La Odisea (1910) de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de Flaxman, Walter Paget
Canto XXI
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Penélope, por inspiración de Minerva, les saca á los pretendientes el arco y las segures de
Ulises y promete casarse con el que venza en el certamen


CANTO XXI
LA PROPUESTA DEL ARCO


1 Minerva, la deidad de los brillantes ojos, inspiróle en el corazón á la discreta Penélope, hija de Icario, que en la propia casa de Ulises les sacara á los pretendientes el arco y el blanquizco hierro; á fin de celebrar el certamen que había de ser el preludio de su matanza. Subió Penélope la alta escalera de la casa; tomó en su hermosa y robusta mano una magnífica llave bien curvada, de bronce, con el cabo de marfil; y se fué con las siervas al aposento más interior donde guardaba los objetos preciosos del rey—bronce, oro y labrado hierro—y también el flexible arco y la aljaba para las flechas, que contenía muchas y dolorosas saetas; dones ambos que á Ulises le hiciera su huésped Ífito Eurítida, semejante á los inmortales, cuando se juntó con él en Lacedemonia. Encontráronse en Mesena, en casa del belicoso Orsíloco. Ulises iba á cobrar una deuda de todo el pueblo, pues los mesenios se habían llevado de Ítaca, en naves de muchos bancos, trescientas ovejas con sus pastores: por esta causa Ulises, que aún era joven, emprendió como embajador aquel largo viaje, enviado por su padre y otros ancianos. Á su vez, Ífito iba en busca de doce yeguas de vientre con sus potros, pacientes en el trabajo, que antes le quitaran y que luego habían de ser la causa de su muerte y miserable destino; pues, habiéndose llegado á Hércules, hijo de Júpiter, varón de ánimo esforzado que sabía realizar grandes hazañas, ése le mató en su misma casa, sin embargo de tenerlo como huésped. ¡Inicuo! No temió la venganza de los dioses, ni respetó la mesa que le puso él en persona: matóle y retuvo en su palacio las yeguas de fuertes cascos. Cuando Ífito iba, pues, en busca de las mentadas yeguas, se encontró con Ulises y le dió el arco que antiguamente llevara el gran Eurito y que éste legó á su vástago al morir en su excelsa casa; y Ulises, por su parte, regaló á Ífito afilada espada y fornida lanza; presentes que hubieran originado entre ambos cordial amistad, mas los héroes no llegaron á verse el uno en la mesa del otro, porque el hijo de Júpiter mató antes á Ífito Eurítida, semejante á los inmortales. Y el divinal Ulises llevaba en su patria el arco que le había dado Ífito, pero no lo quiso tomar al partir para la guerra en las negras naves; y lo dejó en el palacio como recuerdo de su caro huésped.

42 Al instante que la divina entre las mujeres llegó al aposento y puso el pie en el umbral de encina que en otra época puliera el artífice con gran habilidad y enderezara por medio de un nivel, alzando los dos postes en que había de encajar la espléndida puerta; desató la correa del anillo, introdujo la llave é hizo correr los cerrojos de la puerta, empujándola hacia dentro. Rechinaron las hojas como muge un toro que pace en la pradera—¡tanto ruido produjo la hermosa puerta al empuje de la llave!—y abriéronse inmediatamente. Penélope subió al excelso tablado donde estaban las arcas de los perfumados vestidos; y, tendiendo el brazo, descolgó de un clavo el arco con la funda espléndida que lo envolvía. Sentóse allí mismo, teniéndolo en sus rodillas, lloró ruidosamente y sacó de la funda el arco del rey. Y cuando ya estuvo harta de llorar y de gemir, fuése hacia la habitación donde se hallaban los ilustres pretendientes; y llevó en su mano el flexible arco y la aljaba para las flechas, la cual contenía abundantes y dolorosas saetas. Juntamente con Penélope, llevaban las siervas una caja con mucho hierro y bronce que servía para los juegos del rey. Cuando la divina entre las mujeres hubo llegado adonde estaban los pretendientes, paróse ante la columna que sostenía el techo sólidamente construído, con las mejillas cubiertas por espléndido velo y una honrada doncella á cada lado. Y á la hora dirigió la palabra á los pretendientes, hablándoles de esta guisa:

68 «Oídme, mis ilustres pretendientes, los que habéis caído sobre esta casa para comer y beber de continuo durante la prolongada ausencia de mi esposo, sin poder hallar otra excusa que la intención de casaros conmigo y tenerme por mujer. Ea, pretendientes míos, os espera este certamen: pondré aquí el gran arco del divinal Ulises, y aquel que más fácilmente lo maneje, lo tienda y haga pasar una flecha por el ojo de las doce segures, será con quien yo me vaya, dejando esta casa á la que vine doncella, que es tan hermosa, que está tan abastecida, y de la cual me figuro que habré de acordarme aun entre sueños.»

80 Tales fueron sus palabras; y mandó en seguida á Eumeo, el divinal porquerizo, que ofreciera á los pretendientes el arco y el blanquizco hierro. Eumeo lo recibió llorando y lo puso en tierra; y desde la parte contraria el boyero, al ver el arco de su señor, lloró también. Y Antínoo les increpó, diciéndoles de esta suerte:

85 «¡Rústicos necios, que no pensáis más que en lo del día! ¡Ah míseros! ¿Por qué, vertiendo lágrimas, conmovéis el ánimo de esta mujer, cuando ya lo tiene sumido en el dolor desde que perdió á su consorte? Comed ahí, en silencio, ó idos afuera á llorar; dejando ese pulido arco que ha de ser causa de un certamen fatigoso para los pretendientes, pues creo que nos será difícil armarlo. Que no hay entre todos los que aquí nos encontramos un hombre como fué Ulises. Le vi y de él guardo memoria, aunque en aquel tiempo era yo un niño.»

96 Así les habló, pero allá dentro en su ánimo tenía esperanzas de armar el arco y hacer pasar la flecha á través del hierro; aunque debía gustar antes que nadie la saeta despedida por mano de Ulises, á quien estaba ultrajando en su palacio y aun incitaba á sus compañeros á que también lo hiciesen. Mas el esforzado y divinal Telémaco les dirigió la palabra y les dijo:

102 «¡Oh dioses! En verdad que Júpiter Saturnio me ha vuelto el juicio. Díceme mi madre querida, siendo tan discreta, que se irá con otro y saldrá de esta casa; y yo me río y me deleito con ánimo insensato. Ea, pretendientes, ya que os espera este certamen por una mujer que no tiene par en el país aqueo, ni en la sacra Pilos, ni en Argos, ni en Micenas, ni en la misma Ítaca, ni en el obscuro continente, como vosotros mismos lo sabéis. ¿Qué necesidad tengo
Sentóse Penélope y lloró ruidosamente teniendo en sus rodillas el arco del rey
(Canto XXI, versos 55 y 56.)
de alabar á mi madre? Ea, pues, no difiráis la lucha con pretextos y no tardéis en hacer la prueba de armar el arco, para que os veamos. También yo lo intentaré; y si logro armarlo y hacer pasar la flecha á través del hierro, mi veneranda madre no me dará el disgusto de irse con otro y abandonar el palacio; pues me dejaría en él, cuando ya pudiera alcanzar la victoria en los hermosos juegos de mi padre.»

118 Dijo; y, poniéndose en pie, se quitó el purpúreo manto y descolgó de su hombro la aguda espada. Acto continuo comenzó por hincar las segures, abriendo para todas un gran surco, alineándolas á cordel, y poniendo tierra á entrambos lados. Todos se quedaron sorprendidos al notar con qué buen orden las colocaba, sin haber visto nunca aquel juego. De seguida fuése al umbral y probó á tender el arco. Tres veces lo movió, con el deseo de armarlo, y tres veces hubo de desistir de su propósito; aunque sin perder la esperanza de tirar de la cuerda y hacer pasar la flecha á través del hierro. Y lo hubiese armado, tirando con gran fuerza por la cuarta vez; pero Ulises se lo prohibió con una seña y le contuvo en su deseo. Entonces habló de esta manera el esforzado y divinal Telémaco:

131 «¡Oh dioses! Ó tengo que ser en adelante ruin y menguado, ó soy aún demasiado joven y no puedo confiar en mis brazos para rechazar á quien me ultraje. Mas, ea, probad el arco vosotros, que me superáis en fuerzas, y acabemos el certamen.»

136 Diciendo así, puso el arco en el suelo, arrimándolo á las tablas de la puerta que estaban sólidamente unidas y bien pulimentadas; dejó la veloz saeta apoyada en el hermoso anillo; y volvióse al asiento que antes ocupaba. Y Antínoo hijo de Eupites, les habló de esta manera:

141 «Levantaos consecutivamente, compañeros, empezando por la derecha del lugar donde se escancia el vino.»

143 De tal modo se expresó Antínoo y á todos les plugo cuanto dijo. Levantóse el primero Liodes, hijo de Énope, el cual era el arúspice de los pretendientes y acostumbraba sentarse en lo más hondo, al lado de la magnífica cratera, siendo el único que aborrecía las iniquidades y que se indignaba contra los demás pretendientes. Tal fué quien primero tomó el arco y la veloz flecha. En seguida se encaminó al umbral y probó el arco; mas no pudo tenderlo, que antes se le fatigaron, con tanto tirar, sus manos blandas y no encallecidas. Y al momento hablóles así á los demás pretendientes:

152 «¡Amigos! Yo no puedo armarlo; tómelo otro. Este arco privará del ánimo y de la vida á muchos príncipes, porque es preferible la muerte á vivir sin realizar el propósito que nos reúne aquí continuamente y que nos hace aguardar día tras día. Ahora cada cual espera en su alma que se le cumplirá el deseo de casarse con Penélope, la esposa de Ulises; mas, tan pronto como vea y pruebe el arco, ya puede dedicarse á pretender á otra aquiva, de hermoso peplo, solicitándola con regalos de boda; y luego se casará aquélla con quien le haga más presentes y venga designado por el destino.»

163 Dichas estas palabras, apartó de sí el arco, arrimándolo á las tablas de la puerta, que estaban sólidamente unidas y bien pulimentadas, dejó la veloz saeta apoyada en el hermoso anillo, y volvióse al asiento que antes ocupaba. Y Antínoo le increpó, diciéndole de esta suerte:

168 «¡Liodes! ¡Qué palabras tan graves y molestas se te escaparon del cerco de los dientes! Me indigné al oirlas. Dices que este arco privará del ánimo y de la vida á los príncipes, tan sólo porque no puedes armarlo. No te parió tu madre veneranda para que entendieses en manejar el arco y las saetas; pero verás cómo lo tienden muy pronto otros ilustres pretendientes.»

175 Así le dijo; y al punto dió al cabrero Melantio la siguiente orden: «Ve, Melantio, enciende fuego en la sala, coloca junto al hogar un sillón con una pelleja, y trae una gran bola de sebo del que hay en el interior; para que los jóvenes, calentando el arco y untándolo con grasa, probemos de armarlo y terminemos este certamen.»

181 Tal fué lo que le mandó. Melantio se puso inmediatamente á encender el fuego infatigable, colocó junto al mismo un sillón con una pelleja y sacó una gran bola de sebo del que había en el interior. Untándolo con sebo y calentándolo en la lumbre, fueron probando el arco todos los jóvenes; mas no consiguieron tenderlo, porque les faltaba gran parte de la fuerza que para ello se requería. Y ya sólo quedaban sin probarlo Antínoo y el deiforme Eurímaco, que eran los príncipes entre los pretendientes y á todos superaban por su fuerza.

188 Entonces salieron juntos de la casa el boyero y el porquerizo del divinal Ulises; siguióles éste y díjoles con suaves palabras así que dejaron á su espalda la puerta y el patio:

193 «¡Boyero y tú, porquerizo! ¿Os revelaré lo que pienso ó lo mantendré oculto? Mi ánimo me ordena que lo diga. ¿Cuáles fuerais para ayudar á Ulises, si llegara de súbito porque alguna deidad nos lo trajese? ¿Os pondríais de parte de los pretendientes ó del propio Ulises? Contestad como vuestro corazón y vuestro ánimo os lo dicten.»

199 Dijo entonces el boyero: «¡Padre Júpiter! Ojalá me cumplas este voto: que vuelva aquel varón, traído por alguna deidad. Tú verías, si así sucediese, cuál es mi fuerza y de qué brazos dispongo.»

203 Eumeo suplicó asimismo á todos los dioses que el prudente Ulises volviera á su casa. Cuando el héroe conoció el verdadero modo de pensar de entrambos, hablóles nuevamente diciendo de esta suerte:

207 «Pues dentro está, aquí lo tenéis, soy yo que, después de pasar muchos trabajos, he vuelto en el vigésimo año á la patria tierra. Conozco que entre mis esclavos tan solamente vosotros deseabais mi vuelta, pues no he oído que ningún otro hiciera votos para que tornara á esta casa. Os voy á revelar con sinceridad lo que ha de llevarse á efecto. Si, por ordenarlo un dios, sucumben á mis manos los eximios pretendientes, os buscaré esposa, os daré bienes y sendas casas labradas junto á la mía, y os consideraré en lo sucesivo como compañeros y hermanos de Telémaco. Y, si queréis, ea, voy á mostraros una manifiesta señal para que me reconozcáis y se convenza vuestro ánimo: la cicatriz de la herida que me infirió un jabalí con su blanco diente cuando fuí al Parnaso con los hijos de Autólico.»

221 Apenas hubo dicho estas palabras, apartó los harapos para enseñarles la extensa cicatriz. Ambos la vieron y examinaron cuidadosamente, y acto continuo rompieron en llanto, echaron los brazos sobre el prudente Ulises y, apretándole, le besaron la cabeza y los hombros. Ulises, á su vez, besóles la cabeza y las manos. Y entregados al llanto los dejara el sol al ponerse, si el propio Ulises no les hubiese calmado, diciéndoles de esta suerte:

228 «Cesad ya de llorar y de gemir: no sea que alguno salga del palacio, lo vea y se vaya á contarlo allá dentro. Entraréis en el palacio pero no juntos, sino uno tras otro: yo primero y vosotros después. Tened sabida una señal que os quiero dar y es la siguiente: Los otros, los ilustres pretendientes, no han de permitir que se me dé el arco y el carcaj; pero tú, divinal Eumeo, tráelo por la habitación, pónmelo en las manos, y di á las mujeres que cierren las sólidas puertas de las estancias y que si alguna oyere gemidos ó estrépito de hombres dentro de las paredes de nuestra sala, no se asome y quédese allí, en silencio, junto á su labor. Y á ti, divinal Filetio, te confío las puertas del patio para que las cierres, corriendo el cerrojo que sujetarás mediante un nudo.»

242 Hablando así, entróse por el cómodo palacio y fué á sentarse en el mismo sitio que antes ocupaba. Luego penetraron también los dos esclavos del divinal Ulises.

245 Ya Eurímaco manejaba el arco, dándole vueltas y calentándolo, ora por esta, ora por aquella parte, al resplandor del fuego. Mas ni aun así consiguió armarlo; por lo cual, sintiendo gran angustia en su corazón glorioso, suspiró y dijo de esta suerte:

249 «¡Oh dioses! Grande es el pesar que siento por mí y por vosotros todos. Y aunque me afligen las frustradas nupcias, no tanto me lamento por las mismas—pues hay muchas aqueas en la propia Ítaca, rodeada por el mar, y en las restantes ciudades,—como por ser nuestras fuerzas de tal modo inferiores á las del divinal Ulises que no podamos tender su arco: ¡vergonzoso será que lleguen á saberlo los venideros!»

256 Entonces Antínoo, hijo de Eupites, le habló diciendo: «¡Eurímaco! No será así y tú mismo lo comprendes. Ahora, mientras se celebra en la población la sacra fiesta del dios, ¿quién lograría tender el arco? Ponedlo en tierra tranquilamente y permanezcan clavadas todas las segures, pues no creo que se las lleve ninguno de los que frecuentan el palacio de Ulises Laertíada. Mas, ea, comience el escanciador á repartir las copas para que hagamos la libación, y dejemos ya el corvo arco. Y ordenad al cabrero Melantio que al romper el día se venga con algunas cabras, las mejores de todos sus rebaños, á fin de que, en ofreciendo los muslos á Apolo, célebre por su arco, probemos de armar el de Ulises y terminemos este certamen.»

269 De tal suerte se expresó Antínoo y á todos les plugo lo que proponía. Los heraldos diéronles aguamanos y unos mancebos llenaron las crateras y distribuyeron el vino después de ofrecer en copas las primicias. No bien se hicieron las libaciones y bebió cada uno cuanto deseara, el ingenioso Ulises, meditando engaños, les habló de este modo:

275 «Oídme, pretendientes de la ilustre reina, para que os exponga lo que en mi pecho el ánimo me ordena deciros; y he de rogárselo en particular á Eurímaco y al deiforme Antínoo que ha pronunciado estas oportunas palabras: dejad por ahora el arco y atended á los dioses, y mañana algún numen dará bríos á quien le plazca. Ea, entregadme el pulido arco y probaré con vosotros mis brazos y mi fuerza: si por ventura hay en mis flexibles miembros el mismo vigor que anteriormente ó ya se lo hicieron perder la vida errante y la carencia de cuidados.»

285 Así dijo. Todos sintieron gran indignación, temiendo que armase el pulido arco. Y Antínoo le increpó, hablándole de esta manera:

288 «¡Oh, el más miserable de los huéspedes! Tú no tienes ni sombra de juicio. ¿No te basta estar sentado tranquilamente en el festín con nosotros, los ilustres, sin que se te prive de ninguna de las cosas del banquete, y escuchar nuestras palabras y conversaciones que no oye huésped ni mendigo alguno? Sin duda te trastorna el dulce vino, que suele perjudicar á quien lo bebe ávida y descomedidamente. El vino dañó al ínclito centauro Euritión cuando fué al país de los lapitas y se halló en el palacio del magnánimo Pirítoo. Tan luego como tuvo la razón ofuscada por el vino, enloqueciendo, llevó al cabo perversas acciones en la morada de Pirítoo; los héroes, poseídos de dolor, arrojáronse sobre él y, arrastrándolo hacia la puerta, le cortaron con el cruel bronce orejas y narices; y así se fué, con la inteligencia perturbada y sufriendo el castigo de su falta con ánimo demente. Tal origen tuvo la contienda de los centauros con los hombres; mas aquél fué quien primero se atrajo el infortunio por haberse llenado de vino. De semejante modo, te anuncio á ti una gran desgracia si llegares á tender el arco; pues no habrá quien te defienda en este pueblo, y pronto te enviaremos en negra nave al rey Équeto, plaga de todos los mortales, del cual no has de escapar sano y salvo. Bebe, pues, tranquilamente y no compitas con hombres que son más jóvenes.»

311 Entonces la discreta Penélope le habló diciendo: «¡Antínoo! No es decoroso ni justo que se ultraje á los huéspedes de Telémaco, sean cuales fueren los que vengan á este palacio. ¿Por ventura crees que si el huésped, confiando en sus manos y en su fuerza, tendiese el grande arco de Ulises, me llevaría á su casa para tenerme por mujer propia? Ni él mismo concibió en su pecho tal esperanza, ni por su causa ha de comer ninguno de vosotros con el ánimo triste; pues esto no se puede pensar razonablemente.»

320 Respondióle Eurímaco, hijo de Pólibo: «¡Hija de Icario! ¡Discreta Penélope! No creemos que éste se te haya de llevar, ni el pensarlo fuera razonable, pero nos da vergüenza el dicho de los hombres y de las mujeres; no sea que exclame algún aqueo peor que nosotros: «Hombres muy inferiores pretenden la esposa de un varón excelente y no pueden armar el pulido arco; mientras que un mendigo que llegó errante, tendiólo con facilidad é hizo pasar la flecha á través del hierro.» Así dirán, cubriéndonos de oprobio.»

330 Repuso entonces la discreta Penélope: «¡Eurímaco! No es posible que en el pueblo gocen de buena fama quienes injurian á un varón principal, devorando lo de su casa: ¿por qué os hacéis merecedores de estos oprobios? El huésped es alto y vigoroso, y se precia de tener por padre á un hombre de buen linaje. Ea, entregadle el pulido arco y veamos. Lo que voy á decir se llevará á cumplimiento: Si tendiere el arco, por concederle Apolo esta gloria, le pondré un manto y una túnica, vestidos magníficos; le regalaré un agudo dardo, para que se defienda de los hombres y de los perros, y también una espada de doble filo; le daré sandalias para los pies y le enviaré adonde su corazón y su ánimo deseen.»

343 Respondióle el prudente Telémaco: «¡Madre mía! Ninguno de los aqueos tiene poder superior al mío para dar ó rehusar el arco á quien me plega, entre cuantos mandan en la áspera Ítaca ó en las islas cercanas á la Élide, tierra fértil de caballos: por consiguiente, ninguno de éstos podría forzarme, oponiéndose á mi voluntad, si quisiera dar de una vez este arco al huésped aunque fuese para que se lo llevara. Vuelve á tu habitación, ocúpate en las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena á las esclavas que se apliquen al trabajo, y del arco nos cuidaremos los hombres y principalmente yo, cuyo es el mando en esta casa.»

354 Asombrada se fué Penélope á su habitación, poniendo en su ánimo las discretas palabras de su hijo. Y así que hubo llegado con las esclavas al aposento superior, lloró por Ulises, su querido consorte, hasta que Minerva, la de los brillantes ojos, difundióle en los párpados el dulce sueño.

359 En tanto, el divinal porquerizo tomó el corvo arco para llevárselo al huésped; mas todos los pretendientes empezaron á increparle dentro de la sala, y uno de aquellos jóvenes soberbios le habló de esta manera:

362 «¿Adónde llevas el corvo arco, oh porquero no digno de envidia, oh vagabundo? Pronto te devorarán, junto á los marranos y lejos de los hombres, los ágiles canes que tú mismo has criado, si Apolo y los demás inmortales dioses nos fueren propicios.»

366 Así decían; y él volvió á poner el arco en el mismo sitio, asustado de que le increpasen tantos hombres dentro de la sala. Mas Telémaco le amenazó, gritándole desde el otro lado:

369 «¡Abuelo! Sigue adelante con el arco, que muy pronto verías que no obras bien obedeciendo á todos: no sea que yo, aun siendo el más joven, te eche al campo y te hiera á pedradas, ya que te aventajo en fuerzas. Ojalá superase de igual modo, en brazos y fuerzas, á todos los pretendientes que hay en el palacio; pues no tardaría en arrojar á alguno vergonzosamente de la casa, porque maquinan acciones malvadas.»

376 Así les habló; y todos los pretendientes lo recibieron con dulces risas, olvidando su terrible cólera contra Telémaco. El porquerizo tomó el arco, atravesó la sala y, deteniéndose cabe al prudente Ulises, se lo puso en las manos. Seguidamente, llamó al ama Euriclea y le habló de este modo:

381 «Telémaco te manda, prudente Euriclea, que cierres las sólidas puertas de las estancias y que si alguna de las esclavas oyere gemidos ó estrépito de hombres dentro de las paredes de nuestra sala, no se asome y quédese allí, en silencio, junto á su labor.»

386 Así le dijo; y ninguna palabra voló de los labios de Euriclea, que cerró las puertas de las cómodas habitaciones.

388 Filetio, á su vez, salió de la casa silenciosamente, fué á entornar las puertas del bien cercado patio y, como hallara debajo del pórtico el cable de papiro de una corva embarcación, las ató con el mismo. Luego volvió á entrar y sentóse en el mismo sitio que antes ocupaba, con los ojos clavados en Ulises. Ya éste manejaba el arco, dándole vueltas por todas partes y probando acá y allá: no fuese que la carcoma hubiera roído el cuerno durante la ausencia del rey. Y uno de los presentes dijo al que tenía más cercano:

397 «Debe de ser experto y hábil en manejar arcos, ó quizás haya en su casa otros semejantes, ó se proponga construirlos: de tal modo le da vueltas en sus manos acá y allá, ese vagabundo instruído en malas artes.»

401 Otro de aquellos jóvenes soberbios habló de esta manera: «¡Así alcance tanto provecho, como en su vida podrá armar el arco!»

404 De tal suerte se expresaban los pretendientes. Mas el ingenioso Ulises, tan luego como hubo tentado y examinado el gran arco por todas partes, cual un hábil citarista y cantor tiende fácilmente con la clavija nueva la cuerda formada por el retorcido intestino de una oveja que antes atara del uno y del otro lado: de este modo, sin esfuerzo alguno, armó Ulises el grande arco. Seguidamente probó la cuerda, asiéndola con la diestra, y dejóse oir un hermoso sonido muy semejante á la voz de una golondrina. Sintieron entonces los pretendientes gran pesar y á todos se les mudó el color. Júpiter despidió un gran trueno como señal y holgóse el paciente divino Ulises de que el hijo del artero Saturno le enviase aquel presagio. Tomó el héroe una veloz flecha que estaba encima de la mesa, porque las otras se hallaban dentro de la hueca aljaba, aunque muy pronto habían de gustarlas los aqueos. Y acomodándola al arco, tiró á la vez de la cuerda y de las barbas, allí mismo, sentado en la silla; apuntó al blanco, despidió la saeta y no erró á ninguna de las segures, desde el primer agujero hasta el último: la flecha, que el bronce hacía ponderosa, las atravesó todas y salió afuera. Después de lo cual dijo á Telémaco:

424 «¡Telémaco! No te afrenta el huésped que está en tu palacio: ni erré el blanco, ni me costó gran fatiga armar el arco; mis fuerzas están íntegras todavía, no cual los pretendientes, menospreciándome, me lo echaban á la cara. Pero ya es hora de aprestar la cena á los aqueos, mientras hay luz; para que después se deleiten de otro modo, con el canto y la cítara, que son los ornamentos del banquete.»

431 Dijo, é hizo con las cejas una señal. Y Telémaco, el caro hijo del divinal Ulises, ciñó la aguda espada, asió su lanza y, armado de reluciente bronce, se puso en pie al lado de la silla, junto á su padre.