XIX


Así terminó Fructuoso Manrique su fragmento de Historia condensada. Yo no me cansé de oírle; él se fatigó de hablar, pues no he referido más que una síntesis de lo que me dio su fluidez discursiva. Amplificaba sin freno, y sus continuas digresiones le llevaban fuera del asunto, perdiéndose en lentas curvas hasta volver jadeante a la línea recta... Al despedirnos, con mutua promesa de vernos a menudo, me indicó los lugares donde podría encontrarle, el Telégrafo, el retén de la guardia del Ayuntamiento, la casa de Manuel Cárceles, plaza de la Merced, la redacción de El Catón Murciano, y otras señas y direcciones que no se grabaron bien en mi memoria.

Mi atrasado sueño me dio aquella noche un descanso tranquilo, y al día siguiente, después de almorzar, me lancé a la calle dispuesto a recorrer la población y a enterarme de todos los aspectos públicos de la vida cantonal. Deambulando a la ventura, no pensaba más que en encontrar algún rastro de Floriana, alguna señal o indicio por donde pudiera descubrir la morada de la Diosa que me había traído por las entrañas de la tierra o por la superficie de esta, pues ya me atormentaban dudas acerca de mi verdadero camino desde Madrid a Cartagena. Mi aburrida expectación me llevó a la ciudad alta, con accidentes de Alcazaba moruna y vestigios de Catedral añosa, no sé si visigoda o románica; llevome después al grandioso Arsenal, donde vi la marinería dueña de los barcos y de los almacenes y talleres: toda la oficialidad y jefes de la Armada estaban en forzadas vacaciones.

Rendido de cansancio me volví a mi fonda, a la caída de la tarde, y apenas entré me dijo un camarero que una señora había estado a preguntar por mí tres veces y que, dolida de no encontrarme, prometió volver a la mañana siguiente. Por las señas que me dio el mozo comprendí que mi visitante no podía ser otra que la insigne Doña Gramática. La esperanza de ver pronto a Floriana me llenó de júbilo... Mi amigo Alonso Criado me dio nuevos pormenores de la visitante, repitiendo estas palabras de ella: «El caballero don Tito ha venido a Cartagena a escribir la Historia de lo que aquí está pasando». Subí a mi cuarto para quitarme el polvo del largo paseo. Di un corto descanso a mis huesos, y al bajar al comedor y sentarme a la mesa, mi fiel camarero me preguntó si me agradaba la población, si había visitado el Arsenal, si había visto a Gálvez...

«Estuve en el Arsenal, mas no he visto a Gálvez. Me han contado el recibimiento loco que le hicieron ustedes el día doce.

-Cosa no vista. Pues digo... el recibimiento que hicimos al General Contreras, un día después, también fue bien sonado de palmas, vitoreos y ¡aquí está el hombre! Para mí que este Contreras es la primera espada de España y el primer ojo militar que tenemos».

Respondile apoyando estos encomios, y en el tercer plato me dijo: «Pues ahora estamos esperando a Roque Barcia, que como sabio da quince y raya a todos los tíos de las Academias y Ateneos de Madrid. En fin; que vamos a tener en Cartagena la flor y nata del valor, de la hombría de bien, del militarísimo y de la ilustración tocante al teje maneje del Gobierno y demás. Yo he leído esas Biblias que escribe don Roque, y crea usted que con aquel frasco tan pulido me quedo tonto y me subo al quinto cielo».

Cuando me servía los postres y el café, puso la voz en el tonillo bajo de íntima confidencia para decirme:

«Si el caballero don Tito quiere poner en el punto verídico la Historia que piensa escribir, no se olvide de este caso que al por menor le cuento. En la noche del trece vino a Cartagena de ocultis un señor Anrich que era Ministro de Marina en el Gobierno de Don Pi. Traía la incumbencia de restablecer la disciplina en la escuadra. Un cabo de cañón le hizo un disparo que por desgracia falló... El hombre tuvo que salir de naja, pero no con las manos vacías, pues arrambló con veinticinco mil duros que estaban dispuestos para pagar un mes vencido a la Maestranza. Ponga usted también en su Historia que se llevó de rositas dos mil reales para sus gastos de viaje. Que no se le olvide esta gatada, y que esté bien clarita. Así verá el mundo lo que son estos caballeros del Centralismo nefando y virulento.

-Y ¿es verdad que el Gobernador de Murcia, ese Altadill, vino a Cartagena el día trece?

-Sí señor; pero no se metió en nada. Nuestro Cantón se ha hecho de por sí, y todos los populares, cada cual según su capa social, arrimó el hombro con desinterés, señor don Tito, sin recibir un chavo de nadie. Para que vea usted lo que es aquí la masa federal, armada o sin armar, le diré que la Junta Revolucionaria decretó el día 12 que se acuñara una medalla memorativa para colgarla en el pecho de los que defendieron el Cantón con las armas en la mano. La tal medalla daba derecho a una pensión vital de treinta reales al mes. Nadie aceptó el sustipendio. En cambio, los Voluntarios de la República pidieron que en la condecoración campeara la palabra Heroica... Tome usted apuntación de este otro sucedido. El día quince llegó a la estación de la Palma el Regimiento de Infantería de Iberia, para batirnos a los cantonales. Llegó, vio y ¿qué hizo? Pues pronunciarse lindamente. Los soldados, que eran todos de la masa federal, despidieron a sus jefes y entraron en Cartagena dando vivas al Cantón.

-Pues todo eso, amigo Criado, lo pondré de pe a pa. Ya he sabido que la tropa de la guarnición de Cartagena imitó el ejemplo de los de Iberia.

-Lo que yo voy viendo es que el mundo entero es federativo. Acabarán por acantonarse las estrellas y esos que llaman planetas, para que rabie el sol».

Con esto nos despedimos. Me acosté, y aunque dormí algunas horas, la noche se me hizo interminable, como si faltaran siglos para la visita de Doña Gramática. Hallábame ya vestido y compuesto, a punto de las nueve, cuando entró en mi aposento la ilustre dueña. Era una mujer de mediana edad y de vulgar estampa, de rostro severo que a ratos volvíase almibarado. Vestía con aseada modestia; su cuello era carnoso, sus manos bonitas, su voz timbrada con el acento profesional, un tanto campanudo. Lo primero que me dijo fue su nombre, que yo desconocía. Llamábanla comúnmente Juanita Cid, y poseía cuantos títulos acreditan competencia en las funciones del magisterio con faldas.

Reíme de mí mismo al recordar que había visto en aquella pobre mujer una figura semi-olímpica, que se codeaba con las hermanas de Apolo y le quitaba motas a la Musa de la Historia. ¡Lo que va del ensueño a la realidad! Sentose la dueña frente a mí, y plegando su boca y dando cierta movilidad graciosa a sus negros ojos para lograr la mayor finura de expresión, entabló el coloquio con su poquito de hipérbaton: «El caballero Tito perdone que en matutinas horas a importunarle venga esta maestra humilde». A tan relamido concepto contesté que verme en presencia de señora por tantos títulos ilustre era mi mayor gusto.

«Gracias, señor... Del alma brotan mis gratitudes por tan dulce bondad -dijo ella, y luego me soltó esta pieza sintáctica, abusando fieramente de los incisos-. Como quiera que Floriana desde la mañana de ayer, y no necesito puntualizar la hora, me encargó comunicar a usted su residencia, no lejana ciertamente, deseando ser visitada por el talentudo historiador e historiógrafo, me apresuré a desempeñar mi cometido, ayer tres veces frustrado, y hoy vengo gozosa a manifestar a usted, con gusto mío y del que me escucha, que vivimos en la plaza de la Merced, número tres, local anchuroso de una Escuela que debió de estar poblada de ángeles, y hoy está desierta porque nos ha trastornado con su convulso movimiento la hidra revolucionaria.

-Ahora mismo voy -exclamé, levantándome de un brinco; pero ella, con gesto y voz que remedaban las actitudes olímpicas, me ordenó la calma, y así prosiguió: «Refrene su impaciencia, señor mío, y óigame. Floriana es una chiquilla, sin que este calificativo amengüe su idoneidad casera. Lo juvenil no quita en ella lo juicioso. En esta hora y en la subsiguiente hállase atareada en el negocio de sus abluciones, y en acicalarse y componerse, cosa natural en tan linda persona. De ello resulta que, conforme a las ordenanzas de la etiqueta urbana, ha de correr un lapso de tiempo hasta que llegue el oportuno instante de recibir visitas. Deme el señor don Tito licencia para decirle que es hombre harto fogoso y vivaracho, de lo cual colijo que rara vez, quizá nunca, ha tenido a su lado personas sentadas y maduras; que el juicio se pega con el roce vital, y los ejemplos de sensatez y mesura son el mejor aprendizaje para los caracteres movedizos y volanderos en demasía».

Érame ya insoportable la cancamurria pedantesca y el traqueteo gramatical de aquella buena señora. Ansioso de llegar a la deseada oportunidad de las visitas, la entretuve como Dios me dio a entender, dándole cuerda y contestando tan sólo con monosílabos a su laberíntico fraseo. Cuando a mi parecer había pasado ya bastante tiempo, le dije: «Vámonos despacito, señora, y si aún fuere temprano nos entretendremos charlando por el camino». Accedió la dueña; le ofrecí mi brazo para bajar la escalera, y me llevó por calles desconocidas, aturdiéndome con su estilo machacante. De todo hablaba: del Cantón, de la enseñanza pública, de los nuevos métodos gramaticales, y en tan variados temas hallaba coyuntura para echarme una flor mal encubierta con frases lisonjeras.

«Aunque mi oficio es enseñar Gramática, dura faena en verdad -me dijo en una de las muchas paradas que hacía-, mis aficiones me han llevado siempre a la Historia, y a esta ciencia sublime consagro mis ocios. Sin autoridad para juzgar a los superiores, no vacilo en ofender su modestia diputándole por el más feliz narrador de los hechos humanos, así los obscuros como los resonantes. Tengo para mí que la Historia que usted nos escriba, si en ello persiste, será de las más discretas, eruditas y ejemplares que habremos de disfrutar, señor don Tito Livio... No se ría; al trastrocar su apellido heme permitido usar un apócope que también puede ser un vislumbre de metátesis».

Sofocando la risa le reiteraba yo mis gratitudes, y al fin, con la pesada carga de la Gramatical balumba llegué al número tres de la plaza de la Merced. ¡Oh felicidad sin medida y sin nombre! En un magnífico y espacioso local de Escuela recién construida, todo nuevo, todo limpio, ornado de mapas y cuadros gráficos admirables, me recibió Floriana a los pocos instantes de impaciente espera. Gozosa vino hacia mí; nos estrechamos las manos, y sentándonos en un banco escolar, cambiamos las salutaciones de rigor. Vestía traje azul sencillísimo, sin ningún adorno. Su hermosura ideal recobró en mi retina la exquisitez helénica, y recordé la primera frase de Celestina cuando me propuso el pacto de amor: No es mujer; es diosa.


XX


Inició ella la conversación con estos sentidos conceptos: «¡Ya ve usted, amigo Tito, con qué mala sombra he venido a tomar posesión de mi destino! ¿Cómo habíamos de pensar que este dichoso Cantón destruiría radicalmente mis ilusiones y mis planes, haciendo inútil la gestión de usted para darme la dirección de esta Escuela? Ya le enseñaré el edificio y sus dependencias. Verá usted qué grandiosidad. Aquí hay cátedras, gabinetes de Física, museo, jardines, aposentos para el internado... Todo perdido, todo por lo menos en suspenso hasta sabe Dios cuándo.

-El aplazamiento será corto, no lo dude