La Noche (Wilms Montt)


La Noche



lora, alma mía, llora!

¡Llora con la noche desolada, llora con sus estrellas que son rutilantes lágrimas cristalinas de misterio! ¡Llora con la negra serenidad del paisaje y las heladas rocas en el horizonte esfumado; llora con el ave agorera en el enredo de los cipreses, y con la sierpe desencantada en el hueco de las montañas!

¡Llora, alma mía, con la angustia de los muertos olvidados, y con los restos náufragos donde habitó la vida!

¡Llora con el puente inservible, que sume en el agua la mitad de su cuerpo, y con la belleza tétrica de las estatuas mutiladas!

¡Llora, alma mía, con el mar bravío, que emociona al cielo con su rugir salvaje, y llora con la cuna vacía!

¡Llora con el éxtasis de los lagos turbios y con la mirada yerta de la lámpara apagada!

¡Llora con el alud de nieve que purifica el llano y hace al hombre más bueno!

¡Llora con el paria, y con la mujer repudiada en su lecho de hospital!

¡Llora, alma mía, llora con la madre a quien la brutalidad del hombre arrancó sus hijos y la ha dejado sola en medio de la vida!

¡Llora, alma mía, con los que no tienen consuelo, que, como muertos con alma, no aguardan nada ni a nadie esperan!

¡Llora, que tu destino es el llanto!

 

¡Noche hermana! Pupila inconsolable que de tanto llorar has quedado ciega.

¡Oh, noche! Niobe del orbe. En tus brazos encuentro el sitio propicio para hundir mi cabeza henchida de sollozos. En tus sombras sigo yo, paso a paso, el destino de mi espíritu errante.

¡Oh, noche! Si de llorar te volviste sombría, las lágrimas que derramaste, piadosas de tu tristeza, se volvieron estrellas para iluminarte; pero las mías, ¡noche!, son como goterones de lava que van surcando mis ojeras y cavando lentamente la tumba de mis ilusiones.

En tu lobreguez despótica de reina inconsolable, encuentro un sentimiento hermano; y es ahí, en el terciopelo de la vestidura que arrastras, donde quisiera envolverme como en un cendal y quedarme dormida. Sí, quedarme dormida ¡oh, noche! cantando una canción de cuna, meciendo en mi alma a las dos criaturas que me arrancó la vida; cantando en mi alma al amor que me arrancó la muerte.


 
 
Madre de los vivos y de los muertos, ¡oh, Naturaleza!

Cuida del dormido que sepultó en tus brazos su alma joven. Evita que los gusanos perforen sus ojos, que fueron astros de amor, y cuida de su boca tersa donde sonreía la vida; que en su rostro, con carnes de topacio, no se enseñorée la muerte y lo ponga lívido; cuida ¡oh, Naturaleza! para que un rayo de sol sea su eterno cirio y, atravesando las entrañas de la tierra, llegue a acariciarlo como una dicha; cuida que su cuerpo permanezca bello, que la negrura del misterio no maltrate su morbidez; que sus manos, nidos de caricias y energías, queden frescas como tus plantas y tus flores; cuida de que sus pies, que siempre anduvieron de prisa en busca del bien, sean respetados como dos queridas reliquias, y cuida de su corazón, que fué el cofre donde encerró la vida la esencia de su belleza.

¡Naturaleza, mi Dios! De rodillas, junto a esta tumba amada, te imploro como una hija en agonía a su madre cariñosa. ¡Cuida de él! Cuida del que me dió la sensación de aurora en el frío ocaso de mis tristezas; cuida y no lo maltrates; en cambio toma de mí la juventud para alimento de tus roedores necropófagos, y la sangre de mis arterias, para que se embriaguen como en un rojo vino de olvido.

 

¡Naturaleza! Por el ruído de tu mar preferí el rugir de las pasiones; por la paz de tu llanura y la ondulación de tus montañas, las tortuosas inquietudes y las alturas de la farsa humana.

Troqué el canto de tus aves por las palabras halagadoras y engañosas, y por la luz de tu sol, los fuegos fatuos del siglo, que me hicieron caminar como una sonámbula errante.

¡Perdón, madre de mi juventud! Ahora, que llego a echarme en tu tierra, cansada de luchar, con los ojos ciegos por el llanto; ahora, que mi alma es un pájaro herido y sin alas, vengo a implorarte que me recojas en tu seno.

Ven, muerte luminosa. Con santa piedad cierra mis párpados quemantes; sella mi boca para que cese de imprecar; purifícala, como a Isaías el leño encendido; calma la fatiga de mi cuerpo, y con tu bálsamo de nieve alivia el dolor de mis pies mutilados.

Ven, muerte, y dame el supremo abrazo que hace majestuosa a la criatura miserable.

Ven, muerte, a libertar mi cuerpo de su yugo espiritual.

Quiero volver a la tierra, confundirme con el polvo, fecundar sus entrañas con mi sangre, y sentir sobre mi piel su noble caricia perfumada.

Quiero que penetre en mis huesos el agua de los ríos, para que a ellos lleguen a refrescarse los gusanos.

He de ser la hierba humilde que embellece los campos, y la piedra donde reposa su cabeza el exhausto peregrino.

He de ser manantial donde vaya a apagar la sed el rebaño y donde se miren las nubes blancas, que van de prisa.

Mis brazos se levantarán, como gajos florecidos a bendecir el azul; mis piernas serán dos sólidas columnas que servirán de apoyo a las flores trepadoras; y mi cabeza, todavía gloriosa de pensamiento, se erguirá en forma de laurel que brinde ilusión y dulzura a las almas solitarias.

¡Ven, muerte!

Ansío sentir en las llagas del pecado la santidad de la tierra que me cubra. Que mis ojos cansados de mirar horrores se diluyan en lágrimas eternas.

¡Ven, muerte, acúname en tus huesudos brazos; dame el beso del olvido!

 
 
Buscando la luz llegué hasta las tinieblas y allí la encontré; la encontré entre húmedas tumbas y sarcófagos, entre maderas podridas y agujereados plomos.

Me guió en el camino un grimillón de hormigas que en ordenada fila hacían sus paseos subterráneos, cargadas de hojitas y pétalos, que caen como migajas de un festín de recuerdo a los pies de los muertos.

Allí encontré la luz, la verdad y el amor.

El cielo se hace más frágil en el país de los dormidos; tiene tonalidades nacaradas que se ofrecen con humilde suavidad a las fosas, y en el sol hay menos deseo de irradiación, más pulcritud en su oro que en los campos, donde vuelve brillantes, como llamas avivadas por el viento, a las espigas maduras.

He escuchado la conversación de los que se fueron, que es un murmullo caricioso; y tengo envidia. ¡Hay tanta belleza en la sencillez y el frío!

Cada muerto es un bloque de nieve inmaculada que esparce su blanca serenidad como una hostia excelsa de perdón y olvido.

Cada muerto es una bondad honda, inmutable.

Cada muerto es un ejemplo de muda abnegación.

Allá, entre los muertos, encuentro mi espíritu, y es con ellos que él comparte sus graves ternuras.

Es con ellos que se siente fuerte, y es a ellos a quienes se entrega sin recelos, blandamente, como un devoto a su Dios.

Muertos míos; sublimes amados. Viviré entre vosotros; seré un dormido caprichoso sin sueño de hielo, pero con su glacial reposo.

Seré la madrecita de todos, que llegue cargados los brazos de flores, de esas flores que vosotros no podéis coger con vuestros rígidos dedos.

Seré la novia casta que os dé toda la intensidad de su virgen dolor entre lápidas y piedras.

Seré vuestro día, vuestro sol, vuestra noche de luna. ¡Oh, muertos míos! Nadie vendrá a disputarme este privilegio; los vivos tienen tanto por qué olvidaros en su lucha por los honores.

Ellos no saben que en vuestro país se halla la clave del enigma.

¡Muertos míos, muertos míos! Las ondas de mi mar interior se llenan, preñadas de dulzuras al borde de vuestros lechos.

Soy buena, soy buena. ¡Benditos vosotros, que habéis hecho que yo me encontrara!

Bendito tú que me has purificado con tu muerte.