La Chapanay: XIX
XIX
Entre las relaciones que en su errante vida había contraído Martina, se contaba una campesina de las inmediaciones del Río Seco, en Córdoba. Tenía esta mujer varios hijos y poquísimos recursos para mantenerlos. Resolvió, pues, poner a Félix, el mayor de todos, bajo la autoridad de la Chapanay, en quien declinó todos sus derechos.
Obligóse ésta, por su parte, a dirigir y enseñar a trabajar al mocetón, a pesar de su manifiesto despego a las rudas tareas del campo. Con la mira de manifestarse amable hacia su discípulo, le dio desde el momento en que éste pasó a ser tal, el tratamiento de "Ñor Féliz". El tratamiento le quedó, y con él se le designó siempre en los campos.
No se consolaba Martina de no saber leer, y quiso que el muchacho confiado a su custodia no tuviera que culparla más tarde a ella de tal ignorancia. Se entendió, pues, con un anciano español que, por vocación de maestro, enseñaba en un lugar cercano las primeras letras a unos cuantos niños en casa del cura, a fin de que tomara a Ñor Féliz como alumno.
Ambos maestros, el de trabajo material y el de letras, combinaron un singular método pedagógico. El educando alternaría sus aprendizajes; por manera que manejaría noventa días el silabario a las puertas de la sacristía, y otros noventa las boleadoras por pedregales y llanuras.
Martina salió al fin con la suya, y al hacerse la primera barba, Ñor Féliz descifraba los impresos que le caían a las manos.
Cuando pasó a dominio de su maestra, contaba diez y ocho años. Era un jastial más largo que un álamo vicioso; lindo como un Santo Domingo; pero lindo con todos los signos de la estupidez: bobo, boquiabierto, tardo para comprender, y tardo para contestar; medroso como una monja y medio escaso de oído.
A estar a la importancia del ejemplo que nos ofrece Ñor Féliz, no debe ser verdad que los azotes acaban de azonzar a los zonzos, pues a los cuatro años de aprendizaje en ambas escuelas, él se había remontado de zonzo a pillo, sin otro estimulante que las nutridas tundas que de vez en cuando le administraba su maestra. El tímido jastial de los primeros días, hacía al poco tiempo primores de equitación en un potro, y rendía de cansancio a una mula. Se disparaba expresamente para que su maestra le boleara el pingo, a fin de aprender a salir parado de la rodada, sin correr más riesgo que la posibilidad de romperse la crisma. Se convirtió, como su profesora, en un gran cazador a la criolla, y con ella emprendía frecuentes correrías a caza de venados, liebres, carpinchos, avestruces y cuanto animal útil o dañíno se presentase a tiro de bolas, o pudiese ser perseguido a pezuña de caballo. Aquellas cacerías tenían su término en grandes charqueadas, que daban por resultado el aprovechamiento de los cueros, las plumas y las carnes de ciertas piezas.
Es digno de ser referido el primer acontecimiento que vino a mostrar el discurso que cabía en la inteligencia de Ñor Féliz.
Recorría en cierta ocasión las ramadas de la Chapanay, proveyendo de agua las tinajas de que hablamos antes, cuando encontró que la vasija de una de ellas estaba rota. El caso era frecuente, pues los viajeros que de aquéllas se servían, no siempre las trataban con miramientos después de haberlas utilizado. Ñor Féliz tuvo una idea. Hizo escribir por su maestro de lectura, sobre lajas bruñidas que trasladó luego a la ramada y en grandes letras al óleo, la palabra "Aquí". Abrió luego en cada local, un hoyo con capacidad para la tinaja correspondiente, y las enterró a todas, dejándoles la boca a flor de tierra. Una vez llenas de agua, cubrió a cada cual con su laja. Las tinajas quedaban así a salvo de ser rotas o robadas, y ostentando una inscripción llamativa en la tapa. Supiesen o no leer los viandantes, su atención era solicitada por el letrero. Levantaban la cubierta y encontraban el agua.
Muy agradable fue a la Chapanay el perfeccionamiento que Ñor Féliz había introducido en su combinación para socorrer en el desierto a los sedientos, y para recompensarlo le dijo:
-Ñor Féliz, ha obrado usted muy cuerdamente, y quiero aprovechar esta ocasión para hacerle un favor.
El jastial se puso colorado como un tomate. Creyó que iba a ser despedido, y pensó aprovechar la coyuntura para realizar cierta campaña que le andaba dando vueltas en la mollera.
La Chapanay le disparó esta orden a quemarropa:
-Prepárese usted para que nos casemos.
-¿Para que nos casemos?
-Eso mismo.
-¿Ahora salimos con eso? Yo creía que me iba a dejar en libertad...
-A las criaturas de su clase hay que tenerlas siempre sin cadenas, pero aseguradas.
-¿Y para qué quiere usted tenerme asegurado a mí?
-No es cosa fácil hacerle comprender a un pazguato para qué puede ser útil. El mundo no tiene nada que esperar de usted, Ñor Féliz. En cambio a mí me hace usted falta para mi divertimiento.
Ñor Féliz guardó silencio y clavando la vista en el suelo se acordó de una moza rolliza, vecina de su pago, que solía detenerse en las ventanas de la escuela para oírle dar su lección...
Por el momento, este inesperado proyecto matrimonial quedó en suspenso, visto el escaso entusiasmo con que lo había recibido el presunto novio. Corrió el tiempo. Ñor Féliz había cumplido veinticuatro años y hacía seis que tomaba lecciones del viejito español. Era evidente que el cacumen del discípulo había dado ya cuanto podía dar; estaba como empedernido en el primer texto, y cualquier otro impreso que se le presentase le parecía poco menos que indescifrable. Sus barbas habían crecido como la maleza, y el bonito rostro de antes parecía ahora invadido por una verdadera maraña de pelos. Ñor Féliz no se olvidaba de la moza rolliza y ésta le había mandado decir que ella haría con gusto, de la hilaza de sus barbas, un cordón para sujetarse el cabello.
En cuanto a la Chapanay, seguía acariciando en silencio su plan de casamiento. Para reducir al rebelde candidato a marido, le regalaba prenditas para el caballo y uno que otro poncho de colores subidos. Cuando llegó el trimestre en que el barbudo alumno debía irse a sus clases a Río Seco, ella se puso en expedición sobre los campos externos de San Juan.
Acompañábanla en esta excursión dos leales servidores que hasta el presente no han sido mencionados: un corpulento perro que obedecía al nombre de "Oso", y que en realidad se parecía a este animal, y un menudo cuzquito ladrador que se llamaba "Niñito".
Sobre la raza y la bravura del Oso, pacientemente amaestrado por su ama, se le habían dado, calurosas recomendaciones. Los hechos probaron más tarde que éstas no eran exageradas.