La Disgregación del Reyno de Indias/Capítulo 7 parte 2
San Martín fue entre los criollos encumbrados que luchaban entonces en España, uno de los que-de los primeros-comprendió con certera reflexión y también sin duda, con íntimo y justo dolor la situación de inferioridad que se creaba a América en la “Ley Fundamental” de Muñoz Torrero y Luxán. San Martín se había formado en la península-era por los cuatro costados de sangre pura española-sus éxitos y sus fracasos, sus alegrías y sus pesares desde la niñez con uso de razón ( según la talla clásica) se relacionaban con escenarios y motivos hispánicos.
Sin embargo, de todo ello su sensiblidad fue aquí tocada por el injusto agravio que se infería a América: la tierra maternal a la que acaso recién sabía que amaba hasta el sacrificio si era preciso.
Enseña Adler, que ya en los primeros meses de la vida del hombre comienza a trazarse el surco de su futuro, pues entonces-dice-lo van labrando las sensaciones a las que el niño responde con alegría o desasosiego.
Si ello es así para la ciencia y puesto que San Martín sólo había vivido en América durante el curso de la primera infancia y ésta por otra parte transcurrió en los humildes villorrios misioneros de Los Reyes, San Borja, San Angel, etc., cabe pensar que su vocación reivindicatoria de la independencia del continente había despertado en función de placenteras aunque borrosas impresiones y memorias de “la patria chica”.
También San Martín había estado de pasada en Buenos Aires y en Montevideo, pero por lo mismo que su estada era casi de tránsito no me parece que pudiera guardar de estas ciudades ningún recuerdo imborrable.
San Martín no estaba en Cádiz, sino en servicio de campaña cuando se instalaron las Cortes de 1810. Hasta octubre de ese año sábese que formando parte del Estado Mayor actuaba en Cataluña en el ejército comandado por Coupigny. Después fue a Portugal con el mismo jefe que le había asignado el cargo de Ayudante. Ya entrado el año 1811 hay pruebas de que fue designado para un ejército que operaba en Valencia, pero es preciso agregar que en la ocasión de este traslado se allegó a Cádiz. En febrero 28 de dicho año suscribiría allí en efecto un reclamo a la regencia por pago de sueldos atrasados desde diciembre de 1810. En él se lee: “el exponente ha emprendido la marcha desde Lisboa hasta Cádiz, debiendo continuarla hasta Valencia…”, etc.
Sea entonces, o sea después de este pasaje sin duda fugaz de San Martín por la capital histórica de la revolución española, lo cierto que ahora aquí interesa es que para el mes de agosto de 1811 ya el noble y valeroso yapeyuano, no sólo estaba bien enterado de la situación que creaba a los americanos combatientes en España la Ley Fundamental del 24 de setiembre de 1810, sino que también ante el dilema que, según dijimos al principio, aquélla venía a plantear a los criollos, se había resuelto optando no por callar, según aconsejaba el posibilismo que adoptaron muchos otros, y entre ellos sus propios hermanos, también valientes soldados; tampoco por hablar ( que de “habladores” estaba llena España entonces y sobre todo Cádiz), pero sí por hacer o prepararse a hacer lo que en su concepto correspondía en la emergencia a todo patriota americano.
El plan de San Martín, que no conocieron-dicho sea de pasada- sus biógrafos antiguos (incluso Mitre) fue simple. Consistía en obtener cédula de retiro con derecho a uso de uniforme y fuero militar y autorización para trasladarse a Lima, donde alegaba poseer intereses abandonados.
En breve aparte-porque es aquí la ocasión de puntualizarlo-quiero observar que achacoso y ya casi ciego en setiembre de 1848, desde Boulogne-sur-Mer, escribiendo al general Castilla, el propio San Martín o quien “le llevaba la pluma”, entonces aparece como olvidado de la existencia de ese plan, cuya tramitación dio, sin embargo, margen al respectivo expediente.
En la carta que he referido, San Martín le expresaba a Castilla: “Una reunión de americanos en Cádiz, sabedores de los primeros movimientos acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etc., resolvimos regresar cada uno al país de nuestro nacimiento a fin de prestarle nuestros servicios en la lucha que calculábamos se había de empeñar. Yo llegué a Buenos Aires a principios de 1812”, etc. (San Martín, Su correspondencia. 1823-1850. Buenos Aires, 1911).
Quiero expresar que este texto (conocido de antiguo) por un lado y por el otro la falta del expediente relativo a la solicitud de retiro y autorización de traslado a Lima de San Martín, que se conoce desde no hace mucho, debieron ser, combinándose positivo y negativo, los causantes fundamentales de la desviación de la verdad histórica que he señalado en el capítulo anterior.
Con respecto a Mitre, es terminante prueba en tal sentido la nota que va al pie de su relato. El lo basa inequívocamente en la carta de San Martín a Castilla, e ignoraba desde luego la tramitación inicial del viaje a Lima.
Volvamos a lo principal. Con fecha 26 de agosto de 1811, el jefe de la “Sección de Asuntos Generales de la Regencia” informó al superior favorablemente sobre la aludida solicitud de San Martín. Al día siguiente, 27, el inspector general de caballería en nuevo asesoramiento confirma la opinión favorable del inferior. Por fin, el 6 de setiembre de 1811, el Consejo de Regencia toma la definitiva resolución en concordancia con los anteriores dictaminantes y ordena que de su resolución se dé traslado, a sus efectos, al virrey del Perú. Estaba cerrado, pues, felizmente el ciclo.
San Martín podía partir a donde y cuando quería, abiertamente, libremente, en cumplimiento de su plan sin duda-por suyo-bien meditado.
¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué en vez de seguir a Lima-probablemente por Panamá-torció el rumbo de su intención y vino a Buenos Aires, después de pasar por Gran Bretaña? ¿Acaso en la capital porteña, donde por otra parte según sus mismos dichos a nadie conocía, creyó que iba a encontrar mejor ambiente para sus planes que en el Perú?
Para responder lo más rápidamente que sea posible a estos sucesivos y lógicos interrogantes, se me permitirá que para simplificar de antemano establezca lo siguiente:
- 1º) Que si San Martín cambió de rumbo inmediato, no modificó por ello el objeto que, en su concepto, era preciso atacar y destruir para llegar al fin que se había propuesto como esencial.
- 2º) Que si San Martín vino a Buenos Aires en lugar de dirigirse como lo había proyectado inicialmente a Lima, con miras de abocarse allí mismo (en el centro indiscutible de la fuerza que podía oponerse a sus propósitos americanistas), fue porque en la misma ciudad de Cádiz debió ser informado de la existencia de no previstas dificultades que podría hallar en el Perú si a él iba directamente. Recuérdese la vieja sentencia: “el camino más corto no es el más recto, sino el más llano”.
Por lo demás, no se dude que para el caso habían en tales momentos cerca de San Martín posibles informantes de la situación que aquél podía hallar entonces en el Perú, bien documentados y veraces.
Allí estaba don José Rivadeneira, a quien volverá a encontrar recién en 1821 en Huaura, entrevista a la cual éste se refiere en una carta donde leo: “Me estrechó (San Martín) en sus brazos, recordó nuestra amistad antigua, nuestros trabajos en la sociedad de Cádiz para que (nótese bien) se hiciese la América independiente (“La Revolución de la Independencia del Perú. 1809-1819)”. B. Vicuña Mackenna. Lima, 1924).
Allí estaba también como deportado de Lima llegado no mucho antes el padre Anchores, quien, escribiendo a su paisano y compañero de infortunio don Cecilio Tagle-con fecha 7 de setiembre de 1822-, decíale acerca de San Martín: “Hemos sido amigos con ese señor desde Cádiz”, etc. ( B. Vicuña Mackenna. Obra citada).
Al cambiar de rumbo por las razones que se me ha ocurrido apuntar o por otras que en el momento escapan a mi apreciación, San Martín no modificó, sin embargo, su primitiva y acertada opinión revelada por los hechos de que para el triunfo de la causa de emancipación de América era imprescindible llegar a la consagración de la libertad del Perú. A ese propósito, concebido a estilo de gran estratega, tendieron, como ya se sabe, todos sus esfuerzos de los años que iba a pasar en las Provincias Unidas y en Chile. En gran parte al menos, por lograr las posibilidades que lo condujeran, más temprano o más tarde, hasta dicha finalidad, pienso que sistemáticamente se abstuvo siempre que pudo de actuar en el campo de la política, aun en la de su propia tierra originaria.
Y es del caso preguntarnos después de todo: ¿qué le hubiera ocurrido a América si San Martín no modifica su plan inicial de viaje rumbo al Perú? ¿No habría ahorrado gran parte de los costosos sacrificios ocasionados en las guerras de la emancipación, guerras que al fin y al cabo fueron en cierto modo intestinas porque el mayor porcentaje de material que las alimentó de uno y otro lado era principalmente criollo? ¿Puede descontarse que las revoluciones de Cuzco, Arequipa, etc., de 1814 igualmente habrían fracasado bajo la dirección de San Martín?
Decidido el cambio de ruta, San Martín se dirigió a Londres para poderse trasladar desde allí a Buenos Aires.
En esta ocasión debió dejar Cádiz secretamente, pues no era lo mismo tener autorización para venirse a Lima, baluarte americano de la resistencia conservadora, que salir para la capital porteña probadamente revolucionaria y devota de la libertad.
¿Quién lo asistió en tales andanzas? Don Lucas Alamán, en una de las anotaciones siempre sabrosas y veraces a su “Historia de México” ( T.III, pág.67), expone la versión que voy a transcribir y que no se por qué razón no ha sido nunca tomada en cuenta por los autores argentinos: “Don Miguel de Santa María-dice-, que después fue ministro de México en Madrid y firmó el tratado del reconocimiento de la independencia por España, llevó a San Martín disfrazado a bordo del buque en que salió para Buenos Aires”.
No veo que haya desdoro en esa forma de partir. San Martín no era un desertor. Antes de abandonar España había obtenido su retiro del ejército.
En Gran Bretaña debió detenerse alrededor de tres meses. Era huésped de Alvear. En la casa por éste ocupada lo conoció entonces el inquieto y talentoso fraile mexicano doctor Mier, quien, sin embargo de haber pertenecido a la famosa Logia de Cádiz, ni siquiera lo nombra entre sus afiliados (y no me inclino a creer que no lo fue nunca) en el jugoso relato que nos dejó de sus propósitos, actuaciones y ceremonias (Boletín del Archivo General de México No 3, de junio-setiembre 1932). Dice Mier en cierta parte de su narración: “Dirá el confesante como fue él enganchado a mediados de setiembre de mil ochocientos once por un español natural de Vizcaya, comerciante en la Nueva Granada, porque la sociedad era también de europeos, de cuyo nombre no se acuerda, el cual les dijo: las cosas de América y España están muy malas, es necesario irnos de aquí, porque esto se va a entregar a Napoleón, hay una sociedad donde está la flor de los americanos y tenemos un barco para irnos, pero para ser recibidos en América, se exige aquí una purificación y ésta se hace en sociedad…”, etc.
A principios de enero de 1812-al fin iba hacia su destino-, San Martín, con Alvear, Chilavert, Vera, Holemberg, etc., embarcóse en el velero Jorge Canning y partió rumbo a Buenos Aires.
El 9 de marzo, después de una feliz navegación de cincuenta días, la nombrada barca británica echó sus anclas en la rada de aquella ciudad y bajaron sus pasajeros a tierra. Todos menos San Martín y el misterioso ex guardia de Corpus, Holemberg, tenían en sus casas, familiares y amigos. Vera, Chilavert, Orellano, no hacía mucho que habían pasado a la península. Zapiola pertenecía a una prestigiosa familia local. Alvear estaba estrechamente emparentado con los Balbastros y eso aparte poseía importantes riquezas administradas por Chilavert.
San Martín era de estos viajeros el único criollo extraño en cierto modo a su tierra. En las largas jornadas de abordo se había vinculado, como es obvio, con los demás compañeros, pero no parece que entre ellos haya llegado a establecerse confianza y amistad recíprocas. Con Alvear evidentemente no había llegado a congeniar. Los separaba un abismo en cuanto a ideas, costumbres, propósitos. Alvear venía a “hacerse la América”, San Martín a sacrificarse si era preciso por ella. Los demás eran mediocres todos.
Alvear no parece que se haya preocupado mayormente de introducir a San Martín, recomendándolo eficazmente en las altas esferas políticas y sociales de la ciudad.
En su conocida carta de setiembre de 1848 al general Castilla (“Correspondencia”, etc. , pág. 296), recuerda San Martín la situación de amargura que hubo de afrontar serenamente en sus primeros días de Buenos Aires, expresándole:… “fui recibido por la junta gubernativa de aquella época, por uno de los vocales y por los dos restantes con una desconfianza muy marcada; por otra parte, con muy pocas relaciones de familia en mi propio país y otro apoyo que mis buenos deseos de serle útil, sufrí este contraste con constancia, hasta que las circunstancias me pusieron en situación de disipar toda prevención…”, etc.
Apoyándome también en su propia palabra vertida treinta años después en carta a O’Higgins del 2 de abril de 1842 (“Correspondencia”, etc., pág. 63), me aventuro a sindicar al patriota don Gregorio Gómez como la persona que en aquellos primeros días difíciles y cuajados de motivos propicios al desaliento, lo comprendió y buscó colocarlo en el camino del éxito.
En el documento a que me referí dice, en efecto, San Martín: “Esta carta le será presentada por mi más antiguo amigo en Buenos Aires, don Gregorio Gómez, que las circunstancias en que se halla aquel desgraciado país le han obligado a abandonar. Honrado como el que más y amigo sincero y constante, he aquí la persona que le recomiendo, igualmente que a la amable Rosita, estando seguro que tratarán a mi amigo, con el mismo interés como si fuera a mí mismo”.
Con motivo del fallecimiento de San Martín, don Félix Frías, que estaba entonces en Francia, que había tenido el honor y la dicha de conocerlo y cultivar su amistad en los días postreros, y que-para mí al menos-es, de entre los intelectuales unitarios del siglo pasado, el más caballeresco y también uno de los mayormente dotados de talento, remitió desde París a “El Comercio del Plata” de Montevideo y “Mercurio” de Valparaíso, una nota emocionada- con intenciones de elogio necrológico-sobre la vida y últimos días de San Martín.
Como era natural, no solamente por reconocimiento al prestigio de su autor, sino también como concesión inteligente a la curiosidad pública, ambos publicaron con agrado las páginas de Frías, pero al día siguiente de hacerlo “El Comercio del Plata” (19 de noviembre de 1850), su director, que lo era entonces don Valentín Alsina (unitario arquetipo, según Sarmiento) escribió al noble tucumano remitente, las palabras que voy a transcribir en seguida: “Verá usted en el “El Comercio” de ayer su carta sobre la muerte del general San Martín-con sólo una alteración en la introducción-y las palabras con que la encabecé. Como militar fue intachable, un héroe; pero en lo demás era muy mal mirado de los enemigos de Rosas. Ha hecho un gran daño a nuestra causa, con sus prevenciones casi agrestes y serviles contra el extranjero, copiando el estilo y la fraseología de aquél: prevenciones tanto más inexcusables cuanto que era un hombre de discernimiento. Era de los que en la causa de América, no ven más que la independencia del extranjero, sin importarles nada de la libertad y sus consecuencias.
Emitió opiniones dogmáticas sobre guerras muy diversas de las que él conocía tan bien, y de las que no puede hablarse sin estar al cabo del estado político y social de la actualidad de estos países; de nada de eso estaba él al cabo: el hombre que menos conocía la provincia de Buenos Aires era él; puede decirse que estuvo en ella sólo como de paso y eso en tiempos remotos; contra pronósticos fundados en creencias desmentidas por hechos multiplicados. Nos ha dañado mucho fortificando aquí y allá la causa de Rosas, con sus opiniones y con su nombre; y todavía lega a un Rosas, tan luego su espada. Esto aturde, humilla e indigna y…Pero mejor es no hablar de esto”.
“Por supuesto (¡¡notable!!) en el diario me he guardado decir nada de esto”. (Contribución Histórica y Documental. Gregorio F. Rodríguez. Buenos Aires, 1922. T. III, págs. 485 y 486).
A un lado la inocultable inquina que contra San Martín se acusa en esta página; descartada igualmente de ella la parte insoportable de aplomo o pedantería unitaria para sentenciar sobre los demás y sus hechos que, precisamente en don Valentín Alsina, según dicen, tuvo uno de sus máximos exponentes, hago públicamente mía su valoración confidencial del “Santo de la Espada”, para poder concluir de una vez este estudio desmesuradamente largo, no por mi deseo, sino por su motivo.
Con don Valentín Alsina creo, en efecto (todo lo que he dicho anteriormente contribuye a fundar su verdad), que San Martín “era de lo que en la causa de América no ven más que la independencia...", etc. En los hechos no hay diferencia de opiniones. La discrepancia (y grande, por cierto) estaría en que, mientras el doctor Alsina habló en 1850 con la inconciencia de político, yo examino solamente los hechos como historiador que recorre el cauce del río interminable que canaliza el tiempo, sencillamente de atrás para adelante.
Para mí San Martín no habría tenido que abandonar España ( y no se habría alejado de ella), si las Cortes de 1810 no hubiesen resuelto la subyugación tan ilegítima como no justificada de su tierra.
Tal resolución que le obliga a reaccionar con toda hombría es también, como se ha dicho, la que delimitó por otra parte la extensión y el rumbo del sacrificio que se imponía a si mismo.
San Martín no buscaba gloria, ésta debía coronarlo por añadidura, simplemente. San Martín lo que anhelaba, lo que por imperiosos mandatos de su conciencia quiso asegurar en la dura emergencia fue la emancipación del continente.
En abril de 1820, escribiéndole particularmente a un amigo, decíale San Martín: “Mi país es toda la América”, y en otra carta suya privada, de noviembre de 1823, se pueden leer estas manifestaciones: “Usted mi querido amigo, me ha tratado con inmediación; usted tiene una idea de mis sentimientos no sólo con respecto al Perú, sino de toda la América, su independencia y felicidad: a estos dos objetos sacrificaría mil vidas”, etc.