La Fe del Amor, Capítulo II

​La Ilustración Española y Americana, 1870​
La Fe del Amor, Capítulo II
 de Manuel Fernández y González

Nota: se ha conservado la ortografía original.


LA FE DEL AMOR.
NOVELA


por


DON MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ.


II.
LOS CONCURRENTES Á LA SALVE DE LA VIRGEN.


Al día siguiente y vestido de tiros largos como va hemos dicho, al medio dia, hora en que los muchachos salían de la escuela, Estéban se trasladó á la casa de la Enramadilla.

Encontró sentada á la puerta haciendo labor á Elena.

La jóven se puso vivamente encendida al ver á Esteban y antes de que este pudiera saludarla se metió dentro.

Poco después encorvada, mezquina, apoyada en su bastón muleta, apareció en la puerta dona Eufemia (así se llamaba la tía de Elena) y miró de una manera hostil al jóven.

— A los piés de usted, dijo este.

Sin duda doña Eufemia no estalla acostumbrada á ser saludada de este modo, porque apareció en su semblante una expresion de estrañeza.

— Para servirá usted, caballero, contestó con acento agrio y como si hubiera querido decir— ¿qué diablos quiere usted?

Doña Eufemia había adivinado que se trataba de su sobrina.

Elena permanecía dentro.

El áspero recibimiento de la vieja desconcertó al maestro de escuela.

— Suplico á usted que me oiga un momento, dijo con la voz balbuciente.

— Vamos, ya sé, dijo doña Eufemia, cuyo semblante se avinagraba mas y mas: usted viene por la pequeña: ya me esperaba yo algo de esto: este diablejo de muchacha gusta a todo el mundo: pero á ella no le gusta nadie: puede Usted volverse por donde ha venido.

— Señora, suplico á usted, dijo Estéban, que temblaba todo.

— Y, vamos ¿qué tiene usted que decirme? ¿quién es usted?

— Yo señora, me llamo Estéban Villarrobledo.

— Bien, bien: todos nos llamamos de alguna manera, ¿pero qué es usted?

— Yo soy, señora, maestro de instrucción prinfarra de Léganos.

—¡Ah! ¡usted es maestro de escuela!

— Servidor de usted.

— ¡Ah, vamos! esto es merti malo: yo creí qué usted era un señorito: usted tiene un negocio con que guanarse la vida: ¿y qué sueldo tiene usted?

— Seis mil reales.

— ¿Qué es eso todos los días?

— Diez y seis reales.

— ¡Vamos! con eso y con menos, se puede vivir en un pueblo: ¿le dan á usted casa?

—Sí señora.

— ¿Y tiene usted provechos?

—Los regalos de Navidad de los niños ricos, que además pagan algo por mes: pueden calcularse seis reales diarios más.

— ¡Vamos! veinte y dos reales.

El rostro de doña Eufemia se iba dulcificando.

— Además, vengo á ser de hecho el secretario del alcalde, porque el de nombramiento es un ignorante , y la gratificación que el alcalde me da viene á ser otra peseta.

— ¡Veinte y seis reales! dijo doña Eufemia, ya domesticada: niña, saca sillas; perdone usted caballero, pero cuando no se conoce á las personas hay que andarse con tiento.

Elena sacó dos sillas.

— ¿Conoces tú á este señor? la dijo su tia.

Elena se puso vivamente encendida.

— ¡Vamos! ustedes se conocen ya, dijo doña Eufemia y me parece... pues mire usted; usted es el primero de quien ella hace caso: véte, véte adentro, hija mía: tú no debes oir lo que este caballero me tiene que hablar.

Elena se retiró.

La vieja y Estéban se sentaron.

— Si usted consiente, dijo este, nos casamos al momento.

—Poco á poco, amigo mio, dijo doña Eufemia: yo sé que usted tiene para mantener sus obligaciones; pero no sé si es usted un hombre de bien ó un pillo, y yo quiero mucho á mi sobrina para entregársela á usted así, sin tomar informes: además, es necesario que usted sepa, que ella no tiene más que sus manos, y lo poquillo que yo la dejaré: ella es bordadora, y trabaja para las tiendas: borda divinamente; pero para el tiempo que se echa, lo pagan muy mal: apenas si la pequeña gana una peseta; y hay que quitar los dias de fiesta porque las fiestas las ha hecho Dios para que se santifiquen: todo lo que yo tengo no llega á dos reales diarios: somos muy pobres: como usted ha visto que hemos comprado esta casa, habrá usted creido que somos ricas: no, señor: si fuéramos ricas, no viviríamos en este destierro: yo he comprado esta casa, porque el dinero siempre se tiene y no hay que pagar más que la contribucion: su padre la dejó unos dinerillos: el pobre se quitó la vida trabajando por su hija: pero con la compra de la casa, nos hemos quedado reducidas á una gran renta de dos reales diarios, como ya le he dicho á usted: ella está así, elegantita, porque ella se lo hace y tiene mucha idea: parece una señorita, porque el bueno de su padre hizo la locura de educarla en un colegio, como si hubiese sido hija de un duque: pero afortunadamente la pobrecilla se aviene á todo, no es orgullosa, y trabaja que se quita la piel: tiene mucho talento, aunque yo no debiera decirlo; pero es la verdad: canta y toca el piano... ¡niña! ¡niña!

—¡Mamá! contestó desde adentro Elena, que consideraba á doña Eufemia como si fuera su madre.

— ¿Por qué no cantas algo, hija mía? yo he dicho á este caballero que sabes música.

— Como usted quiera, mamá; dijo Elena con dulzura, pero dejando conocer que se la contrariaba.

— Yo tendría un placer: ¿tiene usted piano?

— ¡Oh! si señor; su padre hizo la locura de gastar ocho mil reales en un piano para ella: pero entre usted, entre usted: es un piano magnifico.

En efecto era un piano vertical de Hertz.

—¡Lucía! exclamó Estéban, viendo la cubierta de uno de los cuadernos: es mi favorita.

— Como usted guste, dijo Elena, que no pudo contener una mirada para Estéban.

La vieja recogió aquella mirada.

—¡Ah! dijo para si: le quiere: pero á mí no me conviene: es necesario tener cuidado.

Elena acabó de enamorar cantando á Estéban.

Acabado el canto volvieron á salir fuera doña Eufemia y Estéban: pero no se sentaron.

— Yo me informaré de la conducta de usted, dijo doña Eufemia, y si me satisface .. no digo que... dentro de un año... ella es muy jóven, y usted puede esperar mucho tiempo: es bueno que los que han de vivir unidos basta la muerte, se conozcan, se estimen y se amen cuanto pueden amarse antes de morir: vuelva usted dentro de ocho dias.

— ¡Ocho dias!

— No necesito yo menos; y esto si en ocho dias logro tener lodos los informes que necesito.

— ¡Pero señora, yo voy á estar muriendo ocho dias!

— Ni un minuto menos.

—¡Me resigno, señora!

— Y oiga usted; que no me ande usted con imprudencias, porque si huelo que usted me ronda la chica , hornos concluido.

Esteban se despidió y se alejó lleno de ansiedad: ¿darían en el pueblo buenos informes de él d doña Eufemia? Esteban se arrepintió de su vida de aventuras.

—Y bien, dijo, si ella me ama, el saber que yo he sido afortunado con las mujeres la empeñará más, y á pesar de su tia nos casaremos... yo no sé porque tengo miedo: yo no me he comprometido con ninguna soltera... adelante... ¡Gabriela!... Gabriela está obligada á callar... con las otras no he pasado de galanterías... mis relaciones con Gabriela han sido discretas: no, no hay que temer... ¡pero esa doña Eufemia!... todo en ella es raro... ¿será tan pobre como dice? á mí me parece avara; sacrifica sin duda á la pobre Elena: es necesario salvarla de su tiranía: no se comprende la compra de esa casa de campo , el aislamiento de dos mujeros solas... este es un misterio: pero ¡no, no! ¡este misterio no toca á Elena! ¡ella es pura como un rayo del sol!

Pensando de este modo, febril, enamorado basta el fondo íjo su alma, llegó Estéban al pueblo, y apenas tuvo tiempo fiara comer, porque se acercaba la hora de la vuelta de los niños.

El tiempo que transcurrió basta la media noche, fue para Estéban una eternidad: al fin dieron las once y media: Estéban se puso un par de pistoletes en los bolsillos, y se fué á su cita con Elena.

Pero esperó en vano: Elena no parecía: sin duda doña Eufemia bahía tomado sus medidas para evitar un peladero de pava probable: Estéban no se atrevió á salir de entre una enramada, oscura, desde la cual se veia la ensila: hacia una luna muy clara y la vieja podía estar en acecho.

El viento trajo una campanada de la iglesia del pueblo: era la una de la noche. Esteban se volvió triste, desesperado, con el corazón oprimido.

Al dia siguiente, mientras estaba en la escuela, pálido y desencajado, porque no había dormido en toda la noche, su vieja criada le avisó de que una jóven quería hablarle.

Estéban, latiéndole el corazón con la fuerza de un martillo, abandonó su clase y salió á la puerta: ¿qué jóven podía ser aquella?

Se encontró con una vendedora de huevos que le dijo sonriendo.

—La señorita morena de la Enramada, me ha dado esta carta para usted.

—¿Pide contestación?

— No señor.

—Espere usted, sin embargo.

— Como usted quiera.

Estéban abrió la carta y la devoró.

En una preciosa letra inglesa , contenía estas breves frases.

«Aprovecho la ocasión de haber ido mi tia al pueblo: anoche no pude salir al huerto: mi tia había echado la llave á la puerta y la hahía guardado: no sea usted imprudente: no vuelva usted ni de dia ni de noche: esperamos.

Elena.»

Estéban dió una peseta á la huevera y la despidió.

Estaba desesperado.

Había que esperar los ocho dias.

Pero no esperó tanto: al dia siguiente un campesino llevó una nueva carta: era de Elena sin duda: el sobre estaba escrito por ella.

Esteban leyó con espanto lo siguiente.

«Prohíbo á usted terminantemente vuelva á aparecer por aquí ni a saludarnos: el hombre que seduce á una mujer casada, y que falta á la lealtad á un hombre de bien infamándole, no merece más que desprecio.

Eufemia Sandoval.»

Esta carta tenia algunas señales recientes de lágrimas.

— ¡Ah! exclamó Esteban, ¡no ha sido ella! ¡ha sido la horrible tia, que ha tenido la crueldad de hacerla escribir esta terrible carta! ¡ella me ama! ¡ella ha llorado! ¡yo estoy loco! ¡mejor! ¡ella será mia á pesar de ese vestiglo infame! pero ¿quién, quién ha sido la Meguera, la miserable, que ha dicho á esa harpía que Gabriela!... ¡ah! ¡es necesario que lo averigüe, que yo me vengue!

Aun no había acabado de decir estas palabras Esteban, cuando una muchachuela le lleva otra carta.

Al ver la letra del sobreescrilo, Estéban se puso pálido: había reconocido la letra de Gabriela.

«Vé esta noche al sitio de costumbre, decía; tenemos que hablar de cosas muy graves. »

Esta carta no tenia firma y la letra estaba visiblemente desfigurada: era la letra usual de las cartas de Gabriela á Esteban.

El jóven rompió esta carta con furor, y su primer pensamiento fue no ir á la cita : pero luego meditó: era necesario averiguar, saber de quién tenia que vengarse.

La cita de Gabriela demostraba que el Pintado no estaba en el pueblo.

A las ocho de la noche, Esteban tomó sus pistoletes, se lió en su capa y salió de Legones, evitamlo ser visto: rodeó eI pueblo, y por detrás del cuartel y atravesando la carretera, tomó el camino de la ermita de Nuestra Señora de Butarque.

Estas precauciones eran muy necesarias, porque hacia una luna clarísima.

Juan el Pintado vivía en una grande huerta de su propiedad, situada frente por frente de la ermita.

Estéban se aventuró por un estrecho, tortuoso y lúgubre sendero, ensombrecido por el follaje de los altos vallados: por cima de estos se veian los árboles sin hojas, emblanquecidos de una manera fria por la luna.

Al cabo de un cuarto de hora de marcha, Esteban llegó á unos paredones derruidos, dentro de los cuales descollaba alta, negra y sombría la maleza.

Estéban penetró: sentada sobre una piedra, agoviada, replegada sobre sí misma , inmóvil, bañada enteramente por la pálida luz de la luna, había una mujer: estaba tan abstraída, que Esteban llegó junto á ella, sin ser de ella sentido.

Aquella mujer lloraba silenciosamente.

Estéban sintió un movimiento de conmiseración y de un extraño placer á un tiempo: ¡halaga tanto el ser amado con pasión, hasta por aquellos que han llegado á sernos indiferentes!

—¡Gabriela! dijo con voz opaca y trémula, Estéban.

Pasó un sacudimiento nervioso por la jóven, que se puso en pie de un salto, como si un resorte poderoso la hubiese lanzado de la piedra en que estaba sentada.

Y vió á Estéban y se arrojó á su cuello sollozando: sus magníficos ojos negros le devoraban de una manera ansiosa, y dejaban ver en su fondo algo sombrío, siniestro, sanguinario.

Eran los ojos de una leona que suplicaban y amenazaban á un tiempo.

Estaba densamente pálida, y esta palidez aumentada por el lívido resplandor de la luna, la hacia parecer un espectro: pero un espectro hermosísimo.

Temblaba toda.

—¿Por qué me matas? exclamó.

Y luego añadió con una voz lúgubremente ronca:

—¿Crees, tú que yo me voy á dejar matar sin defenderme? ¿crees tú que se puede perder asi á una mujer como yo? ¡guárdate, Estéban! ¡guárdate!

—¿Pero qué ha sucedido? ¿qué sucede? ¿qué es esto? preguntó Estéban que había ido resuelto á negarlo todo por evitar complicaciones: conocía demasiado á Gabriela y sabia que era terrible.

—Afortunadamente él no estaba en casa cuando llegó esa maldita mujer, dijo Gabriela: ha ido á un negocio del matadero á Madrid, y no volverá hasta pasado mañana.

— ¿Pero qué mujer es esa?

—¡Esa coja! ¡esa vieja! ¡esa bruja!

— ¡No te entiendo!

— ¡La de la casa de la Enramadilla!

—¡Ah, pues no sé!

—¡Con que no sabes! exclamé con irritación, Gabriela.

—¡Te juro!...

—¿Quién cree en juramentos? ¿cómo puedo yo creer en ellos... yo que he faltado á juramentos hechos ante Dios?... ¡tienes razón en despreciarme , porque la mala mujer que deshonra su familia, no merece más que desprecio!... ¡pero no te cases, Estéban, no te cases, porque tu mujer te engañará como yo he engañado á mi marido, y el amigo que te dé la mano, te ultrajará como tú has ultrajado á Juan.

Esteban se extremeció: le pareció que Dios airado le hablaba por la boca de Gabriela.

— Yo no entiendo nada de esto, dijo rehaciéndose.

Gabriela miró profundamente á Estéban; pero este habla recobrado su sangre fría y su semblante se había hecho impenetrable.

Una expresión de esperanza apareció en los bellos ojos de la Buena Moza de Alcorcon, y sus lágrimas se secaron.

Se sentó fatigada en la piedra: Estéban se sentó á sus pies.

—Esta mañana, dijo ella, me encontré de repente en la huerta con la Forastera de la Enramadilla, que me saludó muy cumplidamente, y me dijo:

—Señora, yo necesito informes acerca de una persona del pueblo, y como es natural he ido á ver al alcalde: no estaba allí; pero estaba la alcaldesa y era igual: la alcaldesa me dijo cuando supo de quien se trataba: Los que pueden dar á usted excelentes informes acerca de esa persona, son don Juan, el de la Huerta grande y su mujer , que son muy amigos suyos, ¿entiendes? Mi marido y yo podíamos dar muy buenos informes de ti, porque de ti era de quien se trataba.

Gabriela había marcado enérgicamente su acento en las palabras que hemos puesto en bastardilla.

—¿Y á propósito de qué se trataba de mí? preguntó con una admirable calma Estéban.

— No lo sé, contestó Gabriela, porque no llegó el caso de esplicarse: cuando esa maldita me dijo que era de tí de quien necesitaba informes, yo lo adiviné todo: «él quiere á la Morena de la Enramadilla, me dije, y la ha pedido á su tía.» — Me puse mala, me extremecí toda, se me llenaron los ojos de lágrimas, y esa condenada me dijo: — «¡Ya sé! ¡ya sé! usted acaba de darme todos los informes que necesito! ¡ahora comprendo por qué la alcaldesa me ha enviado aquí.» — Y se fué.

—¡Pero esto es horrible! exclamó Estéban realmente impresionado.

—¡Sí, sí, horrible! exclamó llorando Gabriela: ¡nos han acechado! ¡lo saben todo! ¡todo el pueblo lo sabe! ¡mañana lo sabrá él, y cuando él lo sepa!... ¡sálvame, Estéban: sálvame, tú que me has perdido! ¡yo me muero de vergüenza! ¡yo no me atrevo á ir al pueblo! ¡olvida á esa mujer! ¡vámonos de aquí! ¡yo tengo dinero!... ¡en otra parte no me conocerán! ¡en otra parte no tendré miedo de que él me mate!

Las consecuencias de su falta caían sobre Estéban y le aniquilaban: hizo cuanto pudo para calmar á Gabriela, la juró consagrarse a ella, apagar las murmuraciones, y en último resultado huir con ella.

Era ya muy tarde cuando se volvieron ella á su huerta, él al pueblo.

Apenas habían desaparecido, cuando un hombre alto y rígido, en cuyo semblante dejaba ver la luna una expresión espantosa, se levantó de entre la maleza á poca distancia del lugar donde habían estado sentados los dos amantes.

Aquel hombre era Juan el Pintado.

—¿Con que era cierto? exclamó con voz reconcentrada, terrible: ¡pues bien yo me vengaré como no se ha vengado nadie todavía!

Luego salió de entre los paredones, adelantó por un sendero, se metió en una espesura, desató un caballo que allí había, ganó la carretera, y se alejó al galope hacia Madrid.

(Se continuará.)

M. Fernandez y González.