelación; disparate que había leído don Pompeyo en un libro viejo que compró en la feria. Guimarán tenía la impiedad fría del filósofo, Barinaga los rencores del sectario, la ira del apóstata.

Cuando le parecía al buen tendero que iba demasiado lejos en sus negaciones, para ocultar el miedo, se ponía de pie, copa en mano, y decía solemnemente:

-En último caso, si me equivoco, si blasfemo... toda la responsabilidad caiga sobre ese pillo... sobre ese rapavelas... ¡sobre ese maldito don Fermín!...

El café de la Paz era grande, frío; el gas amarillento y escaso parecía llenar de humo la atmósfera cargada con el de los cigarros y las cocinas; a la hora en que los dos amigos conferenciaban estaba desierto el salón; los mozos, de chaqueta negra y mandil blanco, dormitaban por los rincones. Un gato pardo iba y venía del mostrador a la mesa de don Santos, se le quedaba mirando largo rato, pero convencido de que no decía más que disparates, bostezaba, y daba media vuelta.

Guimarán veía con gran satisfacción los progresos de la impiedad en aquel espíritu lleno de pasión; no había llegado don Santos al ateísmo, «pero este era un grado de perfección filosófica que tal vez le venía muy ancho al antiguo comerciante de cálices y patenas». Don Pompeyo se contentaba con arrancarle las raíces y retoños de toda religión positiva. No le agradaba verle cada vez más enfrascado en el aguardiente y el cognac; pero don Santos si no bebía no daba pie con bola, no entendía palabra de lugares teológicos. Había que dejarle beber.

A las diez y media de la noche salían juntos; don Pompeyo daba el brazo a don Santos y le acompañaba hasta dejarle bastante lejos del café, porque si no se volvía solo. En la esquina de una calleja se despedían con largo apretón de manos, y Guimarán, sereno y satisfecho, se restituía a su hogar tranquilo donde le esperaban su amante esposa y cuatro hijas que le adoraban.

Don Santos quedaba solo en batalla con las quimeras del alcohol, con nieblas en el pensamiento y en los ojos. Su pie vacilaba; el pudor entregado a sí mismo, luchaba por encontrar una marcha y un continente decoroso; pero en vano, un movimiento en zig-zag agitaba todo el cuerpo del enfermo; cada paso era un triunfo; la cabeza se tenía mal sobre los hombros... y de la faringe del borracho salían, como arrullos de tórtola, gritos sofocados de protesta, de una protesta monótona, inarticulada, que era a su modo expresión de una idea fija, o mejor, de un odio clavado en aquel cerebro con el martillo de la manía. A todas las manchas de las paredes, a todas las sombras de los faroles les contaba, gruñendo, la historia de su ruina, y no había piedra de aquel camino, que no supiese la escandalosa leyenda de la fortuna del Magistral.

Si Barinaga tomó de don Pompeyo su apostasía, Guimarán se contagió con el odio de don Santos al Provisor y a doña Paula. «¡Era escandaloso, ciertamente, aquel tráfico indigno!». Los dos viejos fueron trompas de la fama contra la honra del Provisor. Don Santos alborotó la vecindad muchas noches; no bastó la intervención del sereno; llegó a dar puñadas, bastonazos y hasta patadas en la puerta de la Cruz Roja. El dueño del establecimiento se quejó a la autoridad, creció el escándalo, los enemigos del Magistral atizaron la discordia, en todas partes se gritaba: «¿Cómo se entiende? ¿van a prender a don Santos después de haberle arruinado? ¿Se atrevería la autoridad a tomar una medida represiva?».

En el cabildo, Glocester, el maquiavélico Arcediano, hablaba al oído de los canónigos «de descrédito colectivo, de lo que la iglesia, y la catedral sobre todo, perdían con aquellas algaradas (frase de Glocester)». El beneficiado don Custodio apoyaba al señor Mourelo.

-¡Y si fuera eso lo peor! -decía el Arcediano.

Y entonces comenzaba el segundo capítulo de la murmuración.

«Lo peor era que, con razón o sin ella, pero no sin que las apariencias diesen motivo para las hablillas, se decía que el Magistral quería seducir, y en camino estaba, nada menos que a la Regenta».

-¡Hombre, eso no! -gritaba el chantre- ¡ella está hecha una santa; después de su enfermedad, desde que estuvo si la entrega o no la entrega, su vida es ejemplar. Si antes era una señora virtuosa, como hay muchas, ahora es una perfecta cristiana. Está más delgadilla, más pálida, pero hermosísima... quiero decir, que edifica, que es una santa... vamos... una santa...

-Señor, yo quiero hechos... y el público no se fía de santidades... se fía de hechos...

Y Glocester citaba muchos hechos: la frecuencia de las confesiones de Anita Ozores, lo mucho que duraban las visitas del Provisor al Caserón, las visitas de la Regenta a doña Petronila...

-¡Cómo! ¿Y qué? ¿qué tenemos con esas visitas? ¿También va usted a creer que doña Petronila se presta?...

-Señor... yo no creo ni dejo de creer... yo cito hechos y digo lo que dice el público... El escándalo crece...

Era verdad. Tal maña se daban Glocester y don Custodio y otros señores del cabildo, algunos empleados de la curia eclesiástica, y entre el elemento lego Foja y don Álvaro; este por debajo de cuerda y conteniéndose en lo que se refería a la simonía y despotismo que se achacaba al Provisor. En el Casino tampoco se hablaba de otra cosa. Ya todos aseguraban haber encontrado a don Santos dando patadas a la puerta de la Cruz Roja y desafiando a gritos al Magistral. Había bandos: unos reclamaban la intervención de la autoridad, otros sostenían el derecho del pataleo de Barinaga.

El Chato iba y venía, espiaba en todas partes, y dos o tres veces al día entraba en casa del Provisor a dar parte de las murmuraciones a su jefe, a doña Paula, que le pagaba bien.

La madre de don Fermín vivía en perpetua zozobra; pero no desmayaba. «Ya que él quería perderse, allí estaba ella para salvarle». Era lo principal visitar al Obispo, conseguir que la murmuración, la calumnia o lo que fuese, no llegara a su Ilustrísima. Doña Paula pasaba gran parte del día y de la noche en palacio. Su lugarteniente Úrsula, el ama de llaves del Obispo, tenía orden de no dejar a ninguna persona sospechosa llegar a la cámara de su dueño; los familiares, gente devota de doña Paula, hechuras suyas, obedecían a la misma consigna. El Magistral, aunque le disgustaba emplearse en tal oficio, también espiaba y vigilaba; el instinto de conservación le obligaba a secundar los planes de su madre.

Doña Paula y don Fermín hablaban poco; se defendían por acuerdo tácito; empleaban el mismo sistema de resistencia sin comunicárselo. Estaba la madre irritada. «Su hijo la engañaba, la perdía. Para ella doña Ana Ozores, la dichosa Regenta, era ya barragana (esta palabra decía en sus adentros) barragana de su Fermo. Por allí iba a romper la soga; por allí hacía agua el barco. Si se hablaba tanto de los abusos de la curia eclesiástica, de la Cruz Roja y de don Santos, era porque el otro negocio, el más escandaloso, el de las faldas traía consigo los demás». Esto pensaba ella. «Lo otro es antiguo; ya nadie hacía caso de esas hablillas por viejas, por gastadas, pero con el escándalo nuevo, con lo de esa mala pécora, hipócrita y astuta, todo se renueva, todo toma importancia, y muchos pocos hacen un mucho. Si Fortunato sabe algo, cree algo, nos hundimos». Al dueño de la Cruz Roja se le prohibió oír los golpes que descargaba en la puerta todas las noches el borracho de don Santos. No se volvió a pensar en pedir auxilio a la autoridad. Se compró al sereno y se le dio orden de que evitara el ruido ante todo. Era inútil. Muchos vecinos ya esperaban con curiosidad maliciosa la hora del alboroto y salían a los balcones a presenciar la escena.

Pero doña Paula tenía además que seguir los pasos a su hijo.

El Chato había visto a la Regenta y al Magistral entrar juntos al anochecer en casa de doña Petronila. Y ya lo sabía doña Paula. Pero también les había visto don Custodio y se lo había dicho a Glocester y después los dos a toda Vetusta.

En tanto, en el café de la Paz había ya público para oír a don Pompeyo y a don Santos maldecir de las religiones positivas y especialmente del señor Vicario general, como llamaba siempre a De Pas el señor Guimarán. Entre el pueblo bajo corría la historia de las aras, de la ruina de don Santos, de los millones del Magistral depositados en el Banco; con tal motivo algunos obreros de la Fábrica vieja hablaban de ahorcar al clero en masa. A esto lo llamaban cortar por lo sano. Los trabajadores carlistas dudaban; tenía entre ellos amigos el Magistral, pero si le respetaban por sacerdote, le temían por rico... y sospechaban algo. De lo que no hablaba la multitud era del asunto de las faldas. Allá cuando la Revolución, se había dicho si tenía o no tenía don Fermín aventuras en los barrios bajos; pero ya nadie se acordaba por allí de tales cuentos. Los obreros que entonces llevaban la voz en la propaganda revolucionaria habían muerto, o habían envejecido, o se habían dispersado, o estaban desengañados de la idea; la generación nueva no era clerófoba más que a ratos; era amiga de la taberna, no del club. Se hablaba sólo de revolución social; y ya se decía que los curas no son ni más ni menos malos que los demás burgueses. Malo era el fanatismo, pero el capital era peor. No había en los barrios bajos un elemento de activa propaganda contra las sotanas. El Magistral era allí más despreciado que aborrecido. Pero el escándalo de don Santos el de los Cristos, como le llamaban; dos o tres rasgos de despotismo en la curia eclesiástica, el dineral que costaba casarse -como si antes no costara lo mismo- y las acciones del Banco, volvieron a encender los odios, y esta vez se habló de colgar al Provisor y demás clerigalla.

Quien más gozaba con aquella propaganda de infamia, después de Glocester que la creía obra suya exclusivamente, era don Álvaro Mesía. Ya aborrecía de muerte al Magistral. «Era el primer hombre ¡y con faldas! que le ponía el pie delante: ¡el primer rival que le disputaba una presa, y con trazas de llevársela!». «Tal vez se la había llevado ya. Tal vez la fina y corrosiva labor del confesonario había podido más que su sistema prudente, que aquel sitio de meses y meses, al fin del cual el arte decía que estaba la rendición de la más robusta fortaleza. Yo pongo el cerco, pero ¿quién sabe si él ha entrado por la mina?». El dandy vetustense sudaba de congoja recordando lo mucho que había padecido bajo el poder de don Víctor Quintanar, que según su cuenta, en pocos meses de íntima amistad le había declamado todo el teatro de Calderón, Lope, Tirso, Rojas, Moreto y Alarcón. Y todo, ¿para qué? «Para que el diablo haga a esa señora caer en cama, tomarle miedo a la muerte, y de amable, sensible y condescendiente (que era el primer paso), convertirse en arisca, timorata, mística... pero mística de verdad. ¿Y quién se la había puesto así? El Magistral, ¿qué duda cabía? Cuando él comenzaba a preparar la escena de la declaración, a la que había de seguir de cerca la del ataque personal, cuando la próxima primavera prometía eficaz ayuda... se encuentra con que la señora tiene fiebre». «La señora no recibe», y estuvo sin verla quince días. Se le permitía llegar al gabinete, preguntarle cómo estaba... pero no entrar en la alcoba. Él había ido a visitarla todos los días, pero como si no, no le dejaban verla. Y ¡oh rabia! el Magistral, él lo había visto, pasaba sin obstáculo, y estaba solo con ella. «La lucha era desigual». Durante la primera convalecencia, que duró pocos días, se le permitió a él también entrar en la alcoba dos o tres veces, pero nunca pudo hablar a solas con Ana. Y lo más triste había sido después; cuando la segunda arremetida del mal, que fue tan peligrosa, cedió el paso poco a poco a la salud. Ana le recibió en su gabinete. ¡Pero cómo! Por de pronto estaba bastante delgada, y pálida como una muerta. «Hermosísima, eso sí, hermosísima... pero a lo romántico. Con mujeres de aquellas carnes y de aquella sangre no luchaba él. Estaba entregada a Dios. ¡Claro! ¡Apenas comía! No podía levantar un brazo sin cansarse». Don Álvaro calculaba, furioso de impaciencia, cuánto tiempo tardaría aquella naturaleza en adquirir la fuerza necesaria para volver a sentir los impulsos sensuales, que eran la fe viva del señor Mesía y su esperanza. Tardaría mucho. Mientras tanto él no podría emprender nada de provecho. «Y el Magistral estaba haciendo allí su agosto; embutiendo aquel cerebro débil de visiones celestes... Ana era otra para él. No le miraba jamás, y las pocas palabras con que contestaba a las preguntas de cariñoso interés, eran corteses, afables, pero frías, como cortadas por patrón. A veces se le ocurría a él si se las dictaría el Magistral». Una tarde comía la Regenta en presencia de su esposo, don Álvaro y De Pas. Le costaba lágrimas cada bocado. El Magistral opinaba que a la fuerza no debía comer. Entonces Mesía tomó con mucho calor la defensa del alimento obligatorio.

-Yo creo, con permiso de este señor canónigo, que lo principal aquí es sentirse bien; y pronto, para que no se apodere la anemia de ese organismo...

-Oh, amigo mío -replicó el Magistral, sonriendo con mucha amabilidad- la anemia, usted sabe mejor que yo que puede venir a pesar del alimento... Además, comer no es lo mismo que alimentarse...

-Pues, con permiso del señor canónigo, yo aconsejaría carne cruda, mucha carne a la inglesa...

«¡Oh! le corría prisa; hubiera dado sangre de un brazo por verla correr por aquellas venas que se figuraba exhaustas. ¡La vida, la fuerza a todo trance, para aquella mujer!». Hasta habló un día don Álvaro de transfusiones. «La ciencia había adelantado mucho en esta materia».

Somoza solía aprobar moviendo la cabeza y diciendo:

-¡Mucho! ¡mucho! ¡oh, sí, la ciencia! ¡mucho!... ¡la transfusión!... ¡claro! Tenía cierto miedo a los conocimientos médicos de don Álvaro. Aquel hombre que iba a París y traía aquellos sombreros blancos y citaba a Claudio Bernard y a Pasteur... debía de saber más que él de medicina moderna... porque él, Somoza, no leía libros, ya se sabe, no tenía tiempo.

Pero la Regenta mejoraba; volvía la sangre, aunque poco a poco; los músculos se fortalecían y redondeaban... y la frialdad y la reserva no desaparecían. Don Víctor siempre el mismo para su don Álvaro; seguían las confidencias acompañadas de cerveza... pero Ana jamás se presentaba. Si don Álvaro se atrevía a preguntar por ella, don Víctor fingía no oír, o mudaba de conversación; si el otro insistía, Quintanar suspiraba y encogiendo los hombros decía:

-¡Déjela usted... estará rezando!

-¡Rezando!... Pero tanto rezar puede matarla...

-No... si... no reza... es decir... oración mental... ¿qué sé yo?... cosas de ella. Hay que dejarla.

Y suspiraba otra vez. Sí, había que dejarla. Pero a solas, don Álvaro se mesaba los rubios y finos cabellos ¡quién lo diría! se llamaba animal, bestia, bruto, como si no fuera todo lo mismo, y se decía:

-¡Me he portado como un cadete! Me ha perdido la timidez... Debí dar el ataque personal una noche que la encontré a obscuras... o aquella tarde del cenador...

Pero no lo había dado... Y ahora no había remedio. Un día llegó Ana al extremo de retirar la mano, que él solicitaba con la suya extendida. Buscó un pretexto con la habilidad rápida que tienen las mujeres... y... no le dio la mano. No volvió a tocarle aquellos dedos suaves. Y es más, apenas la veía.

-«¡Oh, a él, a don Álvaro Mesía le pasaba aquello! ¿Y el ridículo? ¡Qué diría Visita, qué diría Obdulia, qué diría Ronzal, qué diría el mundo entero!

»Dirían que un cura le había derrotado. ¡Aquello pedía sangre! Sí, pero esta era otra». «Si don Álvaro se figuraba al Magistral vestido de levita, acudiendo a un duelo a que él le retaba... sentía escalofríos». Se acordaba de la prueba de fuerza muscular en que el canónigo le había vencido delante de Ana misma. Aquel valor que él sentía ante una sotana, por la esperanza irreflexiva de que la mansedumbre obliga al clérigo a no devolver las bofetadas, aquel valor desaparecía pensando en los puños de don Fermín. «No había salida. No había más que acabar con él ayudando a Foja, ayudando a Glocester, a todos los enemigos del tirano eclesiástico».

Por las tardes, paseándose en el Espolón, donde ya iban quedándose a sus anchas curas y magistrados, porque el mundanal ruido se iba a la sombra de los árboles frondosos del Paseo Grande, don Álvaro solía cruzarse con el Provisor; y se saludaban con grandes reverencias, pero el seglar se sentía humillado, y un rubor ligero le subía a las mejillas. Se le figuraba que todos los presentes les miraban a los dos y los comparaban, y encontraban más fuerte, más hábil, más airoso al vencedor, al cura. Don Fermín era el de siempre; arrogante en su humildad, que más quería parecer cortesía que virtud cristiana; sonriente, esbelto, armonioso al andar, enfático en el sonsonete rítmico del manteo ampuloso, pasaba desafiando el qué dirán, con imperturbable sangre fría. Solían juntarse en el Espolón los tres mejores mozos del Cabildo: el chantre, alto y corpulento; el pariente del ministro, más fino, más delgado, pero muy largo también, y don Fermín, el más elegante y poco menos alto que la dignidad. Gastaban entre los tres muchas varas de paño negro reluciente, inmaculado; eran como firmes columnas de la Iglesia, enlutadas con fúnebres colgaduras. Y a pesar de la tristeza del traje y de la seriedad del continente, don Álvaro adivinaba en aquel grupo una seducción para las vetustenses; iba allí el prestigio de la Iglesia, el prestigio de la gracia, el prestigio del talento, el prestigio de la salud, de la fuerza y de la carne que medró cuanto quiso... Él se figuraba tres monjas hermosas, buenas mozas, que tuviesen además talento, gracia; se las figuraba paseando por el Espolón... y estaba seguro de que los ojos de los hombres se irían tras ellas. Pues lo mismo debía de suceder trocados los sexos. Y, en efecto, en los saludos que las señoras que todavía paseaban en el Espolón dedicaban a los tres buenos mozos del Cabildo, a las tres torres davídicas, creía ver el Presidente del Casino ocultos deseos, declaraciones inconscientes de la lascivia refinada y contrahecha.

Cada día aumentaba en don Álvaro la superstición del confesonario, cada día creía más poderosa la influencia del cura sobre la mujer que le cuenta sus culpas. Y mirando a las damas que iban y venían, unas elegantes, lujosas, otras enlutadas o con hábito humilde, todas deseando a su modo agradar, todas procurándolo, Mesía imaginaba secretos hilos invisibles que iban de faldas a faldas, de la sotana a la basquiña, del cura a la hembra.

En suma, don Álvaro tenía celos, envidia y rabia. Su materialismo subrepticio era más radical que nunca. «Nada, nada, fuerza y materia, no hay más que eso», pensaba.

Y si no fuera porque los partidos avanzados nunca son poder o lo son poco tiempo, se hubiera declarado demagogo y enemigo de la religión del Estado.

Llegó al extremo de proponer en la Junta del Casino que no se celebrara en adelante ninguna fiesta de orden religioso colgando e iluminando los balcones. Ronzal se opuso, pero el Presidente se impuso y se votó aquella abstención. ¡Había triunfado al cabo don Pompeyo Guimarán!

Don Álvaro quería que el ateo volviese al Casino, hacía falta aquel refuerzo a los que se empeñaban en deshonrar al Magistral. Foja y Joaquinito Orgaz, que capitaneaban la partida de los murmuradores, propusieron a don Álvaro que fuera una comisión a buscar a don Pompeyo para restituirlo al Casino, «de donde nunca debió haber salido». Se celebraría la restauración de Guimarán con una buena cena. Paco el Marquesito, que como buen aristócrata se creía obligado a ser religioso en la forma por lo menos, se opuso al principio a los proyectos de Foja y Orgaz, pero considerando que su amigo, su ídolo Mesía deseaba tener allí al otro para que le ayudara a desacreditar al Provisor, y considerando que iban a divertirse de veras en el gaudeamus de la noche, falló que debía ayudar y ayudaba a los enemigos del Magistral y se agregó a la comisión que fue a buscar a don Pompeyo.

Fueron: el señor Foja, ex-alcalde, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz.

Los recibió el señor Guimarán en su despacho, lleno de periódicos y bustos de yeso, baratos, que representaban bien o mal a Voltaire, Rousseau, Dante, Francklin y Torcuato Tasso, por el orden de colocación sobre la cornisa de los estantes, llenos de libros viejos.

Usaba don Pompeyo en casa bata de cuadros azules y blancos, en forma de tablero de damas. Acogió a los comisionados con la amabilidad que le distinguía y ocultando mal la sorpresa.

«¿A qué vendrían aquellos señores? ¿Querrían darle alguna broma? No lo esperaba». De todos modos el ver allí al hijo del marqués de Vegallana le inundaba el alma de alegría, aunque él no quisiera reconocerlo.

Cuando supo de lo que se trataba, por boca de Foja, tuvo que levantarse para ocultar la emoción. Sintió que la hebilla del chaleco estallaba en su espalda.

-Señores -pudo decir al cabo con voz temblorosa- si un juramento solemne no me obligara a permanecer en el ostracismo que voluntariamente me impuse hace tantos años, o mejor dicho, que me impusieron el fanatismo y la injusticia, si eso no fuera, yo volvería con mil amores al seno de aquella sociedad de la que fuí fundador con otros seis o siete amigos. ¿Y cómo no, señores, si allí corrieron los mejores días, para mí, en pláticas provechosas y amenas con el elemento más culto de la población? Allí la tolerancia solía tener su asiento; y las personas, los personajes en quien más arraigadas están ciertas ideas venerables al fin, porque son profesadas con sinceridad y vienen hasta cierto punto de abolengo, obligan por la raza, esos mismos personajes, entre los cuales cuento al papá de este joven ilustrado, a mi buen amigo y condiscípulo el excelentísimo señor marqués de Vegallana, respetaban mis opiniones, como yo las suyas. Lo que ustedes hacen ahora nunca lo agradeceré yo bastante. Pero lo principal ya se ha logrado; la libertad del pensamiento vuelve a brillar en el Casino... Mi aspiración se ha realizado. Ahora, por lo que a mí toca, señores, debo declarar que no puedo romper un voto solemne, un juramento... y no iré con ustedes, aunque bien quisiera.

La comisión insistió, conociendo en la cara de don Pompeyo que vencerían.

Foja presentó un argumento de mucha fuerza.

-Dice usted, señor don Pompeyo, que por su gusto vendría con nosotros, se restituiría al Casino.

-¡Con mil amores! Esa es la palabra... me restituiría...

-Que únicamente le retrae el juramento...

-Eso, el juramento solemne de no poner en mi vida allí los pies.

-¿Pero qué solemnidad ni qué castañuelas? y usted dispense que me exprese así. El que jura, pone a Dios por testigo; pero usted no cree en Dios... luego usted no puede jurar.

-Perfectamente -dijo Joaquinito Orgaz; de p y p y w y se puso en pie para hacer una pirueta flamenca.

Creía Joaquín que en casa de un ateo de profesión, de un loco, en otros términos, la buena crianza estaba de más.

Don Pompeyo se quedó mirando a Orgaz asombrado de su desfachatez, mientras consideraba el argumento de Foja.

No tenía qué contestar.

Al cabo dijo:

-La verdad es... que jurar... yo no puedo jurar... pero... metafóricamente... Además, puedo prometer por mi honor...

-Pero amigo, en aquella ocasión usted no prometió por su honor; juró usted no poner allí los pies... todo Vetusta recuerda sus palabras de usted.

Don Pompeyo sintió vapores en la cabeza al oír que todo Vetusta recordaba sus palabras.

Pero insistió, aunque más débilmente cada vez, en su negativa.

Foja guiñó el ojo al Marquesito. Empezó entonces este el ataque, y Guimarán no pudo resistir más. Se rindió.

¡El hijo de Vegallana, del primer aristócrata, venía a suplicarle que volviera al Casino! Oh, aquello era demasiado. No pudo sostener la fortaleza de su resolución.

-Después de todo -dijo- en el mero hecho de haberse restablecido la legislación que yo invocaba... ya puedo pisar sin desdoro aquel pavimento...

-Pues claro que puede usted pisar. Nada, nada; póngase usted la levita, que la cena espera.

-¿Qué cena?

-Sí, señor; se ha acordado por el elemento vencedor, por los que solicitan la presencia de usted, obsequiarle con un banquete... y vamos a cenar juntos unos doce amigos...

Don Pompeyo no sabía si debía aceptar... No le dejaron ser modesto; y corrió aturdido a ponerse la levita y el sombrero de copa alta. Estaba deslumbrado y creía sentir alrededor de su cuerpo un baño; un baño de agua rosada.

La presencia del Marquesito era el principal factor de aquella alegría. «¡Oh! al fin la aristocracia era algo, algo más que una palabra, era un elemento histórico, una grandeza positiva... podía haber nobleza y no haber Dios... ¿qué duda cabía?».

Una hora después en el comedor del Casino que ocupaba una crujía del segundo piso, no lejos de la sala de juego, se sentaban a la mesa presidida por don Pompeyo Guimarán, don Álvaro Mesía, enfrente del protagonista, y en agradable confusión después, sin pensar en preferencias de sitio, Paco Vegallana, Orgaz padre e hijo, Foja, don Frutos Redondo (que acudía a todas las cenas fuesen del partido religioso o político que fuesen), el capitán Bedoya, el coronel Fulgosio, desterrado por republicano, famoso por sus malas pulgas y buena espada, un tal Juanito Reseco, que escribía en los periódicos de Madrid y venía a Vetusta, su patria, a darse tono de vez en cuando, y además un banquero y varios jóvenes de la bolsa de Mesía, trasnochadores abonados del Casino.

Pocas veces comía en la fonda don Pompeyo, y como sus relaciones con los poderosos de la tierra eran muy poco íntimas, casi nunca veía una mesa bien puesta. Así le parecía digno de Baltasar aquel vulgarísimo aparato de restaurant provinciano. El mantel adamascado, más terso que fino; los platos pesados, gruesos; de blanco mate con filete de oro; las servilletas en forma de tienda de campaña dentro de las copas grandes, la fila escalonada de las destinadas a los vinos; las conchas de porcelana que ostentaban rojos pimientos, cárdena lengua de escarlata, húmedas aceitunas, pepinillos rozagantes y otros entremeses; la gravedad aristocrática de las botellas de Burdeos, que guardaban su aromático licor como un secreto; los reflejos de la luz quebrándose en el vino y en las copas vacías y en los cubiertos relucientes de plata Meneses; el centro de mesa en que se erguía un ramillete de trapo con guardia de honor de dos floreros cilíndricos con pinturas chinescas, de cuya boca salían imitaciones groseras de no se sabía qué plantas, pero que a don Pompeyo le recordaban la cabellera rubia y estoposa de alguna miss de circo ecuestre; las cajas de cigarros, unas de madera olorosa, otras de latón; los talleres cursis y embarazosos cargados con aceite y vinagre y con más especias que un barco de Oriente...; todo contribuía a deslumbrar al buen ateo, que contemplaba sonriendo y fascinado el conjunto claro, alegre, fresco, vivo, lleno de promesas, de la mesa aún pulcra, correcta, intacta.

Se comenzó a comer sin mucho ruido; todos se esforzaban en decir chistes. Joaquinito se burlaba del servicio y hablaba de Fornos... y de La Taurina y el Puerto, donde se cenaba por todo lo flamenco.

Todos comían mucho, menos don Pompeyo, a quien la emoción apretaba la garganta. Desde el segundo plato comenzó a atormentarle un cuidado. «Estoy, pensó, en el ineludible compromiso de brindar; tengo que improvisar un discurso». Y ya no comió bocado que le aprovechase. Oía hablar como quien oye llover: sonreía a derecha e izquierda, contestaba con monosílabos, pero él pensaba en su brindis; las orejas se le convertían en brasas y a veces sentía náuseas y temblor de piernas. En resumidas cuentas, estaba pasando un mal rato. Él esperaba que las cosas sucedieran así: hablaría primero don Álvaro, haría un elogio de la constancia con que él, don Pompeyo, había sostenido la idea santa de la libertad de pensamiento, y prometería en nombre de la Junta que el Casino jamás tendría religión, como no debía tenerla el Estado. Después hablarían Foja, el Marquesito y otros, abundando en las mismas ideas... y por último él, Guimarán, tendría que levantarse a... hacer el resumen. Y mientras comía y bebía por máquina preparaba su arenga, sin poder pasar del exordio, que quería original, sin afectación, modesto sin falsa humildad... «Estos jóvenes... debieron haberme avisado ayer... y entonces tendría yo tiempo».

Contra lo que esperaba el ateo, la conversación, al llegar el Champaña, había tomado un rumbo que no podía llevarla a los asuntos serios que él creía propios de aquella solemnidad. Se hablaba de mujeres. Casi todos echaban de menos la edad de las ilusiones, no por las ilusiones, sino por la secreta fuerza, que según ellos era su origen. Se declaraban, aun los jóvenes, en la edad triste en que el amor es de cabeza, pura imaginación. Sólo Paco, franco y noble, confesaba que se sentía mejor que nunca, a pesar de haber vivido tanto como cualquiera.

Uno de los compañeros de bolsa de Mesía, viejo verde de cincuenta años, el señor Palma, banquero, lamentaba que la juventud no fuese eterna, y con lágrimas en los ojos, de pie, con una copa ya vacía en la mano, exponía su sistema filosófico de un pesimismo desgarrador, como decía el capitán Bedoya. Hubo interrupciones y entonces la conversación tomó un vuelo más alto; Guimarán se dignó prestar atención. Se hablaba ya de la otra vida, y de la moral, que era relativa según la opinión de la mayoría.

Foja, pálido, desencajado, con voz temblorosa, sostenía que no había moral de ninguna clase -y también se puso de pie-; que el hombre era un animal de costumbres; que cada cual barría para adentro.

-Homo homini lupus -advirtió Bedoya el capitán.

El coronel Fulgosio le miró con respeto y aprobó la proposición sin entenderla.

-Eso es la lucha por la existencia -dijo muy serio Joaquinito Orgaz.

-No hay más que materia... -añadió Foja, que sólo en sus borracheras exponía sus opiniones filosóficas.

-Fuerza y materia -dijo Orgaz padre -que lo había oído a su hijo.

-Materia... y pesetas -rectificó Juanito Reseco -con voz aguda, estridente y cargada de una ironía que Orgaz padre no podía comprender.

-Eso es -gritó el orador Palma; y siguió brindando por todas las excelencias naturales que él echaba de menos en su miserable cuerpo de anémico incurable.

Se volvió al amor y a las mujeres, y comenzaron las confesiones, coincidiendo con el café y los licores, sacatrapos del corazón. Entre la ceniza de los cigarros, las migas de pan, las manchas de salsa y vino, rodaron el nombre y el honor de muchas señoras. «Allí se podía decir todo, estaban solos, todos eran unos». Mesía hablaba poco, era su costumbre en tales casos. Temía estas expansiones en que se toma por amigo a cualquiera y en que se dicen secretos que en vano después se querría recoger. Mientras los demás referían aventuras vulgares, sin gloria, él atento a sus pensamientos, con un codo apoyado en la mesa y la barba apoyada en la mano, fumaba un buen cigarro besando el tabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojos animados, húmedos, llenos de reflejos de la luz y de reflejos eléctricos del vino, se fijaban en el techo. Las demás figuras de la cena eran vulgares, su embriaguez no tenía dignidad, ni gracia la libertad de sus posturas. Mesía estaba hermoso; se notaba mejor que nunca la esbeltez y armonía de sus formas de buen mozo elegante; en su rostro correcto los vapores de la gula no imprimían groseras tintas, sino cierta espiritualidad entre melancólica y lasciva; se veía al hombre del vicio, pero sacerdote, no víctima: dominaba él a su borrachera, morigerada, señoril, discreta. Don Álvaro, a solas entre aquellos pobres diablos, soñaba despierto, enternecido. En aquellos momentos se creía enamorado de veras, y se creía y se sentía de veras interesante. Aunque él era sensualista ¡qué diablo! la sensualidad, pensaba, también tiene su romanticismo. El claire de lune es claire de lune aunque la luna sea un cacho de hierro viejo, una herradura de algún caballo del sol.

Y pasaban por su memoria y por su imaginación recuerdos de noches de amor, no todas claras ni todas poéticas, pero muchas, muchas noches de amor. Y sintió comezón de hablar, de contar sus hazañas. Este prurito era nuevo en él; no lo había sentido hasta que la Regenta le había humillado con su resistencia.

Dos o tres veces intervino en la algazara para dar su dictamen tan lleno de experiencia en asuntos amorosos. Y todos se volvieron a él, y callaron los demás para oírle. Entonces habló, sin poder remediarlo, para satisfacer secreto impulso de rehabilitarse con su historia. Habló el maestro. Quitó el codo de la mesa y apoyó en ella los dos brazos cruzando las manos, entre cuyos dedos oprimía el cigarro, cargado con una pulgada de ceniza; inclinó un poco la cabeza, con cierto misticismo báquico, y con los ojos levantados a la luz de la araña, con palabra suave, tibia, lenta, comenzó la confesión que oían sus amigos con silencio de iglesia. Los que estaban lejos se incorporaban para escuchar, apoyándose en la mesa o en el hombro del más cercano. Recordaba el cuadro, por modo miserable, la Cena de Leonardo de Vinci.

La atención profunda del auditorio, el interés que se asomaba a las miradas y a las bocas entreabiertas, sedujeron al Tenorio de Vetusta, le halagaron y habló como podría hablar sobre el pecho de un amigo. Joaquín Orgaz y el Marquesito oían con recogimiento de sectario al maestro. Aquella era palabra de sabiduría.

Unas veces las aventuras eran románticas, peligrosas, de audacia y fortuna; las más probaban la flaqueza de la mujer, sea quien sea; otras demostraban la necesidad de prescindir de escrúpulos; muchas el buen éxito de la constancia, de la astucia y de la rapidez en el ataque.

De vez en cuando el silencio era interrumpido por carcajadas estrepitosas; era que una aventura cómica alegraba al concurso, sacándole de su estupor malsano y corrosivo. Entre la admiración general serpeaba la envidia abrazada a la lujuria: las tenias del alma. Los ojos brillaban secos.

El arte del seductor se extendía sobre aquel mantel, ya arrugado y sucio; anfiteatro propio del cadáver del amor carnal.

Mesía se dejaba ver por dentro, más que por complacer a sus oyentes, por oírse a sí mismo, por saber que él era todavía quien era.

«Las trazas del amor eran casi siempre malas artes; era un soñador el que pensase otra cosa. Alguna vez se le había arrojado a Mesía a los brazos una mujer loca de puro enamorada; pero estas aventuras eran muy raras. Además: si la mujer no fuera tan lasciva a ratos, las victorias escasearían; por amor puro se entregan pocas. Más hace la ocasión que la seducción. La seducción debe transformarse en ocasión».

Llegó el caso de contar cómo había podido don Álvaro vencer a la hija de un maestro de la Fábrica vieja, muy honrado, que velaba por el honor de su casa como un Argos. Angelina tenía padre, madre, abuela, hermanos; ella era pura como un armiño... Mesía había empezado por seducir a los parientes. En cada casa entraba según lo exigía la vida de aquel hogar. Jugaba al escondite con los niños, les fabricaba pajaritas de papel, jugaba al dominó con la abuela, servía a la madre de devanadera, oía con paciencia y fingida atención las lucubraciones socialistas y humanitarias del padre, encantaba a todos; llegaba a ser el tertulio necesario, el paño de lágrimas, el consejero, el mejor ornamento de la casa; la llenaba con su hermosa presencia; era dulce, cariñoso, tenía blanduras de padrazo; cuidaba de los intereses domésticos como si fueran propios, hasta ponía paz entre los criados y los amos. Así iba entrando, entrando en el corazón de todos; los amores con Angelina (o quien fuera, pues de tales aventuras había tenido muchas) comenzaban en secreto; y poco a poco, junto a la camilla, una mesa cubierta con gran tapete debajo del cual hay un brasero; en el balcón al obscurecer, en cuantas ocasiones podía, se acercaba, se apretaba contra su víctima, la llenaba de deseos de él, de su arrogante belleza varonil y simpática; después hablaba de amor como en broma, con un tono de paternal amparo que parecía la misma inocencia; y cualquier día o cualquiera noche, en una merienda en el campo, después de la cena de Noche-buena, mientras los demás de la familia reían alegres, descuidados, la pasión de Angelina llegaba al paroxismo, la ocasión echaba el resto y la deshonra entraba en la casa, y el amigo íntimo, el favorito de todos, salía para no volver nunca.

Los que oían a don Álvaro se figuraban presenciar aquellas escenas de amistad íntima, tranquilas, dulces, llenas de expansión y confianza; en el rostro del seductor, en sus ademanes, en las sonrisas, en la voz, se reflejaban, por virtud del recuerdo, la bondad suave, el aire bonachón y entrañable, la franqueza sencilla, noble, familiar, la habilidad casera, todas las artes y cualidades que hacían vencer a Mesía en lides tales.

-Otras veces, amigos, había que recurrir a la fuerza. Renunciar a una victoria que se consigue con los puños y sudando gotas como garbanzos, entre arañazos y coces, es ser un platónico del amor, un cursi; el verdadero don Juan del siglo, y de todos los siglos tal vez, vence como puede; es romántico, caballeresco, pundonoroso cuando conviene; grosero, violento, descarado, torpe si hace falta.

Nunca se le olvidaría a don Álvaro un combate de amor que duró tres noches, y fue más glorioso para la vencida que para el vencedor. La escena representaba una panera, casa de madera sostenida por cuatro pies de piedra, como las habitaciones palúdicas sustentadas por troncos, y las de algunos pueblos salvajes. En la panera dormía Ramona, aldeana, y cerca de su lecho de madera pintada de azul y rojo, que rechinaba a cada movimiento del jergón, yacía la cosecha de maíz de su casería, en montón deleznable que subía al techo.

Allí fue la batalla. Y don Álvaro, como si lo estuviera pasando todavía, describía la obscuridad de la noche, las dificultades del escalo, los ladridos del perro, el crujir de la ventana del corredor al saltar el pestillo; y después las quejas de la cama frágil, el gruñir del jergón de gárrulas hojas de mazorca, y la protesta muda, pero enérgica, brutal de la moza, que se defendía a puñadas, a patadas, con los dientes, despertando en él, decía don Álvaro, una lascivia montaraz, desconocida, fuerte, invencible.

«Hubo momentos en que peleé, como César en Munda, por la vida. Era Ramona, señores, morena; su carne de cañón, dura, tersa, y aquellos brazos que yo deseaba enlazados a mi cuerpo, en arrebato amoroso, me probaban su fuerza dando tortura a los míos, oprimidos, inertes. Mi deseo era más poderoso, porque tenía un incentivo más picante que la pimienta: conocía yo que Ramona gozaba, gozaba como una loca en la refriega. Segura de no ser vencida por la fuerza, enamorada a su modo del señorito, sobre todo por su audacia, acostumbrada a tales devaneos mudos, gimnásticos, callaba, forcejeaba, mordía con deleite, magullaba con voluptuosidad bárbara, y encontraba placer de salvaje en el martirio de mis sentidos, que tocaban su presa, y se sentían dominados por ella. La cama se hundió; rodamos por el suelo; y rodando llegamos al monte de maíz. Entonces salió la luna; entraron sus rayos por la ventana que yo dejara abierta, y vi a mi robusta aldeana, en pie, hundida una pierna entre los granos de oro y la rodilla de la otra clavada sobre mi pecho. Me intimaba la muerte o la huida, amenazándome con una medida para áridos, cajón enorme de madera con chapas de hierro. Huí, huí por la ventana; del corredor de la panera salté al callejón como pude, y tuve que emprender, ya sin fuerzas, nueva lucha con el perro. (Pausa.) Pero volví a la noche siguiente. El perro ladró menos. La ventana no estaba cerrada, el pestillo estaba descompuesto; Ramona no dormía, me esperaba; en cuanto me sintió, descargó tremendo bofetón sobre mi rostro. No importaba. Volvimos a la lucha; los mismos incidentes; rodamos, nos anegamos en maíz; yo tragué muchos granos. Y tampoco vencí aquella noche. Salí de allí por un armisticio, con promesas de futura victoria. Y a la noche tercera luché todavía; me había engañado; el premio me costó batalla nueva, y sólo pude recogerlo entre molestias sin cuento, por culpa del maíz deleznable, curioso, importuno, entremetido. Ramona, ya rendida, se quejaba también. Nos hundíamos, olvidados de todo; y si no estuviera mandado que lo cómico no acabe en trágico, en buena retórica, en aquel montón inquieto hubieran encontrado sepultura Álvaro y Ramona sofocados por uno de nuestros más humildes cereales».

Aplausos y carcajadas ahogaron la voz del narrador. Y entonces don Álvaro, gozoso, entusiasmado, quiso deslumbrar a su auditorio con el contraste de aventuras románticas, en que él aparecía como un caballero de la Tabla Redonda.

Y a todo esto don Pompeyo Guimarán olvidaba su exordio, interesado a su pesar en las aventuras eróticas del frívolo Presidente del Casino. Paco Vegallana había hecho beber al ateo, sin que este lo sintiera, más de lo que la justicia manda. No estaba borracho, pero se sentía mal y a su pesar encontraba cierto deleite en oír aquellas escenas escandalosas que en otra ocasión le hubieran indignado.

Mesía al fin, cansado, y algo arrepentido de haber hablado tanto, puso término a sus confesiones, y volviéndose a don Pompeyo le invitó a usar de la palabra.

-Don Pompeyo -dijo, y se puso en pie tambaleándose, lo cual probaba que, si no el vino, sus recuerdos le habían embriagado- don Pompeyo; puesto que ésta es la hora de las grandes revelaciones, es preciso que usted nos diga cuál es el fondo de su alma...

-Señores -interrumpió el ateo- el fondo de mi alma lo traigo en la superficie para que el mundo se entere.

-¡Bravo! ¡bravo! -gritó el concurso.

Y se vertieron y rompieron algunas copas.

-Propongo -gritó Juanito Reseco, encaramado en una silla- que en vista de ese rasgo de genio... se le permita llamarnos de tú y estar a la recíproca.

-¡Admitido! ¡Aprobado!

-Pues bien -prosiguió Juanito-; oh tú, Pompeyo, pomposo Pompeyo; voy a darte un disgusto. Tú piensas que en Vetusta no hay más ateos que tú...

-¡Caballerito!

-Pues yo soy otro; anch'io... so pittore. Sólo que tú eres un ateo progresista, un ateo fanático, un teólogo patas arriba... Tú pasas la vida mirando al cielo... pero lo miras cabeza abajo y por debajo de tus piernas. Y aunque hay contradicción aparente en eso de patas arriba y patas abajo... todo se concilia, o se resuelve la antinomia como dicen los filósofos cursis, considerando que el ser bípedo no es para todos...

-Caballerito... no comprendo esa jerga filosófica. Antes que usted naciera, estaba yo cansado de ser ateo, y si lo que usted se propone es insultar mis canas, y mi consecuencia...

-Decía que eres un teólogo patas arriba; pues sabe que en el mundo civilizado ya nadie habla de Dios ni para bien ni para mal. La cuestión de si hay Dios o no lo hay, no se resuelve... se disuelve. Tú no puedes entender esto, pero oye lo que te importa; tú, fanático de la negación, morirás en el seno de la Iglesia, del que nunca debiste haber salido. Amen dico vobis.

Y cayó Juanito debajo de la mesa.

A todos había indignado su discurso, menos a Mesía que extendiendo su mano hacia él, exclamó:

-¡Perdonadle... porque ha bebido mucho!

-Ese Juanito -decía el coronel a don Frutos el americano- me parece un gran pedante.

-Es un hambriento con más orgullo que don Rodrigo en la horca.

Se habló de religión otra vez. Don Frutos expuso sus creencias con una palabra aquí, otra allí, haciendo islas y continentes de vino tinto sobre el mantel y suplicando con los ojos que le terminasen las cláusulas.

Insistía don Frutos en que él sentía que su alma era inmortal: había otro mundo, además de las Américas, otro mundo mejor al cual iban las almas de los que no habían robado en las carreteras. Además Dios era misericordioso, hacía la vista gorda. Y por supuesto, quería don Frutos ir a ese mundo mejor con el recuerdo de la mala vida pasada, porque si no, ¡vaya una gracia!

-¿Para qué querrá don Frutos acordarse de lo bruto que ha sido sobre la haz de la tierra? -preguntaba Foja al oído de Orgaz hijo.

-¡Señores -gritó Joaquín- si en la otra vida no hay cante o es cante adulterado, renuncio al más allá!

Y dio un salto sobre la mesa agarrándose a una columna y comenzó un baile flamenco con perfección clásica. No faltaron jaleadores, y sonaban las palmas mientras cantaba el mediquillo con voz ronca y melancolía de chulo:


Es una coooosa
que maravilla mamá
ver al Frascueeeelo
la pantorriiiilla mamá...


Don Pompeyo sentía escalofríos. ¡Qué degradación! Meditaba y veía dos Orgaz hijo sobre la mesa.

-Me han embriagado con sus herejías... quiero decir... con sus blasfemias... -dijo al Marquesito, que callaba, pensando que todo aquello era muy soso sin mujeres.

Joaquín gritó:

-Allá va una a la salud de don Pompeyo.

Y comenzó una copla impía y brutal alusiva a una sagrada imagen.

-¡Alto ahí, señor mío! -exclamó indignado el buen Guimarán al oír el penúltimo verso-. Mi salud no necesita de semejantes indecencias: y lo que ustedes hacen con tamañas blasfemias indecorosas es la causa, el caldo gordo del clero; porque tenga usted entendido, joven inexperto y procaz, que por el mundo han pasado muchas religiones positivas, y hoy se ha creído esto y mañana lo otro; pero de lo que nunca han prescindido los pueblos cultos, ni ahora, ni en la antigüedad, es de la buena crianza, y del respeto que nos debemos todos.

-¡Bien, muy bien! -dijeron todos, incluso Joaquín.

-Y yo estoy cansado de que se me tome a mí por un iconoclasta; sí, iconoclasta soy, pero iconoclasta del vicio, apóstol de la virtud y heresiarca de las tinieblas que envuelven la inteligencia y el corazón de la humanidad.

-¡Bravo!¡bravo!

-Y si por alguien se ha creído que yo puedo fraternizar con el escándalo, aunarme con la desfachatez y adherirme a la orgía, protesto indignado, que a muy otra cosa he venido aquí. Y creo llegado el momento de que se hable con alguna formalidad.

-Perfectamente -interrumpió Foja- el señor Guimarán ha hablado como un libro, y eso que no los lee, pero no importa, ha hablado como el libro de su conciencia, según él dice. Aquí, señores, nos hemos reunido para celebrar la vuelta del señor Guimarán al hogar doméstico, llamémoslo así, del Casino. Pero ¡ah! señores diputados, ¿por qué ha vuelto al Casino el señor Guimarán? Tatiste question, como dice Trabuco, a quien siento no ver entre nosotros. (Aplausos, risas.) Pues ha vuelto porque nos hemos emancipado de la repugnante tutela del fanatismo, y ha vuelto a fundar una sociedad cuya sesión inaugural estáis celebrando, acaso sin saberlo. Esta sociedad que, desde luego, no se llamará de la templanza, se propone perseguir a los fariseos, arrancar las caretas de los hipócritas y arrancar del cuerpo social de Vetusta las sanguijuelas místicas que chupan su sangre. (Estrepitosos aplausos. Paco se abstiene y piensa lo mismo que antes: que faltan chicas.) Señores... guerra al clero usurpador, invasor, inquisidor; guerra a esa parte del clero que comercia con las cosas santas, que se vale de subterráneos para entrar con sus tentáculos de pólipo en las arcas de la Cruz Roja...

-¡Ahí, ahí le duele!...

-A ese clero que condena a la tisis del hambre a dignos comerciantes, a padres de familia; a ese clero que dispersa los hogares y hunde en alcantarillas inmundas, mal llamadas celdas, a las vírgenes del Señor, y que entiende que las entrega a Jesús entregándolas a la muerte. (Frenéticos aplausos.) Juremos todos ser trompetas del escándalo, para que tanto sea, y a tales oídos llegue, que la ruina del enemigo común sea un hecho. Porque, señores, nadie como yo respeta al clero parroquial, ese clero honrado, pobre, humilde... pero el alto clero... muera... y sobre todo... muera el señor Provisor... el...

-¡Muera! ¡muera! -contestaron algunos: Joaquín, el coronel, que estaba sereno, pero quería que muriese el Magistral, y otros dos o tres comensales borrachos.

Cuando se levantaron de la mesa amanecía. Se había hablado mucho más; se había contado la historia del Provisor tal como la narraba la leyenda escandalosa. Convinieron, hasta los más prudentes, en que era preciso fundar seriamente aquella sociedad propuesta por Foja. Se acordó juntarse a cenar una vez al mes y hacer gran propaganda contra el Magistral. Al salir, repartidos en grupos, se decían en voz baja:

-«Todo esto lo ha preparado Mesía; don Fermín es su rival y él quiere arruinarle, aniquilarle.

-»¿Pero ¿quién llevará el gato al agua?

-»¿Qué gato?

-»¿O la gata?

-»El Magistral.

-»Álvaro.

-»O los dos...

-»O ninguno.

-»En fin -advirtió Foja- yo ni quito ni pongo rey...

-»Pero ayudo a mi señor» -concluyó el coro.

Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz acompañaron a don Pompeyo a su casa. Era una mañana de Junio alegre, tibia, sonrosada. El sol anunciaba sus rayos en los colores vivos de las nubes de Oriente. Los pasos de los trasnochadores retumbaban en las calles de la Encimada como si anduvieran sobre una caja sonora. Aunque no hacía frío, todos habían levantado el cuello de la levita o lo que fuese. Don Pompeyo iba taciturno. Abrió la puerta de su casa con su llavín; entró sin hacer ruido; y a poco cerraba los ojos, metido en su lecho, por no ver la claridad acusadora que entraba por las rendijas de los balcones cerrados. Aquello de acostarse de día era una revolución que mareaba a Guimarán; dudaba ya si las leyes del mundo seguían siendo las mismas. Al cerrar los ojos sintió que su lecho, siempre inmóvil, también se sublevaba bajando y subiendo. Poco después se creía en el Océano, encerrado en un camarote, víctima del mareo y corriendo borrasca.

Se levantó a las doce y no quiso hablar con su mujer y sus hijas de la cena, de la dichosa cena. Sin embargo, aunque se prometió no verse en otra; pocas horas después, en el Casino, donde le recibieron con muestras de simpatía y de júbilo, ofrecía solemnemente volver a las andadas, acudir a los gaudeamus mensuales en que se daría cuenta de los trabajos de la sociedad innominada que había fundado inter-pocula.

Doña Paula supo por el Chato, a quien se lo contó un mozo del restaurant del Casino, cuanto se había hablado en la cena inaugural, y lo que pretendían aquellos señores. Cuando el Magistral oyó a su madre que se había gritado: «Muera el Provisor» encogió los hombros, se levantó y salió de casa.

-Este chico anda tonto... yo no sé lo que tiene; parece que no está en este mundo... ¡Oh, maldita Regenta! ¡Esa mala pécora me lo tiene embrujado!

Al mes siguiente se celebró la segunda sesión de la Innominada; se bebió, se emborracharon los que solían y se dio cuenta de los trabajos de propaganda. Foja participó que se había entendido en secreto con el Arcediano, don Custodio y otros enemigos capitulares (así dijo) del Provisor. Se sabían muchos escándalos nuevos; el elemento eclesiástico y el secular, de común acuerdo para librar a Vetusta del enemigo general, tramaban la ruina del monstruo; pronto se llegaría a poner en manos del Obispo las pruebas de aquellas prevaricaciones de todas clases de que se acusaba a don Fermín de Pas. Lo peor de todo, lo que haría saltar al Obispo, era lo que se refería al abuso indecoroso del confesonario. Se contaban horrores; en fin, ello diría.

Don Álvaro propuso que las cenas mensuales se suspendiesen hasta el Otoño y suplicó que se guardase el más profundo secreto. Además, él, sintiéndolo, tenía que privarse en adelante de asistir a tales reuniones; su espíritu allí quedaba, pero él, don Álvaro, por razones poderosas, que suplicaba a los presentes respetaran, se abstendría de acudir a tan agradables banquetes.

Quince días después, a mediados de Julio, entraba una tarde el Presidente del Casino en el caserón de los Ozores. Iba a despedirse. Don Víctor le recibió en el despacho. Estaba el amo de la casa en mangas de camisa, como solía en cuanto llegaba el verano, aunque no tuviera mucho calor. Para él venían a ser ideas inseparables el estío y aquel traje ligero. Quintanar al ver a don Álvaro suspiró, le tendió ambas manos, después de dejar un libro negro sobre la mesa y exclamó:

-¡Oh mi queridísimo Mesía! ¡Ingrato! cuánto tiempo sin parecer por aquí...

-Vengo a despedirme. Me voy a dar una vuelta por las provincias, después a los baños de Sobrón y a mediados de Agosto estaré de vuelta en Palomares, por no perder la costumbre.

-De modo que hasta Septiembre...

-Hasta fines de Septiembre no nos veremos...

Don Álvaro hablaba alto, como si quisiera que le oyesen en toda la casa.

Don Víctor lamentó aquella ausencia. Suspiró. «Era un nuevo contratiempo, nuevo asunto de tristeza».

Notó don Álvaro que su amigo estaba menos decidor que antes, que se movía y gesticulaba menos.

-¿Ha estado usted malo?

-¡Quiá! ¿quién? ¿yo? ¡ni pensarlo! Pues qué, ¿tengo mala cara? Dígame usted con franqueza... ¿tengo mala cara?... Pálido... ¿tal vez? ¿pálido?...

-No, no, nada de eso. Pero... se me figura que está usted menos alegre, preocupado... qué sé yo...

Don Víctor suspiró otra vez. Tras una pausa preguntó, con tono quejumbroso:

-¿Ha leído usted eso?

-¿Qué es eso?

-Kempis, la Imitación de Jesucristo...

-¿Cómo? ¡usted! ¿también usted?...

-Es un libro que quita el humor. Le hace a uno pensar en unas cosas... que no se le habían ocurrido nunca... No importa. La vida, de todas maneras, es bien triste. Vea usted. Todo es pasajero. Usted se nos va... Los marqueses se van... Visita se va... Ripamilán ya se marchó... Vetusta antes de quince días se quedará sola; de la Colonia... ni un alma queda... De la Encimada se ausenta lo mejor... quedan los pobres... los jornaleros... y nosotros. Nosotros no salimos este año. ¡Y qué triste es un verano entero en Vetusta! El césped del paseo grande se pone como un ruedo de esparto... no se ve un alma por allí, en las calles no hay más que perros y policías... Mire usted, prefiero el invierno con todas sus borrascas y su agua eterna... qué sé yo... a mí el frío me anima... En fin, felices ustedes los que se van...

Y don Víctor suspiró otra vez.

-Voy a llamar a mi mujer. ¿Querrá usted decirla adiós, verdad? Es natural.

-No... si está ocupada... no la moleste usted...

-No faltaba más. Ocupada... ella siempre está ocupada... y desocupada... qué sé yo. Cosas de ella.

Salió. Don Álvaro tomó en las manos el Kempis; era un ejemplar nuevo, pero tenía manoseadas las cien primeras páginas, y llenas de registros. Nunca había leído él aquello. Lo miraba como una caja explosiva. Lo dejó sobre la mesa con miedo y con ciertas precauciones.

Ana entró en el despacho. Vestía hábito del Carmen. Seguía pálida, pero había vuelto a engordar un poco. A Mesía le latió el corazón y se le apretó la garganta, con lo que se asustó no poco.

Aquella mujer despertaba en él, ahora, una ira sorda mezclada de un deseo intenso, doloroso. La miraba como el descubridor de una isla o un continente, a quien la tempestad arrastrara lejos de la orilla, tal vez para siempre, antes de poner el pie en tierra. «¿Qué sabía él si jamás aquella mujer sería suya?». Su orgullo no renunciaba a ella. Pero otras voces le decían: «Renuncia para siempre a la Regenta». Ya se vería. Pero era doloroso aplazar otra vez, y sabía Dios hasta cuándo, toda esperanza, todo proyecto de conquista.

Quería observar en el rostro de Ana la huella de una emoción, al decirle que se marchaba sin saber cuándo volvería. Pero Ana oyó la noticia como distraída; ni un solo músculo de su rostro se movió.

-Nosotros -dijo- nos quedamos este verano en Vetusta. Yo no puedo bañarme y el médico me ha dicho que el aire del mar más podría hacerme daño que provecho por ahora.

-Vetusta se pone muy triste por el verano...

-No... no me parece...

Don Víctor los dejó solos.

Don Álvaro clavó los ojos en el rostro de Ana con audacia y ella levantó los suyos, grandes, suaves, tranquilos y miró sin miedo al seductor, a la tentación de años y años. Sintió él que perdía el aplomo, creyó que iba a decir o hacer alguna atrocidad; y sin poder contenerse, se puso en pie delante de ella.

-¿Se marcha usted ya?

«Si yo me arrojo a sus pies ahora, ¿qué pasa aquí?» se preguntó don Álvaro. Y sin saber lo que hacía, tendió la mano enguantada y dijo temblando:

-Anita... si usted quiere... algo para las provincias...

-Que usted se divierta mucho, Álvaro... -contestó ella sin asomo de ironía. Pero a él se le figuró que se burlaba de su torpeza ridícula, de su miedo estúpido... y sintió vehementes deseos de ahogarla. La mano de la Regenta tocó la de Mesía sin temblar, fría, seca.

Salió el buen mozo tropezando con el pavo real disecado y después con la puerta. En el pasillo se despidió de su amigo Quintanar.

La Regenta sacó del seno un crucifijo y sobre el marfil caliente y amarillo puso los labios, mientras los ojos rebosando lágrimas, buscaban el cielo azul entre las nubes pardas.