La Disgregación del Reyno de Indias/Capítulo 8
Frente al Cuerpo Diplomático acreditado ante su Gobierno y reunido esta vez en el “Salón de Honor” del histórico Fuerte de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1836, D. Juan Manuel de Rosas leyó un meditado discurso en el cual lucen los párrafos que voy a reproducir:
“¡Qué grande, señores, y que plausible debe ser para todo argentino este día consagrado por la Nación para festejar el primer acto de soberanía popular, que ejerció este gran pueblo en mayo de mil ochocientos diez! ¡Y cuán glorioso es para los hijos de Buenos Aires haber sido los primeros en levantar la voz con un orden y una dignidad sin ejemplo! No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituidas, sino para suplir la falta de las que acéfala la Nación habían caducado de hecho y de derecho. No para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para conservarle la posesión de su autoridad, de que había sido despojado por un acto de perfidia. No para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud poniéndonos en disposición de auxiliarlos con mejor éxito en su desgracia. No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al abismo de males en que se hallaba sumida la España”.
“Estos, señores, fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo abierto celebrado en esta ciudad el 22 de mayo de mil ochocientos diez cuya acta debería grabarse en láminas de oro para honra y gloria eterna del gran pueblo porteño. Pero ¡ah!...¡Quién lo hubiera creído!...Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo no menos que de lealtad y fidelidad a la Nación Española y a su desgraciado Monarca: un acto que ejercido entre otros pueblos de España con menos dignidad y nobleza, mereció los mayores elogios fue interpretado en nosotros malignamente como una rebelión disfrazada, por los mismos que debieron haber agotado su admiración y gratitud para corresponderlo dignamente”, etc.
En tiempos todavía no muy lejanos, se calificaría de herejía-estoy seguro de ello-la afirmación que me siento obligado a formular –en carácter de juicio-a la vista de esta interpretación de Rosas de la Semana de Mayo.
Ella es muy superior, mucho más exacta y comprensiva desde el punto de vista de la veracidad que la formulada y publicada por Mitre veinticuatro años después en su Historia de Belgrano (Buenos Aires, 1ª Edición año 1859).
Rosas, como se ha leído, da por sentado que la Revolución de Mayo fue “lealista” y encaminada precisamente a asegurar la vigencia del voto de fidelidad a Fernando VII emitido por el pueblo porteño canónicamente, al jurarlo en agosto de 1808 no por imposición de las autoridades sino contra sus planes de demora expectante.
¿Se quiere prueba documental de lo ocurrido en aquella ocasión en lo que respecta a la espontaneidad y fervor del entusiasmo general que presidió en esa jura?
He aquí un relato elocuente escrito en 1825 por un comentarista que presenció esa celebración:
“os acordaréis que estando celebrando la jura de Fernando VII con aquel entusiasmo que pasma, llegó el último día (23 de agosto) el Mesías que (se) dijo Goyeneche, vosotros visteis como yo esas iluminaciones que se doblaron, el pueblo en tropel y por las calles con la música de los regimientos y particulares, también hombres, mujeres y niños con el retrato (de Fernando VII) de cucarda, y algunos hombres hasta con cuatro caminaban, uno por delante, otro por detrás, y uno a cada lado, para que de cualquier parte que fuese mirado se viera a su magestad. Visteis hombres vestidos de papel y teñidos de negro que iban a echar sus arengas al Mesías, iban como negrito, adonde quiera que se hallase y visteis esos magníficos ramilletes, en el Fuerte, en el Cabildo, en el Consulado y en mil casas públicas: vísteis andar el tren volante conducido en tropel, tirando cañonazos por la calle, montando en el cañón de vanguardia un canónigo de la catedral de Córdoba: vísteis defondar al lado de las fogatas que había en la plaza, pipas de vino y repartir en jarras de lata a los cabildantes que en persona daban al pueblo; y yo , por la primera vez en mi vida, vi espelucados con espadín, ebrios por las calles”…(Archivo Pueyrredón. T.1º., P.290).
¿Qué índice más alto que el resultante de este desgarbado relato para poder graduar la sinceridad de los sentimientos “fernandistas”, por legitimistas, que abrigaba entonces Buenos Aires al igual, desde luego, que Méjico, Caracas, Bogotá, Quito, Lima, Santiago, La Plata, Asunción y Montevideo?
Rosas no hace lugar en su interpretación a la versión adoptada y prestigiada por Mitre de que los porteños de la luminosa hora inicial de la Revolución “adoraban” a Fernando VII fingidamente por razones de estrategia…
A mí no me cabe duda de que Rosas es en este punto el verídico. Lo de “la máscara de Fernando”-instrumento más que útil, indispensable, para justificar el criterio sostenido por Mitre y sus seguidores-fue inicialmente un dispositivo usado por los opositores de la Revolución en toda América para excusar sus torpezas y por haberlas cometido y sin embarazo poder hacer méritos en España.
Esta gente-militares, funcionarios y cortesanos de todos los gobernantes-era de la clase que perfila el Comisionado Regio D. Antonio Villavicencio al Regente Lardizábal en la siguiente carta confidencial fechada el 28 de mayo de 1810:
“Salvemos a las Américas de las desgracias que se les preparan; seamos sus redentores; los motines y sublevaciones son inventados o fomentados por los jefes y magistrados, por aparentar celo, contraer méritos y ejercer a su arbitrio el despotismo. Estos fieles habitantes, aman al Rey y sienten las desgracias de España; si se quejan de las injusticias o de los vicios y escándalos de los que mandan sea de palabra o por escrito, si manifiestan cuál debe ser el medio adoptable para que Fernando VII conserve estos dominios si la España sucumbe, gritan motín, insurrección, etc. Es una eterna verdad-cierra-que hay más patriotismo y amor a Fernando VII en todas las Américas que en España. Lo he palpado y es admirable a la distancia que están de las bayonetas francesas.”
Rosas no discute-no niega-en su interpretación, que existieran en el Buenos Aires de los días de mayo partidarios embozados de la Independencia, ni tampoco del regreso de Carlos IV al Trono, o de su ocupación pacífica y definitiva por José Bonaparte. Ciertamente todo eso era posible y más que posible seguro, pero, a los efectos del caso ¿qué podían importarle tales especificaciones? A él, lo único que le interesaba lógicamente en la ocasión, era dejar establecido para la historia-como lo hace-que el pueblo que dispuso la cesación del Virrey designado por un Poder ya inexistente y en su lugar constituyó la Junta de Gobierno integrada por ciudadanos de su confianza, era auténtica y libremente fernandista o si se quiere mejor-parece que el término sería preferido por este intérprete y es sin duda el más ajustado-legitimista.
Rosas no ignoraba en 1836-no podía ignorar porque desde largos años antes era lugar común-lo de la “máscara de Fernando”. En Buenos Aires en los mismos días de la Revolución ya circulaba entre quienes procuraban desacreditarla, no esa frase pero si su concepto significativo. En justa reacción contra la calumnia el 30 de mayo el ilustre y virtuoso Deán Zavaleta procuró llamarlos al camino de la verdad utilizando para ello la Cátedra Sagrada de la Catedral. Dijo entonces en efecto:
“Lenguas maldicientes, abstenéos de manchar la fidelidad, honor y amor a sus reyes que tan bien y tan a costa suya han sabido manifestar en ocasiones harto críticas los hijos y habitantes de la inmortal Buenos Aires. El mundo entero será testigo de la rectitud de sus intenciones.”
Cerca de dos años debieron pasar en Buenos Aires antes que apareciese en su medio alguien capaz de repetir lo de “la máscara de Fernando” para reconocerle contenido verídico.
Este fue un extraño al ambiente de Mayo: talentoso, incrédulo para quien nada importaba la fe empeñada en un juramento; demagogo brillante y audaz…Este fue el Dr. Bernardo Monteagudo y el motivo que aprovechó para su exposición se lo dio la publicación en la “Gaceta” del viernes 12 de febrero de 1812 del decreto que concedió Carta de Ciudadanía al súbdito inglés Diego Winton bajo el siguiente encabezamiento:
“El Gobierno Superior Provisional de las Provincias Unidas a nombre de Fernando VII”, etc…
Monteagudo dirigía por entonces el periódico Ministerial de los viernes y acotó el encabezamiento del Decreto con la siguiente nota:
“Que cosa tan extraña dar título de ciudadano a nombre del rey. ¡Oh máscara tan inútil como odiosa a los hombres libres!"
Esta acotación de Monteagudo pudo ganar el aplauso de los “hombres libres” que ya hacían legión en el agitado y todavía pequeño mundo porteño pero también- no debe caber duda- suscitó el desagrado de los Triunviros. Chiclana había sido según Mariano Moreno el pilar más fuerte en la constitución de la Junta de Mayo, y el de la mayoría de la población. En efecto, el Dr. Vicente Pazos Silva, redactor de la “Gaceta” de los miércoles y director único de “El Censor”-otro periódico local-no demoró en salirle a la cruzada a Monteagudo en un sereno artículo titulado “Política” que apareció el 25 de febrero expresando lo siguiente:
“Al leer la nota de la gazeta del viernes en que su editorial ridiculiza a el gobierno, porque da títulos de ciudadano a nombre de Fernando VII, al que le llama máscara inútil y odiosa a los hombres libres, un sentimiento de horror se apoderó primero de mí, al que sucedió la indignación más viva. ¿Este hombre podría expresarse en unos términos tan insultantes a los pueblos y al gobierno, sin tener una seguridad a toda prueba? Que! ¿El gobierno ve con indiferencia que se ataquen a las bases de nuestra constitución provisoria, que se miren como burlerías los juramentos más solemnes repetidos una y muchas veces, delante de todo el mundo? Ni el pueblo solo de Buenos Ayres, ni el gobierno pueden, sin cometer un atentado, mudar las bases de la constitución provisoria de todas las provincias unidas, ¿y un hombre particular se burla de ellas y del gobierno que las conserva? Este hombre dice que el nombre del rey que se juró solemnemente es una máscara inútil y odiosa. ¿Podría hacerse injuria más atroz a pueblo alguno? Y si estos principios han de dirigir al gobierno ¿Quién estará seguro?
Por la misma razón y con igual facilidad se dirá mañana que las obligaciones que contrajo el gobierno de garantir las personas, la libertad, y las propiedades eran una chanza; que los pactos que hace, los tratados, las alianzas son cosas de juego, y por consiguiente el día que no guste de chancearse, o de jugar, despotizará filosóficamente, faltará a los convenios más solemnes, y pasará a ocupar entre las naciones el distinguido rango de los salvajes o de los caribes. Vaya que este joven filósofo, podía ser un excelente secretario de Tiberio. Pero estos políticos que se entretienen en hacer caricaturas de libertad e independencia, creen que pueden decir todo género de blasfemias y desatinos como estén barnizados a lo republicano. Y lo malo es que no hay cosa tan fácil como alucinar a los hombres sencillos, que deseando por instintos ser libres e independientes, no pueden conocer estos mismos objetos, y miran como oráculo al primero a quien se le antoja hacer un mascarón de libertad e independencia.
Sí, todos los americanos queremos ser libres e independientes, así como lo quiere ser la nación española. Las provincias peninsulares, o mejor diré, algunos filósofos que allí dictan constituciones, se han empeñado en que seamos independientes a su humor, y en hacernos jurar las leyes que llamamos el embudo, acá, entre nosotros. Esto y el natural derecho de mirar por nuestros intereses que no están bien en manos tan filosóficas, nos ha obligado a formar el gobierno provisorio. Las Provincias Unidas del Río de la Plata han querido establecer por base de este gobierno el reconocimiento del rey Fernando, a quien juró porque quiso libre y espontáneamente el pueblo americano; juró conservar la integridad de la monarquía, las leyes establecidas, y ordenó expresamente que esto no sufriese la menor alteración hasta que reunido el congreso en forma legal y conveniente dispusiese de sus intereses según exigiera la conveniencia y el interés general.
¿Duda alguna de esto? No. Los gobiernos que se han sucedido en nuestra revolución han tenido muy bien cuidado de no alterar en esta parte lo establecido y de repetir los juramentos. Y después de todo esto nos sale el recién venido con que esas cosas son engaña bobos, y que el nombre de Fernando VII es una máscara inútil y odiosa? Es preciso que el editor haga primero atheos y materialistas a los buenos americanos, para que luego les pueda hacer creer que los juramentos son burla. Y aun entonces si quedase una chispa de sentido común o de buena política debía esperar que lo echasen a cencerros tapados por el bien de la república. Por ahora los pueblos americanos no merecen entrar en el rango de los iluminados con el sublime filosofismo, que Dios maldiga: ellos aman la honradez que aprendieron de sus mayores, respetan la religión de sus padres, y cuando han ofrecido delante de Dios, y del mundo reconocer a Fernando VII, y la unidad de la nación, sepa el editor que lo han ofrecido de veras y que lo cumplirán. Sepa también que sólo el congreso general podrá variar, alterar y variar las bases del gobierno provisorio, y cualesquiera que por sí solo o acompañado de otros hombres privados, las intente mudar o alterar, es un traidor a la patria, es un usurpador de los derechos más sagrados de sus conciudadanos, es un subversor del orden público, es un reo, digno de los más severos castigos.”
“Da también a entender que el nombre del rey es incompatible con el de los hombres libres: esta es o una ignorancia increíble, o un capricho particular. Yo supongo que reunido el congreso americano declare que las provincias unidas del Río de la Plata se hallan en el caso de proclamar su independencia absoluta y constituir un estado. Que los diputados después de largas discusiones, y meditaciones profundas nombren un rey sujeto a una constitución sabia y liberal, en la que los pueblos gocen de sus derechos, y escudados por las leyes no teman los ataques del poder que resida en el rey. En este caso ¿los ciudadanos del nuevo estado serían esclavos? Seguramente serían tan esclavos como lo son hoy los ingleses, y como fueron los aragoneses bajo la constitución que formaron, y que hizo su gloria y felicidad, hasta que como todos los establecimientos humanos se corrompió, y dejó de existir. Ningún hombre sensato dirá jamás que son incompatibles con el rey, y libertad en un mismo país. Déspotas pueden ser igualmente los reyes, los cónsules, los senadores. Cuando se establece una constitución sobre las eternas bases de la naturaleza, de la equidad, y de la justicia; entonces importa muy poco para la libertad de los hombres que el poder resida en uno, en dos o en muchos. Esto no lo puede ignorar el editor; pero parece que se empeña en persuadir a todo el mundo que la libertad solo puede existir bajo el gobierno democrático.
Sea de esto, cual fuere su opinión; él puede exponerla, puede decirnos las razones de preferencia que tiene esta forma de gobierno respecto de las demás, y su mejor aplicación a las circunstancias presentes de nuestro país. Estas son materias importantes que es necesario tratar y controvertir, porque no nos expongamos a una elección ciega, si llega el caso de constituirnos. Más no se le podrá sufrir la insolencia de atacar la constitución provisoria que juraron libremente los pueblos. Jamás permitiremos que se diga impunemente entre nosotros, que los juramentos solemnes con que nos hemos obligado delante de las naciones tienen poca fuerza, que se desvanezcan a la voluntad de un hombre particular o de un gobernante por autorizado que sea. Nosotros sabemos bien que tenemos tanto derecho a ser libres e independientes, como todos los estados que existen hoy en el mundo; pero también estamos convencidos que en el uso de este derecho es la prudencia, la política, y el saber las que han de dirigir nuestras deliberaciones, y no los delirios, ni las ridículas e insensatas ideas de los filósofos que parece que viven entre hombres de otra naturaleza, o en un mundo enteramente nuevo, cuando dictan leyes, y pintan repúblicas.
Jamás podremos levantar el edificio de nuestra libertad sobre los débiles y hediondos cimientos de los prejuicios, de la mala fe, de la mentira. Nosotros nos esforzaremos siempre para aparecer dignos de la confianza, del aprecio de las naciones, haciéndoles ver que nuestros pactos son inviolables, que nuestras promesas son sagradas. Si un día el pueblo americano congregado cree, que la justicia y el interés común exigen un nuevo orden político; entonces lo establecerá con la dignidad propia de un pueblo virtuoso, y jamás dirá la posteridad, ni lo acusarán las naciones de haber usado de la mascarilla indecente de la hipocresía y del engaño. Ahora y en todos los tiempos aparecerá tan criminal delante de los pueblos, el que no respeta las determinaciones sancionadas por su voluntad general, como el que le niega los derechos de determinar, y proveer sobre su existencia y libertad. Todos los hombres que viven entre nosotros pueden pensar libremente, mas no hay uno que esté sujeto a las leyes, y que no deba obediencia y respeto a la voluntad de los pueblos que la forman, y el gobierno nunca autorizará con su silencio unos atentados tan enormes, ni permitirá con su tolerancia que quede problemático el honor y la buena fe de los pueblos".
La cita que termina ha sido larga pero creo que provechosa sobre todo para los que todavía hoy, a pesar de las brillantes y honradas averiguaciones realizadas en los últimos tiempos de Furlong, Marfani, Corbellini, Comadrán, Ruiz y en general la nueva generación de historiadores argentinos, insisten (¿Por qué lo dijo Mitre?) en darle a la Revolución de Mayo el carácter –que no tuvo felizmente-de provocadora intencional y culpable de la subsiguiente guerra con España.
Referencia
editar- ↑ Publicado en el diario TRIBUNA de Montevideo. 28-29-30 y 31 de mayo de 1960