La Protectora y la Libertadora


(Monografías históricas)


I - Doña Rosa Campusano

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Tendría yo el tradicionista de trece a catorce años; y era alumno en un colegio de instrucción preparatoria.

Entre mis condiscípulos había un niño de la misma edad, hijo único de don Juan Weniger, propietario de dos valiosos almacenes de calzado en la calle de Plateros de San Agustín. Alejandro, que así se llamaba mi colega, excelente muchacho que, corriendo los tiempos, murió en la clase de capitán en una de nuestras desastrosas batallas civiles, simpatizaba mucho conmigo, y en los días festivos acostumbrábamos mataperrear juntos.

Alejandro era alumno interno y pasaba los domingos en casa de su padre, alemán huraño de carácter, y en cuyo domicilio, al que yo iba con frecuencia en busca del compañero, nunca vi ni sombra de faldas. En mi concepto, Alejandro era huérfano de madre.

Como en ningún colegio faltan espíritus precoces para la maledicencia, en una de esas frecuentes contiendas escolares trabose Alejandro de palabras con otro chico; y éste, con aire de quien lanza abrumadora injuria, le gritó: «¡Cállate, protector!». Alejandro, que era algo vigoroso, selló la boca de su adversario con tan rudo puñetazo que le rompió un diente.

Confieso que en mi frivolidad semi-infantil no paré mientes en la palabra, ni la estimé injuriosa. Verdad también que yo ignoraba su significación y alcance, y aun sospecho que a la mayoría de mis compañeros les pasó lo mismo.

-¡Protector! ¡Protector! -murmurábamos-. ¿Por qué se habrá afarolado tanto este muchacho?

La verdad era que por tal palabrita ninguno de nosotros habría hecho escupir sangre a un colega. En fin, cada cual tiene el genio que Dios le ha dado.

Una tarde me dijo Alejandro:

-Ven, quiero presentarte a mi madre.

Y en efecto. Me condujo a los altos del edificio en que está situada la Biblioteca Nacional, y cuyo director, que lo era por entonces el ilustre Vigil, concedía habitación gratuita a tres o cuatro familias que habían venido a menos.

En un departamento compuesto de dos cuartos vivía la madre de mi amigo. Era ella una señora que frisaba en los cincuenta, de muy simpática fisonomía, delgada, de mediana estatura, color casi alabastrino, ojos azules y expresivos, boca pequeña y mano delicada. Veinte años atrás debió haber sido mujer seductora por su belleza y gracia y trabucado el seso a muchos varones en ejercicio de su varonía.

Se apoyaba para andar en una muleta con pretensiones de bastón. Rengueaba ligeramente.

Su conversación era entretenida y no escasa de chistes limeños, si bien a veces me parecía presuntuosa por lo de rebuscar palabras cultas.

Tal era en 1846 ó 47, años en que la conocí, la mujer que en la crónica casera de la época de la independencia fue bautizada con el apodo de la Protectora, y cuya monografía voy a hacer a la ligera.

Rosita Campusano nació en Guayaquil en 1798. Aunque hija de familia que ocupaba modesta posición, sus padres se esmeraron en educarla, y a los quince años bailaba como una almea de Oriente, cantaba como una sirena y tocaba en el clavecín y en la vihuela todas las canciones del repertorio musical a la moda. Con estos atractivos, unidos al de su personal belleza y juventud, es claro que el número de sus enamorados tenía que ser como el de las estrellas, infinito.

La niña era ambiciosa y soñadora, con lo que está dicho que después de cumplidas las diez y ocho primaveras, prefirió el ser la esposa de un hombre pobre de fortuna que la amase con todo el amor del alma, ser la querida de un hombre opulento que por vanidad la estimase como valiosa joya. No quiso lucir percal y una flor en el peinado, sino vestir seda y terciopelo y deslumbrar con diadema de perlas y brillantes.

En 1817 llegó a Lima la Rosita en compañía de su amante, acaudalado español que barbeaba medio siglo, y cuyo goce era rodear a su querida de todos los esplendores del lujo y satisfacer sus caprichos y fantasías.

En breve los elegantes salones de la Campusano, en la calle de San Marcelo, fueron el centro de la juventud dorada. Los condes de la Vega del Ren y de San Juan de Lurigancho, el marqués de Villafuerte, el vizconde de San Donás y otros títulos partidarios de la revolución; Boqui, el caraqueño Cortínez, Sánchez Carrión, Mariátegui y muchos caracterizados conspiradores en favor de la causa de la independencia formaban la tertulia de Rosita, que con el entusiasmo febril con que las mujeres se apasionan de toda idea grandiosa, se hizo ardiente partidaria de la patria.

Desde que San Martín desembarcó en Pisco, doña Rosa, que a la sazón tenía por amante oficial al general don Domingo Tristán, entabló activa correspondencia con el egregio argentino. Tristán y La Mar, que era otro de los apasionados de la gentil dama, servían aún bajo la bandera del rey, y acaso tuvieron en presencia de la joven expansiones políticas que ella explotara en provecho de la causa de sus simpatías. Decíase también que el virrey La Serna quemaba el incienso del galanteo ante la linda guayaquileña, y que no pocos secretos planes de los realistas pasaron así desde la casa de doña Rosa hasta el campamento de los patriotas en Huaura.

Don Tomás Heres, prestigioso capitán del batallón Numancia, instado por dos de sus amigos, sacerdotes oratorianos, para afiliarse en la buena causa, se manifestaba irresoluto. Los encantos de doña Rosa acabaron de decidirlo, y el Numancia, fuerte de 900 plazas, pasó a incorporarse entre las tropas republicanas. La causa de España en el Perú quedó desde ese momento herida de muerte.

En una revolución que a principios de 1821 debió encabezar en la fortaleza del Callao el comandante del batallón Cantabria don Juan Santalla, fue doña Rosa la encargada de poner a este jefe en relación con los patriotas. Pero Santalla, que era un barbarote de tan hercúleo vigor que con sólo tres dedos doblaba un peso fuerte, se arrepintió en el momento preciso, y rompió con sus amigos, poniendo la trama en conocimiento del virrey, si bien tuvo la hidalguía de no denunciar a ninguno de los complicados.

San Martín, antagónico en esto a su ministro Monteagudo y al Libertador Bolívar, no dio en Lima motivo de escándalo por aventuras mujeriegas. Sus relaciones con la Campusano fueron de tapadillo. Jamás se le vio en público con su querida; pero como nada hay oculto bajo el sol, algo debió traslucirse, y la heroína quedó bautizada con el sobrenombre de la Protectora.

Organizada ya la Orden del Sol, San Martín, por decreto de 11 de enero de 1822, creó ciento doce caballeresas seglares y treinta y dos caballeresas monjas, escogidas entre las más notables de los trece monasterios de Lima. Entre las primeras se encontraron las condesas de San Isidro y de la Vega, y las marquesas de Torre-Tagle, Casa-Boza, Castellón y Casa Muñoz.

El viajero Stevenson, que fue secretario de lord Cochrane, y que como tal participaba del encono de su jefe contra San Martín, critica en el tomo III de su curiosa y entretenida obra, impresa en Londres en 1829, Historical and descriptive narrative of twenty years residence in South America, que el Protector hubiera investido a su favorita la Campusano con la banda bicolor (blanco y rojo), distintivo de las caballeresas. Esta banda llevaba en letras de oro la inscripción siguiente: Al patriotismo de las más sensibles. Paréceme que en los albores de la independencia la sensiblería estuvo muy a la moda.

Sin discurrir sobre la conveniencia o inconveniencia de la creación de una Orden antidemocrática, y atendiendo únicamente al hecho, encuentro injusta la crítica de Stevenson. Es seguro que a ninguna otra de las caballeresas debió la causa libertadora servicios de tanta magnitud como los prestados por doña Rosa. En la hora de la recompensa y de los honores, no era lícito agraviarla con ingrato olvido.

Con el alejamiento de San Martín de la vida pública se eclipsa también la estrella de doña Rosa Campusano. Con Bolívar debía lucir otro astro femenino.

Posteriormente, y cuando los años y acaso las decepciones habían —165→ marchitado a la mujer y traídola a condición estrecha de recursos para la vida, el Congreso del Perú asignó a la caballeresa de la Orden del Sol una modesta pensión.

La Protectora murió en Lima por los años de 1858 a 1860.


II - Doña Manuela Sáenz

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El puerto de Paita por los años de 1856, en que era yo contador a bordo de la corbeta de guerra Loa, no era, con toda la mansedumbre de su bahía y excelentes condiciones sanitarias, muy halagüeña estación naval para los oficiales de marina. La sociedad de familias con quienes relacionarse decorosamente era reducidísima. En cambio, para el burdo marinero Paita con su barrio de Maintope, habitado una puerta sí y otra también por proveedoras de hospitalidad (barata por el momento, pero carísima después por las consecuencias), era otro paraíso de Mahoma, complementado con los nauseabundos guisotes de la fonda o cocinería de don José Chepito, personaje de inmortal renombre en Paita.

De mí sé decir que rara vez desembarcaba, prefiriendo permanecer a bordo entretenido con un libro o con la charla jovial de mis camaradas de nave.

Una tarde, en unión de un joven francés dependiente de comercio, paseaba por calles que eran verdaderos arenales. Mi compañero se detuvo a inmediaciones de la iglesia, y me dijo:

-¿Quiere usted, don Ricardo, conocer lo mejorcito que hay en Paita? Me encargo de presentarlo, y le aseguro que será bien recibido.

Ocurriome que se trataba de hacerme conocer alguna linda muchacha; y como a los veintitrés años el alma es retozona y el cuerpo pide jarana, contesté sin vacilar:

-A lo que estamos, benedicamos, franchute. Andar y no tropezar.

-Pues en route, mon cher.

Avanzamos media cuadra de camino, y mi cicerone se detuvo a la puerta de una casita de humilde apariencia. Los muebles de la sala no desdecían en pobreza. Un ancho sillón de cuero con rodaje y manizuela, y vecino a éste un escaño de roble con cojines forrados en lienzo; gran mesa cuadrada, en el centro; una docena de silletas de estera, de las que algunas pedían inmediato reemplazo; en un extremo, tosco armario con platos y útiles de comedor, y en el opuesto una cómoda hamaca de Guayaquil.

En el sillón de ruedas, y con la majestad de una reina sobre su trono, estaba una anciana que me pareció representar sesenta años a lo sumo. Vestía pobremente, pero con aseo; y bien se adivinaba que ese cuerpo había usado, en mejores tiempos, gro, raso y terciopelo.

Era una señora abundante de carnes, ojos negros y animadísimos en los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún la quedara, cara redonda y mano aristocrática.

-Mi señora doña Manuela -dijo mi acompañante-, presento a usted este joven, marino y poeta, porque sé que tendrá usted gusto en hablar con él de versos.

-Sea usted, señor poeta, bien venido a esta su pobre casa -contestó la anciana, dirigiéndose a mí con un tono tal de distinción que me hizo presentir a la dama que había vivido en alta esfera social.

Y con ademán lleno de cortesana naturalidad, me brindó asiento.

Nuestra conversación, en esa tarde, fue estrictamente ceremoniosa. En el acento de la señora había algo de la mujer superior acostumbrada al mando y a hacer imperar su voluntad. Era un perfecto tipo de la mujer altiva. Su palabra era fácil, correcta y nada presuntuosa, dominando en ella la ironía.

Desde aquella tarde encontré en Paita un atractivo, y nunca fui a tierra sin pasar una horita de sabrosa plática con doña Manuela Sáenz. Recuerdo también que casi siempre me agasajaba con dulces hechos por ella misma en un braserito de hierro que hacía colocar cerca del sillón.

La pobre señora hacía muchos años que se encontraba tullida. Una fiel criada la vestía y desnudaba, la sentaba en el sillón de ruedas y la conducía a la salita.

Cuando yo llevaba la conversación al terreno de las reminiscencias históricas; cuando pretendía obtener de doña Manuela confidencias sobre Bolívar y Sucre, San Martín y Monteagudo, u otros personajes a quienes ella había conocido y tratado con llaneza, rehuía hábilmente la respuesta. No eran de su agrado las miradas retrospectivas, y aun sospecho que obedecía a calculado propósito al evitar toda charla sobre el pasado.

Desde que doña Manuela se estableció en Paita, lo que fue en 1850, si la memoria no me es ingrata, cuanto viajero de alguna ilustración o importancia pasaba en los vapores, bien con rumbo a Europa o con procedencia de ella, desembarcaba atraído por el deseo de conocer a la dama que logró encadenar a Bolívar. Al principio doña Manuela recibió con agrado las visitas; pero comprendiendo en breve que era objeto de curiosidades impertinentes, resolvió admitir únicamente a personas que le fueran presentadas por sus amigos íntimos del vecindario.

Esbocemos ahora la biografía de nuestra amiga.

Doña Manuela Sáenz, perteneciente a familia de holgada posición, nació en Quito, en las postrimerías del pasado siglo, y se educó en un convento de monjas de su ciudad natal. Era, en dos o tres años, mayor que su compatriota la guayaquileña Campusano. En 1817, contrajo matrimonio con don Jaime Thorne, médico inglés que pocos años más tarde vino a residir en Lima, acompañado de su esposa.

No podré precisar la fecha en que rota la armonía del matrimonio, por motivos que no me he empeñado en averiguar, regresó doña Manuela a Quito; pero debió ser a fines de 1822; pues entre las ciento doce caballeresas de la Orden del Sol, figura la señora Sáenz de Thorne, que indudablemente fue una de las más exaltadas patriotas.

Después de la victoria de Pichincha, alcanzada por Sucre en mayo del 22, llegó el Libertador a Quito, y en esa época principiaron sus relaciones amorosas con la bella Manuelita, única mujer que, después de poseída, logró ejercer imperio sobre el sensual y voluble Bolívar.

Durante el primer año de permanencia del Libertador en el Perú, la Sáenz quedó en el Ecuador entregada por completo a la política. Fue entonces cuando lanza en ristre y a la cabeza de un escuadrón de caballería sofocó un motín en la plaza y calles de Quito.

Poco antes de la batalla de Ayacucho se reunió dona Manuela con el Libertador, que se encontraba en Huaura.

Todos los generales del ejército, sin excluir a Sucre, y los hombres más prominentes de la época, tributaban a la Sáenz las mismas atenciones que habrían acordado a la esposa legítima del Libertador. Las señoras únicamente eran esquivas para con la favorita; y ésta, por su parte, nada hacía para conquistarse simpática benevolencia entre los seres de su sexo.

Al regresar Bolívar a Colombia, quedó en Lima doña Manuela; pero cuando estalló en la división colombiana la revolución encabezada por Bustamante contra la Vitalicia de Bolívar, revolución que halló eco en el Perú entero, la Sáenz penetró, disfrazada de hombre, en uno de los cuarteles, con el propósito de reaccionar un batallón. Frustrado su intento, el nuevo gobierno la intimó que se alejase del país, y doña Manuela se puso en viaje hasta juntarse con Bolívar en Bogotá. Allí Bolívar y su favorita llevaron vida íntima, vida enteramente conyugal; y la sociedad bogotana tuvo que hacerse de la vista gorda ante tamaño escándalo. La dama quiteña habitaba en el palacio de gobierno con su amante.

La Providencia reservaba a la Sáenz el papel de salvadora de la vida del Libertador; pues la noche en que los septembristas invadieron el palacio, doña Manuela obligó a Bolívar a descolgarse por un balcón, y viéndolo ya salvo en la calle, se encaró con los asesinos, deteniéndolos y extraviándolos en sus pesquisas para ganar tiempo y que su amante se alejase del lugar del conflicto3.

Corazón altamente generoso, obtuso doña Manuela que Bolívar conmutase en destierro la pena de muerte que el Consejo de guerra había impuesto, entre otros de los revolucionarios, a dos que fueron los que más ultrajes la prodigaron. Bolívar se resistía a complacerla; pero su amada insistió enérgicamente y dos existencias fueron perdonadas. ¡Nunca una favorita pudo emplear mejor su influencia para practicar acción más noble!

Muchos años después de la muerte de Bolívar, acaecida en diciembre de 1830, el Congreso del Perú (y entiendo que también uno de los tres gobiernos de la antigua Colombia) asignó pensión vitalicia a la Libertadora, apodo con que, hasta en la historia contemporánea, es conocida doña Manuela. Algo más. En su vejez no se ofendía de que así la llamasen, y en diversas ocasiones vi llegar a su casa personas que, como quien hace la más natural y sencilla de las preguntas, dieron: «¿Vive aquí la Libertadora?». Doña Manuela sonreía ligeramente y contestaba: «Pase usted. ¿Qué quiere con la Libertadora?».

¿Qué motivos tuvo la amada de Bolívar para venir a establecerse y a morir en uno de los por entonces más tristes lugarejos del Perú? La pobre baldada me dijo, un día en que aventuré la pregunta, que había elegido Paita por consejo de un médico, quien juzgaba que con baños de arena recobrarían los nervios de la enferma la flexibilidad perdida. Alguien ha escrito que por orgullo no quiso doña Manuela volver a habitar en las grandes ciudades, donde había sido admirada como astro esplendoroso: temía exponerse a vengativos desdenes.

Cuando vino doña Manuela a residir en Paita, ya su esposo, el doctor don Jaime Thorne, había muerto, y de mala manera. Thorne, asociado con un señor Escobar, trabajaba en la hacienda de Huayto, sobre cuya propiedad mantuvo ruidoso litigio con el coronel don Justo Hercelles, que alegaba también derechos al fundo, como parte de su herencia materna. Una tarde de 1840 ó 1841 en que Thorne, de bracero con una buena moza que lo consolaba probablemente de las ya rancias infidelidades de doña Manuela, paseaba por uno de los callejones de la hacienda, se echaron sobre él tres enmascarados y le dieron muerte a puñaladas. La voz pública (que con frecuencia se equivoca) acusó a Hercelles de haber armado el brazo de los incógnitos asesinos. También Hercelles concluyó trágicamente, uno o dos años más tarde; pues caudillo de una revolución contra el gobierno del presidente general Vidal, fue fusilado en Huaraz.


III - La Protectora y la Libertadora

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Yo que tuve la buena suerte de conocer y tratar a la favorita de San Martín y a la favorita de Bolívar, puedo establecer cardinales diferencias entre ambas. Física y moralmente eran tipos contrapuestos.

En la Campusano vi a la mujer con toda la delicadeza de sentimientos y debilidades propias de su sexo. En el corazón de Rosa había un depósito de lágrimas y de afectos tiernos, y Dios le concedió hasta el goce de la maternidad, que negó a la Sáenz.

Doña Manuela era una equivocación de la naturaleza, que en formas esculturalmente femeninas encarnó espíritu y aspiraciones varoniles. No sabía llorar, sino encolerizarse como los hombres de carácter duro.

La Protectora amaba el hogar y la vida muelle de la ciudad; y la Libertadora se encontraba como en su centro en medio de la turbulencia de los cuarteles y del campamento. La primera nunca paseó sino en calesa. A la otra se la vio en las calles de Quito y en las de Lima cabalgada a manera de hombre en brioso corcel, escoltada por dos lanceros de Colombia y vistiendo dolmán rojo con brandeburgos de oro y pantalón bombacho de cotonía blanca.

La Sáenz renunciaba a su sexo, mientras la Campusano se enorgullecía de ser mujer. Ésta se preocupaba de la moda en el traje, y la otra vestía al gusto de la costurera. Doña Manuela usó siempre dos arillos de oro o de coral por pendientes, y la Campusano deslumbraba por la profusión de pedrería fina.

La primera, educada por monjas y en la austeridad de un claustro, era librepensadora. La segunda, que pasó su infancia en medio de la agitación social, era devota creyente.

Aquélla dominaba sus nervios, conservándose serena y enérgica en medio de las balas y al frente de lanzas y espadas tintas en sangre o del afilado puñal de los asesinos. Ésta sabía desmayarse o disforzarse, como todos esos seres preciosos y engreídos que estilan vestirse por la cabeza, ante el graznar fatídico del búho o la carrera de asustadizo ratoncillo.

La Campusano perfumaba su pañuelo con los más exquisitos extractos ingleses. La otra usaba la hombruna agua de verbena.

Hasta en sus gustos literarios había completa oposición.

Cuando se restableció el absolutismo y con él la Inquisición, porque turbas estúpidas y embriagadas rodeaban en Madrid la carroza en que se pavoneaba Fernando VII, a los gritos de «¡viva el rey! ¡vivan las cadenas!»), y el monarca con aire socarrón les contestaba: «¿queréis cadenas, hijitos?, pues tranquilizaos, que se os complacerá pedir de boca», el nombre de doña Rosa Campusano figuró en el registro secreto del Santo Oficio de Lima por lectora de Eloísa y Abelardo y de libritos pornográficos. Lluvia de librejos tales hubo en Lima por aquel año, y precisamente la persecución que los padres de familia emprendieron para que aquéllos no se introdujesen en el hogar, hizo qua hasta las mojigatas se diesen un buen atracón de lectura, para tener algo que contarle al fraile confesor en la cuaresma.

El galante Arriaza y el dulcísimo Meléndez eran los poetas de Rosita.

¡Qué contraste con las aficiones de doña Manuela! Ésta leía a Tácito y a Plutarco; estudiaba la historia de la península en el padre Mariana, y la de América en Solís y Garcilaso; era apasionada de Cervantes, y para ella no había poetas más allá de Cienfuegos, Quintana y Olmedo. Se sabía de coro el Canto a Junín y parlamentos enteros del Pelayo, y sus ojos, un tanto abotargados ya por el peso de los años, chispeaban de entusiasmo al declamar los versos de sus vates predilectos. En la época en que la conocí, una de sus lecturas favoritas era la hermosa traducción poética de los Salmos por el peruano Valdez, doña Manuela empezaba a tener ráfagas de ascetismo, y sus antiguos humos de racionalista iban evaporándose.

Decididamente Rosa Campusano era toda una mujer; y sin escrúpulo, a haber sido yo joven en sus días de gentileza, me habría inscrito en la lista de sus enamorados... platónicos. La Sáenz, aun en los tiempos en que era una hermosura, no me habría inspirado sino el respetuoso sentimiento de amistad que le profesé en su vejez.

La Campusano fue la mujer-acápite. La Sáenz fue la mujer-hombre.