XV

Un ratito estuvo mi pensamiento meciéndose en el balancín de esta duda: ¿La realidad era lo de allá o lo de acá? ¿Eran este y el otro mundo igualmente falaces o igualmente verdaderos? Sin llegar a dilucidarlo, me vi conducido al punto en que me esperaba mi cabalgadura. En ella monté, y la caravana siguió su camino. Grandemente me desconsoló el ver que la Diosa iba muy delantera, dejando entre su persona y la mía buena parte de su séquito. Junto a mí marchaban las sílfides más juguetonas y parlanchinas.

Entre ellas vi a Graziella, manifestándose claramente en su encarnadura mortal. Debajo de una falda vaporosa vestía pantalones, y a horcajadas montaba en un toro voluntarioso y saltón, al cual gobernaba y regía con arte que envidiaran las más hábiles artistas de circo en el otro mundo. Hostigándole con una varita flexible, le hacía juguetear como un ágil caballo. Cuando se cansaba de este recreo, sentábase la diablesa en el testuz del animal, echando las piernas a un lado y otro del hocico, y agarrándose a las astas entonaba cantos báquicos, a que el toro respondía con sonoros resoplidos. Embelesado con tan extraordinarios ejercicios, pasé un rato agradable. Luego, la que fue mi amiga en otros tiempos, tomó de nuevo la forma natural de equitación, y emparejando su toro con el mío, me habló de esa manera:

«¿Qué tal, Titín, vas a gusto en el torito? Si no te enfadas te diré que te has metido en este laberinto subterráneo por un extravío de tu temperamento, por tus malas mañas de pícaro redomado, y por tus pretensiones de virote conquistador de cuantas hembras se te ponen por delante. Te enamoraste de la Maestra por artilugios de una corredora, y creíste que esta perfecta hermosura podía ser tuya, como lo fueron tantas otras de baja y villana estofa, entre ellas yo. Pues ahora te digo: picarón, impuro, lascivo, adúltero, vicioso, ladrón deshonesto, monstruo de disipación y libertinaje: en el momento en que dirijas a nuestra Maestra y Señora la menor solicitación o requerimiento de amor liviano; en el momento en que aspires a poseer un átomo de la carne divina con apariencias de mortal vestidura, quedarás muerto si no te convierten en un inmundo y hediondo bicharraco».

Ya se había hecho de tal modo mi espíritu a las cosas inauditas, descomunales y absurdas, que las palabras de la diabla no me causaron el efecto que ella sin duda pretendía obtener. Siempre la tuve por un ser esencialmente burlón y sarcástico. Díjele que al entrar en aquel mundo me había cortado la coleta de Tenorio y hecho voto de castidad. Apartose de mí, indicándome que tenía que ocupar otro puesto en la caravana, y yo, imposibilitado de trabar conversación con las indecisas figuras que me rodeaban, entretenía mi tedio observando los cambios del paisaje adusto y pavoroso. Conforme adelantábamos, el valle presentaba aspectos menos áridos: junto a las masas pedregosas veíanse alcores verdeantes; crecían las aguas con el aflujo de arroyuelos que brotaban de las altas peñas. En algunos sitios las bóvedas goteaban como si rezumasen el agua de caudalosos ríos que sobre ellas corrían. Llegó un momento en que la lluvia era tan intensa que sentí miedo. Una sílfide que a mi lado iba, me miró risueña diciéndome: «No se asuste, caballero, del agua que cae ni del ruido que se siente por allá arriba. Es el Júcar que pasa».

Esta observación de la ninfa llevó mi pensamiento al mundo exterior o cortical, digámoslo así, donde yo había nacido, y de la superficie volvió a la profundidad intra-telúrica en que a la sazón me encontraba. El ir y volver de mi pensamiento engendró una idea tristísima: «Seguramente -me dije- los que discurrimos por estas soledades, sin días ni noches, somos personas que murieron allá arriba, y muertas descienden a esta región para vagar siempre en ella purgando sus culpas». La verdad, lectores míos muy amados, lo de ser yo ánima del Purgatorio no me hacía maldita gracia.

Mucho más allá del sitio en que vi la filtración de las aguas del Júcar, se oyeron en lo alto rugidos de bestias feroces; mas no eran en tanto número como las que aparecieron en los comienzos de la expedición, y al mugido de los toros se metían asustadas en sus cubiles. Por la parte baja dejáronse ver enormes gatos monteses de pintado pelo, que a nuestro paso salían huyendo rocas arriba, con maullidos estridentes. La veloz huida de las terribles alimañas era celebrada por nuestras sílfides con algazara de silbos y greguería triunfal. No participaba yo de estos gozos, y me dije: «Por vida de San Proteo, mi patrón, que están apañadas las ánimas que vengan a este Purgatorio sin agregarse al séquito de alguna Diosa».

Largo trecho adelante, se me acercó Graziella cautelosa, juntando su toro con el mío, y deslizó en mi oído estas palabritas: «Farsante, me han prohibido hablar contigo.

-La farsante eres tú. ¿Cómo me explicas que siendo como eres el espíritu del sainete, de la farándula y de la picardía bufonesca, te admiten en esta grey donde todo es discreción, comedimiento y seriedad taurina y silfidesca? Cada vez entiendo esto menos. ¿A dónde me conducen? ¿Qué pito toco yo aquí apartado de la Diosa, que no quiere llevarme a su lado? ¿Esta caverna sin fin se formó con la osamenta del paganismo, muerto y sepulto miles de años, o es un conducto de ansiedad mística que nos encamina a los eternos goces?...».

Me azotó la diablesa con su varita, diciéndome en voz muy queda: «Pobre mentecato, sigue, déjate llevar y llénate de paciencia. Este es el reino de la paciencia, de la castidad, de las virtudes calladas, y de la educación para la vida futura. En este reino, como en todos, las almas necesitan un poquito de alegría para dar amenidad a las horas austeras, y esa alegría, soy yo. Cierra el pico y no me busques el genio. Ya me conoces: Soy Graziella, la que te zarandeó de lo lindo y te dio gusto y pena, llevándote siempre de lo malo a lo bueno, y de lo bueno a lo mejor. Por mí conociste a la Maestra de Maestras, a la grande Mariclío, que hizo de ti su auxiliar preferido, su muñequito donoso y sutil».

Oír el nombre de Mariclío y arrebatarme de júbilo y entusiasmo fue todo uno. Empecé a dar voces... Graziella me fustigó con fuerza, incitándome al silencio. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de un buen rato descansaremos para comer otra bizcochada sabrosa, y van tres... Adelante hasta la bizcochada siguiente. Más paciencia, Titín salado, y después de la quinta comidita verás a la Madre gloriosa y eterna». Dicho esto arreó su toro, y haciéndole brincar como un cabrito, desapareció entre la turbamulta caminante.

Las gratísimas esperanzas que me dio la diablesa desenvuelta y marimacho, devolvieron la tranquilidad a mi espíritu. Pensaba yo que llevando cuenta de las etapas que me indicó Graziella, acortaría el tiempo y la distancia que me separaban del bien anunciado. El valle intra-telúrico estrechó considerablemente cuando pasamos de la tercera bizcochada, y después de la cuarta, descendía en rápido declive, y ondulaba con recodos violentos. Las escarpas eran rocosas, afectando las formas más extrañas que pudiera imaginar un escultor en pleno desvarío. La humedad aumentaba, y en las peñas vi légamos verdosos donde se deslizaban culebras de pintada piel, inofensivas. Luego, al término del largo descenso, el valle ensanchaba gradualmente y la bóveda que lo cubría era más alta, con tendencias a la forma ojival.

La quinta merienda y descanso fue en un lugar anchísimo en el que se podían apreciar vegetaciones más lozanas y espesas. La impaciencia que llenaba mi alma me quitó el sueño. Despierto deliraba. Quiso mi buena suerte o la voluntad de la Diosa que esta y yo reposáramos a corta distancia. Hablamos. Yo le reiteré las expresiones más nobles de mi acatamiento, y ella elogió la calma resignada con que yo la seguía en tan larga, triste y lenta peregrinación. Declaré que en aquel mundo pálido, como en el otro lleno de luz, yo sería siempre su más adicto siervo. Antes de recostarse en el blando césped para dormir, rodeada de sus ninfas camareras, me dijo así: «Con tales disposiciones a la obediencia, usted y yo iremos muy lejos. Pronto, señor don Tito, llegaremos a donde pueda yo decirle buenas noches y buenos días». Desvelado y en éxtasis, no me cansaba de contemplar el cuerpo ideal de la Diosa, tendido de espaldas cerca de mí. Conque mis brazos tuvieran doble tamaño del natural, hubiera podido llegar a tocarla y darle unas palmaditas en semejante parte.

A poco de emprender la nueva jornada, distinguí a lo lejos resplandor de luces. Los toros apresuraron el paso, lo que me indicó que ellos sentían como yo la comezón de la llegada. A medida que nos acercábamos, advertí el enorme ensanche de lo que habíamos dado en llamar valle. Era ya más bien un campo, y la magnitud de la techumbre exigía grandes soportes de roca, distribuidos con más variedad que orden, torcidos unos, derechos otros, esbeltos o jorobados, simulando gigantes cuerpos en violentas posturas. De ellos arrancaban las desiguales bóvedas en que se fraccionaba la gran techumbre pétrea. Era, en resumen, un recinto muy semejante al de una inmensa Catedral hecha a mojicones y puñetazos. Cuando entramos en él, aprecié su magnitud, advirtiendo que todos los toros y el personal de la caravana tenían allí holgada cabida.

Me desmonté, y acudí por entre cuernos duros y blandas formas de mujer al espacio donde veía la profusión de luces, el cual era como estrado con honores de presbiterio. Allí me colé de rondón, esquivando toda ceremonia. Vi divinidades risueñas, vestidas de clámide, calzadas de coturno, y con las sienes ceñidas de laurel. Vi a Mariclío, grande como el Tiempo, hermosa como la Verdad, plácida y grave como el genio de la Historia... Descendió del presbiterio a las anchas naves, donde los toros se atropellaban frente a ella, y proferían cariñosos mugidos. Con tiernas y sentidas voces les acarició, rascando suavemente sus testuces, manoseando sus afiladas cornamentas, y ellos alargaron sus hocicos húmedos lanzando sobre la Diosa calientes resoplidos.

Acerqueme a la Madre y le oí decir: «Bien venido seas a mí, pueblo viril y manso, sufrido y fiero. Te conozco desde que el viejo Túbal me trajo a la feraz Hesperia. Reposa, solázate en las praderas, y hártate de cuantas golosinas hemos dispuesto para ti: avena en grano, algarroba, chícharos, habas, tan frescas hoy como las que para ti sembraron mis primeros amigos los felices Iberos. Cuando comas y descanses, espárcete por estas encañadas donde encontrarás a tus hembras, las amantes vaquitas, y con ellas puedes refocilarte cuanto quieras...». Partieron y se dispersaron con alegre confusión los hermosos animales, y entonces Mariclío, al volverse, encaró conmigo, y ambos lanzamos una exclamación de júbilo.

«Ven acá, Titín -me dijo levantándome en vilo para besarme. Por la diferencia de estaturas, no hubiera podido hacerlo de otro modo sin inclinarse más de lo que su dignidad permitía. Cortado y confuso, tan sólo supe responderle con frases balbucientes: «Señora y Madre mía... Soy dichoso... Siglos me habéis tenido huérfano...

-Has venido, buen Tito, en cuanto te lo mandé. Eres obediente a mi atracción sutil... A flor de tierra te he visto mil veces; tú a mí no... Está aquel mundo muy revuelto y no quise dejarme ver. He repartido allí no pocos zapatazos con mi recia sandalia. Mas no me han hecho caso. Una y otra vez quise ponerme al habla con tus grandes hombres; pero ni siquiera supieron oír mis pasos formidables. Tú solo te asustaste de ellos. Creo que los directores poseen inteligencia y buena intención, lo que no basta para que pueda yo darles la inmortalidad en mis anales. Pasarán días, años, lustros, antes que junten y amalgamen estas dos ideas: Paz y República».

Algo se me ocurrió que creí digno de ser dicho; pero de tal modo me conmovía y deslumbraba la majestad de la Madre, que de mi boca no pudo salir más que un suspiro. Avanzando por lo que he llamado presbiterio, entre grupos de sílfides reclinadas, Mariclío prosiguió así: «No hace mucho me anunciaron su visita mis hermanas... Ya sabes que somos Nueve, y que las Nueve nacimos en un mismo día... La presencia de mis hermanas ha sido un grande alivio de mis amarguras. Vinieron con la idea de que, desembarazado este pueblo de la balumba de su realeza caduca y estéril, podrían ellas cultivar y extender aquí libremente las nobles artes que cada una preside y enseña. ¡Ay!... yo les digo que es muy pronto para que las Nueve ejerzamos por acá, en combinada maestría, nuestras funciones. Ya llegará la ocasión. Ello será cuando estos caballeros, todavía un poco inocentes, den el segundo golpe... más seguro será cuando den el tercero».


XVI

Las ninfas o sílfides, dudosamente revestidas de carne mortal, así como las sacras figuras majestuosas, hallábanse sentadas en el césped formando grupos sin clases ni jerarquías, y se regalaban con manjares de sutil delicadeza y aroma. La charla graciosa esparcía de grupo en grupo un franco y dulce contento. Tuvo la Madre el acierto, que le agradecí mucho, de no presentarme a sus hermanas, ante las cuales el pobre Tito turbado y confuso no habría sabido qué decir. Con Mariclío había adquirido yo cierta confianza, pero las otras me anonadaban con el resplandor de su presencia. Busqué con mis ojos a Floriana, y la vi junto a una que me pareció Polimnia, maestra de la Oratoria y la Pantomima. Poco después creí verla con Urania, soberana de los astrónomos. Y si no estoy