No hay cosa, Señor, que pueda
estorbarme que con tanta
diligencia os busque y siga,
que vos propio me dais alas,
y como de amor me habéis
herido, Señor, el alma,
herida y llena de fuego
vengo, como cierva al agua.
Ninfa soy ya de los ríos,
y la cabeza bañada
de la espuma saco a tierra
cortando las líneas plata.
Aquí ha de estar mi remedio,
conforme la soberana
voz del cielo me dio aviso
que por su Ninfa me aguarda.
La noche obscura se cierra
y las estrellas más claras
de negras nubes reboza
y tempestad amenaza.
Ya con agua y con granizo
los lóbregos senos rasgan,
y al soplo del viento gimen
sacudidas estas ramas,
y contra mí, al parecer,
agora con justa causa
se conjuran noche y nubes,
vientos, peñascos y plantas.
Pero allí, entre aquellas peñas,
diviso una luz. Sin falta
la cueva debe de ser
de Anselmo, cuyas hazañas
heroicas pregona el cielo.
Ésta es la dichosa entrada
y ésta es la puerta. ¿Qué bien
a esta pobreza se iguala?
¿Qué corte a esta soledad?
A este palacio, ¿qué alcázar?
A esta humildad, ¿qué grandeza?
¿Qué ventura a dicha tanta?
Quiero llamar, aunque rompa
de su tranquila bonanza
las treguas. ¡Anselmo, Anselmo!
¡Anselmo, Anselmo!
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