La Celestina: Razones 12


No se crea por eso que Rojas, en medio de su inexperiencia y de la soledad en que escribía, dejase de adivinar con pasmosa intuición las grandes leyes de la composición dramática y se sujetara a ellas en todo lo esencial. El plan sencillo, claro y elegante de la Celestina merecería todo elogio si el autor no hubiese escrito su obra en dos veces, lo cual le llevó a intercalar un episodio parásito. Aparte de este lugar, la Tragicomedia castellana corrobora la profunda doctrina de Lessing en su Dramaturgia: «El genio gusta de la sencillez, el ingenio gusta de las complicaciones... El genio no puede interesarse más que por aventuras que tienen su fundamento unas en otras, que se encadenan como causas y efectos. La obra del genio consiste en referir los efectos a las causas, en proporcionar las causas a los efectos, en ordenar los acontecimientos de tal manera que no puedan haber sucedido de otra.» Toda la enmarañada selva de las comedias de capa y espada de Calderón y sus secuaces no vale tanto como esta única pieza, que es también una intriga de amor, con criados confidentes, con escenas nocturnas y coloquios a la puerta o a la reja, pero sin disfraces, ni empeños del acaso, ni damas duendes, ni galanes fantasmas, ni confusiones en la oscuridad de un jardín y hasta sin la duplicación forzosa del galán y la dama, y el no menos indispensable arbitrio del rival celoso y del padre o hermano guardador de la de su casa, que por diversos caminos se oponen al logro de la felicidad de los dos amantes. Todo esto es sumamente entretenido y demuestra gran poder de invención en los que crearon este género de fábulas y las impusieron a Europa; pero es sin duda arte inferior al que, ahondando en las entrañas de la vida y en la conciencia de los hombres, logra sin ninguna complicación escénica darnos ilusión de la existencia actual y hacer de cada personaje un tipo imperecedero. Todas esas lindas comedias llegan a confundirse entre sí: la Celestina no se confunde con nada de lo que se ha escrito en el mundo. «Hay en la Celestina (dice don Juan Valera) cierto misterioso encanto que se apodera del alma de quien la lee, embelesándola y moviéndola a la admiración más involuntaria.»

El gran maestro cuyas son estas palabras suscitó una importante cuestión que atañe al fondo de la Celestina, y es ética y estética a un tiempo. A primera vista encuentra inverosímiles, hasta rayar en lo absurdo, algunos casos de tragicomedia: «Melibea y Calisto son ambos de igual condición elevada, así por el nacimiento como por los bienes de fortuna. Entre la familia de ambos no se sabe que haya enemistad, como la hubo, pongamos por caso, entre familias de Julieta y de Romeo. Ni diferencia de clase, ni de religión, ni de patria los divide. ¿Por qué, pues, no buscó Calisto a una persona honrada que intercediese por él y venciese el desvío de Melibea, y por qué no la pidió luego a sus padres y se casó con ella en paz y en gracia de Dios? Buscar Calisto para tercera de sus amores a una empecatada bruja zurcidora de voluntades y maestra de mujeres de mal vivir, tiene algo de monstruoso, que ni en el siglo XV ni en ningún siglo se comprende, no siendo Calisto vicioso y perverso y sintiéndose muy tierna y poéticamente enamorado.»

Admirablemente dicho está esto, y a primera vista convence. Alguien dirá que si Calisto hubiese tomado el camino recto y seguro en casos tales, no habría comedia ni menos tragedia, sino uno de los lances más frecuentes de la vida cotidiana entre personas honestas y morigeradas. Así es la verdad; pero esta respuesta no absuelve al artista, que pudo trazar su plan de otra manera o escoger medios más adecuados a sus fines. Los que crean en la sinceridad del fin moral que afecta Rojas podrán añadir que le extravió su propósito docente, llevándole a poner en contacto dos distintas esferas de la vida. Pero el talento agudísimo de don Juan busca una explicación más honda, y resuelve la antinomia que en la Celestina existe, considerándola como una obra altamente idealista, en que «Fernando de Rojas hace abstracción de todo menos del amor, a fin de que el amor se manifieste con toda su fuerza y resplandezca en toda su gloria. Y no es el amor de las almas, ni tampoco el amor de los sentidos, cautivo de la material hermosura, sino tan apretada e íntima combinación de ambos amores, que no hay análisis que separe sus elementos, apareciendo tan complicado amor con la irreductible sencillez del oro más acendrado y puro».

El espíritu helénico y serenamente optimista de mi glorioso maestro llega a calificar de triunfante apoteosis la muerte trágica de los dos amantes y a no ver en ella nada de tétrico y sombrío. El razonamiento del insigne literato no me ha convencido del todo, a pesar de mi natural tendencia a adherirme a los dictámenes de quien tanto me quiso y tanto me enseñó. No es la Celestina libro tan alegre como podría inferirse por las palabras de don Juan Valera. A pesar del gracejo crudo y vigoroso de la parte cómica, la impresión final que la obra deja, a lo menos en mi ánimo, es más bien de tristeza y pesimismo. La suerte de los dos amantes no puede ser más infausta, ni más espantosa la soledad en que Pleberio y Alisa quedan: «¡O duro coraçon de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honrras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡O tierra dura! ¿Cómo me sostienes? ¿Adónde hallará abrigo mi desconsolada vejez?... ¿Qué faré quando entre en tu cámara e retraymiento e la halle sola? ¿Qué haré de que no me respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cobrir la gran falta que tú me hazes?»


Si la tragedia terminase con las últimas palabras de Melibea y con arrojarse de la torre, podría creerse que el poeta había querido envolver en luz de gloria a los dos infortunados amantes, haciendo lo que hoy diríase la apoteosis del amor libre. Ni puede rechazarse tal idea por impropia de la literatura de aquel tiempo, puesto que, mezclada con impulsos de dudoso misticismo, late en el fondo de los poemas del ciclo bretón cuya materia épica, transformada en prosa, era tan familiar a Rojas como a todos sus contemporáneos. Verdadera y triunfante apoteosis del amor adúltero son la muerte y las exequias de Tristán e Iseo, y es imposible evitar aquí su recuerdo: «E desque vuo dicho estas palabras (don Tristán), luego besó a la reyna, y estando abrajados boca con boca, le salió el ánima del cuerpo, e la reyna, quando lo vió assí muerto en sus braços, de gran dolor que vuo le rebentó el coraçon en el cuerpo, y murió allí en los brajos de don Tristan; y assi murieron los dos amados, e aquellos que los veyan assi estar, creyan que estauan amortescidos, y como los cataron, fallaronlos muertos ambos a dos.

E quando el rey Mares vio muertos a don Tristan y a la reyna, en poco estuuo que no murio por el gran dolor que ouo de su muerte, y començo a dezir: «¡Ay mezquino, y qué gran pérdida he yo auido, que he perdido aquellas cosas que más en el mundo amaua, y nunca fue rey que tan gran pérdida oviesse en vn dia como yo he avido, e mucho más valdria que yo fuesse muerto que no ellos!» Luego se començo a fazer gran llanto a marauilla por todo el castillo, y tan grande fue, que ninguno lo podría creer, y luego vinieron todos los grandes hombres y los caualleros de Cornualla y de todo el reyno, e todos començaron a fazer mucho duelo a marauilla, e a dezir entre sí mesmos: «¡Ay rey Mares! fueras tú muerto antes que no don Tristan, el mejor cauallero del mundo...» Y quando en toda Cornualla se supo que don Tristan y la reyna Yseo eran muertos, fueron muy tristes, e marauillauanse mucho y dezian: «Todo el mundo fablará de su amor tan sublimado». Y quando todos los caualleros fueron allegados, e muchos perlados e clerigos, e frayles, allí donde estaua don Tristan e la reyna muertos, el rey fizo poner sus cuerpos, que estauan abraçados, ambos en unas andas muy ricamente, con paños de oro, e fizolos lleuar muy honrradamente, rezando toda la clerezia con muchas cruces y hachas encendidas, a Tintoyl. E quando entraron por la ciudad, los llantos fueron muy grandes marauilla de grandes e de pequeños, e pusieronlos en vna cama que las dueñas aulan hecho, y fueron sepultados en vna rica sepultura, en la qual escriuieron letras que dezian: «Este el premio que el amor da a sus seruidores.»

Así acaba el libro de Tristán de Leonís, y es muy poético y gentil acabamiento, salvo la triste figura que hace el pobre rey Mares de Cornualla a los ojos de todo el mundo y a los suyos propios, que es lo más lamentable. Pero no acaba así la Celestina, porque el concepto del amor es radicalmente diverso en ambos libros, sin que por eso sea más ortodoxo en uno que en otro. Para Rojas el amor es una deidad misteriosa y terrible, cuyo maléfico influjo emponzoña y corrompe la vida humana y venga en los hijos los pecados de los padres. Se alimenta del llanto y de la sangre de cien generaciones, trituradas entre las ruedas de su carro. No es sólo el exceso de la desesperación ni el flujo retórico, sino una convicción arraigada la que dicta las últimas palabras del venerable Pleberio, que contienen, a mi juicio, la filosofía del drama: «¡O amor, amor! ¡Que no pensé que tenías fuerça ni poder de matar a tus subjectos! Herida fue de ti mi jutientud; por medio de tus brasas pasé; ¿cómo me soltaste, para me dar la paga de la huyda en mi vejez? Bien pensé que de tus laços me avia librado, quando los quarenta años toqué; quando fuy contento con mi conyugal compañera; quando me vi con el fruto que me cortaste el día de hoy. No pensé que tomauas en los hijos la venganza de los padres... ¿Quién te dió tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conuiene? Si amor fuesses, amarías a tus siruientes; si los amasses, no les darias pena; si alegres biuiessen, no se matarian, como agora mi amada hija. ¿En qué pararon tus siruientes e tus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella para su seruicio emponçoñado jamás halló. Ellos murieron degollados; Calisto despeñado; mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle; esto todo causas; dulce nombre te dieron; amargos hechos hazes. No das yguales galardones; iniqua es la ley que a todos ygual no es. Alegra tu sonido, entristece tu trato. Bienauenturados los que no conoscite, o de los que no te curaste. Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido traydos. Cata que Dios mata los que crió: tú matas los que te siguen. Enemigo de toda razon, a los que menos te siruen das mayores dones, hasta tenerlos metidos en tu congoxosa dança. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te riges sin orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre e moço; pónente un arco en la mano, con que tires a tiento; más ciegos son tus ministros, que jamás sienten ni veen el desabrido galardon que se saca de tu seruicio. Tu fuego es de ardiente rayo, que jamás haze señal do llega. La leña que gasta tu llama son almas e vidas de humanas criaturas.» (Aucto XXI).

Y no es sólo el anciano Pleberio quien prorrumpe en tan doloridos acentos. Es el mismo Calisto, en quien las primeras caricias de Melibea no llegan a borrar el sentimiento de la muerte afrentosa de sus criados y de su propia deshonra y vilipendio. ¡Qué triste lenguaje en quien acaba de salir de los brazos de su amada! «¡O mezquino yo, quánto me es agradable de mi natural la solitud e silencio e escuridad! No sé si lo causa que me vino a la memoria la traycion que fize en me despartir de aquella señora que tanto amo, hasta que más fuera de día, o el dolor de mi deshonrra. ¡Ay, ay! que esto es; esta herida es la que siento agora que se ha resfriado; agora que está elada la sangre que ayer heruia, agora que veo la mengua de mi casa, la perdicion de mi patrimonio, la infamia que a mi persona de la muerte de mis criados se ha seguido... ¡o mísera suauidad desta breuissima vida, ¿quién es de ti tan cobdicioso, que no quiera más morir luego que gozar un año de vida denostado e prorrogarle con deshonrra corrompiendo la buena fama de los passados? mayormente que no ay hora cierta ni limitada, ni avn un solo momento. Deudores somos sin tiempo, contino estamos obligados a pagar luego.» (Aucto XIV).

El sentido de las últimas frases no puede ser más cristiano; pero en las primeras, ¿cómo no ver un reflejo de la amarga y terrible doctrina del libro IV de Lucrecio? (v. 1.113 y ss.):


 Adde quod absumunt nervos, pereuntque labore;
 Adde quod alterius sub nutu degitur aetas,
 Labitur interea res, et vadimonia fiunt;
 Languent officia, atque aegrotat fama vacillans.
 ................................................
 Nequidquam; quoniam medio de fonte leporum
 Surgit amari aliquid quod in ipsis lloribus angat;
 Aut cum conscius ipso animus se forte remordet
 Desidiose agere aetatem, lustrisque perire.
 ................................................


No sólo en el concepto general sino en las palabras encuentro analogía. Y que Rojas conociese el poema de Lucrecio parece seguro, puesto que en los versos acrósticos imita aquella famosa comparación del principio del libro IV (v. 11 y ss.):


 Nam veluti pueris absinthia tetra medentes
 Cum dare conantur prius oras, pocula circum,
 Contingunt mellis dulci flavoque liquore,
 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 Como el doliente que píldora amarga
 O la recela, o no puede tragar
 Métela dentro de dulce manjar:
 Engáñase el gusto, la salud se alarga...


Claro es que en la juvenil inexperiencia de Calisto y en la pasión que absorbe todo su ser no pueden ser muy continuas las reflexiones melancólicas a que se entrega el gran poeta epicúreo. Acaso sin la catástrofe de sus criados no se le hubiera ocurrido exclamar: «¡Oh, mi gozo, cómo te vas disminuyendo!» (Aucto XIII). Pero este desfallecimiento es pasajero, y acaso de los sentidos más que de la voluntad. El grito de la pasión vuelve a levantarse cada vez más impetuoso y enérgico: «No quiero otra honrra ni otra gloria; no otras riquezas, no otro padre ni madre, no otros deudos ni parientes; de dia estaré en mi cámara, de noche en aquel parayso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaues plantas e fresca verdura» (Aucto XIV). Pero basta que tales ráfagas pasen por su cabeza, para convencernos de que la Celestina no es libro de alegre frivolidad, sino de profunda y triste filosofía, y que su autor tuvo ciertamente un propósito moral al escribirle. Singular parecerá esto a quien sólo de oídas o por algún fragmento conozca la renombrada tragicomedia, pero no lo parecerá tanto a quien la haya estudiado con sosiego crítico. No han sido hombres de laxa moral sus más fervientes panegiristas, aun sin acudir al místico Clarus (Guillermo Volk), amigo y prosélito del gran José de Görres. Fernando Wolf, que no era sólo eminente erudito, sino varón muy respetable y de severas costumbres, se indignaba contra los que achacan a la Celestina tendencias inmorales y sentido vulgar. Aun las escenas que hoy nos parecen libres y desenvueltas tenían a su juicio menos peligro que la ambigüedad y la velada concupiscencia de los modernos. No dejaba por eso de convenir en que no es obra muy adecuada para los colegios de señoritas.

Puede haber algo de candor germánico en esto, y las consecuencias nos llevarían demasiado lejos. Pero en el fondo tiene razón Wolf. Dada la libertad (él la llama ingenuidad) con que la literatura de la Edad Media representaba las relaciones sexuales, la Celestina parece menos escandalosa que otras muchas obras. No llega a los torpes lenocinios y a la impura sugestión de los cuentos de Boccaccio. Las escenas libidinosas no son el objeto principal ni están detalladas con morosa delectación, sino que nacen del argumento y eran inevitables dentro de él. Las conveniencias sociales y el decoro de las palabras cambian según los tiempos, y no hay que hacer un capítulo de culpas al bachiller Rojas por haber estampado en su libro frases y conceptos que hoy nos parecen indecorosos o de baja ralea, pero que entonces usaba sin escrúpulo todo el mundo. A un hombre tan severo como Zurita le parecía la Celestina libro escrito con honestidad.

Pero, aun concedido todo esto, la Celestina puede tener sus peligros para quien no esté muy seguro de contemplar las obras de arte con amor desinteresado. Cuanto más vigorosa y animada sea la representación de la vida, más participará de los peligros inherentes a la vida misma. Rojas, observador vigoroso, grave y lúcido, no pensó ni podía pensar en la emoción personal de cada lector; pero esta emoción no en todos puede ser sana, por razones de edad, sexo y temperamento. Es claro que los tales no deben abrir la Celestina, y tengo por un grave error hacer ediciones populares de ella. La Celestina no puede ser nunca un libro popular, porque la misma perfección y hermosura de su forma, los largos discursos y la sintaxis arcaica ahuyentan a los lectores vulgares y a los mozalbetes distraídos. Por otra parte, a tal grado de desenfreno ha llegado la novela moderna, y de tal modo han viciado el gusto y el corazón sus abominables producciones, que obras como la Celestina parecen ya sosas, cándidas y primitivas a los que se regodean con la pintura de las más innobles aberraciones de la carne.

Pero, en suma, la Celestina no es irreprensible ni mucho menos en sus detalles. No lo es siquiera en su concepto general, por lo mismo que se presta a varias interpretaciones. Aun admitida la que yo propongo, es cierto que se cumple, exteriormente al menos, la ley de expiación; pero lo que se halla en el fondo es un pesimismo epicúreo poco velado, una ironía transcendental y amarga. La inconsciencia moral de los protagonistas es sorprendente. Viven dentro de una sociedad cristiana, practican la devoción exterior, pero hablan y proceden como gentiles, sin noción del pecado ni del remordimiento. Calisto y Melibea van atraídos el uno al otro por irresistible impulso. Ni una sola vez hablan del matrimonio en sus coloquios. Para ellos no existe, o le consideran, según la errada casuistica provenzal y bretona, como una institución por todo extremo inferior a la libre y delirante unión de sus almas y de sus cuerpos. Pero al mismo tiempo hacen una monstruosa confusión de lo humano y lo divino. Véase, por ejemplo, lo que dice Calisto en el aucto XII: «¡O mi señora e mi bien todo! ¿Por qué llamas yerro a aquello que por los santos de Dios me fue concedido? Rezando oy ante el altar de la Magdalena me vino con tu mensaje alegre aquella solícita muger.» No son menos sorprendentes estas palabras del mismo Calisto cuando Sempronio va a llamar por primera vez a Celestina: «¡O todo poderoso perdurable Dios! tú que guias los perdidos e los reyes orientales por el estrella precedente a Belén truxiste y en su patria los reduxiste, humildemente te ruego que guies a mi Sempronio en manera que convierta mi pena e tristeza en gozo, e yo indigno merezca venir en el desseado fin» (Aucto I).

No sabemos si este trastorno de ideas puede atribuirse al escepticismo religioso y moral en que solían parar las conversiones forzadas o interesadas de los judíos; pero tales profanaciones y blasfemias se explican, aun sin eso, por la espantosa anarquía de ideas y costumbres en que vivió Castilla durante el reinado de Enrique IV, que el bachiller Rojas refleja fielmente en su obra.

Su condición de converso debía hacerle más cauto que a otros en la pintura de tal libertinaje cuando recaía en gentes de iglesia, y, sin embargo, la sátira anticlerical es frecuente y muy cáustica en la Celestina. Sólo Gil Vicente y Torres Naharro, cristianos viejos los dos, dicho sea de pasada, le superan en esto. No quiero insistir en citas poco edificantes, aunque necesarias para mostrar este aspecto importante de la tragicomedia, y me limito a poner en nota un pasaje, que es por cierto de los mejor escritos que salieron de la pluma de Rojas. El que haya leído los cánones del Concilio de Aranda (para citar un documento solo) no se escandalizará de la libertad de la pintura, ni la tendrá por calumniosa, dentro de los ensanches hiperbólicos de la poesía satírica. Téngase en cuenta, además, que es una corrompida y abominable mujer la que habla, y que se refiere a sus años juveniles, cuando el Santo Oficio, no había comenzado todavía su obra de depuración por el hierro y el fuego, ni Cisneros había acometido la reforma de los claustrales, ni el espíritu profundamente religioso de la Reina Católica había impuesto su sello al gran siglo que alboreaba.

Éticamente considerada la Celestina, se comprende muy bien que fuese mirada como libro de mal ejemplo por los graves moralistas de aquella centuria, que no eran por cierto frailes oscuros muchos de ellos. Sabido es el anatema de nuestro gran pensador Luis Vives en el cap. V, lib. I, de su tratado De institutione christianae feminae, que contiene una especie de catálogo de las novelas más leídas en su tiempo (1520). Allí, juntamente con el Amadís, el Esplandián, el Don Florisando, el Tirante, el Tristán, el Lanzarote, Páris y Viana, Pierres y Maguelona, Melusina, Flores y Blanca Flor, Curial y Floreta, Leonela y Canamor, y en general toda la literatura caballeresca, figuran como en tabla censoria las Cien novelas de Boccaccio, el Eurialo y Lucrecia, las Facecias, realmente indecentísimas, de Poggio, la Cárcel de Amor y la Celestina, «Celestina lena, nequitiarum parens». Todos estos libros quiere que sean cuidadosamente apartados de manos de la mujer cristiana, y a nadie parecerá excesivo rigor respecto de algunos, aunque otros hay bien inocentes. Lo que resulta injusto y durísimo es calificar, en montón, de hombres ociosos, mal ocupados, ignorantes y encenagados en los vicios (homines otiosi, male feriati, imperiti, vitiis ac spurcitiae dediti) a los que tales libros compusieron, como si no figurasen entre ellos los insignes humanistas Boccaccio y Eneas Silvio.

Pero ¡cosa singular y poco advertida! El filósofo valenciano que en 1529 incluía la Celestina en su edicto de proscripción, la celebraba en 1531 como obra más sabiamente compuesta que las fábulas de los poetas cómicos de la antigüedad, sobre todo por lo ejemplar del desenlace que pone al goce de los amantes acerbo y trágico fin, y no festivo y alegre como en el teatro greco-latino. En esta observación, que no es sólo de literato, sino de moralista, ¿hemos de ver una retractación del juicio anterior? De ninguna manera. Luis Vives pudo seguir creyendo, como toda persona sensata, que la Celestina, con su fin moral y todo, no les libro para andar en manos de doncellas. En el De institutione feminae consignó su criterio pedagógico. En el De causis corruptarum artium habló como crítico, puesta la atención en la Tragicomedia y no en la clase de lectores que podía tener. No veo incompatibilidad alguna entre ambos textos.

Inútil es citar otros de autores menos famosos que reprueban las livianas escenas de la Celestina o Scelestina, como la llamaba el maestro Alejo de Venegas, para dar a entender que todo género de perversidad se encerraba en ella. Pero el gusto nacional triunfó de todo, y la Celestina, considerada desde su aparición como una obra clásica, disfrutó de aquella especie de franquicia que a los clásicos de Grecia y Roma otorgan los más severos censores propter elegantiam sermonis. En el notabilísimo dictamen sobre prohibición de libros que redactó como consultor del Santo Oficio el sabio y austero historiador Jerónimo Zurita, después de dejar a salvo toda la literatura antigua y las mismas novelas de Boccaccio en su original italiano aplica la misma indulgencia a la Celestina, distinguiéndola cuidadosamente de sus imitaciones: «Ay también algunos tratados que, aunque escritos con honestidad, el subjecto son cosas de amores, como Celestina, Cárcel de Amor, Question de Amor y algunos desta forma, hechos por hombres sabios; algunos, quiriendo imitar éstos, han escrito semejantes obras con menos recato y honestidad, como la Comedia Florinea, La Thebayda, la Resurrection de Celestina y Tercera y Quarta, que la continuaron; estos segundos todos se deben vedar, porque dizen las cosas sin arte y con tantos gazafatones, que ningunas orejas honestas los deben sufrir. De los primeros destos digo lo mismo que de los de latin».Y lo que había dicho de los latinos pocos renglones antes era lo siguiente: «Paréceles a algunos hombres pios que estos autores se veden, lo qual hasta aora ningun hombre docto ha dicho, a lo menos para quitarlos de las manos de todos, pues aun a los niños se puede hoy muy bien leer Plauto y las mas comedias de Terencio; para las prouectos no puede aver cosa más consideradamente escrita... Y pues estas materias no las han de dexar los moços, mejor es que tengan estos buenos auctores, donde ceuandose en la elegancia y virtudes de la poesia dellos se resfrien para otras... Resoluiendome, digo, que ninguno de los sobredichos autores latinos se debe vedar.»

Antes y después de este prudente consejo del príncipe de nuestros analistas, la Inquisición dejó correr libremente la Tragicomedia, que se imprimió en España treinta y cuatro veces por lo menos en todo el curso del siglo XVI y primer tercio del siguiente, sin contar con las numerosas ediciones hechas fuera. Sólo en la centuria siguiente se decidió a expurgarla, castigando con cierto rigor las alusiones satíricas a las costumbres de los eclesiásticos y las hipérboles amorosas que frisaban con la blasfemia. Todo lo demás quedó intacto. La Celestina fue respetada como texto de lengua, y nuestra censura se hubo mucho más benignamente con ella que la italiana con el Decamerón. En realidad, no hay más edición expurgada que la de Madrid de 1632. Sus variantes son de poquísimo momento, y no afectan a nada sustancial; después se hicieron algunas más, especialmente en el Expurgatorio de 1747. Sólo a fines del siglo XVIII y a principios del XIX, cuando se iban perdiendo todas las tradiciones castizas, los jansenistas hazañeros y mojigatos, que eran entonces dueños del moribundo Santo Oficio, prohibieron totalmente el libro, por edicto de 1º de febrero de 1793, reproducido en el último índice de 1805.182 Por lo visto, los Arces, Llorentes y Villanuevas eran más fáciles de escandalizar y tenían los oídos más pudibundos que los Valdeses, los Quirogas, los Sandovales, los Pachecos y demás famosos inquisidores de la época clásica.

De la excelencia de la Celestina como obra de arte y tipo y modelo de prosa castellana, toda alabanza parece pequeña. El moralista no puede menos de hacer muchas salvedades; el crítico apenas tiene que hacer ninguna:


Libro a mi entender divi-
Si encubriera más lo huma-


dijo Cervantes por boca del donoso poeta entreverado. Y el mismo severísimo Moratín, a pesar de su criterio rígido y estrictamente clásico, o quizá por la fuerza de este criterio mismo, habló de la famosa Tragicomedia en términos de entusiasmo que muy rara vez se escapan de su pluma: «Como la tragicomedia griega se compuso de los relieves de la mesa de Homero, la comedia española debió sus primeras formas a la Celestina. Esta novela dramática, escrita en excelente prosa castellana, con una fábula regular, variada por medio de situaciones verosímiles e interesantes, animada con la expresión de caracteres y afectos, la fiel pintura de costumbres nacionales y un diálogo abundante en donaires cómicos, fue objeto del estudio de cuantos en el siglo XVI compusieron para el teatro. Tiene defectos que un hombre inteligente haría desaparecer, sin añadir por su parte una sílaba al texto, y entonces, conservando todas sus bellezas, pudiéramos considerarla como una de las obras más clásicas de la literatura española.»

Y aun sin eso ¿quién ha de negarle semejante título? ¿Ni qué obra de la literatura española habrá que le merezca, si de buen grado no se otorga a la Tragicomedia del bachiller Fernando de Rojas? La meticulosidad académica del gusto de Moratín le hizo dar excesiva importancia a esos defectos de la Celestina, que, por lo mismo que son tan obvios y pueden borrarse de una plumada, poco significan para la apreciación del libro. Aun las pedanterías y citas absurdas sembradas en el diálogo, lejos de desagradarnos hoy, contribuyen al efecto cómico de ciertas escenas y al delicioso carácter de época que tiene todo el cuadro, mostrándonos cuáles podían ser los estudios y preocupaciones habituales de un bachiller aventajadísimo de las aulas salmantinas a fines del siglo XV, y cómo se fundían armoniosamente en su ingenio la observación directa de la vida contemporánea y el prestigio de la antigüedad clásica, que entonces parecía resurgir con segunda vida. Tales defectos son de los que, andando el tiempo, llegan a convertirse en excelencias, a lo menos para el curioso historiador de las vicisitudes de la cultura.


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