La Celestina: Razones 14
Esta profusión de ediciones en el siglo XVI contrasta con la pobreza del siguiente, que sólo nos ofrece siete, tres de ellas extranjeras: una en Amberes, una en Milán y otra bilingüe de Ruán, acompañada de traducción francesa (1633). La que se dice de Pamplona, por Carlos Labayen, es esta misma con falso pie de imprenta para introducirla en España. Quedan como únicas ediciones positivamente españolas, la de Zaragoza, 1607, y tres de Madrid, en 1601, 1619 y 1632. Esta última tiene dos circunstancias dignas de repararse: la de haber sido formalmente expurgada conforme al Expurgatorio nueno de 1632, y la de consignar en la portada el nombre del bachiller Fernando de Rojas, ejemplo que siguió inmediatamente el editor de Ruán.
En todo lo restante de aquel siglo no volvió a imprimirse la Celestina, fenómeno que puede atribuirse a varias causas. Algo pudo influir en ello la Inquisición, pues aunque dejaba correr con leve expurgo las ediciones del siglo XVI, quizá se hubiera opuesto a que siguieran multiplicándose. Pero la principal razón hubo de ser el cambio del gusto, la exuberancia de la producción dramática y novelesca, que había llevado al ingenio español por otros rumbos y ofrecía a los hombres del siglo XVII alimento más adecuado a sus inclinaciones. La Celestina era todavía compatible con el arte de Cervantes, de Quevedo, de Lope, de Tirso, puesto que le contenía en germen, pero no era compatible con los Góngoras, Calderones y Gracianes. Cuando triunfaron los cultos, los discretos y sutiles, y se prefirió el estilo almidonado a la ejecución franca y vigorosa, pocos paladares pudieron gustar con deleite aquel fruto sabrosamente agrio del árbol nacional.
Y menos todavía en el siglo XVIII, cuya labor científica es tan respetable, pero que en literatura produjo poco bueno, y eso en sus postrimerías. Los eruditos preceptistas y críticos que más nombre tuvieron en aquella centuria, Luzán, Nasarre, Mayans, Velázquez, el mismo Jovellanos, tuvieron palabras de justo aprecio para la Tragicomedia, aunque deplorando el daño que podía producir su lectura. Las ideas que entonces generalmente dominaban sobre preceptiva dramática eran más conciliables con la Celestina que con la comedia llamada por excelencia española; pero nadie antes de Moratín fijó con precisión el carácter de aquella fábula inmortal ni su puesto único en la historia del teatro. Prescindiendo de estas simpatías literarias, no hay duda que la Celestina había dejado de ser un libro popular. Los ejemplares de las antiguas ediciones, con haber sido tan numerosas, escaseaban mucho, y sabemos por algún testimonio contemporáneo que no faltaban beatos imbéciles que se dedicasen a destruirlos. La libertad de su lenguaje contrastaba con la blanda mojigatería reinante que, sin fuerza para impedir la invasión de las malas ideas, tenía la suficiente para llenar la vida de molestias pueriles. El Expurgatorio de 1747 acrecentó el rigor de los anteriores, y así, paso a paso, se llegó a la absoluta prohibición del edicto de 1793, reproducida en el índice de 1805.
Pero a la Inquisición le quedaban pocos días de vida, y sus edictos, cada día menos acatados, sólo servían para despertar la codicia del fruto prohibido. Así fue que en el segundo período constitucional, a la sombra de la omnímoda libertad de imprenta, resurgió la madre Celestina después de un enterramiento de siglo y medio. La edición de 1822, impresa por don León Amarita, fue meritoria para entonces, y algún tacto crítico revela en la elección de las variantes, pero son pocos los textos antiguos que se tuvieron presentes y no los mejores, siguiendo por lo general el de Salamanca, 1570, por Matías Gast. Fue autor del prólogo, y dirigió la parte literaria de la publicación, no el impresor Amarita, como generalmente se cree, sino el famoso traductor de Horacio, don Francisco Javier de Burgos, según me aseguró don Aureliano Fernández Guerra habérselo oído al mismo Burgos en Granada.
Esta edición, que con más o menos precauciones siguió vendiéndose durante el reinado de Fernando VII, fue reimpresa por el mismo Amarita en 1835 y copiada servilmente en el tomo tercero de la Biblioteca de Rivadeneyra, 1846, de la cual se derivan otras varias que es inútil citar. Más apreciable que este texto ecléctico es el de Barcelona, 1841, por don Tomás Gorchs, que al parecer nos da, aunque con ortografía modernizada, la lección de uno de los ejemplares más antiguos, el de Zaragoza, 1507, que poseyó don Manuel Bofarull. El prólogo y las notas fueron escritos por el literato tortosino don Jaime Tió. En 1899, para festejar el centenario de la aparición de la Celestina, reimprimió lujosamente en Vigo el malogrado editor suizo don Eugenio Krapf la edición valenciana de 1514, con aparato de variantes, copiosa bibliografía y apéndices útiles. En 1900 exhumó el señor Foulché-Delbosc la edición de 1501, y en 1902 la de 1499. Cuando esté reimpreso con la misma exactitud el texto de 1502, tendrá base enteramente sólida la reconstrucción de la Celestina, y podrá hacerse de ella una edición crítica y filológica.
Las traducciones que en varias lenguas se hicieron de este drama inmortal, ya en los siglos XVI y XVII, ya en tiempos modernos, tienen grande interés, no sólo como testimonio del universal aprecio del libro, sino por ser algunas de ellas insignes monumentos de sus respectivas literaturas. La Celestina ejerció, por medio de ellas, positiva influencia en los orígenes del teatro y de la novela, y convirtió en clásicos a algunos de sus intérpretes como Wirsung y Mabbe.
La más antigua de estas traducciones, y fuente de varias otras, es la italiana del español Alfonso Ordóñez, familiar del Papa Julio II, hecha por invitación de la Illustrissima Madonna Gentile Feltria de Campo Fregoso. Fue acabada de imprimir en Roma, a 29 de enero de 1506, y compite en rareza con las más peregrinas ediciones españolas. Aunque su titulo diga «de lingua casteliana in italiana nouamente traducta», no basta para que podamos inferir que hubiese otra traducción o edición anterior, porque el novamente puede tener aquí, como en otros casos, el sentido de nuper (poco ha, recientemente). Tampoco es argumento para probar que hubiese una edición de 1505, la última octava del traductor, con que termina la de 1506:
Nel mille cinquecento cinque appunto
Despagnolo in idioman italiano
E stato questo opuscul trasunto
Dame Alphonso de Hordognez nato hispano,
Alstanzia di celoi cha in se rasunto
Ogni bel modo et ornamento humano
Gentil feltria fregosa honesta e degna
In cui vera virtu triumpha e regna.
Estos versos sólo dicen que Alfonso Ordóñez hizo la traducción en 1505, y seguramente en aquel mismo año comenzaría a imprimirse, aunque se acabara en los primeros días del siguiente. La versión de Ordóñez, notable por su fidelidad, se ajusta, con leves diferencias, al texto de las ediciones de 1502, en veintiún actos, sin que por ningún motivo pueda afirmarse que el intérprete conociera la forma primitiva de la tragicomedia, ni mucho menos aprovechase sus variantes.
El haber aparecido esta traducción bajo los auspicios de una ilustre señora, que expresamente encargó de ella a un familiar del Papa, indica que la Celestina no había de encontrar obstáculos para su difusión en la Italia del Renacimiento, que mal podía escandalizarse de nada. Hasta once veces fue reproducida en aquel siglo por las prensas de Venecia y Milán. Su estudio hubiera podido ser muy útil a los dramaturgos del Cinquecento, pero los italianos de aquel siglo desdeñaban las literaturas vulgares y no reconocían más modelos que Terencio y Plauto, a los cuales sacrificaron su originalidad, que sólo conservan en los detalles de costumbres. Ni siquiera puede sostenerse con probabilidad que el admirable rufián Centurio y las innumerables copias que hay de él en todas las imitaciones de la Celestina influyesen directamente en la creación del tipo grotesco del capitán fanfarrón y matamoros que invadió la escena italiana, si bien tengan algunas semejanzas, derivadas de su común origen, que ha de buscarse en los Pyrgopolinices y Trasones de la antigüedad. Además, ni Centurio, ni Galterio, ni Pandulfo, ni Brumandilón, ni Escalión son capitanes, ni sus bravezas, fieros y rebatos tienen que ver con la honrada profesión militar, sino con la torpe vida lupanaria. La verdadera pintura de las costumbres del campamento está en la Comedia Soldadesca, de Torres Naharro, que precisamente fue escrita y representada en Italia. El tipo italiano, que degeneró muy pronto en caricatura grotesca del soldado español, el más temido y más odiado en aquella península, se explica por sí mismo y por las circunstancias históricas en que nació. Generalmente habla en castellano, y lleva nombres archirretumbantes, como «el capitán Cardona Matamoros, Rajabroqueles, Sangre y Fuego». Era, en suma, un género equivalente a las Rodomontadas españolas, tan gratas a los franceses. Algunos de los que componían estas farsas habían leído la Celestina y plagian frases de Centurio. Así, por ejemplo, el cómico napolitano Fabricio de Fornaris, en su Angélica, representada en París el año, 1584, hace hablar así al capitán Cocodrilo, ponderando las virtudes de su espada: «Quién puebla más los cimiterios d'esta tierra sino ella? Quién ha hecho ricos los cyrugianos del mundo? Quién da de continuo que hazer a los armeros? Quién destroza la mala y fina?» (sic, por malla fina), etc., etc.
De la traducción italiana procede la muy famosa alemana de Máximo Wirsung, publicada en Ausburgo en 1520 y reimpresa con algunos cambios en 1533; ediciones rarísimas entrambas y cuyo precio se acrecienta por los artísticos grabados en madera de Hans Burgkmair, célebre colaborador de Alberto Durero. Es bajo todos aspectos un hermoso libro del Renacimiento, del cual España carecería, probablemente, si algún antiguo jesuita alemán no hubiese traído el ejemplar que se conserva en la Biblioteca de los Estudios de San Isidro. Tenía Max Wirsung veintiún años cuando publicó su traducción, que dice hecha del «lombardo» (lumbardisch welsch), lo cual indica que trabajó sobre una de las dos ediciones de Milán. 1514 ó 1515, a no ser que considerase como parte de Lombardía a Venecia, donde declara haber pasado algunos años y adquirido el conocimiento de la lengua. En la dedicatoria a su primo Ernesto Mateo Langen de Wellenburg, que termina recomendándose a la benevolencia del Cardenal Arzobispo de Salzburgo, repite con otras palabras las prevenciones de Rojas sobre el fin moral del libro y sobre su carácter mixto de trágico y cómico: «Tragedia, como tú sabes, es un género que tiene alegre comienzo y término triste. Tal es el presente libro. También se le puede llamar comedia, porque nos muestra, entre burlas y veras, unos amores de dos jóvenes que se valen de sus criados y doncellas; y describe, en especial, la perversa seducción de rufianes y alcahuetas, y otros diferentes lances y negocios de los hombres... Te envío esta tragedia, querido primo, como un presente muy adecuado a tu florida edad y a la mía, pues aquí podemos aprender lo que por experiencia no sabemos todavía, y librarnos del peligroso mar de las sirenas y desconfiar de las malas mañas de los falsos servidores y de las engañosas palabras de las viejas hechiceras, que quieren arrastrarnos a la relajación y hacernos perder la flor de la juventud, que nunca se recobra, y enajenarnos de la voluntad propia y convertirnos en siervos de la ajena.»
La traducción está hecha con el mismo candor del prólogo, y con gran viveza y frescura, según declaran los críticos alemanes. No podía ser enteramente fiel no siendo directa, pero la versión italiana que le sirvió de norma es poco más que un calco. Wirsung procede con libertad de artista, y según el genio de la lengua en que escribe, añade o modifica algunos pasajes, pero ninguno es de verdadera importancia, más que las pocas palabras puestas como conclusión del acto XXI y de toda la obra. Sabido es que en el original se cierra con la lamentación de Pleberio y el in hac lachrimarum valle, que falta, por cierto, en las ediciones de 1499 y 1501. Wirsung da más animación dramática al final y hace intervenir en el diálogo a la madre de Melibea.
A pesar de su excelencia literaria, esta traducción cayó muy pronto en olvido, puesto que sólo una vez fue reimpresa. Es enteramente inverosímil que Goethe la conociera. Si Marta hace pensar en Celestina, y las escenas de la seducción de Margarita evocan las del jardín de Melibea, es por una coincidencia remota y casual. El romanticismo alemán fue el que desenterré la obra de Wirsung, diciendo de ella, por boca de Clemente Brentano, en una de sus cartas a Tieck: «Es tan original, tan llena de vida, tan propia en el lenguaje, que jamás he visto cosa igual; hacer una traducción mejor es completamente imposible.»
No debió de pensarlo así Eduardo de Bulow, quien en 1843 publicó una nueva Celestina traducida del original, que Wolf declara estar hecha con la mayor precisión y elegancia posibles, aunque el mismo traductor reconoce que, por acomodarse al gusto de su nación, tuvo que hacer una «seca atenuación germánica» de ciertos discursos y expresiones demasiado libres.
No puedo asegurar, por no haber tenido ocasión de verla nunca, si la primera y rarísima traducción francesa de 1527, reimpresa en 1529 y 1532, procede del original o de la italiana de Ordóñez, pero no cabe duda que a ésta se atiene el segundo traductor Jacques de Lavardin, Señor de Plessis Bourrot, en Turena, a quien su padre confió el encargo de ponerla en su lengua para «beneficio singular» de sus hermanos, por ser «un claro espejo y virtuosa doctrina que enseña a gobernarse bien en los casos de la vida.»
Como se ve, la ejemplaridad de la tragicomedia tenía muchos partidarios y las declaraciones de Rojas se tomaban al pie de la letra. Wirsung, Gaspar Barth y Salas Barbadillo, dicen en sustancia lo mismo, pero ninguno de ellos era padre de familia como el viejo caballero de Turena, lo cual da más peso a su testimonio, que hoy nos parece tan extraordinario.
Esta versión, hecha en la sabrosa lengua del siglo XVI, tuvo tres ediciones, la primera de París en 1578 y las dos siguientes de Ruán en 1598 y 1599. La interpretación francesa que acompaña al texto castellano en la edición, también de Ruán, de 1633, está hecha directamente del castellano, pero vale poco. A todas las antiguas supera, y es sin duda una de las mejores traducciones de la Celestina, la que Germond de Lavigne publicó en 1841 y reimprimió con algunas enmiendas en 1873. El ensayo histórico que la precede contiene graves errores, lo mismo que las notas; pero tiene Germond de Lavigne el mérito de haber sido uno de los primeros que reconocieron la unidad de la obra y la atribuyeron totalmente a Fernando de Rojas. Sus conocimientos en historia literaria eran superficiales y confusos, pero entendió y tradujo bien ciertas obras, sobre todo la Celestina, que admiraba con franqueza.
No ha tenido la Celestina acción directa sobre la literatura de nuestros vecinos, pero se encuentra mencionada en varios autores del siglo XVI, el más antiguo Clemente Marot:
Or ça, le livre de Flammete,
Formosum Pastor, «Celestine»,
Tout cela est bonne doctrine
Et n'y a rien de deffendu.
Buenaventura Desperiers, en el cuento décimosexto de sus Nouvelles Récréations et Joyeux Devis, la cuenta entre las lecturas favoritas de los elegantes de París: Et avec cela il avoit leu Bocace et Celestina.
Cuando se lee la famosa Macette, de Maturino Regnier, que Sainte-Beuve llamaba «nieta de Patelin y abuela de Tartuffe», nos sentimos inclinados a emparentarla con la madre Celestina. En el fondo, la sátira del poeta francés no es más que una imitación de la elegía de Ovidio sobre Dipsas, cuyos principales rasgos conserva y traduce libremente. Pero suprime uno, el de la magia, y añade otro, el de la hipocresía. Creo que éste ha sido tomado de las costumbres de su tiempo, sin ningún intermedio literario. Celestina conviene con Macette en lo que una y otra tienen de Dipsas y de Acanthis, pero Macette es muy poca persona al lado de Celestina. Macette es gazmoña y beata, afecta una devociónfingida para encubrir sus malas artes. También Celestina tiene sus devociones, y de ellas se vale para sus añagazas; pero escarbando en el fondo de su alma se encuentra, no una ruin y apocada mojigatería o tartufismo, sino una cínica y monstruosa confusión de lo religioso y lo diabólico. La hipocresía de Macette es epidérmica; a la de Celestina ni aun el nombre de hipocresía le cuadra, porque se trata de algo mucho más tenebroso y espantable.
De todos modos, la sátira de Regnier prueba, aunque por otro camino, la influencia española en Francia:
Elle lit Saint Bernard, la Guide des Pecheurs,
Les Meditations de la Mère Therese
Fue la Celestina el primer libro español traducido al inglés, aunque en detestables condiciones. Se trata de una adaptación en pésimos versos, publicada por los años de 1530, y atribuida por algunos a Juan Rastell, del cual sólo consta que la hizo imprimir. Comprende únicamente los cuatro primeros actos y está hecha sobre la versión italiana de Ordóñez. Consta también que en 5 de octubre de 1598, un cierto William Aspley solicitó y obtuvo privilegio para imprimir una obra titulada The Tragicke Comedye of Celestina, pero no queda de ella más noticia.
Apareció, por fin, en 1631, The Spanish Bawd, de James Mabbe, «el mejor traductor que ha tenido la lengua inglesa, a excepción de Eduardo Fitz-Gerald», según el parecer de Fitzmaurice-Kelly. Mabbe, que no sólo tradujo la Celestina, sino El Pícaro Guzmán de Alfarache, algunas de las novelas de Cervantes y un tomo de sermones del padre Cristóbal Fonseca, era un conocedor eminente de nuestra lengua y un prosista clásico en la suya. Desde 1611 a 1613 había vivido en Madrid, como secretario del embajador Sir John Digby, después Conde de Brístol, y a su vuelta a Inglaterra prosiguió cultivando sus aficiones hispánicas, en que le estimulaba y acompañaba su amigo el profesor de Oxford, Leonardo Digges, excelente traductor de El Español Gerardo.
La versión de la Celestina se publicó anónima, pero la dedicatoria va firmada por Don Diego Puede-ser, juego de palabras con que Mabbe quiso disimular su nombre ligeramente alterado: James May-be. A diferencia de otros traductores, confiesa ingenuamente que la Celestina es un libro non sine scelere, pero que puede tener utilidad: non sine utilitate. «La heroína es mala, pero sus preceptos son hermosos; sus ejemplos son perversos, pero su doctrina es buena; su traje es roto y andrajoso, pero su mente está enriquecida con muchas sentencias de oro.» Y prosigue haciendo en estilo ligeramente eufuístico una gran ponderación de los méritos de la obra: «Aquí encontraréis sentencias dignas de ser escritas, no en frágil papel, sino en cedro o en perenne ciprés; no con pluma de ánsar, sino con la del Fénix; no con tinta, sino con bálsamo; no con letras negras, sino con caracteres de oro y azul; sentencias dignas de ser leídas no sólo por el lascivo Clodio o el afeminado Sardanápalo, sino por los más graves Catones o severos estoicos.» «No se me oculta (añade) que este libro tendrá algunos detractores, que como perros que ladran por costumbre, condenarán toda la obra, solamente porque alguna frase de ella es más obscena que lo que tolera el estilo culto y urbano; lo cual yo no he de negar, aunque esos pasajes están escritos para reprender el vicio, no para insinuarle. No veo razón para que se abstengan de leer una gran cantidad de cosas buenas porque tengan que entresacarlas de las malas. Que no se ha de desdeñar la perla, aunque se pesque en agua turbia, ni el oro, aunque se arranque de una mina infecta...»
Después de haber comparado a los tales detractores con el escarabajo de la fábula, dice que cuantos sabios han podido leer la Celestina en su lengua la han estimado como el oro entre los metales, como el carbunclo entre las piedras preciosas, como la palma entre los árboles, como el águila entre los pájaros y como el Sol entre las luminarias inferiores; en suma, como lo más escogido y lo más excelente. Pero así como la luz del gran Planeta ofende a los ojos enfermos y conforta a los sanos, así la Celestina puede ser un veneno para los que tienen el corazón dañado y profano, pero para los ánimos castos y honestos es un preservativo contra tantos escándalos como ocurren en el mundo».
Mabbe, que nunca fue puritano, defiende en este notable prólogo la legitimidad de las representaciones del mal, así en Pintura como en Poesía: «Non laudare rem sed artem: no se aplaude la materia de la imitación, sino la pericia y destreza del artista que ha representado tan al vivo el objeto que se proponía. De parecido modo, cuando leemos las viles acciones de rameras y rufianes y su bestial modo de vivir, no las aprobamos por buenas ni las aceptamos por honestas, pero admirarnos el juicio de los autores que han desarrollado su argumento de un modo tan propio y adecuado a los caracteres.»
Recuerda el ejemplo de los lacedemonios, que emborrachaban a sus esclavos para hacer aborrecible la embriaguez, y aconseja al lector de la Celestina que imite «al generoso corcel que se solaza donde hay dulce y saludable pasto, y no al perro hambriento, que agarra y despedaza sin elección todo lo que encuentra en su camino». En suma, recomienda la Celestina, pero no sin distinción a toda clase de personas.
Su traducción es clásica y magistral, a juicio de los críticos ingleses, y en nada adolece del conceptismo y culteranismo que campean en sus prólogos. El docto hispanista Fitzmaurice-Kelly, que ha hecho de ella una lindísima reimpresión, dice en su prólogo que «mucho del vigor, de la pasión y del fuego de Rojas, y mucho también de aquella gravitas et probitas que en él reconocía Barth, han pasado a la copia, y sí sus colores no son siempre los mismos del original, ostentan, sin embargo, no común brillantez y belleza.» «La fina sencillez, el ritmo y la música de esta versión, la amplitud y la urbanidad del estilo, llevan el sello de la edad heroica de la prosa inglesa. Ningún escritor de su tiempo le aventajó en la descripción directa, ninguno tuvo mejor oído para la cadencia de la frase.»
Solamente de la fidelidad podemos juzgar los españoles, y hay que reconocérsela en el conjunto, aunque no tanto como a Ordóñez y a Wirsung, precisamente porque Mabbe hizo una traducción más literaria. Su propio gusto y el de su tiempo le llevaba a la amplificación, y pareciéndole sobria la Celestina, aunque sólo en apariencia lo sea, la llenó de redundancias y pleonasmos. Pero sus adiciones son meramente verbales, y en cambio, no suprime nada o casi nada, cumpliendo lealmente sus obligaciones de traductor, salvo en un punto muy curioso. Por escrúpulos protestantes evita todas las alusiones al culto católico, sustituyéndolas con disparatadas reminiscencias clásicas. Así en vez de «estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alma y otras secretas devociones», habla intrépidamente de «los misterios de Vesta y de la Buena Diosa». En lugar de la iglesia de Santa María Magdalena cita la «arboleda de los mirtos»... Un abad se convierte en un flamen, las monjas en Vestales y todo lo demás a este tenor. Pero estos son ligeros e imperceptibles lunares de una obra maestra que honra por igual a las literaturas inglesa y española.
Shakespeare había muerto catorce años antes de publicarse esta versión, y ningún provecho hubiera podido sacar de la antigua en verso, que sólo comprende cuatro actos. Pero aun admitiendo, lo cual dista mucho de estar probado, que no supiese el castellano, pudo leer la Celestina, y es muy verosímil que la leyera, en la versión italiana, tan difundida, de Ordóñez, o en alguna de las francesas. De este modo tendrían fácil explicación las semejanzas con Romeo y Julieta, notadas desde antiguo por la crítica alemana y admitidas a lo menos como posibles por los hispanistas ingleses.
Sólo por mera referencia bibliográfica nos es dado citar las cuatro ediciones en holandés o flamenco que salieron de las prensas de Amberes en 1550, 1574, 1580 y 1616, y pertenecen, al parecer, a dos distintas traducciones, cuyo origen no podemos fijar. Acaso haya otras en lenguas vulgares, que no han llegado a nuestra noticia.
Faltaba a la Celestina la consagración suprema que un libro del Renacimiento podía tener: el ser traducido a la lengua sabia, y comentado y puesto en manos de los doctos como un autor de la clásica antigüedad. Tal fue la empresa que acometió y llevó a término el célebre humanista de Brandeburgo Gaspar Barth (Barthius), tan famoso por su ciencia como por sus extravagancias, aunque no fuese ni con mucho el prototipo del Licenciado Vidriera, como han supuesto ineptamente algunos cervantistas. Gaspar Barth, que había viajado por España después de 1618, era el más ferviente admirador de nuestra lengua y de nuestra literatura que puede darse. No sólo tradujo y publicó en latín la Celestina, la Diana Enamorada, de Gil Polo, y la refundición española que Fernán Xuárez había hecho de uno de los Coloquios del Aretino, sino que dejó inéditas otras novelas latinizadas, una de ellas la Diana de Montemayor y más de treinta volúmenes de fábulas milesias, tomadas de varios idiomas, entre las cuales sabemos que figuraban los Cuentos de la Reina de Navarra y las Noches de Invierno de Antonio de Eslava. Todo ello estaba traducido antes de 1624, en que salió de las prensas de Francfort el Pornoboscodidascalus Latinus, pedantesco título que dio Barth a su traducción de la Celestina, calificándola desde el frontispicio de Liber plane divinus. Son tantas y tan curiosas las especies que en los prolegómenos y en las animadversiones o notas de Gaspar Barth se consignan, y tan singular la versión en sí misma, que no puedo menos de detenerme algo en ella, aunque todavía merecen más amplio estudio ésta y las demás traducciones latinas que en el siglo XVII hicieron de nuestras novelas y libros de pasatiempos algunos humanistas germánicos. Ellos fueron a su modo los primeros hispanizantes de su nación.
Precede al libro una larga Dissertatio, que contiene uno de los más interesantes juicios que se han escrito sobre la Celestina. Después de tratar en general de la utilidad de las fábulas dramáticas y novelescas, que considera más instructivas y verdaderas que la Historia misma, y de la razón que el mismo Barth tuvo para dedicarse al moderno hispanismo (ad Hispanismum hodiernum), buscando en él novedades que no podían ofrecer ya las obras de griegos y latinos, tan familiares a todos los eruditos, trata en particular del libro que quiso precediese a todos, porque la juventud puede encontrar en él los documentos más necesarios para la cautela y prudencia de la vida. «Son tantas (prosigue) y tan oportunas y capitales las sentencias sacadas del mismo fondo de las cosas, que quien las fije en su ánimo como reglas para dirigir la vida y asiduamente las practique, tendrá bastante con ellas solas para merecer no vulgar opinión de sabiduría entre todos los buenos jueces. Añádase la excelencia del estilo, que en su lengua original es tan elegante, pulido, exacto, numeroso, grave y venerable, que según confesión unánime de los españoles, pocos pueden encontrarse iguales en todo el campo de la literatura. Nada diré de aquel genio particular que tuvo este escritor para caracterizar las personas y hacerlas hablar adecuadamente, en lo cual es cierto que supera a todos los monumentos que nos han quedado de la antigüedad griega y latina. Sus sentencias, que hieren y penetran con admirable energía en los espíritus más vulgares, como si para ellos solos fuesen escritas, son materia de meditación para los sabios de más profunda doctrina.»