La Disgregación del Reyno de Indias/Capítulo 2 parte 2
=
=
La revolución americana no es un proceso anti-hispánico: es una variante regional de la revolución española y aspira a una unión más perfecta con la metrópoli, pugnando como ésta por conseguir un reajuste general administrativo y particularmente más igualdad, mayor autonomía, pero siempre dentro de la unidad hispánica. Causas posteriores desviaron la dirección de la revolución americana y le dieron un carácter separatista.
Analicemos los hechos.
Se notó en España, en América y en Asia, dentro de la zona unificada por obra de la metrópoli, una necesidad de conseguir transformaciones, de renovar la vida social y política. Especialmente se querían restaurar las libertades antiguas, perdidas cada vez más por la obra centralizadora de los Austrias y Borbones. Sólo con retornar al pasado, se podía conseguir una existencia política contraria al absolutismo. Difuso, heterogéneo al principio, este movimiento llegó a concretarse más tarde en el sentido de reorganizar la monarquía sobre bases constitucionales.
Pueden señalarse algunas de las causas que influyeron en toda la Hispanidad. Así tenemos los males ocasionados por el favoritismo en el discernimiento de los puestos públicos; por el estado de agotamiento y déficit permanente de la hacienda pública debido más que nada a las guerras internacionales y también al marasmo de la industria, a la falta de marina mercante; por el régimen pesado, lento, de expedienteo difícil, especialmente en lo que concierne a la administración de justicia; por los obstáculos opuestos a la difusión de las ideas, sobre todo las políticas y especialmente después de 1792; por el estado de guerras contínuas en que se encontraba sumergida España en virtud de alianzas contraídas por ella y que le eran sumamente perjudiciales; por el centralismo adoptado cada vez con más vigor por los Borbones. Además se sentía en toda la Hispanidad el influjo de las reformas que se hacían en muchos países de Europa a fines del siglo XVIII.
Fuera de esas razones que ejercieron influencia en toda la Hispanidad, hubo otras de influencia más limitada. En España se sentía el deseo de que volvieran a reunirse las Cortes y no se votasen más impuestos que los consentidos por ellas; también influía como causa de inestabilidad la rivalidad permanente de las provincias, exagerada por la ley que las emparejaba. Todavía obraban causas locales: la propaganda de la Sociedad de Amigos del País; la reivindicación de fueros y antiguas costumbres anhelada por Navarra, Aragón, el señorío de Vizcaya, el condado de Cataluña; el desprestigio de la Corte naturalmente mayor en algunas zonas próximas.
En América la tendencia a los cambios también obedeció a causas especiales , algunas de las cuales sólo hicieron sentir influencias regionales. Fundamentalmente esos motivos de desequilibrio podemos referirlos:
1º) A la coexistencia de núcleos raciales distintos ( blanco, indio, negro) y un sinnúmero de subrazas que en lugar de unir a los núcleos centrales predisponían a una mayor separación. Naturalmente la raza blanca buscaba siempre el medio de tener bien apartadas a las otras y más de una vez fueron los propios criollos los que se opusieron a la elevación de algunas personas cuya filiación parecía dudosa.
2º) A las diferencias geográficas de las distintas regiones que creaban núcleos de intereses de distinta naturaleza; especialmente esas diferencias exigían variadas soluciones para la organización comercial, conviniendo a algunas provincias un régimen de libertad y a otras un régimen de trabas.
3º) A las rivalidades mantenidas y acrecentadas con el tiempo entre las ciudades cuyos límites caían muchas veces dentro de los límites de un virreinato, límites fijados arbitrariamente, de modo que había puertos que podían tener aspiraciones hegemónicas y quedaban supeditados a otro por la mala demarcación territorial. Es el caso de Valdivia y Valparaíso en Chile, Santa Marta y Cartagena en Nueva Granada, Buenos Aires y Montevideo en el Río de la Plata.
4º) A la situación de privilegio que reclamaban los descendientes de conquistadores y los nobles venidos más tarde a América con relación al pueblo y en general a los hombres de trabajo.
5º) Al disgusto ocasionado por la expulsión de los jesuitas en cuanto podía ser un anuncio, un antecedente para atropellos posteriores.
Tan hondamente preparada, la revolución hispánica tenía que estallar a plazo más o menos lejano. Los acontecimientos la precipitaron. A fines de 1807 España había firmado con Francia el Tratado de Fontainebleau que permitió el pasaje de tropas francesas en su territorio para invadir Portugal. Napoleón tenía ya su propósito de destronar a los Borbones de España y colocar a su hermano José. En los primeros días de 1808 estaban reunidos en territorio español 100.000 hombres y Napoleón envió para comandarlos, al general Murat que se dirigió directamente a Madrid. Los reyes, aconsejados por Godoy, no vieron más solución que dirigirse a América. El pueblo se amotinó y exigió que el rey se quedase y que Godoy renunciase. Desde el 15 al 19 de marzo se sucedieron en Aranjuez los acontecimientos que terminaron con la abdicación de Carlos IV y por lo tanto la subida al trono de Fernando VII. Entonces comenzó la Revolución Hispánica; es decir, que al mismo tiempo que España sin reyes luchaba valientemente contra Napoleón, ella misma y toda la Hispanidad emprenderían también el movimiento destinado a conseguir reformas y, fundamentalmente, a reorganizar la monarquía sobre bases constitucionales.
Esta revolución paralela, según dijimos, a la guerra de la independencia, tuvo como protagonistas: en los reinos y provincias de Europa, a los pueblos, nobleza provincial, bajo clero, intelectuales sin beneficio; en los reinos y provincias de América, los habitantes de las ciudades, la aristocracia americana, el bajo clero, la generalidad de los intelectuales: en los dominios insulares del Pacífico, los blancos, españoles y americanos.
Los elementos que intentaron resistirle a los anteriores fueron: en los reinos y provincias de Europa, los intelectuales afrancesados, el alto clero, gran parte de la alta nobleza, el oficialismo; en los reinos y provincias de América, los gobernantes, el oficialismo de americanos y peninsulares, las Audiencias sin excepción, los comerciantes peninsulares y muchos americanos. En los dominios insulares del Pacífico no hubo discrepancias.
Entre los revolucionarios hispánicos no había unidad de miras. Había revolucionarios conservadores y otros con tendencias liberales que llegaban al radicalismo, no faltando tampoco grupos republicanos. Pero en el momento de producirse la revolución se agruparon en torno a dos ideas que eran la defensa del nacionalismo español: mantenimiento de la monarquía y mantenimiento en el trono de Fernando VII. Estas ideas las comprobamos especialmente observando los sucesos de América. Es cierto que entre 1810 y 1814 se hicieron en ella constituciones republicanas; pero el motivo era organizar gobiernos jurídicos puramente provisorios. Las ideas monárquicas tardaron en perderse. Aún después de 1814 con el espectáculo del absolutismo real ante los ojos, los núcleos fuertes y de la mayor jerarquía seguían siendo monárquicos. También fue manifiesta la fidelidad a Fernando VII. Los pueblos lo proclamaron espontáneamente; y allí donde hubo gobernantes que quisieron poner obstáculo a la acción popular, fueron depuestos y aún sacrificados, tanto en la Península como en América.
Eso por lo que respecta al período inicial de la revolución pero verdad es también que después de 1810 el fernandismo sigue en auge por muchos años no sólo en la península y en las regiones de América que acatan el gobierno regional allá instalado sino en los mismos centros que erigieron juntas y gobiernos propios y propiciaron la dispersión de provincias.
Cuando ya no restaba duda que se había afirmado el separatismo en el Río de la Plata, para muchos separatistas militares, Fernando VII seguía siendo “nuestro rey”. Una anotación del Diario de Andino correspondiente al 18 de Diciembre de 1820 dice así en efecto: “que el 12 hubo correo de Buenos Aires y se dice por cartas, que han venido de España en una fragata, cuatro diputados de España mandados por nuestro Rey D. Fernando Séptimo a tratar con Buenos Aires” etc. Podría documentarles opiniones y manifestaciones concordantes con ésta, de fecha mucho más posterior todavía, pertenecientes a conciudadanos nuestros de relevante actuación en la Constituyente de 1828 y durante los primeros años de la República. Otro tanto cabe expresar con respecto a próceres y estadistas de México, de Centro América, de Venezuela, de Colombia y demás Estados organizados por entonces en América. ¡ Cuando ya quedaban muy pocos “patricios” fieles al propósito de unión de todos los pueblos hispánicos bajo un solo cetro, cuando la formación de países diversos ya estaba definitivamente decidida y practicada entre nosotros, todavía existían muchos legitimistas de Fernando VII !
Con lo dicho queda establecido que debe considerarse completamente infundada y caprichosa la tesis que ve en el fernandismo de nuestros próceres de 1810 y de los años siguientes una simple máscara. Así es en efecto y la primera observación que se me ocurre para confirmarlo es ésta de pura lógica. Si los hombres del 10 eran católicos, fervorosamente católicos, ¿cómo se concibe que juraran solemnemente fidelidad a Fernando VII con intención de violar su juramento que- por otra parte-prestaban libre y espontáneamente? Admitir que lo hacían por temor a una reacción de los peninsulares no es posible por cuanto esa misma reacción era imposible. Que se sometían a la tortura del perjurio por obtener el apoyo de Inglaterra, tampoco se puede creer porque sabido es que nuestro separatismo agradaba al británico.
¿Qué queda entonces para justificar la explicación de la máscara en forma medianamente satisfactoria? Se me dirá: las manifestaciones expresas de algunos de los mismos actores formuladas en memorias, después de la Revolución cuando ya la gratitud popular los reconocía Fundadores de nacionalidades. Ello es cierto, pero también-perdonémosles a los confesantes de perjurio su debilidad- es cierto que para entonces se consideraba a Fernando VII el peor de los hombres y a España la nación más retrógrada y oscurantista y bajo la presión de esos conceptos, en ese ambiente, decir la verdad hubiese sido desmonetizarse y quitar sentido a su heroísmo.
Pero ahondemos algo más en este asunto de la máscara de Fernando. Por de pronto: ¿cuál es su génesis? ¿cómo y cuándo empezó a hacer camino? Las investigaciones que he realizado hasta ahora me permiten reconstruir este proceso así: los contrarios a la organización de juntas de gobierno propio dentro de las regiones donde surgieron triunfantes y fuera de ellas, careciendo de argumentos jurídicos o de hecho para combatirlas ( ya que desde 1808 nadie ignoraba en América como en España que a falta del Soberano o de sus legítimos representantes era el pueblo dentro de la economía de la constitución española el dueño único y absoluto de la Soberanía ) adoptaron generalmente como arma de propaganda contra ellas, la tesis forjada, quien sabe dónde y por qué sutil calumniador, de que los juntistas eran separatistas y sólo para ocultar una traición-más que nunca innoble en esos momentos-juraban fidelidad a Fernando VII.
Que la realidad era precisamente lo contrario lo demuestran documentos tan terminantes como el siguiente trozo de una carta confidencial (nótese) de Villavicencio al Regente americano Lardizábal fechada el 28 de Mayo de 1810 en Cartagena:
“Salvemos a las Américas de las desgracias que se preparan; seamos sus redentores; los motines y sublevaciones son inventados o fomentados por los jefes y magistrados, por aparentar celo, contraer méritos y ejercer a su arbitrio el despotismo. Estos fieles habitantes (nótese que eran juntistas) aman al Rey y sienten las desgracias de España; si se quejan de las injusticias o de los vicios y escándalos de los que mandan, sea de palabra o por escrito, si manifiestan cual deberá ser el medio adoptable para que Fernando VII conserve estos dominios si la España sucumbe, gritan (los que mandan) motín, insurrección, etc”. “Es una eterna verdad que hay más patriotismo y amor a Fernando VII en todas las Américas que en España. Lo he palpado y es admirable a la distancia que están de las bayonetas francesas”.
Hasta aquí Villavicencio que como se ve es terminante, y no olvidemos que lo es en documento de carácter privado y confidencial. Pero el vientecillo de la calumnia mal intencionada hace su camino. Surgen las juntas y por todas partes, porque no se les puede negar derecho legítimo de existencia, se les imputa ocultas y aviesas intenciones separatistas y antifernandistas que no tienen ni una sola base seria para quienes miramos hacia el pasado imparcial y profundamente.
La Junta de Mayo de Buenos Aires, que fue neta y claramente lealista como se verá cuando la estudiemos en particular, nace envuelta en esa atmósfera odiosa por desleal y es contra sus forjadores rencorosos y despechados, entre los cuales no sería difícil identificar a algún Oidor y a tal o cual cortesano de Cisneros, que volvía airado y desafiante al Deán Zavaleta en el sermón que predicó en la Catedral el 30 de Mayo, diciéndoles:
“Lenguas maldicentes, absteneos de manchar la fidelidad, honor y amor a sus reyes que tan bien y tan a costa suya han sabido manifestar en ocasiones harto críticas los hijos y habitantes de la inmortal Buenos Aires. El mundo entero será testigo de la rectitud de sus intenciones”.
Entre tanto, con el transcurso del tiempo, van surgiendo desertores del cerrado ejército fernandista de la hora primera. Dentro del proceso lógico de los hechos así tenía que ser. Hoy se retiran de filas los que creyendo en tendenciosas propagandas del extranjero, admiten la posibilidad de que Fernando VII se vincule matrimonialmente a la familia de Bonaparte y le enfeude a Napoleón “Las Españas”; mañana los que analizando las disposiciones de la Regencia y Cortes de Cádiz llegan a convencerse de que si ha de ser buen Rey de la España peninsular Fernando VII no podrá serlo-por lo mismo- bueno de la Americana; y por último, los que por inquietud de estudiosos se van a examinar las instituciones estadounidenses de cuño democrático republicano y vuelven a la actividad política con ideas e ideales de organización nueva y a su parecer más generosa y fecunda. Pero en cualquiera de estos casos no hay nada de oculto ni necesario de ocultar.
Los desertores del fernandismo no tienen por qué cubrirse con la máscara inútil y torpe. A plena luz pueden declarar y declaran su nuevo ideal y su desvinculación con el pasado. Si hay quienes no lo hacen-téngase por seguro-es porque todavía no están firmes sus convicciones. Así para no salir de la realidad rioplatense que venimos observando, les señalaré dos casos típicos de cambio: el de Artigas, claro y definido desde el momento inicial de conversión y el de otro oriental ilustre por jerarquía intelectual ya que no por valor civil y virtudes de patriota: nombro a Nicolás Herrera.
Bien, Artigas se aproximó a Montevideo cuando vino a ponerle el primer Sitio, trayendo en el alma la más acentuada devoción fernandista y convencido de que la junta Grande de Buenos Aires era la única autoridad lealmente españolista del Río de la Plata y que los montevideanos que a ella se oponían eran unos insurgentes dispuestos a acatar a quien reinase finalmente en las Españas, contra el voto irrefragable de la revolución hispánica. Son bien conocidos sus oficios a Elío y al Cabildo sobre entrega de la plaza, canje de prisioneros, etc. , después de Las Piedras y me remito a ellos para documentar las anteriores afirmaciones. Allí habla Artigas en efecto del “Amado Fernando”, de “fieles vasallos”, etc., etc. ¿Por qué? Sencillamente porque su posición mental de esa hora era la de un sincero fernandista.
Poco más tarde-no nos importa ahora, debido a qué causas-se debilita hasta perderse su monarquismo. El caudillo adquiere el convencimiento íntimo de que nos conviene la separación de la España peninsular y una organización institucional republicana ¿y que hace? ¿Cómo procede desde ese momento? ¿Oculta acaso su nuevo ideal bajo la máscara de Fernando? No por cierto, nada de eso. Lo proclama abiertamente, como su fernandismo en la anterior etapa y por ello, porque Artigas fue de los madrugadores en el cambio de rumbo que los Orientales podemos remitirnos-gloriándonos de ello- a certificaciones de patriotismo puramente americano como la consignada en la 1ª Instrucción del Congreso de Tres Cruces a los Diputados a la Constituyente del XIII.
“Primeramente pedirá la declaración de la Independencia absoluta de estas colonias, que ellas están absueltas de toda obligación de fidelidad a la corona de España y familia de los Borbones y que toda conexión política entre ellas y el Estado de España es y debe ser totalmente disuelta”.
Como se ve, todo es claro y explícito; no se diga que estamos aquí frente a un puro efectismo con vistas políticas. No, concordando con el propósito de esta instrucción se puede afirmar desde ya que en fecha todavía imprecisa pero que cae dentro del período comprendido entre el 13 de abril y el 23 de mayo de 1813, nuestra “Provincia” declaró su definitiva y total desvinculación de España. Es éste un episodio importantísimo que nuestros historiadores clásicos y hasta los especializados en estudios de la época de Artigas, olvidaron completamente, a pesar de estar documentado en la fórmula de juramento que el gobierno de Canelones impuso a los funcionarios públicos y en la cual se dice textualmente lo que voy a leerles:
“Juráis que esta Provincia por derecho deve ser un estado libre soberano e independien te y q’ deve ser reprovada toda adección sugección y obediencia al Rey, Reyna, Príncipe, Princesa, Emperador y Gobierno Español y a todo otro poder extranjero cualquiera que sea”, etc.
¡No usaba máscara Artigas en 1811 al hablar del Amado Fernando VII! Las actuaciones de 1813 que acabo de invocar lo demuestran por lo mismo que nos lo exhiben leal con sus ideales lógicamente variables en el tiempo.
Tampoco usaba máscara Nicolás Herrera cuando, valga el vocablo clásico, “fernandeaba” entusiastamente como ministro del Triunvirato o después del Directorio, al mismo tiempo que iba colaborando en la redacción del Proyecto Oficial de Constitución Republicana del año XIII o refrendaba decretos de persecución a los peninsulares avecindados en Buenos Aires. Lo que hacía Nicolás Herrera era dejarse llevar suavemente por la última onda como ocurre con todo hombre de convicciones oscilantes y tornadizas. Y de esa estirpe era este talentoso compatriota nuestro que en carta privada a un amigo decíale en 1826: “Como quiera que sea, lo mismo me da morir aquí (en Río de Janeiro) que en Tetúan, con tal que mientras viva me aseguren la fariña, etc.” Después de saber esto, ¿quién duda que Herrera debía ser de los que llevan el rostro permanentemente oculto tras la máscara? Pero por lo mismo:¿Qué tiene que ver su máscara con lo que se dio en llamar máscara de Fernando?
Burlas aparte, véase sin embargo como todavía en 1812 y siendo Ministro del 1er Triunvirato de Buenos Aires, Herrera creía que “fernandeando” sin máscara era como mejor se aseguraba “la fariña”.
En un número de la Gaceta de los viernes (el correspondiente al 21 de febrero de 1812) apareció publicada la carta de ciudadanía concedida al inglés D. Diego Winton, la que estaba encabezada así:
“El Gobierno Superior Provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a nombre de Fernando VII, etc.”
Don Bernardo Monteagudo, otro de los madrugadores en el tránsito del fernandismo hacia la República, sin perjuicio de regresar más tarde a sus viejos amores, acotó el encabezamiento de la carta con la siguiente nota:”Qué cosa tan extraña dar título de ciudadano a nombre del rey. ¡Oh máscara tan inútil como odiosa a los hombres libres!”
Llevado por su republicanismo frenético de la hora, Monteagudo recogía aquí-como se ve-el cargo que los anti-juntistas venían formulando desde 1810 contra los juntistas, y que nosotros hemos dado por calumnioso, afirmando que cada vez que en América un fernandista sincero, dejó sinceramente de serlo, en ese mismo momento también hizo público su cambio de sentimientos y convicción. Esta vez la crítica de Monteagudo iba a herir a los firmantes de la carta de Winton que eran Chiclana, Sarratea, Rivadavia y Herrera, amigos antiguos suyos pero entonces ya separados por discrepancias políticas profundas. Pues bien, con el motivo indicado y justificando al gobierno al propio tiempo que defendiendo el hecho de dar “título de ciudadano a nombre del rey” el redactor de la Gaceta de los martes que también lo era del periódico El Censor, D. Vicente Pasos Silva, escribió bajo el título de “Política” en el número de 25 de febrero de este último periódico, el artículo que vamos a leer enseguida, integralmente, porque además de ilustrar este asunto de la “máscara de Fernando” con muy buenas razones, se refiere a otros puntos ya tratados en esta disertación en forma que sustancialmente viene a confirmar lo dicho. Véase sino:
“Al leer la nota de la gazeta del viernes en que su editorial ridiculiza a el gobierno, porque da títulos de ciudadano a nombre de Fernando VII, al que le llama máscara inútil y odiosa a los hombres libres, un sentimiento de horror se apoderó primero de mí, al que sucedió la indignación más viva. ¿Este hombre podría expresarse en unos términos tan insultantes a los pueblos y al gobierno, sin tener una seguridad a toda prueba? Que! ¿El gobierno ve con indiferencia que se ataquen a las bases de nuestra constitución provisoria, que se miren como burlerías los juramentos más solemnes repetidos una y muchas veces, delante de todo el mundo? Ni el pueblo solo de Buenos Ayres, ni el gobierno pueden, sin cometer un atentado, mudar las bases de la constitución provisoria de todas las provincias unidas, ¿y un hombre particular se burla de ellas y del gobierno que las conserva? Este hombre dice que el nombre del rey que se juró solemnemente es una máscara inútil y odiosa.
¿Podría hacerse injuria más atroz a pueblo alguno? Y si estos principios han de dirigir al gobierno ¿Quién estará seguro? Por la misma razón y con igual facilidad se dirá mañana que las obligaciones que contrajo el gobierno de garantir las personas, la libertad, y las propiedades eran una chanza; que los pactos que hace, los tratados, las alianzas son cosas de juego, y por consiguiente el día que no guste de chancearse, o de jugar, despotizará filosóficamente, faltará a los convenios más solemnes, y pasará a ocupar entre las naciones el distinguido rango de los salvajes o de los caribes. Vaya que este joven filósofo, podía ser un excelente secretario de Tiberio. Pero estos políticos que se entretienen en hacer caricaturas de libertad e independencia, creen que pueden decir todo género de blasfemias y desatinos como estén barnizados a lo republicano. Y lo malo es que no hay cosa tan fácil como alucinar a los hombres sencillos, que deseando por instintos ser libres e independientes, no pueden conocer estos mismos objetos, y miran como oráculo al primero a quien se le antoja hacer un mascarón de libertad e independencia.
Sí, todos los americanos queremos ser libres e independientes, así como lo quiere ser la nación española. Las provincias peninsulares, o mejor diré, algunos filósofos que allí dictan constituciones, se han empeñado en que seamos independientes a su humor, y en hacernos jurar las leyes que llamamos el embudo, acá, entre nosotros. Esto y el natural derecho de mirar por nuestros intereses que no están bien en manos tan filosóficas, nos ha obligado a formar el gobierno provisorio. Las Provincias Unidas del Río de la Plata han querido establecer por base de este gobierno el reconocimiento del rey Fernando, a quien juró porque quiso libre y espontáneamente el pueblo americano; juró conservar la integridad de la monarquía, las leyes establecidas, y ordenó expresamente que esto no sufriese la menor alteración hasta que reunido el congreso en forma legal y conveniente dispusiese de sus intereses según exigiera la conveniencia y el interés general.
¿Duda alguna de esto? No. Los gobiernos que se han sucedido en nuestra revolución han tenido muy bien cuidado de no alterar en esta parte lo establecido y de repetir los juramentos. Y después de todo esto nos sale el recién venido con que esas cosas son engaña bobos, y que el nombre de Fernando VII es una máscara inútil y odiosa? Es preciso que el editor haga primero atheos y materialistas a los buenos americanos, para que luego les pueda hacer creer que los juramentos son burla. Y aun entonces si quedase una chispa de sentido común o de buena política debía esperar que lo echasen a cencerros tapados por el bien de la república. Por ahora los pueblos americanos no merecen entrar en el rango de los iluminados con el sublime filosofismo, que Dios maldiga: ellos aman la honradez que aprendieron de sus mayores, respetan la religión de sus padres, y cuando han ofrecido delante de Dios, y del mundo reconocer a Fernando VII, y la unidad de la nación, sepa el editor que lo han ofrecido de veras y lo cumplirán. Sepa también que sólo el congreso general podrá variar, alterar y variar las bases del gobierno provisorio, y cualesquiera que por sí solo o acompañado de otros hombres privados, las intente mudar o alterar, es un traidor a la patria, es un usurpador de los derechos más sagrados de sus conciudadanos, es un subversor del orden público, es un reo, digno de los más severos castigos.
Da también a entender que el nombre del rey es incompatible con el de los hombres libres: esta es o una ignorancia increíble, o un capricho particular. Yo supongo que reunido el congreso americano declare que las provincias unidas del Río de la Plata se hallan en el caso de proclamar su independencia absoluta y constituir un estado. Que los diputados después de largas discusiones, y meditaciones profundas nombren un rey sujeto a una constitución sabia y liberal, en la que los pueblos gocen de sus derechos, y escudados por las leyes no teman los ataques del poder que resida en el rey. En este caso ¿los ciudadanos del nuevo estado serían esclavos? Seguramente serían tan esclavos como lo son hoy los ingleses, y como fueron los aragoneses bajo la constitución que formaron, y que hizo su gloria y felicidad, hasta que como todos los establecimientos humanos se corrompió, y dejó de existir. Ningún hombre sensato dirá jamás que son incompatibles con el rey, y libertad en un mismo país. Déspotas pueden ser igualmente los reyes, los cónsules, los senadores.
Cuando se establece una constitución sobre las eternas bases de la naturaleza, de la equidad, y de la justicia; entonces importa muy poco para la libertad de los hombres que el poder resida en uno, en dos o en muchos. Esto no lo puede ignorar el editor; pero parece que se empeña en persuadir a todo el mundo que la libertad solo puede existir bajo el gobierno democrático. Sea de esto, cual fuere su opinión; él puede exponerla, puede decirnos las razones de preferencia que tiene esta forma de gobierno respecto de las demás, y su mejor aplicación a las circunstancias presentes de nuestro país. Estas son materias importantes que es necesario tratar y controvertir, porque no nos expongamos a una elección ciega, si llega el caso de constituirnos. Mas no se le podrá sufrir la insolencia de atacar la constitución provisoria que juraron libremente los pueblos. Jamás permitiremos que se diga impunemente entre nosotros, que los juramentos solemnes con que nos hemos obligado delante de las naciones tienen poca fuerza, que se desvanezcan a la voluntad de un hombre particular o de un gobernante por autorizado que sea. Nosotros sabemos bien que tenemos tanto derecho a ser libres e independientes, como todos los estados que existen hoy en el mundo; pero también estamos convencidos que en el uso de este derecho es la prudencia, la política, y el saber las que han de dirigir nuestras deliberaciones, y no los delirios, ni las ridículas e insensatas ideas de los filósofos que parece que viven entre hombres de otra naturaleza, o en un mundo enteramente nuevo, cuando dictan leyes, y pintan repúblicas.
Jamás podremos levantar el edificio de nuestra libertad sobre los débiles y hediondos cimientos de los prejuicios, de la mala fe, de la mentira. Nosotros nos esforzaremos siempre para aparecer dignos de la confianza, del aprecio de las naciones, haciéndoles ver que nuestros pactos son inviolables, que nuestras promesas son sagradas. Si un día el pueblo americano congregado cree, que la justicia y el interés común exigen un nuevo orden político; entonces lo establecerá con la dignidad propia de un pueblo virtuoso, y jamás dirá la posteridad, ni lo acusarán las naciones de haber usado de la mascarilla indecente de la hipocresía y del engaño. Ahora y en todos los tiempos aparecerá tan criminal delante de los pueblos, el que no respeta las determinaciones sancionadas por su voluntad general, como el que le niega los derechos de determinar, y proveer sobre su existencia y libertad. Todos los hombres que viven entre nosotros pueden pensar libremente, mas no hay uno que esté sujeto a las leyes, y que no deba obediencia y respeto a la voluntad de los pueblos que la forman, y el gobierno nunca autorizará con su silencio unos atentados tan enormes, ni permitirá con su tolerancia que quede problemático el honor y la buena fe de los pueblos”.
Hasta aquí el articulista de “ El Censor” que con argumentos a mi parecer ilevantables, y por cierto que muy hábil y elocuentemente expuestos, deja en su propio lugar de trasto inútil al asunto de la máscara de Fernando.
Sobre ello volveremos otra vez, al estudiar en particular cada Revolución regional, y yo espero que en todos los casos podré hacerles las mismas demostraciones terminantes de su falta de fundamento.
Se me dirá ¿cómo puede ser así y no ha habido sin embargo historiador alguno que lo acuse? Y respondo que eso se debe a que sobre el ánimo de los historiadores ha pesado, cuando tratan del ciclo de la Revolución, un prejuicio de tradicionalismo que no se siente ni examinando el pasado anterior a 1810 ni investigando el posterior a 1825. En estos dos tramos todos vamos con espíritu libre y sincero afán inquisitorio a buscar la verdad en sus fuentes y la proclamamos luego sin reparos. Las dudas, los escrúpulos, las soluciones interpretativas sutiles nos son exigidas desde 1810, o quizá desde 1808 hasta 1825, porque en ese período estribamos, equivocadamente a mi parecer, el principio de las nacionalidades americanas y los historiadores de una de ellas no están para quitar a su patria la tradición que enciende de entusiasmo a las otras. Aunque es grosero el símil, permítasemelo en homenaje a su grafismo: “unos por los otros y la casa sin barrer”.
Hay otros motivos todavía que pesan letalmente sobre el criterio innovador. Los primeros historiadores de nuestras repúblicas son los hijos de los actores de la Revolución ¿y cómo iban a escribir ellos en una forma que-para la opinión equivocada pero corriente entonces-significaba disminuir el mérito de sus padres? No, para su glorificación no podía bastar el mérito de haber actuado con heroísmo y rectitud en los sucesos que vivieron, era preciso también, sindicarlos con la calidad, que casi solo es de dioses, de encaminadores conscientes y clarovidentes de los mismos sucesos. Para los viejos historiadores, la Revolución viene a ser una resultante de antiguos rencores de los americanos contra los españoles, y un medio para lograr nuestra independencia.
A mi juicio, la Revolución fue un impulso precisamente de uniformización hispanista en el cual los españoles americanos buscan y no quieren otra cosa que el reconocimiento de igualdad de poder y representación con los españoles europeos dentro de la unidad de la monarquía, y luego por circunstancias sobrevinientes, es la Revolución una determinante de separatismo.
¿Cuáles serían esas circunstancias? Considero que podrían señalarse de dos clases. Unas regionales e internas a América, y otras continentales y relativas a Europa, o dicho con más precisión a España.
De la primera de las clases señaladas, es circunstancia la más importante y a pesar de ello la menos estudiada hasta hoy, la que deriva de nuestras rivalidades interamericanas provenientes de mil causas ya exteriorizadas en el pasado colonial, profundamente. Se trata de competencias económicas por razones de igual producción; por disputas de jerarquía política; pleitos por cuestiones de índole religiosa, intelectual o social; añejas rivalidades de hegemonía entre ciudad y ciudad o región con región; diferencias por mejor derecho al título de sede de gobierno, o prelaticia o de audiencias, etc.,etc. Donde columbramos quizá mejor la importancia de este factor es, después de la independencia, en las prescripciones constitucionales sobre ciudadanía en las cartas de las Repúblicas nacientes.
¡No hay cuidado que nos encontremos allí con disposiciones de sabor americanista o sea reconociendo y otorgando al patricio facilidades de ciudadanía con respecto al extranjero de otras tierras! Salvo excepciones contadísimas y que en todo caso confirman la regla, (p.ej. La Const. De las P.U. de Centro América de 1823 en su art. 18) siempre las regiones que se construyeron en Estado, se olvidan de la comunidad de orígenes y consideran tan extranjero al inglés como al hijo del solar fronterizo, colocando a ambos en el mismo plano de requisitos y exigencias para concederle ciudadanía legal. ¿Qué nos muestra esto? Que por lo menos nuestros próceres constituyentes al mismo tiempo que pugnaron por el separatismo de la península, vieron que se encontraba allí la solución de separación interamericana, y para muchos de ellos esta disgregación de familia era el fin anhelado y era solo un medio para llegar a él, la desvinculación del viejo tronco. ¡En los tiempos de lucha efectiva por el separatismo, ya estábamos lejos de los ensueños de Miranda con sus “ciudadanos americanos” y su imperio único irrealizable!
De la segunda de las dos clases de circunstancias que he señalado como determinantes del tránsito de la Revolución al Separatismo, hacen número, causas como las siguientes. En primer lugar el encono producido por la lucha que tuvieron que sostener unas regiones con otras en virtud de la discrepancia-sin causa-en 1810. En segundo término se ha de contar la influencia de la propaganda sostenida que hacían muchos extranjeros en América en contra de todo lo español, propaganda interesada de descrédito sintomático. Los extranjeros, como dueños del tráfico por mar, tenían entonces, además, el monopolio de las noticias relativas a los movimientos revolucionarios parciales y al transportarlas de unos lugares a otros, las deformaban a su antojo y conveniencia, ocasionando con ello el apresuramiento de los procesos revolucionarios en virtud del espíritu de imitación. También debió influir grandemente como estímulo de separatismo la comprobación práctica que adquirieron los americanos, por el ejercicio del gobierno propio durante años, de su capacidad para organizarse y vivir como dueños exclusivos de su destino. Y por de contado se ha de considerar factor importante de esa decisión, los trabajos al principio ocultos y tímidos pero después claros y firmes a favor de la libertad e independencia, de los criollos, poco numerosos desde luego, que desde 1808 en adelante venían pensando como Miranda, como Arismendi, como Vargas, como Vizcardo…¡No hay que olvidar que la gota de agua horada la piedra!
Termino. Para ello, haré algo mejor que un resumen metódico de lo dicho. Les leeré párrafos de un informe de Beaufort Watte, encargado de Negocios de Estados Unidos en Colombia, a su Gobierno, fechado en Cartagena a 10 de Marzo de 1828, sobre el proceso de nuestra revolución:
“En países donde surgen revoluciones, sus orígenes difieren esencialmente y varían tan materialmente en principio, como las costumbres y los hábitos de las diferentes naciones. Los regímenes tiránicos de poder arbitrario generalmente le proporcionan expresión a los gritos de libertad y despiertan las energías de un pueblo. Tal no ha sido el caso en Colombia y probablemente en ninguna parte de la América Española cuando estalló la revolución. No fue entonces la descendencia de injustas usurpaciones de la madre patria la que le dio nacimiento a su emancipación. No fue una revolución que surgió de su desarrollo intelectual, de la reflexión, de una fragancia del estado de la moral del pueblo ni de ningún examen de su capacidad o de su derecho para establecer gobiernos separados. Semejantes ideas no habían entrado en sus mentes, basadas en ningún principio de derecho, de probabilidad de éxito. Fue la invasión de España por Napoleón y la retención de su Rey como cautivo, lo que primero impulsó una separación de las colonias. Al comienzo de esa invasión no hubo sino un sentimiento general de simpatía y de sentimiento moral que obrara de la misma manera sobre todos los hispano americanos a favor de su rey y de la madre patria y un odio de lo más inexorable para el francés”
“Durante la inmolación del poder de Fernando, a esa gente se le presentó en sus hogares la necesidad forzosa y(de?) la propia conservación. Surgieron mentes que nunca habían pensado, estimuláronse energías que habían dormido. Casi simultáneamente se esparcieron por el intransitable continente veinte millones de gentes, separadas las unas de las otras por comarcas inmensas inhabilitadas, sin concierto, sin recursos y completamente ignorantes del gobierno civil, siendo arrojadas a la necesidad de la separación y de gobiernos independientes. La discordia y la desunión siguieron como consecuencias necesarias y las guerras civiles comenzaron entre los diversos jefes. Las victorias y los desastres, los triunfos y las derrotas marcaron su primera historia. En medio de esta fatalidad, cuando España con su propia ejemplar devoción al orgullo nacional hubo expulsado al funesto invasor del otro lado de los Pirineos, caso de que le hubiera tendido la mano conciliadora a sus aturdidos súbditos aunque apartados de su brazo protector, aún entonces como lo han asegurado algunos colombianos distinguidos y patriotas ellos habrían admitido el ofrecimiento”.
“He declarado que si no hubiera sido por esos imprevistos sucesos que surgieron de los desastres de la madre patria, probablemente el espíritu de insurrección no habría comenzado en un período tan avanzado (¿temprano?) y que su triunfo final puede atribuirse a las medidas anti-conciliatorias de las Cortes y a las crueldades cometidas por las tropas españolas, las que crearon un principio de reacción, más que algún determinado espíritu del pueblo para separarse".
Queda reseñada, en apretada síntesis, la interpretación que del proceso de la Revolución Americana he formulado en mi aula de la Universidad. Por ella resulta como ya se advirtió al principio que nuestro movimiento de 1810 no fue sino una variante regional de la gran Revolución Hispánica, polarizada en torno a las ideas de reorganización de la monarquía sobre bases de reajuste constitucional que contemplasen al propio tiempo las nuevas ideas de libertad civil y política y los institutos del viejo derecho español desplazados por el centralismo de Austrias y Borbones. Por ella resulta finalmente que es recién después de 1810 que crece y prospera hasta ganarlo todo el ideal separatista al que impulsan en convergencia dos motores: el de desvinculación de España y el de dispersión inter-americana. Verdad es que así se entronca la historia de América con la historia del mundo, al paso que se afirma el sentido solidario de la Hispanidad, fundado en varios siglos de convivencia bajo análogos principios e instituciones idénticas.