La Ilíada (Luis Segalá y Estalella)/Canto XII

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Héctor ordena á los caudillos teucros que bajen de los carros para atacar á los aqueos


CANTO XII
COMBATE EN LA MURALLA


1 En tanto el fuerte hijo de Menetio curaba, dentro de la tienda, la herida de Eurípilo, acometíanse confusamente argivos y teucros. Ya no había de contener á éstos ni el foso ni el ancho muro que al borde del mismo construyeron los dánaos, sin ofrecer á los dioses hecatombes perfectas, para que los defendiera á ellos con las veleras naves y el mucho botín que dentro se guardaba. Levantado el muro contra la voluntad de los inmortales dioses, no debía subsistir largo tiempo. Mientras vivió Héctor, estuvo Aquiles irritado y la ciudad del rey Príamo no fué expugnada, la gran muralla de los aqueos se mantuvo firme. Pero cuando hubieron muerto los más valientes teucros, de los argivos, unos perecieron y otros se salvaron, la ciudad de Príamo fué destruída en el décimo año, y los argivos se embarcaron para regresar á su patria; Neptuno y Apolo decidieron arruinar el muro con la fuerza de los ríos que corren de los montes ideos al mar: el Reso, el Heptáporo, el Careso, el Rodio, el Gránico, el Esepo, el divino Escamandro y el Símois, en cuya ribera cayeron al polvo muchos cascos, escudos de boyuno cuero y la generación de los hombres semidioses.—Febo Apolo desvió el curso de los ríos y dirigió sus corrientes á la muralla por espacio de nueve días, y Júpiter no cesó de llover para que más presto se sumergiese en el mar. Iba al frente de aquéllos el mismo Neptuno, que bate la tierra, con el tridente en la mano, y tiró á las olas los cimientos de troncos y piedras que con tanta fatiga echaron los aquivos, arrasó la orilla del Helesponto, de rápida corriente, enarenó la gran playa en que estuvo el destruído muro, y volvió los ríos á los cauces por donde discurrían sus cristalinas aguas.

34 De tal modo Neptuno y Apolo debían obrar más tarde. Entonces ardía el clamoroso combate al pie del bien labrado muro, y las vigas de las torres resonaban al chocar de los dardos. Los argivos, vencidos por el azote de Júpiter, encerrábanse en el cerco de las cóncavas naves por miedo á Héctor, cuya valentía les causaba la derrota, y éste seguía peleando y parecía un torbellino. Como un jabalí ó un león se revuelve, orgulloso de su fuerza, entre perros y cazadores que agrupados le tiran muchos venablos—la fiera no siente en su ánimo audaz ni temor ni espanto, y su propio valor la mata—y va de un lado á otro, probando, y se apartan aquéllos hacia los que se dirige; de igual modo agitábase Héctor entre la turba y exhortaba á sus compañeros á pasar el foso. Los corceles, de pies ligeros, no se atrevían á hacerlo, y parados en el borde relinchaban, porque el ancho foso les daba horror. No era fácil, en efecto, salvarlo ni atravesarlo, pues tenía escarpados precipicios á uno y otro lado, y en su parte alta grandes y puntiagudas estacas, que los aqueos clavaron espesas para defenderse de los enemigos. Un caballo tirando de un carro de hermosas ruedas difícilmente hubiera entrado en el foso, y los peones meditaban si podrían realizarlo. Entonces llegóse Polidamante al audaz Héctor, y dijo:

61 «¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus auxiliares! Dirigimos imprudentemente los caballos al foso, y éste es muy difícil de pasar, porque está erizado de agudas estacas y á lo largo de él se levanta el muro de los aqueos. Allí no podríamos apearnos del carro ni combatir, pues se trata de un sitio estrecho donde temo que pronto seríamos heridos. Si Júpiter altitonante, meditando males contra los aqueos, quiere destruirlos completamente para favorecer á los teucros, deseo que lo realice cuanto antes y que aquéllos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Pero si los aqueos se volviesen, y viniendo de las naves nos obligaran á repasar el profundo foso, me figuro que ni un mensajero podría retornar á la ciudad, huyendo de los aqueos que nuevamente entraran en combate. Ea, obremos todos como voy á decir. Los escuderos tengan los caballos en la orilla del foso y nosotros sigamos á Héctor á pie, con armas y en batallón cerrado, pues los aqueos no resistirán el ataque si sobre ellos pende la ruina.»

80 Así habló Polidamante, y su prudente consejo plugo á Héctor, el cual, en seguida y sin dejar las armas, saltó del carro á tierra. Los demás teucros tampoco permanecieron en sus carros; pues así que vieron que el divino Héctor lo dejaba, apeáronse todos, mandaron á los aurigas que pusieran los caballos en línea junto al foso, y agrupándose formaron cinco batallones que, regidos por sus respectivos jefes, emprendieron la marcha.

88 Iban con Héctor y Polidamante los más y mejores, que anhelaban romper el muro y pelear cerca de las cóncavas naves; su tercer jefe era Cebrión, porque Héctor había dejado á otro auriga inferior para cuidar del carro. De otro batallón eran caudillos Paris, Alcátoo y Agenor. El tercero lo mandaban Heleno y el deiforme Deífobo, hijos de Príamo, y el héroe Asio Hirtácida, que había venido de Arisbe, de las orillas del río Seleente, en un carro tirado por altos y fogosos corceles. El cuarto lo regía Eneas, valiente hijo de Anquises, y con él Arquéloco y Acamante, hijos de Antenor, diestros en toda suerte de combates. Por último, Sarpedón se puso al frente de los ilustres aliados, eligiendo por compañeros á Glauco y al belígero Asteropeo, á quienes tenía por los más valientes después de sí mismo, pues él descollaba entre todos. Tan pronto como hubieron embrazado los fuertes escudos y cerrado las filas, marcharon animosos contra los dánaos; y esperaban que éstos, lejos de oponer resistencia, se refugiarían en las negras naves.

108 Todos los troyanos y sus auxiliares venidos de lejas tierras, siguieron el consejo del eximio Polidamante, menos Asio Hirtácida, príncipe de hombres, que negándose á dejar el carro y al auriga, se acercó con ellos á las veleras naves. ¡Insensato! No había de librarse de la funesta muerte, ni volver, ufano de sus corceles y de su carro, de las naves á la ventosa Ilión; porque su hado infausto le hizo morir atravesado por la lanza del ilustre Idomeneo Deucálida. Fuése, pues, hacia la izquierda de las naves, al sitio por donde los aqueos solían volver de la llanura con los caballos y carros; hacia aquel lugar dirigió los corceles, y no halló las puertas cerradas y aseguradas con el gran cerrojo, porque unos hombres las tenían abiertas, con el fin de salvar á los compañeros que, huyendo del combate, llegaran á las naves. Á aquel paraje enderezó los caballos, y los demás le siguieron dando agudos gritos, porque esperaban que los aqueos, en vez de oponer resistencia, se refugiarían en las negras naves. ¡Insensatos! En las puertas encontraron á dos valentísimos guerreros hijos gallardos de los belicosos lapitas: el esforzado Polipetes, hijo de Pirítoo, y Leonteo, igual á Marte, funesto á los mortales. Ambos estaban delante de las altas puertas, como encinas de elevada copa que, fijas al suelo por raíces gruesas y extensas, desafían constantemente el viento y la lluvia; de igual manera aquéllos, confiando en sus manos y en su valor, aguardaron la llegada del gran Asio y no huyeron. Los teucros se encaminaron con gran alboroto al bien construído muro, levantando los escudos de secas pieles de buey, mandados por el rey Asio, Yámeno, Orestes, Adamante Asíada, Toón y Enomao. Polipetes y Leonteo hallábanse dentro é instigaban á los aqueos, de hermosas grebas, á pelear por las naves; mas así que vieron á los teucros atacando la muralla y á los dánaos en clamorosa fuga, salieron presurosos á combatir delante de las puertas, semejantes á montaraces jabalíes que en el monte son objeto de la acometida de hombres y canes, y en curva carrera tronchan y arrancan de raíz las plantas de la selva, dejando oir el crujido de sus dientes, hasta que los hombres, tirándoles venablos, les quitan la vida; de parecido modo resonaba el luciente bronce en el pecho de los héroes á los golpes que recibían, pues peleaban con gran denuedo, confiando en los guerreros de encima de la muralla y en su propio valor. Desde las torres bien construídas los aqueos tiraban piedras para defenderse á sí mismos, las tiendas y las naves de ligero andar. Como caen al suelo los copos de nieve que impetuoso viento, agitando las pardas nubes, derrama en abundancia sobre la fértil tierra; así llovían los dardos que arrojaban aqueos y teucros, y los cascos y abollonados escudos sonaban secamente al chocar con ellos las ingentes piedras. Entonces Asio Hirtácida, dando un gemido y golpeándose el muslo, exclamó indignado:

162 «¡Padre Júpiter! Muy falaz te has vuelto, pues yo no esperaba que los héroes aqueos opusieran resistencia á nuestro valor é invictas manos. Como las abejas ó las flexibles avispas que han anidado en fragoso camino y no abandonan su hueca morada al acercarse los cazadores, sino que luchan por los hijuelos; así aquéllos, con ser dos solamente, no quieren retirarse de las puertas mientras no perezcan, ó la libertad no pierdan.»

173 Tal dijo; pero sus palabras no cambiaron la mente de Jove, que deseaba conceder tal gloria á Héctor.

Los corceles no se atrevían á pasar el foso y parados en el borde relinchaban
(Canto XII, versos 50 á 53.)
175 Otros peleaban delante de otras puertas, y me sería difícil, no siendo un dios, contarlo todo. Por doquiera ardía el combate al pie del lapídeo muro; los argivos, aunque llenos de angustia, veíanse obligados á defender las naves; y estaban apesarados todos los dioses que en la guerra protegían á los dánaos. Entonces fué cuando los lapitas empezaron el combate y la refriega.

182 El fuerte Polipetes, hijo de Pirítoo, hirió á Dámaso con la lanza á través del casco de broncíneas carrilleras: el casco de bronce no detuvo á aquélla cuya punta, de bronce también, rompió el hueso; conmovióse el cerebro, y el guerrero sucumbió mientras combatía con denuedo. Aquél mató luego á Pilón y á Órmeno. Leonteo, hijo de Antímaco y vástago de Marte, arrojó un dardo á Hipómaco y se lo clavó junto al ceñidor; luego desenvainó la aguda espada, y acometiendo por en medio de la muchedumbre á Antífates, le hirió y le tumbó de espaldas; y después derribó sucesivamente á Menón, Yámeno y Orestes, que fueron cayendo al almo suelo.

195 Mientras ambos héroes quitaban á los muertos las lucientes armas, adelantaron la marcha con Polidamante y Héctor los más y más valientes de los jóvenes, que sentían un vivo deseo de romper el muro y pegar fuego á las naves. Pero detuviéronse indecisos en la orilla del foso, cuando ya se disponían á atravesarlo, por haber aparecido encima de ellos y á su derecha una ave agorera: Un águila de alto vuelo, llevando en las garras un enorme dragón sangriento, vivo, palpitante, que no había olvidado la lucha, pues encorvándose hacia atrás hirióla en el pecho, cerca del cuello. El águila, penetrada de dolor, dejó caer el dragón en medio de la turba; y chillando, voló con la rapidez del viento. Los teucros estremeciéronse al ver la manchada sierpe, prodigio de Júpiter, que lleva la égida. Entonces acercóse Polidamante al audaz Héctor, y le dijo:

211 «¡Héctor! Siempre me increpas en las juntas, aunque lo que proponga sea bueno; mas no es decoroso que un ciudadano hable en las reuniones ó en la guerra contra lo debido, sólo para acrecentar tu poder. También ahora he de manifestar lo que considero conveniente. No vayamos á combatir con los dánaos cerca de las naves. Creo que nos ocurrirá lo que diré si vino realmente para los teucros, cuando deseaban atravesar el foso, esta ave agorera: Un águila de alto vuelo, á la derecha, llevando en las garras un enorme dragón sangriento y vivo, que hubo de soltar pronto antes de llegar al nido y darlo á los polluelos. De semejante modo, si con gran ímpetu rompemos ahora las puertas y el muro, y los aqueos retroceden, luego no nos será posible volver de las naves en buen orden por el mismo camino; y dejaremos á muchos teucros tendidos en el suelo, á los cuales los aquivos, combatiendo en defensa de sus naves, habrán matado con las broncíneas armas. Así lo interpretaría un augur que, por ser muy entendido en prodigios, mereciera la confianza del pueblo.»

230 Encarándole la torva vista, respondió Héctor, de tremolante casco: «¡Polidamante! No me place lo que propones y podías haber pensado algo mejor. Si realmente hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho perder el juicio; pues me aconsejas que, olvidando las promesas que Júpiter tonante me hizo y ratificó luego, obedezca á las aves aliabiertas, de las cuales no me cuido ni en ellas paro mientes, sea que vayan hacia la derecha por donde aparecen la Aurora y el Sol, sea que se dirijan á la izquierda, al tenebroso ocaso. Confiemos en las promesas del gran Júpiter que reina sobre todos, mortales é inmortales. El mejor agüero es este: combatir por la patria. ¿Por qué te dan miedo el combate y la pelea? Aunque los demás fuéramos muertos en las naves argivas, no debieras temer por tu vida; pues ni tu corazón es belicoso, ni te permite aguardar á los enemigos. Y si dejas de luchar, ó con tus palabras logras que otro se abstenga, pronto perderás la vida, herido por mi lanza.»

251 Dijo, y echó á andar. Siguiéronle todos con fuerte gritería, y Júpiter, que se complace en lanzar rayos, enviando desde los montes ideos un viento borrascoso, levantó gran polvareda en las naves, abatió el ánimo de los aqueos, y dió gloria á los teucros y á Héctor, que, fiados en las prodigiosas señales del dios y en su propio valor, intentaban romper la gran muralla aquea. Arrancaban las almenas de las torres, demolían los parapetos y derribaban los zócalos salientes que los aqueos habían hecho estribar en el suelo para que sostuvieran las torres. También tiraban de éstas, con la esperanza de romper el muro de los aqueos. Mas los dánaos no les dejaban libre el camino; y protegiendo los parapetos con boyunas pieles, herían desde allí á los enemigos que al pie de la muralla se encontraban.

265 Los dos Ayaces recorrían las torres, animando á los aqueos y excitando su valor; á todas partes iban, y á uno le hablaban con suaves palabras y á otro le reñían con duras frases porque flojeaba en el combate:

269 «¡Amigos, ya seais preeminentes, mediocres ó los peores, pues los hombres no son iguales en la guerra! Ahora el trabajo es común á todos y vosotros mismos lo conocéis. Que nadie se vuelva atrás, hacia los bajeles, por oir las amenazas de un teucro; id adelante y animaos mutuamente por si Júpiter olímpico, fulminador, nos permite rechazar el ataque y perseguir á los enemigos hasta la ciudad.»

277 Dando tales voces animaban á los aqueos para que combatieran. Cuan espesos caen los copos de nieve cuando en el invierno Júpiter decide nevar, mostrando sus armas á los hombres; y adormeciendo á los vientos, nieva incesantemente hasta que cubre las cimas y los riscos de los montes más altos, las praderas cubiertas de loto y los fértiles campos cultivados por el hombre; y la nieve se extiende por los puertos y playas del espumoso mar, y únicamente la detienen las olas, pues todo lo restante queda cubierto cuando arrecia la nevada de Júpiter: así, tan espesas, volaban las piedras por ambos lados, las unas hacia los teucros y las otras de éstos á los aqueos, y el estrépito se elevaba sobre todo el muro.

290 Mas los teucros y el esclarecido Héctor no habrían roto aún las puertas de la muralla y el gran cerrojo, si el próvido Júpiter no hubiese incitado á su hijo Sarpedón contra los argivos, como á un león contra bueyes de retorcidos cuernos. Sarpedón levantó el escudo liso, hermoso, protegido por planchas de bronce, obra de un broncista que sujetó muchas pieles de buey con varitas de oro prolongadas por ambos lados hasta el borde circular; alzando, pues, la rodela y blandiendo un par de lanzas, se puso en marcha como el montaraz león que en mucho tiempo no ha probado la carne y su ánimo audaz le impele á acometer un rebaño de ovejas yendo á la alquería sólidamente construída; y aunque en ella encuentre hombres que, armados con venablos y provistos de perros, guardan las ovejas, no quiere que le echen del establo sin intentar el ataque, hasta que saltando dentro, ó consigue hacer presa ó es herido por un venablo que ágil mano le arroja; del mismo modo, el deiforme Sarpedón se sentía impulsado por su ánimo á asaltar el muro y destruir los parapetos. Y en seguida dijo á Glauco, hijo de Hipóloco:

310 «¡Glauco! ¿Por qué á nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como á dioses, y poseemos campos grandes y magníficos á orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar? Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos á la ardiente pelea, para que diga alguno de los licios, armados de fuertes corazas: No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia; y si comen pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también son esforzados, pues combaten al frente de los licios. ¡Oh amigo! Ojalá que huyendo de esta batalla, nos libráramos de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila, ni te llevaría á la lid, donde los varones adquieren gloria; pero como son muchas las muertes que penden sobre los mortales, sin que éstos puedan huir de ellas ni evitarlas, vayamos y daremos gloria á alguien, ó alguien nos la dará á nosotros.»

329 Así dijo; y Glauco ni retrocedió ni fué desobediente. Ambos fueron adelante en línea recta, siguiéndoles la numerosa tropa de los licios.

331 Estremecióse al advertirlo Menesteo, hijo de Peteo, pues se encaminaban hacia su torre, llevando consigo la ruina. Ojeó la cohorte de los aqueos, por si divisaba á algún jefe que librara del peligro á los compañeros, y distinguió á entrambos Ayaces, incansables en el combate, y á Teucro, recién salido de la tienda, que se hallaban cerca. Pero no podía hacerse oir por más que gritara, porque era tanto el estrépito que el ruido de los escudos al parar los golpes, el de los cascos guarnecidos con crines de caballo, y el de las puertas, llegaba al cielo; todas las puertas se hallaban cerradas, y los teucros, detenidos por las mismas, intentaban penetrar rompiéndolas á viva fuerza. Y Menesteo decidió enviar á Tootes, el heraldo, para que llamase á Ayax:

343 «Ve, divino Tootes, y llama corriendo á Ayax ó mejor á los dos; esto sería preferible, pues pronto habrá aquí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también allí se ha promovido recio combate, venga por lo menos el esforzado Ayax Telamonio y sígale Teucro, excelente arquero.»

351 Tal dijo; y el heraldo oyóle y no desobedeció. Fuése corriendo á lo largo del muro de los aqueos, de broncíneas lorigas; se detuvo cerca de los Ayaces, y les habló en estos términos:

354 «¡Ayaces, jefes de los argivos, de broncíneas lorigas! El caro hijo de Peteo, alumno de Júpiter, os ruega que vayáis á tomar parte en la refriega, aunque sea por breve tiempo. Que fuerais los dos, sería preferible; pues pronto habrá allí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también aquí se ha promovido recio combate, vaya por lo menos el esforzado Ayax Telamonio y sígale Teucro, excelente arquero.»

364 Así habló; y el gran Ayax Telamonio no fué desobediente. En el acto dijo al de Oileo estas aladas palabras:

366 «¡Ayax! Vosotros, tú y el fuerte Licomedes, seguid aquí y alentad á los dánaos para que peleen con denuedo. Yo voy allá, combatiré con aquéllos, y volveré tan pronto como los haya socorrido.»

370 Dichas estas palabras, Ayax Telamonio partió, acompañado de Teucro, su hermano de padre, y de Pandión que llevaba el corvo arco de Teucro. Llegaron á la torre del magnánimo Menesteo, y penetrando en el muro, se unieron á los defensores, que ya se veían acosados; pues los caudillos y esforzados príncipes de los licios asaltaban los parapetos como un obscuro torbellino. Trabóse el combate y se produjo gran vocerío.

378 Fué Ayax Telamonio el primero que mató á un hombre, al magnánimo Epicles, compañero de Sarpedón, arrojándole una piedra grande y áspera que había en el muro cerca del parapeto. Difícilmente habría podido sospesarla con ambas manos uno de los actuales jóvenes, y aquél, la levantó y tirándola desde lo alto á Epicles, rompióle el casco de cuatro abolladuras y aplastóle los huesos de la cabeza; el teucro cayó de la elevada torre como salta un buzo, y el alma separóse de sus miembros. Teucro, desde lo alto de la muralla, disparó una flecha á Glauco, esforzado hijo de Hipóloco, que valeroso acometía; y dirigiéndola adonde vió que el brazo aparecía desnudo, le puso fuera de combate. Saltó Glauco y se alejó del muro, ocultándose para que ningún aqueo, al advertir que estaba herido, profiriera jactanciosas palabras. Apesadumbróse Sarpedón al notarlo; mas no por esto se olvidó de la pelea, pues habiendo alcanzado á Alcmaón Testórida, le envasó la lanza, que al punto volvió á sacar: el guerrero dió de ojos en el suelo, y las broncíneas labradas armas resonaron. Después, cogiendo con sus robustas manos un parapeto, tiró del mismo y lo arrancó entero; quedó el muro desguarnecido en su parte superior y con ello se abrió camino para muchos.

400 Pero en el mismo instante acertáronle á Sarpedón, Ayax y Teucro: éste atravesó con una flecha el lustroso correón del gran escudo, cerca del pecho; mas Júpiter apartó de su hijo la muerte, para que no sucumbiera junto á las naves; Ayax, arremetiendo, dió un bote de lanza en el escudo, penetró en éste la punta é hizo vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque. Apartóse Sarpedón del parapeto; pero no se retiró, porque en su ánimo deseaba alcanzar gloria. Y volviéndose á los licios, iguales á los dioses, les exhortó diciendo:

409 «¡Oh licios! ¿Por qué se afloja tanto vuestro impetuoso valor? Difícil es que yo solo, aunque haya roto la muralla y sea valiente, pueda abrir camino hasta las naves. Ayudadme todos, pues la obra de muchos siempre resulta mejor.»

413 Tales fueron sus palabras. Los licios, temiendo la reconvención del rey, junto con éste y con mayores bríos que antes, cargaron á los argivos; quienes, á su vez, cerraron las filas de las falanges dentro del muro, porque era grande la acción que se les presentaba. Y ni los bravos licios, á pesar de haber roto el muro de los dánaos, lograban abrirse paso hasta las naves; ni los belicosos dánaos podían rechazar de la muralla á los licios desde que á la misma se acercaron. Como dos hombres altercan, con la medida en la mano, sobre los lindes de campos contiguos y se disputan un pequeño espacio; así, licios y dánaos estaban separados por los parapetos, y por cima de los mismos hacían chocar ante los pechos las rodelas de boyuno cuero y los ligeros broqueles. Ya muchos combatientes habían sido heridos con el cruel bronce, unos en la espalda, que al volverse dejaron indefensa, otros á través del mismo escudo. Por doquiera torres y parapetos estaban regados con sangre de teucros y aqueos. Mas ni aun así los teucros hacían volver la espalda á los aqueos. Como una honrada obrera coge un peso y lana y los pone en los platillos de una balanza, equilibrándolos hasta que quedan iguales, para llevar á sus hijos el miserable salario; así el combate y la pelea andaban iguales para unos y otros, hasta que Júpiter quiso dar excelsa gloria á Héctor Priámida, el primero que asaltó el muro aqueo. El héroe, con pujante voz, gritó á los teucros:

440 «¡Acometed, teucros domadores de caballos! Romped el muro de los argivos y arrojad á las naves el fuego abrasador.»

442 De tal suerte habló para excitarlos. Escucháronle todos; y reunidos, fuéronse derechos al muro, subieron y pasaron por encima de las almenas, llevando siempre en las manos las afiladas lanzas.

445 Héctor cogió entonces una piedra de ancha base y aguda punta que había delante de la puerta: dos de los más forzudos hombres del pueblo, tales como son hoy, con dificultad hubieran podido cargarla en un carro; pero aquél la manejaba fácilmente, porque el hijo del artero Saturno la volvió liviana. Bien así como el pastor lleva en una mano el vellón de un carnero, sin que el peso le fatigue; Héctor, alzando la piedra, la conducía hacia las tablas que fuertemente unidas formaban las dos hojas de la alta puerta y estaban aseguradas por dos cerrojos puestos en dirección contraria, que abría y cerraba una sola llave. Héctor se detuvo delante de la puerta, separó los pies, y, estribando en el suelo para que el golpe no fuese débil, arrojó la piedra al centro de aquélla: rompiéronse ambos quiciales, cayó la piedra dentro por su propio peso, recrujieron las tablas, y como los cerrojos no ofrecieron bastante resistencia, desuniéronse las hojas y cada una se fué por su lado, al impulso de la piedra. El esclarecido Héctor, que por su aspecto á la rápida noche semejaba, saltó al interior: el bronce relucía de un modo terrible en torno de su cuerpo, y en la mano llevaba dos lanzas. Nadie, á no ser un dios, hubiera podido salirle al encuentro y detenerle cuando traspuso la puerta. Sus ojos brillaban como el fuego. Y volviéndose á la tropa, alentaba á los teucros para que pasaran la muralla. Obedecieron, y mientras unos asaltaban el muro, otros afluían á las bien construídas puertas. Los dánaos refugiáronse en las cóncavas naves y se promovió un gran tumulto.