La Iglesia de Santa María de Lebeña

​La Iglesia de Santa María de Lebeña​ de Pedro de Madrazo


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Pidió hace tiempo la Dirección general de Instrucción pública á esta Real Academia que informase acerca de la importancia histórica de la iglesia de Santa María de Lebeña, en la provincia de Santander, para la cual solicita su digno cura párroco D. Santos Gutiérrez la declaración de monumento nacional.

Noticiosa esta Academia de haber sido igualmente consultada su hermana la de Bellas Artes de San Fernando acerca del mérito artístico del expresado templo, y teniendo entendido ser éste una peregrina joya para la historia, de nuestra arquitectura nacional, por la circunstancia de no existir quizá en toda la provincia de Santander otro que como él represente el estilo latinobizantino ó visigodo, perpetuado en las construcciones del Norte de la Península hasta la invasión del estilo románico francés en el siglo XI, aguardaba que aquel docto cuerpo emitiese un dictamen favorable á la declaración solicitada, para que la abundancia de motivos que persuaden la necesidad de conservar para el arte la iglesia de Lebeña supliese la deficiencia del interés histórico, en caso de no considerarse causa bastante para hacerla merecedora de la solicitud del Gobierno el curioso suceso á que va unida su fundación. Mas, habiendo ya declarado la Academia de San Fernando que esta iglesia es un ejemplar precioso de aquella arquitectura regional de los siglos IX y X, que desde las llanuras de Galicia hasta la riscosa Liébana empleó la monarquía restaurada cuando, sin influencias ultrapirenáicas, marchaba por sus naturales carriles, puede ya esta Academia de la Historia alegar lo preternatural del hecho que á su erección se refiere como un motivo más para hacerla digna de todo respeto.

Los que con loable solicitud se han consagrado á recoger memorias de la comarca lebanense, y principalmente los que de Santa María de Lebeña han escrito, entre ellos el Sr. Llorente Fernández y D. Rodrigo Amador de los Ríos, refieren como histórico el siguiente suceso:

Reciente aún la singular rebelión que obligó á Alfonso el Magno á abdicar la corona; alentando todavía el fundador del reino leonés, D. García, un nieto del rey Ordoño I llamado Alfonso, con nombre y cargo de Conde de Lebeña, valiéndose de la autoridad que acaso le concedía la participación que había tenido en el destronamiento de su tío Alfonso III, el último rey de Oviedo, intentó apoderarse de los sagrados restos de Santo Toribio á despecho de los monjes de San Martín de Liébana, sus celosos guardadores. Era el conde Alfonso el señor más poderoso de aquella tierra: tenía en ella palacios, extensas heredades, viñedos, olivares, higuerales y pomaredas; él y su esposa Justa edificaron, hacia el año 925 de nuestra era, la iglesia de Santa María de Lebeña, con intento de trasladar á ella el codiciado cuerpo del santo. Al frente de los cincuenta más bravos de sus hombres de armas, y acompañado de personas de las de más calidad del país, invadió en son de guerra el no lejano monasterio de San Martín, y desoyendo los ruegos y protestas de los religiosos, mandó á su gente romper con picos y azadones la bóveda del venerando sepulcro. Pero, no bien los soldados y servidores del conde empezaron á mover la tierra, fué por el cielo herido de repentina ceguera, el osado magnate; y no sólo descargó sobre él la cólera divina, sino sobre todos los suyos, que igualmente cegaron. Añádese que ante tan terrible escarmiento volvió en sí el Conde, y tocado de la gracia, habiendo por las oraciones de los religiosos y la intercesión del beatísimo Toribio, él y su gente recobrado la vista, hizo oblación de su persona y de cuanto poseía en Liébana á Santo Toribio, á Hopila, abad del monasterio, y á sus monjes; llevó su largueza hasta el extremo de hacer donación al mismo monasterio de la iglesia de Santa María que acababa de edificar, de la de San Román que de antes existía en su villa, y de todo cuanto en ésta le pertenecía, con sus heredades y collazos, además de la villa de Maredes que había comprado al Rey, y de la villa de Bodia, heredada de sus antepasados.

No sabemos, en verdad, de dónde han sacado los precitados escritores los dramáticos accidentes que en esta narración sirven de preliminar á la ceguera que momentáneamente afligió al conde Alfonso y á su gente. El documento que citan, que es la carta de donación de la iglesia de Santa María y de la de San Román con sus pertenencias y con las villas de Bodia y de Maredes á San Martín, hoy Santo Toribio, de Liébana, instrumento incluído en el tumbo del expresado monasterio que se conserva en el Archivo histórico nacional (núm. 100, fol. 8.º v.), sólo dice, fielmente vertido al castellano por el Sr. Ríos en el núm. IV de los apéndices á su muy apreciable tomo de Santander de la obra España, monumentos y artes, etc.: «Sea para todos conocido y manifiesto que yo Alfonso, Conde, y mi esposa Justa, condesa, hemos edificado la iglesia de Santa María de Lebeña para que fuese trasladado á ella el cuerpo de Santo Toribio. Y porque mandé á mis sirvientes que cavasen, en cuanto empezaron á cavar fuí castigado por la divina justicia, hasta el punto de que quedé ciego, y mis soldados que estaban libres de culpa, habiendo empezado á cavar la tierra con los azadones, perdieron también la vista.» Lo demás del documento está conforme, en su latín bárbaro, con la narración pintoresca de los modernos escritores: «Tunc optuli corpus meum et quantum habui in Leuana Sancto Toribio et tibi Hopila, abbati, et clericis ibidem Deo seruientibus; videlicet, ofero et concedo ecclesiam Sancta Maria de Fleuenia..... cum ecelesia Sancti Romani, et cum hereditatibus et collaciis et cum quantum ibi ad me pertinet, et illam meam villam Maredes, que est in alfos de Cereceda, quam compraui de Domino meo Rege, et dono cum suis pertinentiis et cum suis terminis, et similiter Bodiam, quam abui ex meis auis.»

Ahora bien, es evidente que en este documento no se hace la menor referencia ni á la supuesta negativa de los monjes de Liébana requeridos por el conde para que le cediesen el cuerpo de Santo Toribio, ni á la pertinacia de éste en su propósito de llevárselo á Lebeña, ni menos á su incursión en el monasterio con gente armada (cincuenta bravos soldados, nada menos, con muchas personas poderosas del país!), para realizar su violento atropello á despecho de la oposición y de las protestas de los monjes. Todo esto trasciende á pura invención. El sentido natural de carta de donación parece ser muy distinto. El conde Alfonso y su mujer Justa edifican la iglesia de Santa María de Lebeña para trasladar á ella el cuerpo del santo. Santo Toribio no quiere abandonar su sepulcro de Liébana, y lo manifiesta por medio del prodigio de la ceguera repentina del conde y de los suyos; entonces el conde, escarmentado y arrepentido, desiste de su profanación, y recobra la vista por la intercesión del santo, que impetran los monjes en sus oraciones. Agréguese que del diploma no se deduce si el conde y sus servidores, cuando cegaron, estaban abriendo nuevo sepulcro para el cuerpo del santo en su iglesia de Lebeña, ó estaban violando el sepulcro que tenía en Liébana, porque el texto sólo dice: «Et quia famulis meis precepi ut foderent et cum cepissent fodere, divino judicio flagellatus sumus quod a Deo factus fui cecus, et milites mei, qui erant inmunes a culpa, qui cum serculis cepissent fodere, lumen amisserunt.» Tan lacónico y obscuro es el relato, del cual se ha tomado pie para fantasear una historia llena de interesantes peripecias.

Hay quien sospecha esta carta de donación de apócrifa, por la circunstancia de estar fechada sub principe Ordonio in Legione en la era 936 (años de Cristo 925), cuando consta que Ordoño II murió en el año 924. Un simple yerro de fecha, tan fácil de explicar por la mera adición de un número, no es argumento decisivo contra la autenticidad del documento. La sospecha pudiera más bien fundarse en lo exorbitante de la donación y en lo sobrenatural del suceso que la motivó. Pero en rigor, ni el historiador puede ser tan escéptico que rechace en absoluto los milagros como manifestación excepcional de la intervención divina en las cosas humanas, ni aquella exagerada largueza del conde Alfonso debe causar maravilla en una época en que ya se iniciaba en España el misterioso terror que pesaba sobre la Europa entera por la aproximación del fatídico año 1000, en que se creía iba á acabar el mundo, y comenzaban los poderosos á desprenderse de los bienes de la tierra para comprar con sus donaciones á las iglesias y monasterios la salvación de sus almas.

De todas maneras, sea ó no apócrifo el diploma que consigna las cuantiosas donaciones del conde Alfonso y la condesa Justa; haya ó no existido la causa prodigiosa que impulsó al magnate cántabro á otorgarlas; téngase ó no por probado que el conde y su mujer fundasen la iglesia de Santa María de Lebeña, es lo cierto, y esto basta para dar interés histórico á la basílica objeto de nuestro informe, que su fundación arranca de los comienzos del siglo X, de aquella grande época, asaz desconocida y calumniada por los críticos superficiales, en que tánto florecieron los estudios eclesiásticos, en que tánto fruto produjeron los insignes monasterios benedictinos de la región septentrional de España desde el Océano al Ebro, desde Celanova á San Millán de Cogolla, y que fué un verdadero período de preparación para el engrandecimiento moral, intelectual y político que alcanzaron los Estados cristianos de la Península bajo los sucesores de Fernando el Magno.

La importancia histórica de un monumento no está sólo en los hechos ó sucesos notables de que haya podido ser teatro: su mera antigüedad, cuando se remonta á edades de que subsisten escasos vestigios, le reviste de carácter histórico. La iglesia parroquial de Lebeña está pregonando en su estructura, y en los componentes de su estilo visigodo bastardo, que es obra indubitada del siglo de los primeros Ordoños y Alfonsos; y bajo este concepto, la Academia entiende que merece se la conserve con grande esmero, para que, si llegasen tiempos más bonancibles para las artes, pueda algún día ser restituida por medio de una hábil restauración á su interesante forma primitiva, hoy adulterada con modernos aditamentos y retoques hechos sin el menor aprecio de su valor arqueológico.


Madrid, 1.º de Marzo de 1893.