La China y el opio
La Emperatriz manda cerrar los fumaderos públicos, atentando así al genio nacional, que es el genio de lo inmutable. En China obrar es copiar, vivir es repetir, un camino nuevo, una nueva idea son algo sacrílego. Esa civilización colosal y complicadísima ha recorrido su cielo, y después de miles y miles de años de oscilaciones y de estremecimientos, ha descendido al punto del equilibrio absoluto. El péndulo ha quedado por fin inmóvil. Hace siglos que en China se ha escrito el último poema, se ha construido el último palacio y se ha dictado la última ley. Todo es definitivo, todo está previsto. El Imperio Celeste es prisionero de un espejo alto y frío, que oculta todos los horizontes bajo la vana imagen del pasado. Y allí esperar no es más que recordar.
El flanco del inmenso continente de sangre se contamina. La tercera parte de la humanidad, amontañada en un bloque único, siente sus bordes corroídos por la lepra europea. Construir acorazados, seguir los cursos franceses y alemanes, obligarse a tomar al Occidente sus armas y su ciencia para intentar resistirle, será un adelanto en el Japón; en China ha de ser una enfermedad. Lo que en otros sitios renueva y vivifica, en China pudre. Es que la China es un cuerpo en catalepsia, suspendido al filo del sepulcro. Cambiar, para ella, equivale a descomponerse; es un mecanismo inexorable a quien sólo le está permitido pararse, devorado por el orín. La orilla oriental supura; el odio al extranjero fermenta en las conspiraciones bóxer, y los escalofríos del tétanos hacen temblar las embajadas.
Puntos de gangrena, apenas perceptibles en la masa enorme. Cada chino es una máquina y continúa siéndolo. Se cuenta que habiendo un sastre de Hong Kong recibido unos pantalones viejos con el encargo de hacer otros iguales, reprodujo concienzudamente las manchas y agujeros de la prenda entregada. El reloj de bolsillo constituye para el celeste un juguete encantador. La hora le es indiferente. El disco minutero, que para el blanco es una rueda veloz sobre el camino sin fin de lo posible y de lo deseable, es para el amarillo un eterno girar, un círculo idéntico donde todo vuelve, donde nada importa la efímera posición de la aguja. Lo que al amarillo maravilla es el monótono y misterioso tictac, y se pasa larguísimos ratos escuchándolo religiosamente. En una de las más crueles batallas de la guerra chino-japonesa, empezó a llover; los chinos, bajo un fuego terrible, abrieron sus paraguas. Y en el conjunto de máquinas, el Estado es la gran máquina impasible, la que lamina las inteligencias bajo la presión uniforme del mandarinato, la que archiva y clasifica hasta los órganos sexuales arrancados a los eunucos.
Los egipcios consagraban su existencia a embalsamar y empaquetar los cadáveres; los chicos han embalsamado las almas, han enterrado en ellos mismos sus antepasados difuntos; se han convertido en momias vivas. Y como también se sueña más allá de la tumba, los chinos sueñan y sueñan con el sueño y con la muerte. No quieren el alcohol que irrita la delicada sensibilidad de los occidentales, sino el opio que embrutece enseguida. Poco a poco sienten sus nervios agotarse; son precisos los suplicios espantosos del jardín de Octavio Mirbeau para producir algún dolor en su carne lívida y blanda. Necesitan la poesía funeraria de las tablas, parecidas a tablas de ataúd, donde envueltos en humo mortífero yacen los fumadores de opio; necesitan el opio, necesitan dormir, porque la poesía de los pueblos es la visión del destino, y para la China no hay ya destinos; necesitan detener el tictac formidable de la máquina inútil. La emperatriz no debió estorbar a su raza la ilusión consoladora del reposo.
Publicada en "Los Sucesos", Asunción, 16 de enero de 1907.