La Ilustración Española y Americana/Año XLIV/Balance Anual
Noble, levantada y hermosa fue la iniciativa tomada por el Emperador de Rusia para que tuvieran término los enormes armamentos de las naciones más poderosas; hipócrita y tímida la aceptación del pensamiento por las potencias; esperado y lamentable el fracaso de la Conferencia reunida en La Haya.
Mucho es, sin embargo, que el pensamiento se haya lanzado y haya sido recogido, aunque las consecuencias naturales del mismo disten tanto de haber correspondido a lo levantado de la iniciativa, llegando a ser, en cierto modo, contraproducente, pues aun antes de ser firmado el compromiso de La Haya las potencias europeas aumentaban sus armamentos y reforzaban sus presupuestos de Guerra, cual si se hallasen en vísperas de una nueva lucha; y a las palabras de paz y de desarme respondía al cabo de poco tiempo el estrépito ensordecedor de una nueva guerra, que, aun librada en la región sudafricana, es una de las naturales consecuencias de la política absorbente de la Gran Bretaña. El ansia de engrandecimientos coloniales, el avasallador influjo de algunos aventureros a quienes hoy protege con su bandera Inglaterra, y acaso otras causas complejas, aun cuando puedan referirse casi siempre a los dos móviles citados, lanzaron a las costas de Natal numerosos contingentes de tropas inglesas, creyendo que fuera empresa sencilla caminar en son de triunfo desde Durban a las capitales del Transvaal y del Orange, sin tener en cuenta las dificultades que a su empresa había de oponer el espíritu nacional y de independencia de las pequeñas repúblicas, los odios inveterados de raza y hasta las mismas condiciones del terreno que aquéllos pisaban. De aquí que el ejército invasor haya tenido que mantenerse a la defensiva antes de tomar la ofensiva; que el campo de batalla no hayan sido las dos repúblicas sudafricanas, sino las mismas colonias inglesas; que importantes poblaciones de éstas sufran rudo asedio; que el ejército inglés sólo haya podido mostrar su bravura al caer luchando, y que millares de sus individuos sean hoy prisioneros del adversario, a quien por débil parecían tener en escasa estima.
La situación creada por los desastres de las armas inglesas a esta potencia es verdaderamente grave en los días que cierran el año de 1899, sin que se vislumbre ni la proposición de arbitraje, ni el triunfo decisivo, ni la política generosa capaces de poner término a una lucha obstinada y cruel. La guerra anglo-boer ha sido, pues, el suceso de mayor resonancia en el año que finaliza; pues ya no se trata, como en 1898, del vencimiento del débil aplastado por el fuerte, sino del inconcebible fracaso de una nación gigante, valerosamente contenida, a pesar de sus enormes elementos, por algunos centenares de campesinos y mineros que, en defensa de sus hogares y derechos, reproducen al finalizar el siglo las épicas luchas con que en los comienzos del mismo supieron los españoles oponer dique y barrera a las ambiciones insaciables del gran guerrero de los tiempos modernos.
La Conferencia de la Paz en Holanda y los desastres de la guerra en Natal constituyen los dos sucesos de mayor relieve ocurridos en el año. A su lado palidecen las revoluciones de la América latina y el mismo asunto Dreyfus, que durante tanto tiempo apasionó los ánimos, y que ha logrado más ó menos lógica solución mediante la revisión del proceso, una sentencia que no satisfizo a nadie, y un indulto menos explicable todavía de parte de quien lo daba y de quien lo recibía.
La muerte del presidente de la República francesa, Mr. Faure, pudo ser origen de graves dificultades, por carecer de los prestigios necesarios para la sucesión el político Mr. Loubet, cuyo advenimiento al poder supremo fue recibido con silbidos, que en cierto modo podían ser simbólicos, señalando el comienzo de una era en que habían de registrarse no pocas extravagancias de orden político y social. Los atropellos del Hipódromo de Auteuil; las manifestaciones verdaderamente ridículas efectuadas en la misma capital de Francia; el complot real ó supuesto en contra de las instituciones; el asedio de la casa de la calle de Chabrol, en que se había encastillado el diputado Guerin, y que tuvo en jaque durante más de un mes al Gobierno francés, y como remate y consecuencia de todo esto el proceso seguido ante el Senado actuando de Tribunal Supremo, prestan a la política francesa del año carácter grave.
En años como el último y circunstancias como las que vienen caracterizando a España, las artes y las letras no pueden menos de haber arrastrado lánguida vida.
Hemos registrado, sin embargo, una Exposición Nacional de Bellas Artes; pero sin los entusiasmos, sin las luchas, sin las revelaciones de otras; hemos rendido, aunque tardíamente, el culto debido a Velázquez erigiéndole una estatua; hemos tenido en el teatro Real éxitos para los pintores en La Walkyria y Aida. Entre los humildes hijos del pueblo hemos descubierto a un gran tenor, Julián Biel, y entre las criaturas de tres años a un pianista prodigioso, Pepito Arriola; pero estas glorias brillarán en otros años, quedando sólo al de 1899 su descubrimiento. Más propios de éste son los éxitos del maestro Vives en Don Lucas del Cigarral y otras zarzuelas.
En los demás teatros se ha rendido culto al extranjerismo, aplaudiendo a la Mariani, a Sara Bernhardt, a la Réjane; y si alguna obra ha conseguido éxito ruidoso, era también francesa: Cyrano de Bergerac.
Sería necesaria muy buena voluntad para entresacar de la producción española algunas piezas ligeras pero agradables.
Los novelistas, más afortunados que los autores dramáticos, han dejado muestras muy notables de su labor: no me dejarán mentir Valera con su Morsamor, Palacio Valdés con La alegría del capitán Ribot, y Pérez Galdós, especialmente, con sus cinco volúmenes De Oñate a La Granja, La campaña del Maestrazgo, Luchana, La estafeta romántica y Vergara, gallarda muestra de laboriosidad en quien tantos otros títulos tiene para la pública admiración. Añadamos alguna colección agradable de versos, entre los que sobresale con justicia la titulada Los Forzados, en que su autor, Ricardo J. Catarineu, muestra un vigor y una profundidad muy notables, y habría terminado la nota bibliográfica del año, no citando la publicación del Diccionario de la Real Academia Española. Del mérito de esta obra ya habrá de decirnos algo ó mucho me equivoco, el amigo Balbuena.
Excmo. Sr. D. ANDRÉS DEL BUSTO Y LóPEz, MARQUÉS. DEL BUSTO. † en Madrid el dia, 29 de Diciembre último. (De fotografia de Fernando Debas.)
Numerosas y muy sensibles han sido durante el año terminado las pérdidas de los españoles de justa notoriedad. Recordemos en el orden político al más ilustre de los oradores modernos, D. Emilio Castelar, el cual, si deja en la tribuna imperecedero recuerdo, brilló no menos en la cátedra y en el libro, acreditando, tanto como su clarísima inteligencia, su incansable laboriosidad, y teniendo sobre sus intelectuales merecimientos la honra de haber muerto pobre después de haber vivido largos años de los productos de su pluma.
Análoga consideración merece, por los mismos motivos, D. José de Carvajal y Hué, ministro un día de la República, orador elocuente, poeta inspirado—aun cuando nunca hizo ostentación de ello, —y que hasta en los últimos años de su vida tuvo que vestir en los tribunales la toga de abogado para atender a las necesidades de su familia. Y esta nota de la pobreza de nuestros hombres públicos, tan honrosa para ellos, no tiene seguramente carácter excepcional, comprobándola también en el año que ha finado el Sr. D. Antonio María Fabié, ex ministro conservador, a cuya viuda ha atendido el Banco de España, por haber desempeñado aquél su Dirección, con la paga extraordinaria de un año.
Merecen también un recuerdo en esta sección D. Cándido Martínez, ministro que fue del Tribunal de lo Contencioso; D. Atanasio Morlesín, ex secretario del insigne estadista señor Cánovas del Castillo; el Marqués de Alonso Pesquera, jefe del partido conservador en Valladolid; D. Rafael Cabezas, que desempeñó importantísimos cargos administrativos; D. Luciano Puga y Blanco, de tanta notoriedad en el mundo de la magistratura; D. Facundo de los Ríos y Portilla, que pasó a la vida pública desde la periodística; D. Joaquín González Fiori, de la misma procedencia; D. Pedro Muñoz y Sepúlveda; D. Antonio Rosell y Bru; D. Juan de Dios San Juan; don Enrique Villarroya; D. Constantino Armesto; el Marqués de Villamejor; D. José Martínez y Zorrilla; D. Salvador María de Ory; D. Santiago Lirio; D. Gonzalo Ramírez Savedra, marqués de Bogaraya; D. Manuel de Aguilera, marqués de Flores Dávila, y D. José Martínez de Roda, marqués de Vistabella.
De altos funcionarios, de orden administrativo más que político, han fallecido: D. Juan Bol y Ballols, D. José Alvarez Peralta, D. Pedro de Sotolongo, director del Banco Colonial, y D. Federico Hoppe.
El ejército ha perdido a los tenientes generales D. José Valera Alvarez, D. Rafael Correa, don Juan de Alaminos y Vivar y D. Eduardo Bermúdez Reina;a los generales de división y de brigada D. Romualdo Nogués (á quien dieron notoriedad sus libros firmados por Un soldado viejo), D. Emilio Gutiérrez de la Cámara, D. Antonio Cheli, D. Juan Arolas y Esplugas, D. Rafael Tristani, general carlista, y D. Eduardo Verdes Montenegro, inventor de los cañones que llevan su nombre; el intendente D. Juan Arenas y Aparicio; así como a los jefes que supieron unir a su categoría en la milicia otros merecimientos, y que se llamaron D. Federico Sardiña, D. Antonio Tixie, D. Rodrigo Bruno, D. Ramón Marvá y Mayer, don Ramón García Spínola, que cultivó la pintura con gran éxito, y D. Matías Padilla, que hizo temible en el mundo teatral el seudónimo de El abate Pirracas.
La Armada ha perdido al anciano y respetable almirante D. Guillermo Chacón, al vicealmirante D. Manuel de la Pezuela y Lobo, y a los contraalmirantes D. Rafael Llanos y Tavera y D. Segismundo Bermejo y Moreno.
La Iglesia española ha perdido a D. Jaime Catalá