La Regenta/Capítulo XV

Capítulo XV

En lo alto de la escalera, en el descanso del primer piso, doña Paula, con una palmatoria en una mano y el cordel de la puerta de la calle en la otra, veía silenciosa, inmóvil, a su hijo subir lentamente con la cabeza inclinada, oculto el rostro por el sombrero de anchas alas.

Le había abierto ella misma, sin preguntar quién era, segura de que tenía que ser él. Ni una palabra al verle. El hijo subía y la madre no se movía, parecía dispuesta a estorbarle el paso, allí en medio, tiesa, como un fantasma negro, largo y anguloso.

Cuando De Pas llegaba a los últimos peldaños, doña Paula dejó el puesto y entró en el despacho. Don Fermín la miró entonces, sin que ella le viese.

Reparó que su madre traía parches untados con sebo sobre las sienes; unos parches grandes, ostentosos.

«Lo sabe todo» pensó el Provisor. Cuando su madre callaba y se ponía parches de sebo, daba a entender que no podía estar más enfadada, que estaba furiosa. Al pasar junto al comedor, De Pas vio la mesa puesta con dos cubiertos. Era temprano para cenar, otras noches no se extendía el mantel hasta las nueve y media; y acababan de dar las nueve.

Doña Paula encendió sobre la mesa del despacho el quinqué de aceite con que velaba su hijo.

Él se sentó en el sofá, dejó el sombrero a un lado y se limpió la frente con el pañuelo. Miró a doña Paula.

-¿Le duele la cabeza, madre?

-Me ha dolido. ¡Teresina!

-Señora.

-¡La cena!

Y salió del despacho. El Provisor hizo un gesto de paciencia y salió tras ella. «No era todavía hora de cenar, faltaban más de cuarenta minutos... pero ¿quién se lo decía a ella?».

Doña Paula se sentó junto a la mesa, de lado, como los cómicos malos en el teatro. Junto al cubierto de don Fermín había un palillero, un taller con sal, aceite y vinagre. Su servilleta tenía servilletero; la de su madre no.

Teresina, grave, con la mirada en el suelo, entró con el primer plato, que era una ensalada.

-¿No te sientas? -preguntó al Provisor su madre.

-No tengo apetito... pero tengo mucha sed...

-¿Estás malo?

-No, señora... eso no.

-¿Cenarás más tarde?

-No, señora, tampoco...

El Magistral ocupó su asiento enfrente de doña Paula, que se sirvió en silencio.

Con un codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano, De Pas contemplaba a su señora madre, que comía de prisa, distraída, más pálida que solía estar, con los grandes ojos azules, claros y fríos fijos en un pensamiento que debía de ver ella en el suelo.

Teresina entraba y salía sin hacer ruido, como un gato bien educado. Acercó la ensalada al señorito.

-Ya he dicho que no ceno.

-Déjale, no cena. Ella no lo había oído, hombre.

Y acarició a la criada con los ojos.

Nuevo silencio.

De Pas hubiera preferido una discusión inmediatamente. Todo, antes que los parches y el silencio. Estaba sintiendo náuseas y no se atrevía a pedir una taza de té. Se moría de sed, pero temía beber agua.

Doña Paula hablaba con Teresa más que de costumbre y con una amabilidad que usaba muy pocas veces.

La trataba como si hubiera que consolarla de alguna desgracia de que en parte tuviera la misma doña Paula la culpa. Esto al menos creyó notar el Magistral.

Faltaba algo que estaba en el aparador y el ama se levantaba y lo traía ella misma.

Pidió azúcar don Fermín para echarlo en el vaso de agua y su madre dijo:

-Está arriba la azucarera, en mi cuarto... Deja, iré yo por ella.

-Pero, madre...

-Déjame.

Teresina quedó a solas con su amo y mientras le servía agua dejando caer el chorro desde muy alto, suspiró discretamente.

De Pas la miró, un poco sorprendido. Estaba muy guapa; parecía una virgen de cera. Ella no levantó los ojos. De todas maneras, le era antipática. Su madre la mimaba y a los criados no hay que darles alas.

Bajó doña Paula y cuando salió Teresina dijo, mientras miraba hacia la puerta:

-La pobre no sé cómo tiene cuerpo.

-¿Por qué? -preguntó don Fermín que acababa de oír el primer trueno.

Su madre, que estaba en pie junto a él revolviendo el azúcar en el vaso, le miró desde arriba con gesto de indignación.

-¿Por qué? Ha ido esta tarde dos veces a Palacio, una vez a casa del Arcipreste, otra a casa de Carraspique, otra a casa de Páez, otra a casa del Chato, dos a la Catedral, dos a la Santa Obra, una vez a las Paulinas, otra... ¡qué sé yo! Está muerta la pobre.

-¿Y a qué ha ido? -contestó De Pas al segundo trueno.

Pausa solemne. Doña Paula volvió a sentarse y haciendo alarde de una paciencia, que ni la de un santo, dijo, con mucha calma, pesando las sílabas:

-A buscarte, Fermo, a eso ha ido.

-Mal hecho, madre. Yo no soy un chiquillo para que se me busque de casa en casa. ¿Qué diría Carraspique, qué diría Páez?... Todo eso es ridículo...

-Ella no tiene la culpa; hace lo que le mandan. Si está mal hecho, ríñeme a mí.

-Un hijo no riñe a su madre.

-Pero la mata a disgustos; la compromete, compromete la casa... la fortuna, la honra... la posición... todo... por una... por una... ¿Dónde ha comido usted?

Era inútil mentir, además de ser vergonzoso. Su madre lo sabía todo de fijo. El Chato se lo habría contado. El Chato que le habría visto apearse de la carretela en el Espolón.

-He comido con los marqueses de Vegallana; eran los días de Paquito; se empeñaron... no hubo remedio; y no mandé aviso... porque era ridículo, porque allí no tengo confianza para eso...

-¿Quién comió allí?

-Cincuenta, ¿qué sé yo?

-¡Basta, Fermo, basta de disimulos! -gritó con voz ronca la de los parches. Se levantó, cerró la puerta, y en pie y desde lejos prosiguió:

-Has ido allí a buscar a esa... señora... has comido a su lado... has paseado con ella en coche descubierto, te ha visto toda Vetusta, te has apeado en el Espolón; ya tenemos otra Brigadiera... Parece que necesitas el escándalo, quieres perderme.

-¡Madre! ¡madre!

-¡Si no hay madre que valga! ¿te has acordado de tu madre en todo el día? ¿No la has dejado comer sola, o mejor dicho, no comer? ¿te importó nada que tu madre se asustara, como era natural? ¿Y qué has hecho después hasta las diez de la noche?

-¡Madre, madre, por Dios! yo no soy un niño...

-No, no eres un niño; a ti no te duele que tu madre se consuma de impaciencia, se muera de incertidumbre... La madre es un mueble que sirve para cuidar de la hacienda, como un perro; tu madre te da su sangre, se arranca los ojos por ti, se condena por ti... pero tú no eres un niño, y das tu sangre, y los ojos y la salvación... por una mujerota...

-¡Madre!

-¡Por una mala mujer!

-¡Señora!

-Cien veces, mil veces peor, que esas que le tiran de la levita a don Saturno, porque esas cobran, y dejan en paz al que las ha buscado; pero las señoras chupan la vida, la honra... deshacen en un mes lo que yo hice en veinte años... ¡Fermo... eres un ingrato!... ¡eres un loco!

Se sentó fatigada y con el pañuelo que traía a la cabeza improvisó una banda para las sienes.

-¡Va a estallarme la frente!

-¡Madre, por Dios! sosiéguese usted. Nunca la he visto así... ¿Pero qué pasa? ¿qué pasa?... Todo es calumnia... ¡Y qué pronto... qué pronto... la han urdido! ¡Qué Brigadiera ni qué señoronas... si no hay nada de eso... si yo le juro que no es eso... si no hay nada!

-No tienes corazón, Fermo, no tienes corazón.

-Señora, ve usted lo que no hay... yo le aseguro...

-¿Qué has hecho hasta las diez de la noche? Rondar la casa de esa gigantona... de fijo...

-¡Por Dios, señora! esto es indigno de usted. Está usted insultando a una mujer honrada, inocente, virtuosa; no he hablado con ella tres veces... es una santa...

-Es una como las otras.

-¿Cómo qué otras?

-Como las otras.

-¡Señora! ¡Si la oyeran a usted!

-¡Ta, ta, ta! Si me oyeran me callaría. Fermo... a buen entendedor... Mira, Fermo... tú no te acuerdas, pero yo sí... yo soy la madre que te parió ¿sabes? y te conozco... y conozco el mundo... y sé tenerlo todo en cuenta... todo... Pero de estas cosas no podemos hablar tú y yo... ni a solas... ya me entiendes... pero... bastante buena soy, bastante he callado, bastante he visto.

-No ha visto usted nada...

-Tienes razón... no he visto... pero he comprendido y ya ves... nunca te hablé de estas... porquerías, pero ahora parece que te complaces en que te vean... tomas por el peor camino...

-Madre... usted lo ha dicho, es absurdo, es indecoroso que usted y yo hablemos, aunque sea en cifra, de ciertas cosas...

-Ya lo veo, Fermo, pero tú lo quieres. Lo de hoy ha sido un escándalo.

-Pero si yo le juro a usted que no hay nada; que esto no tiene nada que ver con todas esas otras calumnias de antaño...

-Peor; peor que peor... Y sobre todo lo que yo temo es que el otro se entere, que Camoirán crea todo eso que ya dicen.

-¡Que ya dicen! ¡En dos días!

-Sí, en dos; en medio... en una hora... ¿No ves que te tienen ganas? ¿que llueve sobre mojado?... ¿Hace dos días? Pues ellos dirán que hace dos meses, dos años, lo que quieran. ¿Empieza ahora? Pues dirán que ahora se ha descubierto. Conocen al Obispo, saben que sólo por ahí pueden atacarte... Que le digan a Camoirán que has robado el copón... no lo cree... pero eso sí; ¡acuérdate de la Brigadiera!...

-¡Qué Brigadiera... madre... qué Brigadiera!... Es que no podemos hablar de estas cosas... pero... si yo le explicara a usted...

-No necesito saber nada... todo lo comprendo... todo lo sé... a mi modo. Fermo, ¿te fue bien toda la vida dejándote guiar por tu madre, en estas cosas miserables de tejas abajo? ¿Te fue bien?

-¡Sí, madre mía, sí!

-¿Te saqué yo o no de la pobreza?

-¡Sí, madre del alma!

-¿No nos dejó tu pobre padre muertos de hambre y con el agua al cuello, todo embargado, todo perdido?

-Sí, señora, sí... y eternamente yo...

-Déjate de eternidades... yo no quiero palabras, quiero que sigas creyéndome a mí; yo sé lo que hago. Tú predicas, tú alucinas al mundo con tus buenas palabras y buenas formas... yo sigo mi juego. Fermo, si siempre ha sido así, ¿por qué te me tuerces? ¿Por qué te me escapas?

-Si no hay tal, madre.

-Sí hay tal, Fermo. No eres un niño, dices... es verdad... pero peor si eres un tonto... Sí, un tonto con toda tu sabiduría. ¿Sabes tú pegar puñaladas por la espalda, en la honra? Pues mira al Arcediano, torcido y todo, las da como un maestro... ahí tienes un ignorante que sabe más que tú.

Doña Paula se había arrancado los parches, las trenzas espesas de su pelo blanco cayeron sobre los hombros y la espalda; los ojos apagados casi siempre, echaban fuego ahora, y aquella mujer cortada a hachazos parecía una estatua rústica de la Elocuencia prudente y cargada de experiencia.

La tempestad se había deshecho en lluvia de palabras y consejos. Ya no se reñía, se discutía con calor, pero sin ira. Los recuerdos evocados, sin intención patética, por doña Paula, habían enternecido a Fermo. Ya había allí un hijo y una madre, y no había miedo de que las palabras fuesen rayos.

Doña Paula no se enternecía, tenía esa ventaja. Llamaba mojigangas a las caricias, y quería a su hijo mucho a su manera, desde lejos. Era el suyo un cariño opresor, un tirano. Fermo, además de su hijo, era su capital, una fábrica de dinero. Ella le había hecho hombre, a costa de sacrificios, de vergüenzas de que él no sabía ni la mitad, de vigilias, de sudores, de cálculos, de paciencia, de astucia, de energía y de pecados sórdidos; por consiguiente no pedía mucho si pedía intereses al resultado de sus esfuerzos, al Provisor de Vetusta. El mundo era de su hijo, porque él era el de más talento, el más elocuente, el más sagaz, el más sabio, el más hermoso; pero su hijo era de ella, debía cobrar los réditos de su capital, y si la fábrica se paraba o se descomponía, podía reclamar daños y perjuicios, tenía derecho a exigir que Fermo continuase produciendo.

En Matalerejo, en su tierra, Paula Raíces vivió muchos años al lado de las minas de carbón en que trabajaba su padre, un miserable labrador que ganaba la vida cultivando una mala tierra de maíz y patatas, y con la ayuda de un jornal. Aquellos hombres que salían de las cuevas negros, sudando carbón y con los ojos hinchados, adustos, blasfemos como demonios, manejaban más plata entre los dedos sucios que los campesinos que removían la tierra en la superficie de los campos y segaban y amontonaban la yerba de los prados frescos y floridos. El dinero estaba en las entrañas de la tierra; había que cavar hondo para sacar provecho. En Matalerejo, y en todo su valle, reina la codicia, y los niños rubios de tez amarillenta que pululan a orillas del río negro que serpea por las faldas de los altos montes de castaños y helechos, parecen hijos de sueños de avaricia. Paula era de niña rubia como una mazorca; tenía los ojos casi blancos de puro claros, y en el alma, desde que tuvo uso de razón, toda la codicia del pueblo junta. En las minas, y en las fábricas que las rodean, hay trabajo para los niños en cuanto pueden sostener en la cabeza un cesto con un poco de tierra. Los ochavos que ganan así los hijos de los pobres son en Matalerejo la semilla de la avaricia arrojada en aquellos corazones tiernos: semilla de metal que se incrusta en las entrañas y jamás se arranca de allí. Paula veía en su casa la miseria todos los días; o faltaba pan para cenar o para comer; el padre gastaba en la taberna y en el juego lo que ganaba en la mina.

La niña fue aprendiendo lo que valía el dinero, por la gran pena con que los suyos lo lloraban ausente. A los nueve años era Paula una espiga tostada por el sol, larga y seca; ya no se reía: pellizcaba a las amigas con mucha fuerza, trabajaba mucho y escondía cuartos en un agujero del corral. La codicia la hizo mujer antes de tiempo; tenía una seriedad prematura, un juicio firme y frío.

Hablaba poco y miraba mucho. Despreciaba la pobreza de su casa y vivía con la idea constante de volar... de volar sobre aquella miseria. Pero ¿cómo? Las alas tenían que ser de oro. ¿Dónde estaba el oro? Ella no podía bajar a la mina.

Su espíritu observador notó en la iglesia un filón menos obscuro y triste que el de las cuevas de allá abajo. «El cura no trabajaba y era más rico que su padre y los demás cavadores de las minas. Si ella fuera hombre no pararía hasta hacerse cura. Pero podía ser ama como la señora Rita». Comenzó a frecuentar la iglesia; no perdió novena, ni rogativas, ni misiones, ni rosario y siempre salía la última del templo. Los vecinos de Matalerejo habían enterrado la antigua piedad entre el carbón; eran indiferentes y tenían fama de herejes en los pueblos comarcanos. Por esto pudo notar la señorita Rita la piedad de Paula bien pronto. «La hija de Antón Raíces, le dijo al señor cura, tira para santa, no sale de la iglesia». El cura habló a la chicuela, y aseguró a Rita que era una Teresa de Jesús en ciernes. En una enfermedad del ama, el párroco pidió a Raíces su hija para reemplazar a Rita en su servicio. Rita sanó pero Paula no salió de la Rectoral. Se acabó el ir y venir con el cesto de tierra. Se vistió de negro, y por amor de Dios se olvidó de sus padres. A los dos años la señora Rita salía de la casa del cura enseñando los puños a Paula y llevándose en un cofre sus ahorros de veinte años. El cura murió de viejo y el nuevo párroco, de treinta años, admitió a la hija de Raíces como parte integrante de la casa Rectoral. Paula era entonces una joven alta, blanca, fresca, de carne dura y piel fina, pero mal hecha. Una noche, a las doce, a la luz de la luna salió de la Rectoral, que estaba en lo alto de una loma rodeada de castaños y acacias, cien pasos más abajo de la iglesia. Llevaba en los brazos un pañuelo negro que envolvía ropa blanca. Detrás de ella salió una sombra, con gorro de dormir y en mangas de camisa... Al ver que la seguían, Paula corrió por la callejuela que bajaba al valle. El del gorro la alcanzó, la cogió por la saya de estameña y la obligó a detenerse; hablaron; él abría los brazos, ponía las manos sobre el corazón, besaba dos dedos en cruz; ella decía no con la cabeza. Después de media hora de lucha, los dos volvieron a la Rectoral; entró él, ella detrás y cerró por dentro después de decir a un perro que ladraba:

-¡Chito, Nay, que es el amo!

Paula fue el tirano del cura desde aquella noche, sin mengua de su honor. Un momento de flaqueza en la soledad le costó al párroco, sin saciar el apetito, muchos años de esclavitud. Tenía fama de santo; era un joven que predicaba moralidad, castidad, sobre todo a los curas de la comarca, y predicaba con el ejemplo. Y una noche, reparando al cenar que Paula era mal formada, angulosa, sintió una lascivia de salvaje, irresistible, ciega, excitada por aquellos ángulos de carne y hueso, por aquellas caderas desairadas, por aquellas piernas largas, fuertes, que debían de ser como las de un hombre. A la primera insinuación amorosa, brusca, significada más por gestos que por palabras, el ama contestó con un gruñido, y fingiendo no comprender lo que le pedían; a la segunda intentona, que fue un ataque brutal, sin arte, de hombre casto que se vuelve loco de lujuria en un momento, Paula dio por respuesta un brinco, una patada; y sin decir palabra se fue a su cuarto, hizo un lío de ropa, símbolo de despedida, porque tenía allí muchos baúles cargados de trapos y otros artículos, y salió diciendo desde la escalera:

-¡Señor cura! yo me voy a dormir a casa de mi padre.

La transacción le costó al clérigo humillarse hasta el polvo, una abdicación absoluta. Vivieron en paz en adelante, pero él vio siempre en ella a su señor de horca y cuchillo; tenía su honor en las manos; podía perderle. No le perdió. Pero una noche, cuando el cura cenaba, tarde, después de estudiar, Paula se acercó a él y le pidió que la oyese en confesión.

-Hija mía ¿a estas horas?

-Sí, señor, ahora me atrevo... y no respondo de volver a atreverme jamás.

Le confesó que estaba encinta.

Francisco De Pas, un licenciado de artillería, que entraba mucho en casa del cura, de quien era algo pariente, la había requerido de amores y ella le había contestado a bofetadas -el cura se puso colorado; se acordó de la patada que había recibido él- pero el licenciado había sido terco, y había vuelto a requebrarla, y a prometerla casarse en cuanto sacaran el estanquillo que le tenían prometido los del Gobierno; ella se había tranquilizado y desde entonces admitía al habla aquel buque sospechoso. Según costumbre de la tierra, iba el de artillería a hablar con Paula a media noche, no por la reja, que no las hay en Matalerejo, sino en el corredor de la panera, una casa de tablas sostenida por anchos pilares a dos o tres varas del suelo. Allí dormía ella en el verano. Francisco faltó una noche a lo convenido, fue audaz, pasó del corredor al interior de la panera; luchó Paula, luchó hasta caer rendida -lo juraba ante un Cristo-, rendida por la fuerza del artillero. Desde aquella noche le tomó ojeriza, pero quería casarse con él. De aquella traición acaso nació Fermín a los dos meses de haber unido el buen párroco a Paula y Francisco con lazo inquebrantable. Todos los vecinos dijeron que Fermín era hijo del cura, quien dotó al ama con buenas peluconas. Francisco De Pas no era interesado; siempre había tenido intención de casarse con Paula, pero los vecinos le habían llenado el alma de sospechas y espinas, y él, creyendo que podía el cura estar riéndose de un licenciado, hizo lo que hizo. Pero aquella noche que fue como la de una batalla a obscuras, terrible, le convenció de la inocencia del párroco y de la virtud de Paula. Aquello no se fingía; mucho sabía el artillero de las trampas del mundo, de las doncellas falsas, pero él se fue a su casa al alba persuadido de que había vencido, bien o mal, una honra verdadera. Y volvió a su proyecto de casarse con el ama del cura. Así se lo juró a ella, de rodillas, como él había visto a los galanes en los teatros, allá por el mundo adelante. -«Yo te pediré a tus padres y al cura mañana mismo. -No -dijo ella-, ahora no». Y siguieron viéndose. Cuando Paula estuvo segura de que había fruto de aquella traición, o de las concesiones subsiguientes, dijo a su novio: «Ahora se lo digo al amo y tú, cuando él te llame, te niegas a casarte, dices que dicen que no eres tú solo... que en fin... -Sí, sí, ya entiendo. -¡Lo que sospechabas, animal! -Sí, ya sé. -Pues eso. -¿Y después? -Después deja que el cura te ofrezca... y no digas que bueno a la primer promesa; deja que suba el precio... ni a la segunda. A la tercera date por vencido...».

Y así fue. Paula arrancó de una vez al pobre párroco de Matalerejo, el más casto del Arciprestazgo, el resto del precio que ella había puesto al silencio. ¡Con qué fervor predicaba el buen hombre después la castidad firme! «¡Un momento de debilidad te pierde, pecador; basta un momento! Un deseo, un deseo que no sacias siquiera, te cuesta la salvación» (y todos tus ahorros, y la paz del hogar, y la tranquilidad de toda la vida, añadía para sus adentros.)

Paula compró grandes partidas de vino y lo vendía al por mayor a los taberneros de Matalerejo; empezó bien el comercio gracias a su inteligencia, a su actividad. Ella trabajaba por los dos. Francisco era muy fantástico, según su mujer. Le gustaba contar sus hazañas, y hasta sus aventuras, esto en secreto, después de colocar unos cuantos pellejos de Toro, al beber en compañía del parroquiano. Era rumboso y en el calor de la amistad improvisada en la taberna, abría créditos exorbitantes a los taberneros, sus consumidores. Esto originó reyertas trágicas; hubo sillas por el aire, cuchillos que acababan por clavarse en una mesa de pino, amenazas sordas y reconciliaciones expresivas por parte del artillero; secas, frías, nada sinceras por parte de su mujer. La manía de dar al fiado llegó a ser un vicio, una pasión del manirroto licenciado. Le gustaba darse tono de rico y despreciaba el dinero con gran prosopopeya. «¡Los países que él había visto! ¡las mujeres que él había seducido, allá muy lejos!». Sus amigos los taberneros que no habían visto más río que el de su patria, le engañaban al segundo vaso. Mientras él se perdía en sus recuerdos y en sus sueños pretéritos, que daba por realizados, sus compadres interrumpiéndole, entre alabanzas y admiraciones, le sacaban pellejos y más pellejos de vino pagaderos... «De eso no había que hablar». «El hombre es honrado» decía el artillero y añadía: «Si yo tengo un duro pongo por ejemplo, y un amigo, por una comparación, necesita ese duro... y quien dice un duro dice veinte arrobas de vino, pongo por caso...». Pocos años necesitó, a pesar de la prosperidad con que el comercio había empezado, para tocar en la bancarrota. Se atrevió un parroquiano a no pagar y tras él fueron otros, y al fin no le pagaba casi nadie. Paula que había dominado a dos curas, y estaba dispuesta a dominar el mundo, no podía con su marido. «Lo que tú quieras, tienes razón», decía él, y a la media hora volvía a las andadas. Si ella se irritaba, se le acababa a él lo que llamaba la paciencia, y una vez en el terreno de la fuerza el artillero vencía siempre; fuerte era como un roble Paula, pero Francisco había sido el más arrogante mozo de nuestro ejército, y tenía músculos de oso. Había nacido en lo más alto de la montaña y hasta los veinte años había servido en los Puertos, cuidando ganado. Cuando la pobreza llamó a las puertas, y Paula se decidió a dejar su comercio, De Pas decretó dedicar los pocos cuartos que sacaron libres a la industria ganadera. Tomó vacas en parcería y se fue con su mujer y su hijo a su pueblo, a vivir del pastoreo, en los más empinados vericuetos. Allí pasó la niñez y llegó a la adolescencia Fermín, a quien su madre había deseado hacer clérigo. -«Pastor y vaquero ha de ser, como su abuelo y como su padre», gritaba el licenciado cada vez que la madre hablaba de mandar al niño a aprender latín con el cura de Matalerejo. El comercio de ganado no fue mejor que el de vino. A Francisco se le ocurrió que él había sido siempre un gran tirador; se consagró a la caza y perseguía corzos, jabalíes, y hasta con el oso, las pocas veces que se le presentaba, se atrevía. Una tarde de invierno vio Paula llegar a la aldea cuatro hombres que conducían a hombros el cuerpo destrozado de su marido en unas angarillas improvisadas con ramas de roble. Había caído de lo alto de una peña abrazado a la osa mal herida que perseguían los vaqueros hacía una semana. Murió con gloria el artillero, pero su viuda se encontró abrumada de trampas, de deudas y para sarcasmo de la suerte, dueña de créditos sin fin que no se cobrarían jamás. Volvió a Matalerejo, después de perder por embargo cuanto tenía. Llevaba aquellos papeles inútiles y el hijo que había de ser clérigo. Era Fermín ya un mozalbete como un castillo; sus 15 años parecían veinte; pero Paula hacía de él cuanto quería, le manejaba mejor que a su padre. Le hizo estudiar latín con el cura, el mismo que había dado la dote perdida por el difunto. Había que adelantar tiempo y Fermín lo adelantó; estudiaba por cuatro y trabajaba en los quehaceres domésticos de la Rectoral; cuidaba la huerta además y así ganaba comida y enseñanza. Iba a dormir a la cabaña de su madre, que a la boca de una mina había levantado cuatro tablas, para instalar una taberna. Los gastos del nuevo comercio, que no subieron a mucho, corrieron aún por cuenta del párroco, quien hizo el desinteresado más por caridad que por miedo. Ya no temía lo que pudiera decir Paula ni ella creía tampoco en la fuerza del arma con que en un tiempo había amenazado terrible, cruel y fría.

La taberna prosperaba. Los mineros la encontraban al salir a la claridad y allí, sin dar otro paso, apagaban la sed y el hambre, y la pasión del juego que dominaba a casi todos. Detrás de unas tablas, que dejaban pasar las blasfemias y el ruido del dinero, estudiaba en las noches de invierno interminables el hijo del cura, como le llamaban cínicamente los obreros, delante de su madre, no en presencia de Fermín, que había probado a muchos que el estudio no le había debilitado los brazos. El espectáculo de la ignorancia, del vicio y del embrutecimiento le repugnaba hasta darle náuseas y se arrojaba con fervor en la sincera piedad, y devoraba los libros y ansiaba lo mismo que para él quería su madre: el seminario, la sotana, que era la toga del hombre libre, la que le podría arrancar de la esclavitud a que se vería condenado con todos aquellos miserables si no le llevaban sus esfuerzos a otra vida mejor, una digna del vuelo de su ambición y de los instintos que despertaban en su espíritu. Paula padeció mucho en esta época; la ganancia era segura y muy superior a lo que pudieran pensar los que no la veían a ella explotar los brutales apetitos, ciegos, y nada escogidos de aquella turba de las minas; pero su oficio tenía los peligros del domador de fieras; todos los días, todas las noches había en la taberna pendencias, brillaban las navajas, volaban por el aire los bancos. La energía de Paula se ejercitaba en calmar aquel oleaje de pasiones brutales, y con más ahínco en obligar al que rompía algo a pagarlo y a buen precio. También ponía en la cuenta, a su modo, el perjuicio del escándalo. A veces quería Fermín ayudarla, intervenir con sus puños en las escenas trágicas de la taberna, pero su madre se lo prohibía:

-Tú a estudiar, tú vas a ser cura y no debes ver sangre. Si te ven entre estos ladrones, creerán que eres uno de ellos.

Fermín, por respeto y por asco obedecía, y cuando el estrépito era horrísono, tapaba los oídos y procuraba enfrascarse en el trabajo hasta olvidar lo que pasaba detrás de aquellas tablas, en la taberna. Algo más que las reyertas entre los parroquianos ocultaba Paula a su hijo. Aunque ya no era joven, su cuerpo fuerte, su piel tersa y blanca, sus brazos fornidos, sus caderas exuberantes excitaban la lujuria de aquellos miserables que vivían en tinieblas. «La Muerta es un buen bocado», se decía en las minas. La llamaban la Muerta por su blancura pálida; y creyendo fácil aquella conquista, muchos borrachos se arrojaban sobre ella como sobre una presa; pero Paula los recibía a puñadas, a patadas, a palos; más de un vaso rompió en la cabeza de una fiera de las cuevas y tuvo el valor de cobrárselo. Estos ataques de la lujuria animal solían ser a las altas horas de la noche, cuando el enamorado salvaje se eternizaba sobre su banco, para esperar la soledad. Fermín estudiaba o dormía. Paula cerraba la puerta de la calle, porque la autoridad le obligaba a ello. No despedía al borracho, aunque conocía su propósito, porque mientras estaba allí hacía consumo, suprema aspiración de Paula. Y entonces empezaba la lucha. Ella se defendía en silencio. Aunque él gritase, Fermín no acudía; pensaba que era una riña entre mineros. Además, le temían unos por fuerte, otros por hijo, y procuraban vencer sin que él se enterase. Pero nunca vencían. A lo sumo un abrazo furtivo, un beso como un rasguño. Nada. Paula despreciaba aquella baba. Más asco le daba barrer las inmundicias que dejaban allí aquellos osos de la cueva.

Todo por su hijo; por ganar para pagarle la carrera, lo quería teólogo, nada de misa y olla. Allí estaba ella para barrer hacia la calle aquel lodo que entraba todos los días por la puerta de la taberna; a ella la manchaba, pero a él no; él allá dentro con Dios y los santos, bebiendo en los libros de la ciencia que le había de hacer señor; y su madre allí fuera, manejando inmundicia entre la que iba recogiendo ochavo a ochavo el porvenir de su hijo; el de ella, también, pues estaba segura de que llegaría a ser una señora. Allá en la Montaña, en cuanto Fermín había aprendido a leer y escribir, le había obligado a enseñarle a ella su ciencia. Leía y escribía. En la taberna, entre tantas blasfemias, entre los aullidos de borrachos y jugadores, ella devoraba libros, que pedía al cura.

Más de una vez la guardia civil tuvo que visitarla y cada poco tiempo iba a la cabeza del partido a declarar en causa por lesiones o hurto.

El cura, Fermín, y hasta los guardias, que estimaban su honradez, la habían aconsejado en muchas ocasiones que dejase aquel tráfico repugnante; ¿no la aburría pasar la vida entre borrachos y jugadores que se convertían tan a menudo en asesinos?

«¡No, no y no!». Que la dejasen a ella. Estaba haciendo bolsón sin que nadie lo sospechase... En cualquier otra industria que emprendiese, con sus pocos recursos, no podría ganar la décima parte de lo que iba ganando allí. Los mineros salían de la obscuridad con el bolsillo repleto, la sed y el hambre excitadas; pagaban bien, derrochaban y comían y bebían veneno barato en calidad de vino y manjares buenos y caros. En la taberna de Paula todo era falsificado; ella compraba lo peor de lo peor y los borrachos lo comían y bebían sin saber lo que tragaban, y los jugadores sin mirarlo siquiera, fija el alma en los naipes.

El consumo era mucho, la ganancia en cada artículo considerable. Por eso no había prendido ya fuego a la taberna con todos los ladrones dentro.

No dejó el tráfico hasta que los estudios y la edad de Fermín lo exigieron. Hubo que dejar el país y por recomendaciones del párroco de Matalerejo, Paula fue a servir de ama de llaves al cura de La Virgen del Camino, a una legua de León, en un páramo. Fermín, también por influencia de Matalerejo (el cura), y del párroco de la Virgen del Camino, entró en San Marcos de León en el colegio de los Jesuitas, que pocos años antes se habían instalado en las orillas del Bernesga. El muchacho resistió todas las pruebas a que los PP. le sometieron; demostró bien pronto gran talento, sagacidad, vocación, y el P. Rector llegó a decir que aquel chico había nacido jesuita. Paula callaba, pero estaba resuelta a sacar de allí a su hijo en tiempo oportuno, cuando ella pudiera asegurarle un porvenir fuera de aquella santa casa. No le quería jesuita. Le quería canónigo, obispo, quién sabe cuántas cosas más. Él hablaba de misiones en el Oriente, de tribus, de los mártires del Japón, de imitar su ejemplo; leía a su madre, con los ojos brillantes de entusiasmo, los periódicos que hablaban de los peligros del P. Sevillano, de la compañía, allá en tierra de salvajes. Paula sonreía y callaba. ¡Bueno estaría que después de tantos sacrificios el hijo se le convirtiera en mártir! Nada, nada de locuras; ni siquiera la locura de la cruz. En el Santuario de la Virgen del Camino se maneja mucha plata el día que se abre el tesoro de la Virgen, en presencia de la Autoridad civil; pero el cura es pobre. Paula veía pasar por sus manos los duros y las pesetas, pero aquello era como agua del mar para el sediento; no sacaba nada en limpio de revolver trigo y plata de la milagrosa Imagen. Su fama de perfecta ama de cura corrió por toda la provincia; el párroco de la Virgen tenía la imprudencia de alabar su talento culinario, su despacho, su integridad, su pulcritud, su piedad y demás cualidades delante de otros clérigos, a la mesa, después de comer bien y beber mejor. Cundió la fama de Paula, y un canónigo de Astorga se la arrebató al cura de la Virgen. Fue una traición y Paula una ingrata. Sin embargo, el canónigo era un santo, la traición no había sido suya. Don Fortunato Camoirán no era capaz de traiciones. Le propusieron un ama de llaves y la aceptó, sin sospechar que a los pocos meses sería él su esclavo.

Nada convenía a Paula como un amo santo. Al año de servir al canónigo Camoirán se vanagloriaba de haberle salvado varias veces de la bancarrota: sin ella hubiera tirado la casa por la ventana: todo hubiera sido de los pobres y de los tunantes y holgazanes que le saqueaban con la ganzúa de la caridad. Paula puso en orden todo aquello. Camoirán se lo agradeció y siguió dando limosna a hurtadillas, pero poca; lo que podía sisar al ama. Era el canónigo incapaz de gobernarse en las necesidades premiosas de la vida, no entendía palabra de los intereses del mundo, y al poco tiempo llegó a comprender que Paula era sus ojos, sus manos, sus oídos, hasta su sentido común. Sin Paula acaso, acaso le hubieran llevado a un hospital por loco y pobre.

Aquel imperio fue el más tiránico que ejerció en su vida el ama de llaves. Lo aprovechó para la carrera de Fermín: el canónigo comprendió que debía mirar al estudiante como a cosa suya; si Paula le consagraba la vida a él, él debía consagrar sus cuidados y su dinero y su influencia al hijo de Paula. Además, el mozo le enamoraba también; era tan discreto, tan sagaz como su madre y más amable, más suave en el trato. Pero había que sacarle de San Marcos; lo aseguraba Paula, el mozo lo deseaba, y sobre todo la salud quebrantada del aprendiz de jesuita lo exigía. Se le sacó y entró en el Seminario, a terminar la teología. Fue presbítero, y obtuvo un economato de los buenos, y fue llamado a predicar en San Isidro de León, y en Astorga, y en Villafranca y donde quiera que el canónigo Camoirán, famoso ya por su piedad, tenía influencia. Cuando a Fortunato le ofrecieron el obispado de Vetusta, él vaciló; mejor dicho, se propuso pedir de rodillas que le dejaran en paz: pero Paula le amenazó con abandonarle. -«¡Eso era absurdo!». Solo ya no podría vivir. «No por usted, señor; por el chico es necesario aceptar». -«Acaso tenía razón». Camoirán aceptó por el chico... y fueron todos a Vetusta. Pero allí se le buscó al Obispo una ama de llaves y Paula siguió ejerciendo desde su casa sus funciones de suprema inspección. Fermín fue medrando, medrando; el muchacho valía, pero más valía su madre. Ella le había hecho hombre, es decir, cura; ella le había hecho niño mimado de un Obispo, ella le había empujado para llegar adonde había subido, y ella ganaba lo que ganaba, podía lo que podía... ¡y él era un ingrato!

A esta conclusión llegaba el Magistral aquella noche, en que, después de larga conversación con su madre, se encerró en su despacho a repasar en la memoria todo lo que él sabía de los sacrificios que aquella mujer fuerte había emprendido y realizado por él, porque él subiera, porque dominase y ganara riquezas y honores.

-«¡Sí, era un ingrato! ¡un ingrato!» y el amor filial le arrancaba dos lágrimas de fuego que enjugaba, sorprendido de sentir humedad en aquellas fuentes secas por tantos años.

«¿Cómo lloraba él? ¡Cosa más rara! ¿Sería el alcohol la causa de aquel llanto? Acaso. ¿Sería... lo que había sucedido aquel día? Tal vez todo mezclado. Oh, pero también, también el amor que él tenía a su madre era cosa tierna, grande, digna, que le elevaba a sus propios ojos».

Abrió el balcón del despacho de par en par. Ya había salido la luna, que parecía ir rodando sobre el tejado de enfrente. La calle estaba desierta, la noche fresca; se respiraba bien; los rayos pálidos de la luna y los soplos suaves del aire le parecieron caricias. «¡Qué cosas tan nuevas, o mejor tan antiguas, tan antiguas y tan olvidadas estaba sintiendo! Oh, para él no era nuevo, no, sentir oprimido el pecho al mirar la luna, al escuchar los silencios de la noche; así había él empezado a ponerse enfermucho, allá en los Jesuitas: pero entonces sus anhelos eran vagos y ahora no; ahora anhelaba... tampoco se atrevía a pedir claridad y precisión a sus deseos... Pero ya no eran tristezas místicas, ansiedades de filósofo atado a un teólogo lo que le angustiaba y producía aquel dulce dolor que parecía una perezosa dilatación de las fibras más hondas...». La sonrisa de la Regenta se le presentó unida a la boca, a las mejillas, a los ojos que la dieran vida... y recordó una a una todas las veces que le había sonreído. En los libros aquello se llamaba estar enamorado platónicamente; pero él no creía en palabras. No; estaba seguro que aquello no era amor. El mundo entero, y su madre con todo el mundo, pensaban groseramente al calificar de pecaminosa aquella amistad inocente. ¡Si sabría él lo que era bueno y lo que era malo! Su madre le quería mucho, a ella se lo debía todo, ya se sabe, pero... no sabía ella sentir con suavidad, no entendía de afectos finos, sublimes... había que perdonarla. Sí, pero él necesitaba amor más blando que el de doña Paula... más íntimo, de más fácil comunión por razón de la edad, de la educación, de los gustos... Él, aunque viviera con su madre querida, no tenía hogar, hogar suyo, y eso debía ser la dicha suprema de las almas serias, de las almas que pretendían merecer el nombre de grandes. Le faltaba compañía en el mundo; era indudable.

De una casa de la misma calle, por un balcón abierto, salían las notas dulces, lánguidas, perezosas de un violín que tocaban manos expertas. Se trataba de motivos del tercer acto del Fausto. El Magistral no conocía la música, no podía asociarla a las escenas a que correspondía, pero comprendía que se hablaba de amor. El oír con deleite, como oía, aquella música insinuante, ya era molicie, ya era placer sensual, peligroso: pero... ¡decía tan bien aquel violín las cosas raras que estaba sintiendo él!

De repente se acordó de sus treinta y cinco años, de la vida estéril que había tenido, fecunda sólo en sobresaltos y remordimientos, cada vez menos punzantes, pero más soporíferos para el espíritu. Se tuvo una lástima tiernísima; y mientras el violín gemía diciendo a su modo:


 Al palido chiaror   
che vien degli astri d'or   
dami ancor contemplar il tuo viso... 

-511- el Magistral lloraba para dentro, mirando a la luna a través de unas telarañas de hilos de lágrimas que le inundaban los ojos... Mirábala ni más ni menos como decía Trifón Cármenes en El Lábaro que la contemplaba él, todos los jueves y domingos, los días de folletín literario.

«¡Medrados estamos!» pensó don Fermín al dar en idea tan extravagante. Y entonces volvió a ocurrírsele que en aquel sentimentalismo de última hora debía de tener gran parte la copa de cognac, o lo que fuese.

Abajo era día de cuentas. Muy a menudo se las tomaba doña Paula al buen Froilán Zapico, el propietario de La Cruz Roja ante el público y el derecho mercantil. Froilán era un esclavo blanco de doña Paula; a ella se lo debía todo, hasta el no haber ido a presidio; le tenía agarrado, como ella decía, por todas partes y por eso le dejaba figurar como dueño del comercio, sin miedo de una traición. Le llamaba de tú y muchas veces animal y pillastre. Él sonreía, fumaba su pipa, siempre pegada a la boca, y decía con una calma de filósofo cínico: «Cosas del alma». Vestía de levita, y hasta usaba guantes negros en las procesiones. Tenía que parecer un señor para dar aire de verosimilitud a su propiedad de La Cruz Roja, el comercio más próspero de Vetusta, el único en su género, desde que el mísero de don Santos Barinaga se había ido arruinando.

Doña Paula había casado a Froilán con una criada de las que ella tomaba en la aldea, una de las que habían precedido a Teresa en sus funciones de doncella cerca del señorito. Había dormido como Teresa ahora, a cuatro pasos del Magistral.

Este matrimonio era una recompensa para Juana, la mujer de Froilán. Zapico oyó la proposición de su ama con aire socarrón. Creía comprender. Pero él era muy filósofo: no se paraba en ciertos requisitos que otros miran mucho. El ama, al proponerle el matrimonio, había pensado: «Esto es algo fuerte; pero ¡ay de él si se subleva!». Froilán no se sublevó. Juana era muy buena moza y sabía cuidar a un hombre. Se casó Zapico, y al día siguiente de la boda, doña Paula, que le miraba de soslayo, con un gesto de desconfianza, tal vez algo arrepentida «de haber estirado mucho la cuerda» observó que el novio estaba muy contento, muy amable con ella, y hecho un almíbar con su mujer.

«Gordas las tragas, Froilán, eres un valiente», pensaba ella admirándole y despreciándole al mismo tiempo.

Y él sonreía con más socarronería que nunca.

«Buen chasco se había llevado la señora; si ella supiera...» pensaba él fumando su pipa. Pero es claro que jamás dijo a doña Paula el secreto de aquella noche en que hubo sorpresas muy diferentes de las que suponía la señora.

Era el único secreto que había entre ama y esclavo; la única mala pasada que ella le había querido jugar... Y como tampoco había tenido mal resultado, sino muy beneficioso para Zapico, este seguía estimando a doña Paula. Ella, al verle tan contento, nada resentido, rabiaba por atreverse a preguntar; y él, muy satisfecho con el engaño del ama que había sido en su provecho, rabiaba por decir algo; pero los dos callaban. No había más que ciertas miradas mutuas que ambos sorprendían a veces. Se encontraban a menudo cavando cada cual con los ojos en el rostro del otro para encontrar el secreto... Pero nada de palabras. Doña Paula encogía los hombros y Froilán reía pasando la mano por las barbas de puerco-espín que tenía debajo del mentón afeitado.

Allí lo serio era el dinero. Las cuentas siempre ajustadas, limpias. Froilán era fiel por conveniencia y por miedo. En aquella casa el recuento de la moneda era un culto. Desde niño se había acostumbrado don Fermín a la seriedad religiosa con que se trataban los asuntos de dinero, y al respeto supersticioso con que se manejaba el oro y la plata. Allá abajo, en la trastienda de La Cruz Roja, a la que no se pasaba, desde la casa del Magistral por sótanos, como suponía la maledicencia, sino por ancha puerta abierta en la medianería en el piso terreno, doña Paula, subida a una plataforma, ante un pupitre verde, repasaba los libros del comercio y en serones de esparto y bolsas grasientas contaba y recontaba el oro, la plata y el cobre o el bronce que Froilán iba entregándole, en pie, en una grada de la plataforma, más baja que la mesa en que el ama repasaba los libros. Parecía ella una sacerdotisa y él un acólito de aquel culto platónico. El mismo don Fermín, las veces que presenciaba aquellas ceremonias, sentía un vago respeto supersticioso, sobre todo si contemplaba el rostro de su madre, más pálido entonces, algo parecido a una estatua de marfil, la de una Minerva amarilla, la Palas Atenea de la Crusología.

Aquella noche el Magistral no quiso complacer a su madre bajando a la trastienda, le daba asco; imaginaba que abajo había un gran foco de podredumbre, aguas sucias estancadas. Oía vagos rumores lejanos del chocar de los cuartos viejos, de la plata y del oro, de cristalino timbre. Aquellos ruidos apagados por la distancia subían por el hueco de la escalera, en el silencio profundo de toda la casa. El violín volvió a rasgar el silencio de fuera con notas temblorosas, que parecían titilar como las estrellas. Ya no se trataba de las ansias amorosas de Fausto en la mirada casta y pura de Margarita; ahora el instrumentista arrastraba perezosamente por las cuerdas del violín los quejidos de la Traviata momentos antes de morir.

El Magistral vio aparecer por una esquina de la calle un bulto que se acercaba con paso vacilante, y que caminaba ya por la acera, ya por el arroyo. Era don Santos Barinaga, que volvía a su casa, -tres puertas más arriba de la del Magistral, en la acera de enfrente-. De Pas no le conoció hasta que le vio debajo de su balcón. Pero antes, al pasar junto a la casa donde sonaba el violín, Barinaga, que venía hablando solo, se detuvo y calló. Se quitó el sombrero, que era verde, de figura de cono truncado, y alzando la cabeza escuchó con aire de inteligente. De vez en cuando hacía signos de aprobación... «Conocía aquello; era la Traviata o el Miserere del Trovador, pero en fin cosa buena».

«Perfecta... mente», dijo en voz alta; que sea muy enhorabuena, Agustinito... eso... eso... el cultivo de las artes... nada de comercio... en esta tierra de ladrones. ¿Eh...?

«Es el hijo del cerero», añadió mirando a un lado, hacia el suelo; como contándoselo a otro que estuviese junto a él y más bajo. El violín calló y don Santos dio media vuelta, como buscando las notas que se habían extinguido. Entonces vio frente por frente, iluminado por un farol, un rótulo de letras doradas que decía: «La Cruz Roja».

Barinaga se cubrió, dio una palmada en la copa del sombrero verde y extendiendo un brazo, mientras se tambaleaba en mitad del arroyo, gritó: -¡Ladrones! Sí, señor -dijo en voz más baja-, no retiro una sola palabra... ladrones; usted y su madre señor Provisor... ¡ladrones!

Barinaga hablaba con el letrero de la tienda, pero el Magistral sintió brasas en las mejillas, y antes que pudiera notar su presencia el vecino, se retiró del balcón y sin el menor ruido, poco a poco, entornó las vidrieras hasta no dejar más que un intersticio por donde ver y oír sin ser visto. Para mayor seguridad bajó la luz del quinqué y lo metió en la alcoba. Volvió al balcón, a espiar las palabras y los movimientos de aquel borracho a quien despreciaba todo el año y que aquella noche, sin que él supiera por qué, le asustaba y le irritaba. Otras veces, a la misma hora, le había sentido en la calle murmurar imprecaciones, mientras él velaba trabajando; pero nunca había querido levantarse para oír las necedades de aquel perdido. Bien sabía que les atribuía a él y a su madre la ruina del comercio de quincalla de que vivía; pero ¿quién hacía caso de un miserable, víctima del aguardiente?

Barinaga seguía diciendo:

-Sí, señor Provisor, es usted un ladrón, y un simoniaco, como le llama a usted el señor Foja... que es un liberal... eso es, un liberal probado...

Y como «La Cruz Roja» no respondía, don Santos dirigiéndose a su propia sombra que se le iba subiendo a las barbas, según se acercaba a la puerta cerrada del comercio, tomándola por el mismísimo señor De Pas, le dijo:

-¡Señor obscurantista! ¡apaga luces!... usted ha arruinado a mi familia... usted me ha hecho a mí hereje... masón, sí, señor, ahora soy masón... por vengarme... por... ¡abajo la clerigalla!

Esto lo dijo bastante alto para que lo oyese el sereno, que daba vuelta a la esquina. El borracho sintió en los ojos la claridad viva y desvergonzada de un ángulo de luz que brotaba de la linterna de Pepe, su buen amigo.

El sereno, aquel Pepe, conoció a don Santos y se acercó sin acelerar el paso.

-Buenas noches, amigo; tú eres un hombre honrado... y te aprecio... pero este carcunda, este comehostias, este rapa-velas, este maldito tirano de la Iglesia, este Provisor... es un ladrón, y lo sostengo... Toma un pitillo.

Tomó el pitillo Pepe, escondió la linterna, arrimó a la pared el chuzo y dijo con voz grave:

-Don Santos, ya es hora de acostarse; ¿quiere que abra la puerta?

-¿Qué puerta?

-La de su casa...

-Yo no tengo ya casa... yo soy un pordiosero... ¿no lo ves? ¿no ves qué pantalones, qué levita?... Y mi hija... es una mala pécora... también me la han robado los curas, pero no ha sido este... Este me ha robado la parroquia... me ha arruinado... y don Custodio me roba el amor de mi hija... Yo no tengo familia... Yo no tengo hogar... ni tengo puchero a la lumbre... ¡Y dicen que bebo!... ¿qué he de hacer, Pepe?... Si no fuera por ti... por ti y por el aguardiente... ¿qué sería de este anciano?...

-Vamos, don Santos, vamos a casa...

-Te digo que no tengo casa... déjame... hoy tengo que hacer aquí... Vete, vete tú... Es un secreto... ellos creen... que no se sabe... pero yo lo sé... yo les espío... yo les oigo... Vete... no me preguntes... vete...

-Pero no hay que alborotar, don Santos; porque ya se han quejado de usted los vecinos... y yo... qué quiere usted...

-Sí, tú... es claro, como soy un pobre... Vete, déjame con esta ralea de bandidos... o te rompo el chuzo en la cabeza.

El sereno cantó la hora y siguió adelante.

Don Santos le convidaba a veces a echar una copa... ¿qué había de hacer? Además, no solía alborotar demasiado.

Quedó solo Barinaga en la calle, y el Magistral arriba, detrás de las vidrieras entreabiertas, sin perder de vista al que ya llamaba para sus adentros su víctima...

Don Santos volvió a su monólogo, interrumpido por entorpecimientos del estómago y por las dificultades de la lengua.

-¡Miserables! -decía con voz patética, de bajo profundo- ¡miserables!... ¡Ministro de Dios!... ¡ministro de un cuerno!... El ministro soy yo, yo, Santos Barinaga, honrado comerciante... que no hago la forzosa a nadie... que no robo el pan a nadie... que no obligo a los curas de toda la diócesis... eso, eso, a comprar en mi tienda cálices, patenas, vinajeras, casullas, lámparas (iba contando por los dedos, que encontraba con dificultad), y demás, con otros artículos... como aras; sí señor ¡que nos oigan los sordos, señor Magistral! usted ha hecho renovar las aras de todas las iglesias del obispado... y yo que lo supe... adquirí una gran partida de ellas..., porque creí que era usted... una persona decente... un cristiano... ¡Buen cristiano te dé Dios! ¡Jesús... que era un gran liberal, como el señor Foja... eso es... un republicano... no vendía aras... y arrojaba a los mercaderes del templo!... Total, que estoy empeñado, embargado, desvalijado... y usted ha vendido cientos de aras al precio que ha querido... ¡se sabe todo, todo, señor apaga-luces... don Simón el Mago... Torquemada... Calomarde!... ¿Ven ustedes este santurrón? pues hasta vende hostias... y cera... ha arruinado también al cerero... Y papel pintado... Él mismo ha hecho empapelar el Santuario de Palomares... que lo diga la sociedad de Mareantes de aquel puerto... si es un ladrón... si lo tengo dicho... un ladrón, un Felipe segundo... Óigalo usted, ¡so pillo! yo no tengo esta noche qué cenar... no habrá lumbre en mi cocina... pediré una taza de té... y mi hija me dará un rosario... ¡Sois unos miserables!... (Pausa.) ¡Vaya un siglo de las luces! (señalando al farol) me río yo... de las luces... ¿para qué quiero yo faroles si no cuelgan de ellos a los ladrones?... ¡Rayos y truenos! ¿y esa revolución?... ¡el petróleo!... ¡venga petróleo!...

Calló un momento el borracho, y a tropezones llegó a la puerta de La Cruz Roja. Aplicó el oído al agujero de una cerradura, y después de escuchar con atención, rió con lo que llaman en las comedias risa sardónica.

-¡Ja, ja, ja! -venía a decir, con la garganta y las narices-... ¡Ya están dándole vueltas!... Allá dentro, bien os oigo, miserables, no os ocultéis... bien os oigo repartiros mi dinero, ladrones; ese oro es mío; esa plata es del cerero... ¡Venga mi dinero, señora doña Paula... venga mi dinero, caballero De Pas, o somos caballeros o no... mi dinero es mío! ¿Digo, me parece? ¡Pues venga!

Volvió a callar y a aplicar el oído a la cerradura.

El Magistral abrió el balcón sin ruido y se inclinó sobre la barandilla para ver a don Santos.

-¿Oirá algo? Parece imposible...

Y volviendo la cabeza hacia el interior obscuro y silencioso de la casa escuchó también con atención profunda... Sí, él oía algo... era el choque de las monedas, pero el ruido era confuso, podía conocerse sabiendo antes que estaban contando dinero... pero desde la calle no debía de oírse nada... era imposible... Mas la idea de que la alucinación del borracho coincidiese con la realidad le disgustaba más todavía, le asustaba, con un miedo supersticioso...

-¡Esos miserables tienen ahí toda la moneda de la diócesis!... Y todo eso es mío y del cerero... ¡Ladrones!... Caballero Magistral, entendámonos; usted predica una religión de paz... pues bien, ese dinero es mío...

Se irguió don Santos; volvió a descargar una palmada sobre el sombrero verde, y extendiendo una mano y dando un paso atrás, exclamó:

-Nada de violencias... ¡Ábrase a la justicia! ¡En nombre de la ley, abajo esa puerta!

-¡Señor don Santos, a la cama! -dijo el sereno, ya de vuelta-. No puedo consentir que usted siga escandalizando...

-Abra usted esa puerta, derríbela usted, señor Pepe. Usted representa la ley... pues bien... ahí están contando mi dinero.

-Ea, ea, don Santos basta de desatinos.

Y le cogió por un brazo, para llevárselo por fuerza.

-Porque soy pobre... ¡ingrato! -dijo Barinaga cayendo en profundo desaliento.

Se dejó arrastrar.

El Magistral, desde su balcón, escondido en la obscuridad, los siguió con la mirada, sin alentar, olvidado del mundo entero menos de aquel don Santos Barinaga que le había estado arrojando lodo al rostro, desde el charco de su embriaguez lastimosa.

Don Fermín estaba como aterrado, pendiente el alma de los vaivenes de aquel borracho, de las palabras que más eructaba que decía: «¿Podía una copa de cognac, una comida algo fuerte, un poco de Burdeos, producir aquella irritación en la conciencia, en el cerebro o donde fuera?». No lo sabía, pero jamás la presencia de una de sus víctimas le había causado aquellos escalofríos trágicos que se le paseaban ahora por el cuerpo. Se figuraba la tienda vacía, los anaqueles desiertos, mostrando su fondo de color de chocolate, como nichos preparados para sus muertos... Y veía el hogar frío, sin una chispa entre la ceniza... ¡Quién pudiera enviarle a aquel pobre viejo la taza de té por que suspiraba en su extravío; o caldo caliente... algo de lo que sirve a los enfermos y a los ancianos en sus desfallecimientos!

Don Santos y el sereno llegaron, después de buen rato, a la puerta de la tienda de Barinaga, que era también entrada de la casa. El Magistral oyó retumbar los golpes del chuzo contra la madera. No abrían. Al Provisor le consumía la impaciencia. «¿Se habrá dormido esa beatuela?», pensó.

A sus oídos llegaban confusas y con resonancia metálica las palabras del sereno y de Barinaga; parecía que hablaban un idioma extraño.

Repitió Pepe los golpes, y al cabo de dos minutos se abrió un balcón y una voz agria dijo desde arriba.

-¡Ahí va la llave!

El balcón se cerró con estrépito. Entró don Santos en la tienda, que era como el Magistral se la había representado, y dejándose alumbrar por el sereno atravesó el triste almacén donde retumbaban los pasos como bajo una bóveda, y subió la escalera lentamente, respirando con fatiga. El sereno salió, después de entregar la llave al amo de la casa. Cerró de un golpe y se fue calle arriba. Obscuridad y silencio. El Magistral abrió entonces su balcón de par en par y tendió el cuerpo sobre la barandilla, hacia la casa de Barinaga, pretendiendo oír algo.

Al principio parecía aprensión lo que oía, como si sonara dentro del cerebro... pero después, cuando se vio luz detrás de los cristales, el Magistral pudo asegurar que allí dentro reñían, arrojaban algo sobre el piso de madera...

Celestina, la hija de Barinaga, era una beata ofidiana, confesaba con don Custodio y trataba a su padre como a un leproso que causa horror. El bando del Arcediano y del beneficiado había querido sacar gran partido de la situación del infeliz don Santos para combatir al Magistral; para ello conquistaron a Celestina; pero Celestina no pudo conquistar a su padre. Bebía el señor Barinaga y en esto ya no se podía culpar de su miseria al Provisor. «Es claro, dirían los partidarios de don Fermín, todo lo gasta en aguardiente, está siempre borracho y espanta la parroquia ¿cómo se quiere que el clero consuma los géneros de un perdido... que además es un hereje? Esta era otra triste gracia. A pesar de las amonestaciones y malos tratos de su hija, Barinaga no había querido pasarse al partido contrario; se había hecho libre-pensador y renegaba de todo el culto y de todo el clero. -Nada, nada; repetía, todos son iguales; lo que dice don Pompeyo Guimarán; el mal está en la raíz; ¡fuego en la raíz! ¡abajo la clerigalla!». Y cuanto más borracho, más de raíz quería cortar. En vano su hija le daba tormento doméstico para convertirle. Sólo conseguía hacerle llorar desesperado, como el infeliz rey Lear, o que montase en cólera y le arrojase a la cabeza algún trasto. Ella pasaba plaza de mártir, pero el mártir era él.

Como don Santos había sospechado, Celestina no quiso darle té, ni tila, ni nada; no había nada. No había fuego, ni eran aquellas horas... Hubo gritos, llantos y trastos por el aire. El Magistral, gracias al silencio de la noche, oía vagos rumores de la reyerta, que se alargaba, como si no hubiera sueño en el mundo. A él se le cerraban los ojos, pero no sabía qué fuerza le clavaba al balcón...

Aborrecía en aquel momento a Celestina. Recordó que era la joven que había visto días antes a los pies de don Custodio junto a un confesonario del trasaltar. Aquella tarde no la había reconocido. Tenía facha de sabandija de sacristía... de cualquier cosa.

Los rumores continuaban. De vez en cuando se oía el ruido de un golpe seco. Detrás de la vidriera iluminada pasaba de tarde en tarde un cuerpo obscuro.

El sereno cantó las doce a lo lejos.

Poco después cesó el ruido apagado y confuso de voces.

El Magistral esperó. No volvió el rumor. «Ya no reñían».

La claridad de la vidriera desapareció de repente.

El Magistral siguió espiando el silencio. Nada; ni voces ni luz.

El sereno volvió a cantar las doce... más lejos.

De Pas respiró con fuerza y dijo entre dientes:

-¡Ya estará durmiéndola!

Y se oyó el ruido discreto de un balcón que se cierra con miedo de turbar el silencio de la noche.

Pisando quedo, entró don Fermín en su alcoba.

Detrás del tabique oyó el crujir de las hojas de maíz del jergón en que dormía Teresa, y después un suspiro estrepitoso.

El Magistral encogió los hombros y se sentó en el lecho.

«Las doce, había dicho el sereno, ¡ya era mañana! es decir, ya era hoy; dentro de ocho horas la Regenta estaría a sus pies confesando culpas que había olvidado el otro día».

-¡Sus pecados! -dijo a media voz el Provisor, con los ojos clavados en la llama del quinqué- ¡si yo tuviese que confesarle los míos!... ¡Qué asco le darían!

Y dentro del cerebro, como martillazos, oía aquellos gritos de don Santos:

«¡Ladrón... ladrón... rapavelas!».



FIN DE LA PRIMERA PARTE