La Odisea (Luis Segalá y Estalella)/Canto XXIV

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Mercurio conduce al Orco las almas de los pretendientes


CANTO XXIV
LAS PACES


1 El cilenio Mercurio llamaba á las almas de los pretendientes, teniendo en su mano la hermosa áurea vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere ó despierta á los que duermen. Empleábala entonces para mover y guiar las almas y éstas le seguían profiriendo estridentes gritos. Como los murciélagos revolotean chillando en lo más hondo de una vasta gruta si alguno de ellos se separa del racimo colgado de la peña, pues se traban los unos con los otros: de la misma suerte, las almas andaban chillando, y el benéfico Mercurio, que las precedía, llevábalas por lóbregos senderos. Transpusieron en primer lugar las corrientes del Océano y la roca de Léucade, después las puertas del Sol y el país de los Sueños, y pronto llegaron á la pradera de asfódelos donde residen las almas, que son imágenes de los difuntos.

15 Encontráronse allí con las almas de Aquiles, hijo de Peleo, de Patroclo, del irreprochable Antíloco y de Ayax, que fué el más excelente de todos los dánaos, en cuerpo y hermosura, después del eximio Pelida. Éstos andaban en torno de Aquiles; y se les acercó, muy angustiada, el alma de Agamenón Atrida, á cuyo alrededor se reunían las de cuantos en la mansión de Egisto perecieron con el héroe, cumpliendo su destino. Y el alma del Pelida fué la primera que habló, diciendo de esta suerte:

24 «¡Oh Atrida! Nos figurábamos que entre todos los héroes eras siempre el más acepto á Júpiter, que se huelga con el rayo, porque imperabas sobre muchos y fuertes varones allá en Troya, donde los aqueos padecimos tantos infortunios; y, con todo, te había de alcanzar antes de tiempo la funesta Parca, de la cual nadie puede librarse una vez nacido. Ojalá se te hubiesen presentado la muerte y el destino en el país teucro, cuando disfrutabas de la dignidad suprema con que ejercías el mando; pues entonces todos los aqueos te erigieran un túmulo, y le legaras á tu hijo una gloria inmensa. Ahora el hado te ha hecho sucumbir con la más deplorable de las muertes.»

35 Respondióle el alma del Atrida: «¡Afortunado tú, oh hijo de Peleo, Aquiles semejante á los dioses, que expiraste en Troya, lejos de Argos, y á tu alrededor murieron, defendiéndote, otros valentísimos troyanos y aqueos; y tú yacías en tierra sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros! Nosotros luchamos todo el día y por nada hubiésemos suspendido el combate; pero Júpiter nos obligó á desistir, enviándonos una tormenta. Después de haber llevado tu hermoso cuerpo del campo de la batalla á las naves, lo pusimos en un lecho, lo lavamos con agua tibia y lo ungimos; y los dánaos, cercándote, vertían muchas y ardientes lágrimas y se cortaban las cabelleras. También vino tu madre, que salió del mar, con las inmortales diosas marinas, en oyendo la nueva: levantóse en el ponto un clamoreo grandísimo y tal temblor les entró á todos los aqueos, que se lanzaran á las cóncavas naves si no les detuviera un hombre que conocía muchas y antiguas cosas, Néstor, cuya opinión era considerada siempre como la mejor. Éste, pues, arengándolos con benevolencia, les habló diciendo:

54 «¡Deteneos, argivos; no huyáis, varones aqueos! Ésta es la madre que viene del mar, con las inmortales diosas marinas, á ver á su hijo muerto.»

57 »Así se expresó; y los magnánimos aquivos suspendieron la fuga. Rodeáronte las hijas del anciano del mar, lamentándose de tal suerte que movían á compasión, y te pusieron divinales vestidos. Las nueve Musas entonaron el canto fúnebre, alternando con su hermosa voz, y no vieras á ningún argivo que no llorara: ¡tanto les conmovía la canora Musa! Diez y siete días con sus noches te lloramos, así los inmortales dioses como los mortales hombres, y al deciocheno te entregamos á las llamas, degollando á tu alrededor y en gran abundancia pingües ovejas y bueyes de retorcidos cuernos. Ardió tu cadáver, adornado con vestidura de dios, con gran cantidad de ungüento y de dulce miel; agitáronse con sus armas multitud de héroes aquivos, unos á pie y otros en carros, en torno de la pira en que te quemaste; y prodújose un gran tumulto. Después que la llama de Vulcano acabó de consumirte, oh Aquiles, y se mostró la Aurora, recogimos tus blancos huesos y los echamos en vino puro y ungüento. Tu madre nos entregó un ánfora de oro, diciendo que se la había regalado Dioniso y era obra del ínclito Vulcano; y en ella están tus blancos huesos, preclaro Aquiles, junto con los de Patroclo Menetíada, y aparte los de Antíloco, que fué el compañero á quien más apreciaste después del difunto Patroclo. En torno de los restos el sacro ejército de los argivos te erigió un túmulo grande y eximio en un lugar prominente, á orillas del dilatado Helesponto; para que pudieran verlo á gran distancia, desde el mar, los hombres que ahora viven y los que nazcan en lo futuro. Tu madre puso en la liza, con el consentimiento de los dioses, hermosos premios para el certamen que habían de celebrar los argivos más señalados. Tú te hallaste en las exequias de muchos héroes cuando, con motivo de la muerte de algún rey, se ciñen los jóvenes y se aprestan para los juegos fúnebres; esto no obstante, te hubieses asombrado muchísimo en tu ánimo al ver cuán hermosos eran los que en honor tuyo estableció la diosa Tetis, la de los pies argénteos, porque siempre fuiste muy caro á las deidades. Así pues, ni muriendo has perdido tu nombradía; y tu gloriosa fama, oh Aquiles, subsistirá perpetuamente entre todos los hombres. Pero yo, ¿cómo he de gozar de tal satisfacción, si, después que acabé la guerra y volví á la patria, me aparejó Júpiter una deplorable muerte por la mano de Egisto y de mi funesta esposa?»

98 Mientras de tal modo conversaban, presentóseles el mensajero Argicida guiando las almas de los pretendientes á quienes matara Ulises. Ambos, al punto que los vieron, fuéronse muy admirados á encontrarlos. El alma del Atrida Agamenón reconoció al hijo amado de Melaneo, al perínclito Anfimedonte, cuyo huésped había sido en la casa que éste habitaba en Ítaca, y comenzó á hablarle de esta manera:

106 «¡Anfimedonte! ¿Qué os ha ocurrido, que penetráis en la obscura tierra tantos y tan selectos varones, y todos de la misma edad? Si se escogieran por la población, no se hallaran otros más excelentes. ¿Acaso Neptuno os mató en vuestras naves, desencadenando el fuerte soplo de terribles vientos y levantando grandes olas? ¿Ó quizás unos hombres enemigos acabaron con vosotros en el continente porque os llevabais sus bueyes y sus magníficos rebaños de ovejas ó porque combatíais para apoderaros de su ciudad y de sus mujeres? Responde á lo que te digo, pues me precio de ser huésped tuyo. ¿No recuerdas que fuí allá, á vuestra casa, junto con el deiforme Menelao, á exhortar á Ulises para que nos siguiera á Ilión en las naves de muchos bancos? Un mes entero empleamos en atravesar el anchuroso ponto, y á duras penas persuadimos á Ulises, asolador de ciudades.»

120 Díjole á su vez el alma de Anfimedonte: «¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres Agamenón! Recuerdo cuanto dices, oh alumno de Júpiter, y te contaré exacta y circunstanciadamente de qué triste modo ocurrió que llegáramos al término de nuestra vida. Pretendíamos á la esposa de Ulises, ausente á la sazón desde largo tiempo, y ni rechazaba las odiosas nupcias ni quería celebrarlas, preparándonos la muerte y la negra Parca; y entonces discurrió en su inteligencia este nuevo engaño. Se puso á tejer en el palacio una gran tela sutil é interminable, y á la hora nos habló de esta guisa: ¡Jóvenes, pretendientes míos! Ya que ha muerto el divinal Ulises, aguardad, para instar mis bodas, que acabe este lienzo—no sea que se me pierdan inútilmente los hilos,—á fin de que tenga sudario el héroe Laertes en el momento fatal de la aterradora muerte. ¡No se me vaya á indignar alguna de las aqueas del pueblo, si ve enterrar sin mortaja á un hombre que ha poseído tantos bienes! Así dijo, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Desde aquel instante, pasaba el día labrando la gran tela, y por la noche, tan luego como se alumbraba con las antorchas, deshacía lo tejido. De esta suerte logró ocultar el engaño y que sus palabras fueran creídas por los aqueos durante un trienio; mas, así que vino el cuarto año y volvieron á sucederse las estaciones, después de transcurrir los meses y de pasar muchos días, nos lo reveló una de las mujeres, que conocía muy bien lo que pasaba, y sorprendimos á Penélope destejiendo la espléndida tela. Así fué cómo, mal de su grado, se vió en la necesidad de acabarla. Cuando, después de tejer y lavar la gran tela, nos mostró aquel lienzo que se asemejaba al sol ó á la luna, funesta deidad trajo á Ulises de alguna parte á los confines del campo donde el porquero tenía su morada. Allí fué también el hijo amado del divinal Ulises, cuando volvió de Pilos en su negra nave; y, concertándose para dar mala muerte á los pretendientes, vinieron á la ínclita ciudad, y Ulises entró el último, pues Telémaco se le anticipó algún tanto. El porquero acompañó á Ulises; y éste, con sus pobres harapos, parecía un viejo y miserable mendigo que se apoyaba en el bastón y llevaba feas vestiduras. Ninguno de nosotros pudo conocerle, ni aun los más viejos, cuando se presentó de súbito; y lo maltratábamos, dirigiéndole injuriosas palabras y dándole golpes. Con ánimo paciente sufría Ulises que en su propio palacio se le pegara é injuriara; mas apenas le incitó Júpiter, que lleva la égida, comenzó por quitar de las paredes, ayudado de Telémaco, las magníficas armas que depositó en su habitación, corriendo los cerrojos; y luego, con refinada astucia, aconsejó á su esposa que nos sacara á los pretendientes el arco y el blanquizco hierro á fin de celebrar el certamen que había de ser para nosotros, oh infelices, el preludio de la matanza. Ninguno logró tender la cuerda del recio arco, pues nos faltaba mucha parte del vigor que para ello se requería. Cuando el gran arco iba á llegar á manos de Ulises, todos increpábamos al porquero para que no se lo diese, por más que lo solicitara; y tan sólo Telémaco, animándole, mandó que se lo entregase. El paciente divinal Ulises lo tomó en sus manos, tendiólo con suma facilidad, é hizo pasar la flecha á través del hierro; inmediatamente se fué al umbral, derramó por el suelo las veloces flechas, echando terribles miradas, y mató al rey Antínoo. Pero en seguida disparó contra los demás las dolorosas saetas, apuntando á su frente; y caían los unos en pos de los otros. Era evidente que alguno de los dioses le ayudaba; pues muy pronto, dejándose llevar de su furor, empezaron á matar á diestro y siniestro por la sala: los que recibían los golpes en la cabeza levantaban horribles suspiros, y el suelo manaba sangre por todos lados. Así hemos perecido, Agamenón, y los cadáveres yacen abandonados en el palacio de Ulises; porque la nueva aún no ha llegado á las casas de nuestros amigos, los cuales nos llorarían después de lavarnos la negra sangre de las heridas y de colocarnos en lechos; que tales son los honores que han de tributarse á los difuntos.»

191 Contestóle el alma del Atrida: «¡Feliz hijo de Laertes! ¡Ulises, fecundo en recursos! Tú acertaste á poseer una esposa virtuosísima. Como la irreprochable Penélope, hija de Icario, ha tenido tan excelentes sentimientos y ha guardado tan buena memoria de Ulises, el varón con quien se casó virgen, jamás se perderá la gloriosa fama de su virtud y los inmortales inspirarán á los hombres de la tierra graciosos cantos en loor de la discreta Penélope. No se portó así la hija de Tíndaro, que, maquinando inicuas acciones, dió muerte al marido con quien se casara virgen; por lo cual ha de ser objeto de odiosos cantos, y ya ha proporcionado triste fama á las mujeres, sin exceptuar á las que son virtuosas.»

203 Así conversaban en la morada de Plutón, dentro de las profundidades de la tierra.


205 Mientras tanto, Ulises y los suyos, descendiendo de la ciudad, llegaron muy pronto al bonito y bien cultivado predio de Laertes, que éste comprara en otra época después de pasar muchas fatigas. Allí estaba la casa del anciano, con un cobertizo á su alrededor adonde iban á comer, á sentarse y á dormir los siervos propios de aquél; siervos que le hacían cuantas labores eran de su agrado. Una vieja siciliana le cuidaba con gran solicitud allá en el campo, lejos de la ciudad. En llegando, pues, á tal paraje, Ulises les habló de esta manera á sus servidores y á su hijo:

214 «Vosotros, entrando en la bien labrada casería, sacrificad al punto el mejor de los cerdos para el almuerzo; y yo iré á probar si mi padre me reconoce al verme ante sus ojos, ó no distingue quién soy después de tanto tiempo de hallarme ausente.»

219 Diciendo así, entregó las marciales armas á los criados. Fuéronse éstos á buen paso hacia la casería y Ulises se encaminó al huerto, en frutas abundoso, para hacer aquella prueba. Y, bajando al grande huerto, no halló á Dolio, ni á ninguno de los esclavos, ni á los hijos de éste; pues todos habían salido á coger espinos para hacer el seto del huerto, y el anciano Dolio los guiaba. Por esta razón halló en el bien cultivado huerto á su padre solo, aporcando una planta. Vestía Laertes una túnica sucia, remendada y miserable; llevaba atadas á las piernas unas polainas de vaqueta cosida para reparo contra los rasguños y en las manos guantes por causa de las zarzas; y cubría su angustiada cabeza con un gorro de piel de cabra. Cuando el paciente divinal Ulises le vió abrumado por la vejez y con tan grande dolor allá en su espíritu, se detuvo al pie de un alto peral y le saltaron las lágrimas. Después encontrábase indeciso en su mente y en su corazón, no sabiendo si besar y abrazar á su padre, contárselo todo y explicarle cómo había llegado al patrio suelo; ó interrogarle primeramente con el fin de hacer aquella prueba. Tan luego como lo hubo pensado, parecióle que era mejor tentarle con burlonas palabras. Con este propósito fuése el divinal Ulises derecho al mismo, que estaba con la cabeza baja cavando en torno de una planta. Y, deteniéndose á su vera, hablóle así su preclaro hijo:

244 «¡Oh anciano! No te falta pericia para cultivar un huerto, pues en éste se halla todo muy bien cuidado y no se ve planta alguna, ni higuera, ni vid, ni olivo, ni peral, ni cuadro de legumbres, que no lo esté de igual manera. Otra cosa te diré, mas no por ello recibas enojo en tu corazón: no tienes tan buen cuidado de ti mismo, pues no sólo te agobia la triste vejez, sino que estás sucio y mal vestido. No será sin duda á causa de tu ociosidad el que un señor te tenga en semejante desamparo; y, además, nada servil se advierte en ti, pues por tu aspecto y grandeza te asemejas á un rey, á un varón que después de lavarse y de comer haya de dormir en blando lecho; que tal es la costumbre de los ancianos. Mas, ea, habla y responde sinceramente: ¿De quién eres siervo? ¿Cúyo es el huerto que cultivas? Dime con verdad, á fin de que lo sepa, si realmente he llegado á Ítaca; como me aseguró un hombre que encontré al venir y que no debe de ser muy sensato, pues no tuvo paciencia para referirme algunas cosas ni para escuchar mis palabras cuando le pregunté si cierto huésped mío aún vive y existe ó ha muerto y se halla en la morada de Plutón. Voy á contártelo á ti: atiende y óyeme. En mi patria hospedé en otro tiempo á un varón que llegó á nuestra morada; y jamás mortal alguno de los que vinieron de lejas tierras á posar en mi casa me fué más grato: preciábase de ser natural de Ítaca y decía que Laertes Arcesíada era su padre. Yo mismo lo conduje al palacio, le proporcioné digna hospitalidad, tratándolo solícita y amistosamente,—que en mi mansión reinaba la abundancia,—y le hice los presentes hospitalarios que convenía dar á tal persona. Le entregué siete talentos de oro bien labrado; una argéntea cratera floreada; doce mantos sencillos, doce tapetes, doce bellos palios y otras tantas túnicas; y además, cuatro mujeres de hermosa figura, diestras en hacer irreprochables labores, que él mismo escogió entre mis esclavas.»

280 Respondióle su padre, con los ojos anegados en lágrimas: «¡Forastero! Estás ciertamente en la tierra por la cual preguntas; pero la tienen dominada unos hombres insolentes y malvados, y te saldrán en vano esos múltiples presentes que á aquél le hiciste. Si lo hallaras vivo en el pueblo de Ítaca, no te despidiera sin corresponder á tus obsequios con otros dones y una buena hospitalidad, como es justo que se haga con quien anteriormente nos dejó obligados. Mas, ea, habla y responde sinceramente: ¿Cuántos años ha que acogiste á ese tu infeliz huésped, á mi hijo infortunado, si todo no ha sido un sueño? Alejado de sus amigos y de su patria tierra, ó se lo comieron los peces en el ponto ó fué pasto, en el continente, de las fieras y de las aves: y ni su madre lo amortajó, llorándole conmigo que lo engendramos; ni su rica mujer, la discreta Penélope, gimió sobre el lecho fúnebre de su marido, como era justo, ni le cerró los ojos; que tales son las honras debidas á los muertos. Dime también la verdad de esto, para que me entere: ¿Quién eres y de qué país procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y tus padres? ¿Dónde está el rápido bajel que te ha traído con tus compañeros iguales á los dioses? ¿Ó viniste pasajero en la nave de otro, que después de dejarte en tierra continuó su viaje?»

302 Díjole en respuesta el ingenioso Ulises: «De todo voy á informarte circunstanciadamente. Nací en Alibante, donde tengo magnífica morada, y soy hijo del rey Afidante Polipemónida; mi nombre es Epérito; algún dios me ha apartado de Sicania para traerme aquí á pesar mío, y mi nave está cerca del campo, antes de llegar á la población. Hace ya cinco años que Ulises se fué de allá y dejó mi patria. ¡Infeliz! Propicias aves volaban á su derecha cuando partió, y, al notarlo, le despedí alegre y se alejó contento; porque nos quedaba en el corazón la esperanza de que la hospitalidad volvería á juntarnos y nos podríamos obsequiar con espléndidos presentes.»

315 Tales fueron sus palabras; y negra nube de pesar envolvió á Laertes que tomó ceniza con ambos manos y echóla sobre su cabeza cana, suspirando muy gravemente. Conmoviósele el corazón á Ulises; sintió el héroe aguda picazón en la nariz al contemplar á su padre, y dando un salto, le besó y le dijo:

321 «Yo soy, oh padre, ése mismo por quien preguntas; que torno en el vigésimo año á la patria tierra. Pero cesen tu llanto, tus sollozos y tus lágrimas. Y te diré, ya que el tiempo nos apremia, que he muerto á los pretendientes en nuestra casa, vengando así sus dolorosas injurias y sus malvadas acciones.»

327 Laertes le contestó diciendo: «Pues si eres mi hijo Ulises que ha vuelto, muéstrame alguna señal evidente para que me convenza.»

330 Respondióle el ingenioso Ulises: «Primeramente vean tus ojos la herida que en el Parnaso me infirió un jabalí con su blanco diente,
¿Quién eres, le preguntó Laertes, y de qué país procedes?
(Canto XXIV, verso 298.)
cuando tú y mi madre veneranda me enviasteis á Autólico, mi caro abuelo paterno, á recibir los dones que al venir acá prometió hacerme. Y, si lo deseas, te enumeraré los árboles que una vez me regalaste en este bien cultivado huerto: pues yo, que era niño, te seguía y te los iba pidiendo uno tras otro; y, al pasar por entre ellos, me los mostrabas y me decías su nombre. Fueron trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras; y me ofreciste, además, cincuenta liños de cepas, cada uno de los cuales daba fruto en diversa época, como que hay aquí racimos de uvas de todas clases cuando los hacen madurar las estaciones que desde lo alto nos envía Jove.»

345 Así le dijo; y Laertes sintió desfallecer sus rodillas y su corazón, reconociendo las señales que Ulises describiera con tal certidumbre. Echó los brazos sobre su hijo; y el paciente divinal Ulises trajo hacia sí al anciano, que se hallaba sin aliento. Y cuando Laertes tornó á respirar y volvió en su acuerdo, respondió con estas palabras:

351 «¡Padre Júpiter! Vosotros los dioses permanecéis aún en el vasto Olimpo, si es verdad que los pretendientes recibieron el castigo de su temeraria insolencia. Mas ahora teme mucho mi corazón que se reúnan y vengan muy pronto los itacenses, y que además envíen emisarios á todas las ciudades de los cefalenos.»

356 Respondióle el ingenioso Ulises: «Cobra ánimo y no te preocupes por tales cosas. Pero vámonos á la casa que se halla próxima á este huerto, que allí envié á Telémaco, al boyero y al porquerizo para que cuanto antes nos aparejen la comida.»

361 Pronunciadas estas palabras, encamináronse á la hermosa casería. Cuando hubieron llegado á la cómoda mansión, hallaron á Telémaco, al boyero y al porquerizo ocupados en cortar mucha carne y en mezclar el negro vino.

365 Al punto la esclava siciliana lavó y ungió con aceite al magnánimo Laertes dentro de la casa, echándole después un hermoso manto sobre las espaldas; y Minerva se acercó é hizo que le crecieran los miembros al pastor de hombres, de suerte que apareciese más alto y más grueso que anteriormente. Cuando salió del baño, admiróse Ulises de verle tan parecido á los inmortales númenes y le dirigió estas aladas palabras:

373 «¡Oh padre! Alguno de los sempiternos dioses ha mejorado á buen seguro tu aspecto y tu grandeza.»

375 Contestóle el discreto Laertes: «Ojalá me hallase, ¡oh padre Júpiter, Minerva, Apolo!, como cuando reinaba sobre los cefalenos y tomé á Nérico, ciudad bien construída, allá en la punta del continente: si, siendo tal, me hubiera encontrado ayer en nuestra casa, con los hombros cubiertos por la armadura, á tu lado y rechazando á los pretendientes, yo les quebrara á muchos las rodillas en el palacio y tu alma se regocijara al contemplarlo.»

383 Así éstos conversaban. Cuando los demás terminaron la faena y dispusieron el banquete, sentáronse por orden en sillas y sillones. Y así que comenzaban á tomar los manjares, llegó el anciano Dolio con sus hijos—que venían cansados de tanto trabajar;—pues salió á llamarlos su madre, la vieja siciliana, que los había criado y que cuidaba al anciano con gran esmero desde que el mismo llegara á la senectud. Tan pronto como vieron á Ulises y lo reconocieron en su espíritu, paráronse atónitos dentro de la sala; y Ulises les habló halagándolos con dulces palabras:

394 «¡Oh anciano! Siéntate á comer y cese tu asombro, porque mucho ha que, con harto deseo de echar mano á los manjares, os estábamos aguardando en esta sala.»

397 Así se expresó. Dolio se fué derechamente á él con los brazos abiertos, tomó la mano de Ulises, se la besó en la muñeca, y le dirigió estas aladas palabras:

400 «¡Amigo! Como quiera que has vuelto á nosotros que anhelábamos tu tornada—aunque ya perdíamos la esperanza—y los mismos dioses te han traído, salve, sé muy dichoso, y las deidades te concedan toda clase de venturas. Dime ahora la verdad de lo que te voy á preguntar, para que me entere: ¿la discreta Penélope sabe ciertamente que te hallas de regreso, ó convendrá enviarle un propio?»

406 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Oh anciano! Ya lo sabe. ¿Qué necesidad hay de hacer lo que propones?»

408 Así le habló; y Dolio fué á sentarse en su pulimentada silla. De igual manera se allegaron á Ulises los hijos de Dolio, le saludaron con palabras, le tomaron las manos y se sentaron por orden cerca de su padre.

412 Mientras éstos comían allá en la casa, fué la Fama anunciando rápidamente por toda la ciudad la horrorosa muerte y el hado de los pretendientes. Al punto que los ciudadanos la oían, presentábanse todos en la mansión de Ulises, unos por éste y otros por aquel lado, profiriendo voces y gemidos. Sacaron los muertos; y, después de enterrar cada cual á los suyos y de entregar los de otras ciudades á los pescadores para que los transportaran en veleras naves, encamináronse al ágora todos juntos, con el corazón triste. Cuando hubieron acudido y estuvieron congregados, levantóse Eupites á hablar; porque era intolerable la pena que sentía en el alma por su hijo Antínoo, que fué el primero á quien mató el divinal Ulises. Y, derramando lágrimas, los arengó diciendo:

426 «¡Oh amigos! Grande fué la obra que ese varón maquinó contra los aqueos: Llevóse á muchos y valientes hombres en sus naves y perdió las cóncavas naves y los hombres; y, al volver, ha muerto á los más señalados entre los cefalenos. Mas, ea, marchemos á su encuentro antes que se escape á Pilos ó á la divina Élide, donde ejercen su dominio los epeos, para que no nos veamos perpetuamente confundidos. Afrentoso será que lleguen á enterarse de estas cosas los venideros; y, si no castigáramos á los matadores de nuestros hijos y de nuestros hermanos, no me fuera grata la vida y ojalá me muriese cuanto antes para estar con los difuntos. Pero vayamos pronto: no sea que nos prevengan con la huída.»

438 Así les dijo, vertiendo lágrimas; y movió á compasión á los aqueos todos. Mas en aquel punto presentáronse Medonte y el divinal aedo, que al despertar habían salido de la morada de Ulises; pusiéronse en medio, y el asombro se apoderó de los circunstantes. Y el discreto Medonte les habló de esta manera:

443 «Oídme ahora á mí, oh itacenses; pues no sin la voluntad de los inmortales dioses ha realizado Ulises tal hazaña. Yo mismo vi á un dios inmortal que se hallaba cerca de él y era en un todo semejante á Méntor. Este dios inmortal á las veces aparecía delante de Ulises, á quien animaba; y á las veces, corriendo furioso por el palacio, tumultuaba á los pretendientes, que caían los unos en pos de los otros.»

450 Así se expresó; y todos se sintieron poseídos del pálido temor. Seguidamente dirigióles la palabra el anciano héroe Haliterses Mastórida, el único que conocía lo pasado y lo venidero. Éste, pues, les arengó con benevolencia, diciendo:

454 «Oíd ahora, oh itacenses, lo que os digo. Por vuestra culpable debilidad ocurrieron tales cosas, amigos: que nunca os dejasteis persuadir ni por mí, ni por Méntor, pastor de hombres, cuando os exhortábamos á poner término á las locuras de vuestros hijos; y éstos, con su pernicioso orgullo, cometieron una gran falta, devorando los bienes y ultrajando á la mujer de un varón eximio que se figuraban que ya no había de volver. Y al presente, ojalá se haga lo que os voy á decir. Creedme á mí: no vayamos; no sea que alguien halle el mal que se habrá buscado.» 463 Así les dijo. Levantáronse con gran clamoreo más de la mitad; y los restantes, que se quedaron allí porque no les plugo la arenga y en cambio los persuadió Eupites, corrieron muy pronto á tomar las armas. Apenas se hubieron revestido de luciente bronce, juntáronse en compacto escuadrón fuera de la espaciosa ciudad. Y Eupites asumió el mando, dejándose llevar por su simpleza: pensaba vengar la muerte de su hijo y no había de volver á la población, porque estaba dispuesto que allá fuera le alcanzase el hado.

472 Mientras esto ocurría, dijo Minerva á Jove Saturnio: «¡Padre nuestro, Saturnio, el más excelso de los que imperan! Responde á lo que voy á preguntarte. ¿Cuál es el propósito que interiormente has formado? ¿Llevarás á efecto la perniciosa guerra y el horrible combate, ó pondrás amistad entre unos y otros?»

477 Contestóle Júpiter, que amontona las nubes: «¡Hija mía! ¿Por qué inquieres y preguntas tales cosas? ¿No formaste tú misma ese proyecto: que Ulises, al tornar á su tierra, se vengaría de aquéllos? Haz ahora cuanto te plazca; mas yo te diré lo que es oportuno. Puesto que el divinal Ulises se ha vengado de los pretendientes, inmólense víctimas y préstense juramentos de mutua fidelidad; tenga aquél siempre su reinado en Ítaca; hagamos que se olvide la matanza de los hijos y de los hermanos; ámense los unos á los otros, como anteriormente; y haya paz y riqueza en gran abundancia.»

487 Con tales palabras instigóle á hacer lo que ella deseaba; y Minerva bajó presurosa de las cumbres del Olimpo.

489 Cuando los de la casa de Laertes hubieron satisfecho el apetito con la agradable comida, el paciente divinal Ulises rompió el silencio para decirles: «Salga alguno á mirar: no sea que ya estén cerca los que vienen.»

492 Tal dijo. Salió uno de los hijos de Dolio, cumpliendo lo mandado por Ulises; detúvose en el umbral, y, al verlos á todos ya muy próximos, dirigió al héroe estas aladas palabras: «Ya vienen cerca; armémonos cuanto antes.»

496 Así les habló. Levantáronse y vistieron la armadura los cuatro con Ulises, los seis hijos de Dolio y además, aunque ya estaban canosos, Laertes y Dolio, pues la necesidad les obligó á ser guerreros. Y cuando se hubieron revestido de luciente bronce, abrieron la puerta y salieron de la casa, precedidos por Ulises.

502 En aquel instante se les acercó Minerva, hija de Júpiter, que había tomado la figura y la voz de Méntor. El paciente y divinal Ulises se alegró de verla y al punto dijo á Telémaco, su hijo amado:

506 «¡Telémaco! Ahora que vas á la pelea, donde se señalan los más eximios, procura no deshonrar el linaje de tus mayores; pues en ser esforzados y valientes hemos descollado todos sobre la haz de la tierra.»

510 Respondióle el prudente Telémaco: «Verás, si quieres, padre amado, que con el ánimo que tengo no deshonraré tu linaje como dices.»

513 Así se expresó. Holgóse Laertes y dijo estas palabras: «¡Qué día éste para mí, amados dioses! ¡Cuán grande es mi júbilo! ¡Mi hijo y mi nieto rivalizan en ser valientes!»

516 Entonces Minerva, la de los brillantes ojos, se detuvo junto á él y hablóle en estos términos: «¡Oh Arcesíada, el más caro de todos mis amigos! Eleva tus preces á la doncella de los brillantes ojos y al padre Júpiter, y acto continuo blande y arroja la ingente lanza.»

520 Diciendo así, infundióle gran valor Palas Minerva. Incontinenti elevó sus preces á la hija del gran Júpiter, blandió y arrojó la ingente lanza, é hirió á Eupites á través del casco de broncíneas carrilleras, que no logró detener el arma, pues fué atravesado por el bronce. Eupites cayó con estrépito y sus armas resonaron. Ulises y su ilustre hijo se habían arrojado á los enemigos que iban delante, y heríanlos con espadas y lanzas de doble filo. Y á todos los mataran, privándoles de volver á sus hogares, si Minerva, la hija de Júpiter que lleva la égida, no hubiese alzado su voz y detenido á todo el pueblo:

531 «¡Dejad la terrible pelea, oh itacenses, para que os separéis en seguida sin derramar más sangre!»

533 Así dijo Minerva; y todos se sintieron poseídos del pálido temor. No bien se oyó la voz de la deidad, las armas volaron de las manos y cayeron en tierra; y los itacenses, deseosos de conservar la vida, se volvieron hacia la población. El paciente divinal Ulises gritó horriblemente y, encogiéndose, lanzóse á perseguirlos como un águila de alto vuelo. Mas el Saturnio despidió un ardiente rayo, que fué á caer ante la diosa de los brillantes ojos, hija del prepotente padre. Y entonces Minerva, la de los brillantes ojos, dijo á Ulises de esta suerte:

542 «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! Tente y haz que termine esta lucha, este combate igualmente funesto para todos: no sea que el longividente Jove Saturnio se enoje contigo.»

545 Así habló Minerva; y Ulises, muy alegre en su ánimo, cumplió la orden. Y luego hizo que juraran la paz entrambas partes, la propia Palas Minerva, hija de Júpiter que lleva la égida, que había tomado el aspecto y la voz de Méntor.


FIN