La Chapanay
de Pedro Echagüe
XXVI

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Medió un rato de silencio.

Martina, que al proferir su imprecación había intentado erguirse sobre la cama, yacía ahora de espaldas, pálida, inmóvil, con las manos crispadas, cual si hubiera querido echar garra sobre algo. El sacerdote oraba de rodillas, haciéndole aire con una manga de su sayal.

Cuando aquélla volvió en sí, éste bajó la vista y cruzó humildemente los brazos sobre el pecho.

-¡Perdón padre mío!

Nadie tiene más necesidad de él que yo, hermana! Comprendo el horror que te he inspirado. Era todo nuestro pasado de oprobio y delito el que ante ti aparecía en mí, justamente, cuando tu alma empezaba a serenarse por la contrición... Y ahora, dime cómo se hallan en tu poder las caravanas de la Virgen de Loreto que yo robé. Es necesario que me ayudes a reparar mi sacrilegio.

Martina le explicó entonces al franciscano, cómo Cruz Cuero le había dado a guardar las caravanas, mientras que él, por su parte, se reservaba el crucifijo; cómo había podido sustraerlas a los registros que se le hicieron cuando cayó presa, ocultándolas en el interior de un yesquero de cola de quirquincho; cómo, desde entonces, no se había separado de ellas ni un sólo instante, a través de todas las vicisitudes de su agitada vida, acariciando el propósito de restituirlas un día a la imagen a la cual le fueron sustraídas, y conservándolas, entretanto, como el más precioso de los amuletos. Durante largo tiempo había abrigado la creencia de que una casualidad milagrosa la haría recuperar el crucifijo, pero ahora esa esperanza se había desvanecido, después de cuarenta años de muerto Cuero, sobre cuyo cadáver nada encontró la autoridad.

-Cuero no murió en la sorpresa de Ullún, hermana. Murió mucho después, en Santiago de Chile, adonde huyó. Su astucia lo hizo desconfiar de la cita que tú le dabas, y a último momento resolvió quedarse en el camino, aguardando el regreso de la banda que avanzó hasta el rancho y cayó en la celada. Conozco éste y los demás hechos posteriores de Cuero, por la mujer con quien éste se casó en Chile, y a la cual, por maravillosa casualidad, conocí en un trance supremo.

Y el sacerdote, a su vez le refirió a su cómplice de otros tiempos, su escapada de la sorpresa de Cruz de Piedra, en la que, a punto de caer en manos de los gendarmes, invocó la protección de la Virgen de Loreto y fue salvado; su arrepentimiento sincero, cuando se encontró solo otra vez frente a las empinadas cuestas del Tontal; su propósito de renunciar a tan miserable vida y consagrarse a Dios; su viaje a Chile, venciendo dificultades sin cuento, y su ingreso al Convento de los Franciscanos, tras largas penitencias y pruebas que acreditaron su contrición y fe. Le relató, por último, su encuentro con la mujer de Cruz Cuero, cuatro años más tarde, cuando ya ordenado sacerdote, pasaba por una calle de los suburbios de Santiago. Solicitado con urgencia para auxiliar a un moribundo, se encontró en una pocilga ante un hombre lleno de sangre que, en efecto, parecía próximo a expirar. Le explicó lo ocurrido la mujer que lo había llamado, que era la del moribundo. Cuando éste se emborrachaba tenía la manía de poner de manifiesto un crucifijo de oro que llevaba colgado siempre del cuello. Se trataba de una prenda de gran valor, que había despertado la codicia de unos cuantos rotos que con él bebían poco antes y que lo atacaron a mano armada para quitárselo. Atacado se defendió, y aunque muy mal herido, pudo llegar hasta su casa sin perder el crucifijo.

-Ya imaginarás hermana, prosiguió el franciscano, la emoción que yo experimenté al oír aquello. El moribundo no podía ser otro que Cruz Cuero... Me aproximé a él y lo examiné de cerca. ¡Era él! Lo reconocí a pesar de las marcas de destrucción que el tiempo, el vicio y las heridas, habían impreso en su cara. Sus dos manos estaban crispadas a la altura de la garganta, sobre un crucifijo. ¡Sobre el crucifijo de Nuestra Señora de Loreto! Reconocí la voluntad de la Divina Providencia en este encuentro, y más todavía cuando la mujer de Cuero me explicó que él mismo había pedido un sacerdote momentos antes, encargando que se le entregara el crucifijo al que viniera, y se le rogara devolverlo a la iglesia argentina de donde fue robado. Dios había querido que fuera yo, el mismo ladrón, el que llevase a cabo la restitución... Auxilié la agonía de nuestro antiguo capitán, que no recobró el conocimiento. Impuse a mi superior de lo que ocurría, pidiéndole autorización para hacer el viaje, primero a Santiago del Estero, y luego a Tierra Santa. Previa intervención de las autoridades, el crucifijo fue puesto en mi poder, y aquí me tienes, hermana, en camino para cumplir mi supremo acto de expiación...

Tantas emociones, tantas evocaciones dolorosas y siniestras, habían vuelto a postrar a Martina, que escuchaba la relación del sacerdote con la respiración anhelante y entrecortada.

-¡Padre!-exclamó.-Yo siento que también mi fin se acerca. He sido criminal, pero hice cuanto pude por reparar mis faltas y confío en la misericordia infinita de Dios... La mensajera que mandé a buscar al cura de Jachal no vuelve, y mis fuerzas se acaban... Deseo que su paternidad me oiga en confesión...

Lo hizo así el sacerdote, y cuando la enferma hubo cumplido penosamente con el precepto cristiano, pues su vida se extinguía sin remedio, le indicó a su confesor un cinturón que guardaba bajo la almohada. Dentro de un bolsillo estaban las caravanas de la Virgen de Loreto, y cincuenta onzas de oro.

-Llévelas, Padre, junto con el crucifijo, -alcanzó a decir la Chapanay con voz apenas perceptible, - devuélvaselas a la Santa Virgen... De ese dinero, que es adquirido honradamente a fuerza de largas privaciones y trabajos, quiero que se le dé una onza a la mujer que me ha alojado aquí, y que lo demás se destine a levantarle un altarcito a la Virgen, allá en su iglesia.

-¡Muere en paz, Martina Chapanay! -repuso el sacerdote. -¡Dios te perdona...!

Y sacando de entre sus hábitos el crucifijo de oro, lo depositó sobre el pecho de la agonizante. Se puso en seguida de rodillas a su lado, y empezó a orar con fervor, en alta voz.