La Navidad en las montañas/02
La noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de diciembre, es decir, que pronto la noche de Navidad cubriría nuestro hemisferio con su sombra sagrada y animaría a los pueblos cristianos con sus alegrías íntimas. ¿Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del nacimiento de Jesús, no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros días de la vida?
Yo ¡ay de mí! al pensar que me hallaba, en este día solemne, en medio del silencio de aquellos bosques majestuosos, aun en presencia del magnífico espectáculo que se presentaba a mi vista absorbiendo mis sentidos, embargados poco ha por la admiración que causa la sublimidad de la naturaleza, no pude menos que interrumpir mi dolorosa meditación, y encerrándome en un religioso recogimiento, evoqué todas las dulces y tiernas memorias de mis años juveniles. Ellas se despertaron alegres como un enjambre de bulliciosas abejas y me transportaron a otros tiempos, a otros lugares; ora al seno de mi familia humilde y piadosa, ora al centro de populosas ciudades, donde el amor, la amistad y el placer en delicioso concierto, habían hecho siempre grata para mi corazón esa noche bendita.
Recordaba mi pueblo, mi pueblo querido, cuyos alegres habitantes celebraban a porfía con bailes, cantos y modestos banquetes la Nochebuena. Parecíame ver aquellas pobres casas adornadas con sus Nacimientos y animadas por la alegría de la familia: recordaba la pequeña iglesia iluminada, dejando ver desde el pórtico el precioso Belén,[1] curiosamente levantado en el altar mayor: parecíame oir los armoniosos repiques que resonaban en el campanario, medio derruido, convocando a los fieles a la misa de gallo, y aun escuchaba con el corazón palpitante la dulce voz de mi pobre y virtuoso padre, excitándonos a mis hermanos y a mí a arreglarnos pronto para dirigirnos a la iglesia, a fin de llegar a tiempo; y aun sentía la mano de mi buena y santa madre tomar la mía para conducirme al oficio. Después me parecía llegar, penetrar por entre el gentío que se precipitaba en la humilde nave, avanzar hasta el pie del presbiterio, y allí arrodillarme admirando la hermosura de las imágenes, el portal resplandeciente con la escarcha, el semblante risueño de los _pastores_, el lujo deslumbrador de los _Reyes magos_, y la iluminación espléndida del altar. Aspiraba con delicia el fresco y sabroso aroma de las ramas de pino, y del heno que se enredaba en ellas, que cubría el barandal del presbiterio y que ocultaba el pie de los blandones. Veía después aparecer al sacerdote revestido con su alba bordada, con su casulla de brocado, y seguido de los acólitos, vestidos de rojo con sobrepellices blanquísimas. Y luego, a la voz del celebrante, que se elevaba sonora entre los devotos murmullos del concurso, cuando comenzaban a ascender las primeras columnas de incienso, de aquel incienso recogido en los hermosos árboles de mis bosques nativos, y que me traía con su perfume algo como el perfume de la infancia, resonaban todavía en mis oídos los alegrísimos sones populares con que los tañedores de arpas, de bandolinas y de flautas, saludaban el nacimiento del Salvador. El _Gloria in excelsis_,[2] ese cántico que la religión cristiana poéticamente supone entonado por ángeles y por niños, acompañado por alegres repiques, por el ruido de los petardos y por la fresca voz de los muchachos de coro, parecía transportarme con una ilusión encantadora al lado de mi madre, que lloraba de emoción, de mis hermanitos que reían, y de mi padre, cuyo semblante severo y triste parecía iluminado por la piedad religiosa.