La Escuela de don Juan Peña: 2

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

II

Puerta ancha en zaguán espacioso, á la derecha abría la que comunicaba al interior de las habitaciones de familia. A la izquierda salita donde el maestro recibía bondadosamente á cuanta madre afligida llegaba á confiarle sus retoños. Alta parra de uvas siempre verdes, que los escueleros se encargaban no dejarlas madurar cubría el primer patio, conduciendo húmedo corredor al segundo de oficina indispensable. Frente la puerta de calle, el salón chico para los grandes, y haciendo cruz, el salón grande para los chicos, con dos ventanas y puerta intermedia condenada, debido este nombre, no sólo por férreos barrotes fijos, sino por ser paradero perpetuo de penitenciados, con larga lengua de bayeta colorada á charlatanes, ó cucurucho alto de papel marquilla, único castigo, substituyendo la azotaina en la escuela de Argerich y la dura palmeta con agujeritos en lo de don Rufino Sánchez.

En la conjunción de ambas salas se alzaba sobre tarima de dos tramos alto pupitre, desde donde la mirada vigilante del maestro, que lo ve todo como la mirada de Dios, abarcaba su pequeño mundo infantil. Poco lo ocupaba, paseándose de continuo á la cabecera de largos bancos en filas sucesivas, corrigiendo las planas ó examinando gramática á los monitores ó mayores de cada uno, bien que algunos de engreñados cabellos sólo seguían la gramática parda.

Añeja costumbre inveterada fué de apodarse aún entre los más compañeros, subrayando el nombre propio con adjetivo picante ó picaresco. Así denominábase al último, el «banco de chocolate, pan y manteca». Tres aplicados niños deletreaban allí su Cristo, A. B. C. Hijo el uno de un laborioso vecino don José Uranga, quien seguía multiplicando chocolates y chocolateritos, calle Piedad número 52. De la no menos acreditada panadería del señor Villanueva, Piedras número 221, el segundo; y lindo rubiecito el tercero, de vivos ojos grandes como hermosas cuentas celestes, retoño del almacenero, Santa Clara número 151 ½, sobre cuya pintarrajeada muestra, colgada frente la puerta traviesa del Colegio de San Ignacio leíamos todas las mañanas al pasar para la escuela: «Manteca fresca de Holanda de hoy». Por más que niños preguntones interrogaban á don Juan Caamaña, nuestro gentil maestro de ojos y narices, nunca llegó á explicar cómo pesadas Urcas de Países Bajos, que otrora intentaron adueñarse de esta plaza, podrían transportarle «en un día» al almacenero Binel producto de las gordas vacas holandesas.

Seguía á éste el «banco del rompeplatos», proveniente etimología del sueco, que sordo había dejado á su primogénito, al nacer filarmónico, futuro compositor argentino, tamborilando incesamente en el inclinado pupitre, ensayando pininos musicales, preludios que orquestara luego con música de platos, rompiendo sus altos rimeros en el almacén de loza de Mr. Hargreaves (Piedad número 55). Acabó por poner en escena en Suecia la primera ópera de un argentino con buen éxito, comprobando una vez más que nadie es profeta en su tierra.

Tan paciente pecoso, poco se encalabrinaba cuando el más travieso buscapleitos llamábale: «¡Ché, rompeplatos, no te chupes los caramelos de Monguillot que le birló Fasquel al pasar por la propia vereda de ambos, frente la vidriera de su confitería!» (Victoria" núm. 15).