La Celestina: Razones 09


Nació la Celestina en pleno clasicismo, cuando el teatro de Plauto, que no constaba ya de ocho comedias, sino de veinte, había surgido del vetusto códice descubierto en Alemania por el cardenal de Cusa, y embelesaba y regocijaba la fantasía de los humanistas, que no se limitaban a transcribirle y comentarle y a añadirle escenas y suplementos, sino que le hacían objeto de Públicas representaciones en su lengua original. Los actores solían ser escolares, pero estas fiestas del arte antiguo no eran meramente universitarias. Se celebraban con gran pompa y magnificencia en los palacios de príncipes y cardenales, ante el auditorio más aristocrático y selecto. Así en Roma aquel Pomponio Leto, tan sospechoso de paganismo, hizo representar en fecha ignorada la Aulularia bajo los auspicios del cardenal Riario, sobrino de Sixto IV; en 1499, algunos actos de la Mostellaria, en casa del cardenal Colonna; en 1502, los Menechmi, en presencia de Alejandro VI, para festejar las bodas de su hija Lucrecia con Alfonso de Este.

Otras representaciones, algunas muy anteriores, hubo en Florencia, en Mantua, en Ferrara, en Pavía, en todos los grandes centros de la vida intelectual y cortesana del Renacimiento. Si alguna noticia de éstas llegó a oídos de Fernando de Rojas, ¡cómo debió agrandarse en su mente la visión del teatro y soñar con otro igual para su patria, y encenderse en el anhelo de superar, no ya los pobres, remedos de la comedia latina que tenía delante, sino al mismo Terencio y al mismo Plauto, que habían sabido menos que él de la vida y del corazón humano!

¿Se compusieron o representaron en España comedias humanísticas durante el siglo XV? No podemos afirmarlo ni negarlo. Hasta ahora el género parece exclusivamente italiano. Sólo en tiempo de Carlos V, cuando la comedia latina empezaba a decaer en Italia, cediendo su puesto al teatro vulgar, la vemos aparecer en nuestras escuelas con los mismos caracteres y a veces con la misma pompa de representación que en su patria. Y durante todo el curso del siglo XVI la encontramos más o menos ingeniosamente cultivada: en Alcalá por Juan Petreyo (Pérez), que puso en latín tres comedias del Ariosto; en Salamanca y Burgos, por Juan Maldonado, cuya Hispaniola no figuraría mal en la serie de las Celestinas; en Sevilla, por Juan de Mal-Lara; en Valencia, por Lorenzo Palmireno; en Barcelona, por Juan Cassador y Jaime Cassá, y hasta en la isla de Mallorca, por Jaime Romanyá, autor del Gastrimargus, que se representó en la plaza pública ante un concurso de más de ocho mil espectadores. Por fin, este género, cada vez más abatido y escuálido, cayó en manos de los jesuitas, que le morigeraron, convirtiéndole en comedia de colegio. Así nació y murió el teatro humanístico en España, con poco brillo siempre y con poca influencia en el drama nacional.

¿Pudo encontrar Rojas en la dramaturgia vulgar de su tiempo, en el infantil teatro de la Edad Media, algún punto de apoyo para su creación? Difícil es responder categóricamente a esta pregunta. De los juegos de escarnio, que llegaron a penetrar en la iglesia y a ser representados por clérigos, apenas sabemos más que lo que dice una ley de Partida. De la Corona de Aragón tenemos un documento aislado, pero muy curioso, sobre el cual llamó la atención don José María Quadrado. Es la queja presentada en 1442 a los Jurados de Mallorca contra los abusos introducidos en las representaciones que solían hacerse en las fiestas del primer domingo después de Pascua y el lunes inmediato, las cuales no versaban ya, como al principio, sobre materias devotas y honestas, sino sobre amores y alcahueterías.

«E en qual manera per solemnitat e honorificentia de la dita festa se acostumavan en temps passat fer en semblant dia diverses entremeses e representacions per las parroquias, devotas e honestas, e tals que trahien lo poble a devoció; mes empero d´algun temps ensá quasi tots anys se fen per los caritaters (encargados de las fiestas de la Caridad) de las parroquias, qui los demés son jovens, entremeses de enamoraments, alcavotarias a altres actes desonests e reprobats, majorment en tal día en lo qual va lo clero ab processons e creu levada portans diverses reliquies de sants, de que lo poble pren mal exempli e roman scandalizat.»

Yo no me atreveré a decir, con mi inolvidable amigo Quadrado, que «aquí tenemos ya el drama secularizado en Mallorca medio siglo antes de la aparición de la Celestina; los temas devotos sustituidos por los profanos; el auto suplantado por la comedia». Sería preciso que la casualidad nos descubriese algún fragmento o muestra de tales representaciones para que pudiéramos inducir su carácter. De todos modos, el documento es singular, pero en Castilla tenemos otro muy análogo: los decretos del Concilio de Aranda, que en 1473 mandó celebrar el arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo. Uno de ellos da testimonio del escandaloso abuso de las representaciones profanas dentro del templo en las fiestas de la Navidad, de San Esteban, de San Juan y de los Inocentes, y en las solemnidades de misas nuevas: «Ludi theatrales, larvae, monstra, espectucula, necnon quam plurima inhonesta et diversa figmenta in ecclesiis introducuntur, tumultuationes quoque et «turpla carmina» et «derisorii sermone» dicuntur.» Pero dudamos mucho que esta inculta y bárbara manifestación dramática hubiera podido influir en un espíritu tan culto como el de Fernando de Rojas.

Otras reminiscencias de escritores del renacimiento italiano: Petrarca...

Los orígenes de la Celestina no son populares, sino literarios, y de la más selecta literatura de su tiempo. Aún no hemos apurado el catálogo de sus reminiscencias. Leía mucho su autor, como todos los hombres estudiosos de su generación, a los dos grandes maestros del primer Renacimiento italiano, Francisco Petrarca y Juan Boecaccio. Las obras latinas del primero le eran tan familiares, que desde las primeras líneas del prólogo encuentra ocasión de citarle, para probar que «todas las cosas son creadas a manera de contienda y batalla». «Hallé (dice) esta sentencia corroborada por aquel gran orador e poeta laureado, Francisco Petrarca, diziendo: Sine lite atque offensione nihil genuit natura parens: sin lid e offension ninguna cosa engendra la natura, madre de todo». Dize más adelante: «Sic est enim, et sic propemodum universa testantur:, rapido stellae obviant firmamento; contraria invicem element confligunt, terrae tremunt; maria fluctuant; aer quatitud; crepant flammae; bellum immortale venti gerunt; tempora temporibus concertant; secum singula, vobiscum omnia», que quiere dezir: «En verdad assi es, e assi todas las cosas desto dan testimonio; las estrellas se encuentran en el arrebatado firmamento del cielo; los adversos elementos unos con otros rompen pelea; tremen las tierras; ondean los mares; el ayre se sacude; suenan las llamas; los vientos entre sí traen perpetua guerra; los tiempos contienden e ligan entre sí, uno a uno e todos contra nosotros.»

El pasaje que Rojas alega está en el prefacio del libro 29 De Remediis utriusque fortunae; pero lo que nadie ha advertido hasta ahora, que yo sepa, es que continúa traduciendo sin decirlo; de suerte que todo el segundo prólogo es un puro plagio, como puede verse por el texto latino que pongo al pie, subrayando las frases que más literalmente copió Rojas. ¿Qué explicación puede tener un procedimiento tan extraño, mucho más si se recuerda que el De Remediis andaba en manos de todas las personas letradas, y existía ya una traducción castellana anterior a la de Francisco de Madrid, tantas veces impresa desde 1510 ¿A quién podía engañar Rojas, apropiándose con tanta frescura la doctrina y las palabras ajenas, que además venían traídas por los cabellos al propósito de su libro? ¿Para qué necesitaba un escritor de su talla ajeno auxilio en la redacción de un sencillo prólogo? Quizá por eso mismo. Recuérdese el caso bastante análogo, aunque en menores proporciones, de la dedicatoria de la primera parte del Quijote, tejida en parte con frases de otra dedicatoria de Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso, y del maestro Francisco de Medina, en el hermoso prólogo que llevan. A los grandes escritores suele resistírseles más la correspondencia familiar o la redacción de un documento de oficio, que la composición de un libro entero. Uno de esos apuros debió de pasar el bachiller Fernando de Rojas, y para salir de él apeló al extravagante recurso de echar mano del primer libro que sobre la mesa tenía y traducir de él unas cuentas páginas, que lo mismo podían servir de introducción a cualquier otro libro que a la Celestina. Cervantes todavía necesitó menos para zurcir cuatro frases de cortesía.

Más interés tiene este plagio directo que las vagas reflexiones morales sobre la próspera o adversa fortuna que hay en varios pasos de la Tragicomedia, registrados ya por Arturo Farinelli: «O fortuna (exclama Calisto en el aucto XIII) quánto e por quántas partes me has combatido! Pues por más que sigas mi morada, e seas contraría a mi persona, las adversidades con ygual ánimo se han de sufrir, e en ellas se prueba el coraçon rezio o flaco.» Y antes había dicho Celestina (aucto XI) convirtiéndose en eco de las palabras del Petrarca: «Siempre lo oí dezir, que es más difficil de suffrir la próspera fortuna que la adversa; que la vna no tiene sossiego, e la otra tiene consuelo.» Aunque hoy nos parezca tan vulgar el contraste entre una y otra fortuna, su filiación petrarquista no puede ocultarse a quien esté versado en la literatura de nuestro siglo XV, que había convertido en una especie de breviario moral la obra De Remediis, y aplicaba a todos los momentos de la vida sus poco originales sentencias diluidas en un mar de palabrería ociosa.

Pero no es sólo en el libro de los Remedios, sino en otros varios del Petrarca, donde hay que buscar el origen y la explicación de algunos lugares de la Celestina. Dice Calisto a la vieja en el aucto VI: «Qué más hazia aquella tusca Adeeta, cuya fama, siendo tú viva, se perdiera? la qual tres dias ante su fin prenunció la muerte de su viejo marido e de dos hijos que tenia.» Esta alusión, a primera vista oscura, se descifra con una advertencia de la edición de Salamanca del año 1570, hecha por Matías Gast, en la cual sospecho que anduvo la mano del Brocense por el género de las enmiendas: «Atrevíme con consejo de algunos doctos a mudar algunas palabras que algunos indoctos correctores pervirtieron... En el acto sexto corregí Adelecta. Fue esta Adelecta (como cuenta Petrarca) una noble mujer toscana, grandísima astróloga y mágica. Dixo muchas cosas a su marido, e hijos, Eternio y Albricio. Pero principalmente estando a la muerte, en tres versículos, anuncié a sus hijos lo que les había de acaecer, especialmente a Eternio, que se guardase de Cassano, lugar de Padua. Siendo al fin de sesenta años vino a Milan, adonde por sus obras era muy aborrecido de los longobardos: fué de ellos cercado, y pasando un puente con gran fatiga, supo que aquel lugar se nombraba Cassano. Luego da espuelas al caballo, y lánzase en el río diciendo a grandes voces: Oh hado inevitable! Oh maternales presagios! Oh secreto Cassano! Al fin salió a tierra; mas los enemigos, que la puente y entrambas riberas tenian tomadas, alli le acabaron.»

Lo que se le olvidó advertir al corrector salmantino fue el lugar de las obras del Petrarca en que se encontraba la mención de Adelecta, y como en el índice de la edición de Basilea no se consigna tal nombre, tuve que internarme con verdadero empeño en la lectura del primer tomo, hasta que di en el libro 4º, Rerum Memorandarum, cap. V, De Vaticiniis, con la historia de Adelheida o Adelaida de Romano, madre del célebre tirano Ezzelino (no Eternio) y de Albricio, que es la tusca Adeleta de nuestro poeta, la fatídica de Hetruria, que no pudo explicar su comentador Gaspar Barth.137 Y allí muy cerca encontramos otra anécdota de Alcibíades, que también está repetida fielmente por Calisto en el mismo acto de la Celestina: «Entre sueños la veo tantas noches, que temo que me acontezca como a Alcibíades, que soñó que se veya embuelto en el manto de su amiga, e otro dia matáronlo, e no ouo quien lo alçase de la calle, sino ella con su manto.»

Fuente indudable, aunque secundaria, de la Celestina, son también las Epístolas familiares del Petrarca. Hay dos, sobre todo, que por cierto están inmediatas, tanto en las ediciones antiguas como en la moderna de Fracasseti (la 1ª y 2ª del libro 2º), de donde está tomada punto por punto toda aquella impertinente erudición que estropea el desconsolado razonamiento de Pleberio. También aquí puede hacerse la comparación con el texto latino que pongo en nota: «Que si aquella seueridad e paciencia de Paulo Emilio me viniere a consolar con pérdida de dos hijos muertos en siete dias, diziendo que su animosidad obró que consolasse él al pueblo romano, e no el pueblo a él, no me satisfaze, que otros dos le quedauan dados en adopcion. ¿Qué compañia me ternán en mi dolor aquel Pericles, capitan atheniense, ni el fuerte Xenofon, pues sus pérdidas fueron de hijos absentes de sus tierras? Ni fue mucho no mudar su frente e tenerla serena, y el otro responder al mensajero que las tristes albricias de la muerte de su hijo le venia a pedir, que no rescibiesse él pena, que él no sentia pesar... Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras e yo, que seamos yguales en sentir, e que responda yo, muerta mi amada hija, lo que él a su único hijo que dixo: como yo fuese mortal, sabía que avia de morir el que yo engendraua...

Ninguno perdió lo que yo el dia de oy, aunque algo conforme parescía la fuerte animosidad de Lambas de Auria, duque de los athenienses (ginoveses corrigió la edición de Zaragoza de 1507, y está bien), que a su hijo herido en sus braços desde la nao echó en la mar...»

Por los trozos transcriptos se ve claro que la lectura del Petrarca no sirvió al bachiller Rojas para nada bueno, sin para alardear de un saber pedantesco; pero valga lo que valiere esta influencia, es de las que pueden documentarse de un modo más auténtico e irrefragable.

Boceaccio, lo mismo que el Petrarca, influye en Rojas, como en todos los españoles del siglo XV, más como humanista y erudito que como poeta y novelista, más por sus obras latinas que por las vulgares. Contra todo lo que pudiera esperarse, no es el Decamerón, ni siquiera el Corbaccio, sino el libro De casibus Principum (lectura favorita de nuestros moralistas, desde el tiempo del Canciller Ayala) la obra de Boceaccio que ha dejado positiva e innegable huella en la Celestina. Alusión muy clara a ella son estas palabras de Sempronio en el aucto I: «Lee los historiales, estudia los philosophos, mira los poetas; llenos están los libros de sus viles y malos exemplos e de las caydas que levaron los que en algo, como tú, las reputaron.» Las Caydas de Príncipes y el Valerio Máximo estaban sin duda entre aquellos «antiguos libros» que «por más aclarar su ingenio» mandaba su padre leer a Melibea, y que ojalá no hubiesen leído nunca ni ella ni el poeta que la inventó.

Nada he encontrado en la Celestina que indique conocimiento de las Cien novelas. En realidad, Boccaccio y Rojas no son ingenios del mismo temple, aun cuando parece que describen escenas análogas. Hay en Boceaccio una alegría sensual, un pagano contentamiento de la vida que contrasta con el arte profundo y doloroso a veces, de Rojas. El Surgit amari aliquid de Lucrecio nos asalta involuntariamente en muchas de sus páginas. Todas las catástrofes trágicas, que no faltan en el Decamerón, no son suficientes para quitar al libro su carácter risueño y jovial. Las visiones lúgubres pasan tan rápidas, que no pueden entristecer a nadie, y la sátira misma es más amena que sangrienta: circum praecordia ludit.

Tampoco discierno imitaciones del Corbaccio italiano. Si alguna hay, habrá pasado por intermedio del Arcipreste de Talavera. Pero es imposible dejar de reconocer en retórica sentimental de la obra, en los apóstrofes y exclamaciones patéticas, al lector asiduo de la Fiammetta, que fue el tipo de todas las novelas amatorias de nuestro siglo XV. La Fiammetta es un tejido de declamaciones y pedanterías; pero aquel interminable monólogo trajo al arte moderno una novedad psicológica, la revelación de un alma de mujer furiosamente enamorada. La lección no fue perdida para Rojas, y aunque en general prefirió el arte de suaves matices y el fino proceso psicológico de Eneas Silvio, se inclinó más bien en las últimas escenas a la manera vehemente y ampulosa de la Fiammetta.

Deudas tiene también el autor de Melibea con la literatura castellana anterior a su tiempo. Ya hemos hecho mención de la más importante de todas, la del Arcipreste de Hita, que se completa y refuerza con la del Arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez. Hay entre estos tres ingenios, nacidos en el antiguo reino de Toledo, un hilo misterioso, pero innegable, mediante el cual se transmite del siglo XIV al XVI la corriente naturalista. El Arcipreste de Hita la recoge en un poema multiforme, que es a la vez sátira, descripción de costumbres, autobiografía, novela picaresca y expansión libre y caprichosa del numen lírico. El de Talavera la deja correr por las páginas, en apariencia graves, de un tratado didáctico; le sazona de picante humorismo, como quien se entretiene en sus propios escarceos y lozanías más que en la enseñanza moral que pretende difundir; transcribe por primera vez en forma literaria la lengua pintoresca y cruda del pueblo; sorprende la vida con enérgica inspiración; siembra un tesoro de modismos y proverbios; forja el gran instrumento de la prosa familiar y satírica.

Ésta fue su verdadera creación, y por esto más que por nada es el más inmediato precursor de Rojas, a quien estaba reservada la gloria de fijar esa prosa en su momento clásico, de dramatizarla, de reducirla a un cauce más estrecho y profundo, represando aquella abundancia generosa, pero despilfarrada, en que la ardiente imaginación del Arcipreste talaverano se complace sin freno ni medida.

Pero además de esta relación general entre la Reprobación del amor mundano y la Celestina, que fácilmente percibirá quien pase de un libro a otro y se fije en la copia de refranes y de modos de decir sentenciosos y castizos que en ambos libros reaparecen, hay imitaciones de pormenor, que la crítica ha señalado varias veces y que comienzan desde el acto primero. Los ejemplos y doctrinas de que Sempronio se vale para prevenir a su amo están sacados del arsenal del Corbacho, nombre con que generalmente es conocida la Reprobación. «E non pienses en este paso fallarás tú más fermeza que los sabios antyguos fallaron, expertos en tal sçiencia o locura mejor dicho. Lee bien cómo fué Adán, Sanson, Davyd, Golyas, Salamon, Virgilio, Aristotiles e otros dignos de memoria en saber e natural juyzio» (Cap. V). Compárese también el capítulo XVII, «cómo los letrados pierden el saber por amar», donde están las donosas historias de los amores de Aristóteles y de Virgilio.

Aquellas enumeraciones sonoras y pintorescas del Corbacho, tan intemperantes como las de Rabelais, sólo una que otra vez se encuentran en la Celestina. Recuérdese la descripción que Pármeno hace del laboratorio en que la vieja prepara los untos y drogas para sus parroquianas: «En su casa hazía perfumes, falsaua estoraques, menjuy, animes, ambar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. Tenía vna cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de vidrio, de corambre, de estaño, hechos de mil faciones; hazía soliman, afeyte cozido, argentadas, bujelladas, cerillas, lanillas, unturillas, lustres, lucentores, clarimientes, alualinos; e otras aguas de rostro, de rasuras, de gamones, de corteza de espantalobos, de teraguncia, de hieles, de agraz, de modo destillados e açucarados. Adelgazaua los cueros con çumos de limones, con turuino, «con tuétano de corço e de garça e otras confaciones. Sacaua agua para oler, de rosas, de azahar, de jazmin, de trébol, de madreselua e clauellinas mosquatadas e almizcladas, poluorizadas con vino; hazía lexias para enruuiar, de sermientos, de carrasca, de centeno, de marrumos, con salitres, con alumbre e millifolia, e otras diversas cosas. E los vntos e mantecas que tenía, es hastio de dezir: de vaca, de osso, de cauallos e de camellos, de culebra e de conejo, de vallena, de garça, de alcarauan e de gamo, e de gato montés, e de texon, de harda, de herizo, de nutria. Aparejos para baño, esto es, una maravilla; de las yervas e rayces que tenía en el techo de su casa colgadas: mançanilla e romero, maluaviscos, culantrillo, coronillas, flor de sauco y de mostaza, spliego e laurel blanco, tortarosa e gramonilla, flor salvaje e higueruela, pico de oro e hoja tinta. Los azeytes que sacaua para el rostro, no es cosa de creer: de storaque e de jazmin, de limon, de pepitas, de violetas, de menjuy, de alfócigos, de piñones, de granillo de açofeyfos, de neguilla, de altramuces, de aruejas y de carillas e de yerva paxarera...» (Aucto I).

Esta curiosa página de perfumería y farmacia cosmética está evidentemente calcada sobre otra que hay en el libro del Arcipreste (Parte 2ª, cap. III): «Pero despues de todo esto comiençan a entrar por los ungüentos, ampolletas, potecillos, salseruelas, donde tienen las aguas para afeytar; unas para estirar el cuero, otras destiladas para relumbrar, tuétanos de çiervo e de vaca e de carnero, e non son peores estas que diablos, que con las reñonadas del çiervo fazen ellas xabon... Meselan en ello almisque e algalia e clavos de girofre remojados dos días en agua de azahar, o flor de azahar, con ella mezclado, para untar las manos, que se tornan blancas como seda. Aguas tienen destiladas para estirar el cuero de los pechos e manos, a las que se les fazen rugas... Fazen más agua de blanco de huevos cochos estilada, con mirra, canfora, angelores, trementina, con tres aguas purificada e bien lauada, que torna como la nieue blanca. Rayzes de lirios blancos, borax fino; de todo esto fazen agua destilada con que reluzen como espada, e de las yemas cochas de los huevos azeyte para las manos e la cara ablandar e purificar...

El tipo celestinesco está muy secamente delineado en el Corbacho (2ª parte, capítulo XIII): «Desto son causa unas viejas matronas, malditas de Dios e de sus santos, enemigas de la Virgen Santa Maria, que desque ellas no son para el mundo... e ya ninguno non las desea nin las quiere, entonçe toman de ofiçio alcagüetas, fechiceras e adevinadoras, por fazer perder las otras como ellas... Empero, dime: estas viejas falsas paviotas, ¡quántos matan e enloquecen con sus maldades de byenquerencias! ¡Quántas divysiones ponen entre maridos e mugeres, e quántas cosas fazen e desfazen con sus fechizos e maldiciones! Fazen a los casados dexar sus mugeres e yr a las extrañas; esso mesmo la muger, dexado su marido, yrse con otro; las fijas de los buenos fazen malas; non se les escapa moja, nin biuda, nin casada que non enloquecen. Asy van las bestias de ombres e mugeres a estas viejas por estos fechizos como a pendon ferido.»

Sin exagerar la influencia que un libro doctrinal y satírico, en que no hay acción dramática ni desarrollo novelesco, pudo ejercer en una obra de arte puro como la Celestina, es imposible desconocer el parentesco estrecho que liga al Arcipreste y a Rojas en la historia de la lengua y en la pintura de costumbres.

De otros tres autores del siglo XV se advierten reminiscencias puramente formales, en la inmortal tragicomedia. Juan de Mena, cuyo temperamento artístico se asemeja tan poco al del bachiller Rojas, era, sin embargo, uno de sus poetas predilectos. Son varios los pasajes en que la imita. El muy docto filólogo americano don Rufino J. Cuervo ha advertido que la idea y aun la forma de estas palabras: «No quiero marido, no quiero ensuciar los ñudos del matrimonio, ni las maritales pisadas de ageno hombre repisar», se encuentran en el poema de los siete pecados mortales:

 Tú te bruñes y te aluzias,
 Tú fazes con los tus males
 Que las manos mucho suzias
 Traten limpios corporales.
 Muchos lechos maritales
 De ajenas pisadas huellas,
 Y sienbras grandes querellas
 En deudos tan principales.


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