XXIV

Corrí hacia la Madre y le besé las manos... La emoción no me dejó articular palabra. El rostro de Mariclío era el mismo que vi y adoré en las postrimerías del reinado de don Amadeo, y así la faz como la figura reproducían la Musa de mi sueño mitológico en el viaje subterráneo, pero dignamente avanzada en la madurez fisiológica. Era una Matrona que disfrazaba su majestad con la pobreza del indumento. Vestía una limpia falda de percal con remiendos, y una blusa obscura sobre la cual cruzaba un tosco pañuelo de colorines. Calzaba medias azules y alpargatas valencianas con cintas negras. A su lado y tras ella se sentaban mujeres de variada estampa, todas de clase marinera, y algunos viejos. Uno de estos, el más próximo a la Madre, me pareció poco menos que centenario. Quiso el tal apartarse para dejarme sitio, pero Mariclío no lo consintió, y mandando traer una banqueta me hizo sentar frente a ella, tocando mis rodillas con las suyas.

«Ya tenía ganas de verte, Tito -me dijo con aquel acento de cuya grave dulzura no puedo dar idea-. Aquí me tienes alojada en esta casa humilde y entre esta buena y honrada gente. Arriba ocupo una magnífica estancia, muy holgada y cómoda, con vistas al puerto. Es mi delicia ver desde el balcón la entrada y salida de los barcos mercantes y de guerra. Desde allí atisbo también la ciudad, y veo cuanto en ella ocurre. Ya sabes que mi vista es tan larga como mi pensamiento... Algo tendrás tú que contarme, yo a ti también. Ya hablaremos».

En esto se acercó Graziella con un plato lleno de racimitos de aladroque, recién salidos de la sartén, y lo puso en las manos de la Madre. Esta presentó el plato al anciano que a su lado tenía, diciendo: «El primero que ha de catarlo es mi amigo Juan El Cano». Resistiose el ancianito, y Mariclío, echándole cariñosamente un brazo por los hombros, agregó: «Tú, tú por delante. Donde tú estés serás siempre el primero... Querido Tito, acércate a este hombre venerable y besa su mano flaca ya, pero todavía vigorosa. Aquí donde lo ves estuvo en la de Trafalgar».

Saludé al veterano con la veneración que merecía tal reliquia de los tiempos heroicos. Cogido por el viejo el primer abanico de boquerones, todos le secundamos, comiendo con gran apetito y alegría. La Madre me dijo que ya que merendaba con ella, no me soltaría hasta después de cenar. Las comadres y marineros allí presentes dieron broma al anciano por el trabajo que le costaba masticar el aladroque, y alguno se condolió de su extremada senectud.

Revolviose un tanto engallado el viejo, y les dijo: «Ea, no carguen tanto en la cuenta de mis años, pues, gracias a Dios, no he llegado a los noventa. (Risas.) No se rían: ochenta y nueve cumplí el 12 de Junio. Todavía puedo... todavía soy hombre para cuanto las señoras quieran mandarme. (Más risas.) Y sepan que bien guapo era yo cuando embarqué en el Nepomuceno el 1º de Octubre del año 805. El día de la tremenda batalla con el inglés, día 21, nuestro comandante Churruca y yo caímos heridos al mismo tiempo: yo sané, y aquel grande hombre murió. ¿Verdad, señá Mariana, que habría sido mejor que yo me fuera a pique y don Cosme se salvara? Yo he vivido desde entonces sesenta y ocho años sin servir para nada, y él ¡qué hubiera hecho si viviera!

-Eso no es cuenta nuestra -dijo Mariclío-. Dios sabe cuándo ha de dar y quitar la vida.

-Pues yo le digo a Dios -replicó el viejo blandiendo como espada su mano temblorosa- que los hombres valientes no deben morir hasta que se caigan de viejos.

-Los valientes, amigo El Cano -dijo la Madre-, son los más solicitados por la muerte... Ya viste que también murió Nelson».

Gruñó el viejo mirando al suelo, y apenas le oímos medias palabras rencorosas. Pero el mal genio se le pasó cuando empezaron a repartir copas de un vinillo blanco, transparente y fino. Una vez que remojaron todos el aladroque, la Madre se levantó requiriendo mi brazo para que fuese con ella a su habitación alta, pues quería hablar conmigo despacio y a solas. Subimos por una escalera de palo, que gemía como si le doliesen todas las coyunturas o acopios de su viejo maderamen. La estancia donde moraba Mariclío era grande, limpia, con jalbegue reciente y muebles primitivos. Llevome al balcón, y sentados frente al espléndido panorama del puerto, me habló de esta manera:

«Querido Tito, te mandé a la correría de Contreras por el Mediterráneo para que vieras por ti mismo la incapacidad de esta gente. Ya te habrás convencido de que nada valen los corazones valientes si las cabezas están vacías. Contreras no hizo nada de provecho, y de añadidura le quitaron las fragatas, que sabe Dios cuándo volverán a manos españolas... El arrojo de Gálvez en Orihuela, ¿qué consecuencias ha tenido? El menguado provecho de recoger algunos cuartos, y el enorme perjuicio de irritar a los pueblos cercanos y enemistarlos para siempre con este Cantón.

»Al llegar aquí los prisioneros de Orihuela los llevaron al navío-pontón Isabel II, y en él fueron atendidos y agasajados en la forma más cristiana: eso está muy bien. Por la tarde les visitaron el Brigadier Pozas y el mirífico evangelista Roque Barcia. Este les largó un discurso, que fue como un pedacito del Pentateuco, y llorando les abrazó uno a uno, y aun creo que les bendijo, prometiéndoles la próxima entrada en el Paraíso Federal. Tanto sentimentalismo me parece de muy mal agüero. Creen estos inocentes que las revoluciones se hacen con discursos frenéticos, con abrazos fraternales, con vivas estrepitosos y cantinelas optimistas.

»Cuando esto empezó me agradaba la rebeldía garbosa, el desprecio del Gobierno Central, que por más que se disfrace con arreos y colorines democráticos es siempre una enredosa oligarquía. Pero ya se van desvaneciendo mis ilusiones. Estos caballeros habrían sido aniquilados si no dispusieran de una plaza fuerte tan considerable como Cartagena. Por el resguardo que les da la Naturaleza sostendrán su tinglado algún tiempo, hasta que el Gobierno de Madrid acabe de salir de su desmayo y concierte los resortes de la unidad. No sé si sabes que el General Pavía ha sometido a los federales de Sevilla, después de meter en cintura a los de Granada, y ahora irá contra los de Córdoba. Sobre Valencia está Martínez Campos, hombre que sabe bien su obligación. Él dará buena cuenta de El Enguerino y de sus diez mil Voluntarios alocados. Todavía arde el rescoldo cantonal en Vinaroz, Castellón, Béjar, Cádiz, Sanlúcar y otros muchos pueblos; pero ya se irá apagando. Estos incendios no se apagan con agua, sino con leña... La idea federal es hermosa; es mi mayor encanto, la ilusión de mi vida en esta y en todas las tierras que visito. Pero dudo ¡ay! que pueda implantarla de una manera positiva y duradera un pueblo que ayer como quien dice ha roto el cascarón del absolutismo.

-Verdad es cuanto dices, Madre querida -repliqué yo-. El federalismo nos vino aquí de aluvión, salido del cerebro de un hombre de extraordinario talento. A todos cautivó ese ideal por su grandeza, sin que llegáramos a penetrar las condiciones externas y materiales que son precisas para llevarlo a la práctica. Es como un bien caído del cielo; lo admiramos y celebramos sin saber qué tenemos que hacer para disfrutarlo.

-Tú y tus coterráneos no lo conocíais; yo, por mi calidad y el oficio que me da nombre en toda la tierra, lo conocí en tiempos muy remotos, casi en los días en que mi padre Júpiter nos dio la existencia a mis ocho hermanas y a mí. Éramos nueve jovenzuelas lozanas, frescas, hermosas, ávidas de esparcir por el mundo toda la gala de las artes colmándolo de felicidad y contento, cuando pude ver cómo se formó la maravilla del Anfictionado de Tesalia. La fecha es bastante lejana, Tito. Hablo de tiempos muy anteriores a la guerra de Troya.

»En un extenso y fértil territorio, que cerraban por Norte y Sur elevados montes y por Este y Oeste los mares helénicos, existían varios pueblos o nacioncitas independientes. No siempre reinaba la paz entre ellas, y a las veces se entretenían en guerras crueles por un quítame allá esas pajas. Unos eran pastores, otros labraban la tierra; estos criaban los mejores caballos que en Grecia se conocieron, aquellos tejían el hilo y la lana, o se dedicaban al trajín comercial y a la navegación. Cada uno de tales pueblos, en el curso de la vida, fue comprendiendo que sería más fuerte ligando su particular interés con el interés del pueblo inmediato. Aquí tienes el pacto federal. Dado el ejemplo por dos pueblos, fueron entrando los demás en la misma concordia, y al poco tiempo todos hallaron el vínculo común de un provecho elemental, que sirvió de aglutinante para amalgamar diferentes Estados débiles en un gran Estado poderoso.

»Aquella gran federación ha tenido muy pocos imitadores, y cuando te lo digo yo que tanto y tanto he visto, bien puedes creerlo... ¿Piensas tú que puede establecer sólidamente este bello régimen un país que hasta hace cuatro días no ha conocido la libertad, una raza que aun siendo heterogénea ha vivido amamantada con la leche de la unidad, y aún se adormece en el regazo de la nodriza? Considera lo que pesan sobre tu país el Catolicismo y eso que llamáis el Papado, las viejas rutinas monárquicas, y los enormes intereses inseparables de estas abrumadoras máquinas sociales. Tú, que no puedes traspasar los límites fisiológicos de la existencia humana, no verás realizado el ideal federalista en toda su pureza; yo, que soy vieja eterna, espero ver algún día... algún día, triunfante y dichoso el Anfictionado Español».

Terminada esta encantadora conversación, que elevó mi espíritu dejándome como en éxtasis, la Madre mandó que sirvieran la cena, y sentó a su mesa al marinero de Trafalgar, a otro viejo menos viejo, a dos mujeres y a mí. Frugal fue la cena, dominando en ella los condimentos de pescados sabrosos de fácil digestión. Exquisitas frutas y un vinillo levantino, claro, de ese que llaman ojo de perdiz, completaron el festín modesto. Hablose de diferentes temas: cada cual, según su condición y estilo, hacía la crítica del Cantón, considerando a este como potencia marítima.

El ancianito de Trafalgar aseguró que la Tetuán y la Méndez Núñez, manque les metiesen en las calderas todo el fuego del Infierno, no andarían más de cuatro o cinco nudos. Para nada servían como no fuera para irse a pique. El viejo menos viejo, que era hijo del veterano de Trafalgar, dijo que había hecho toda la campaña del Pacífico en la Numancia, y que a esta fragata la quería como a las niñas de sus ojos. «No hay otra como ella en la mar -exclamó con tanto cariño como si hablara de su familia-. Si algún día me ajogo, deme Dios el gusto de ajogarme en ella».

Sólo estos y otros rasgos salientes de la conversación quedaron grabados en mi memoria. Lo demás se borraba apenas oído. El torbellino de pensamientos que levantó en mi cerebro la evocación que hizo Mariclío del federalismo helénico, me aislaba de aquella charla familiar y rastrera... Pensé que de sobremesa me daría la Madre otra lección como la que antes recibí de su inmenso saber de las cosas humanas. Pero quiso reservarse para otro momento, y cuando los humildes comensales se alejaron con respetuosa despedida, me estrechó y acarició la mano diciéndome: «Es hora de que vuelvas a tu casa, Tito. No tardaré en avisarte para que vengas otro día. Adiós, hijo. Ya que vas a la fonda, hazme el favor de acompañar a esta buena señora, amiga mía, que va en la misma dirección y no conoce bien las calles».

Cuando esto dijo vi que de la penumbra de la estancia salía una mujer enlutada, de buen talante y rostro severo, la cual llegose a mí con reverencia como poniéndose a mis órdenes. Salimos, y al bajar al portal alumbrado por un brillante farolón, fijéme en la cara de aquella señora, recordando haberla visto en alguna parte. Poco después, mi memoria me dio la solución, y al instante me volví hacia la dama, diciéndole: «Me parece, señora, que tengo el honor de acompañar a Doña Caligrafía. Perdóneme que antes no la reconociera. Hicimos juntos el viaje desde...

-Me llamo Gertrudis -dijo ella con gracia-, y me dedico a la enseñanza de la Geografía. Confunde usted el nombre con la profesión.

-Es verdad -dije yo un poco turbado-. Pero bien seguro estoy de que es usted una de las damas consejeras de Floriana.

-No soy dama consejera; acompaño y sigo a Floriana, que fue mi discípula y hoy es maestra y señora mía. Cosas son estas, don Tito, que no entiende usted ahora ni las entenderá en algún tiempo. Por esta noche, sólo me cumple decirle que nuestra excelsa Doña Mariana se ha valido del piadoso artificio de que vayamos juntos camino de la fonda, para que yo pueda advertir a usted que ponga freno a su pasión por Floriana, y procure apartar de ella su pensamiento. Que para esto hay razones muy poderosas, fácilmente lo comprenderá usted...

-Dígame por Dios esas razones si no quiere dejarme en un dilema terrible: o la desobediencia o la muerte.

-No sea usted romántico, don Tito. Ya sabe usted que a la Madre no le gusta ese romanticismo dulzacho y un poquito enfermizo.

-Pero lo que usted acaba de decirme -exclamé con angustioso desconsuelo- ¿es advertencia, o es mandato riguroso?

-Mandato es rigurosísimo, irrevocable».

En el momento en que yo quise protestar de esta bárbara sentencia, la extraña mensajera de la divina Clío desapareció de mi vista. Di algunos pasos, y un resplandor de luz verdosa me encandiló, dejándome después en tinieblas. Un corto rato estuve ciego. Poco a poco fui distinguiendo los bultos, las casas... Palpando las paredes pude llegar con dificultad a mi alojamiento.


XXV


Historia lastimosa voy a contaros, lectores queridísimos, y empiezo requiriéndoos a concederme vuestra lástima y un piadoso interés por mí, pues se trata de incumbencias particulares, sin mezcla de ningún melindre po-