La Carta de Bogotá

DISCURSO EN EL SENADO APROBANDO LA RATIFICACIÓN DE LA CARTA DE BOGOTÁ

Recopilado en "Estudios Históricos e Internacionales", de Felipe Ferreiro, Edición del Ministerio de Relaciones Exteriores, Montevideo, 1989


Señor Presidente: El artículo 102 (3ª Parte – Capítulo XVI) del instrumento internacional que estamos considerando, expresa textualmente: “Ninguna de las estipulaciones de esta Carta se interpretará en el sentido de menoscabar los derechos y obligaciones de los Estados Miembros de acuerdo con la carta de las Naciones Unidas”. El articulo 3º (1ª parte – Capítulo 1) del mismo documento dice literalmente: “En la organización (se refiere, como es natural, a la que se crea) tendrá su lugar toda nueva entidad política que nazca de la unión de varios de sus Estados Miembros y que, como tal, ratifique esta Carta. El ingreso de la nueva entidad política en la Organización producirá para cada uno de los Estados que la constituyen la pérdida de la calidad de Miembro de la misma”. Finalmente, el “Apartado”, letra K del artículo 5º (1ª Parte – Capítulo II) de la pieza jurídica que está a examen del Senado, consigna lo siguiente: “La unidad espiritual del Continente (alude a las Américas, obviamente) se basa en el respeto de la personalidad cultural de los países americanos y demanda su estrecha cooperación en las altas finalidades de la cultura humana”.

Y bien, correlacionando los tres preceptos de la Carta de la O.E.A. que acabo de leer, para poder armonizarlos en una ambiciosa y clara síntesis a la que no sé – desde luego – si podré llegar con ventura, establezco ante el Senado:

1º Que el artículo 102 del texto bogotano consagra y reconoce “de jure” la primacía de lo Universal sobre lo Continental y, en tal sentido, concede razón a quienes hemos venido oponiendo sin estridencias, pero sin inconsecuencias frente al antiguo y ríspido lema “América para los americanos”, el también añoso, sí que generoso y cordial de “América para la humanidad”. Por imperio de lo dispuesto en el referido artículo queda en efecto la O.E.A. expresamente supeditada a la O.N.U. y los “Estados Miembros” de aquélla que – va sin decirlo – también pertenezcan a ésta como es el caso de Uruguay por el hecho de ser lo primero, no comprometen en un ápice su libertad de Soberanos en lo que respecta a orientación y cultivo de sus relaciones con los demás pueblos de la tierra.

2º Que el artículo 3º de este nuevo “covenat” interamericano al reconocer o admitir expresamente la posibilidad de que “Estados Miembros” de la O.E.A. lleguen con libertad a ponerse de acuerdo entre ellos para formar entidades mayores mediante pactos recíprocos, recoge y en cierto modo, auspicia la realización en lo futuro de una aspiración vehemente de los americanos de origen español que, fieles a las consignas de Bolívar, de Artigas, de San Martín, de O´Higgins, etc., hemos venido proclamando en toda oportunidad las ventajas de la asociación entre nuestros pueblos. Los pueblos de igual sangre, que nacieron y vivieron juntos en feliz, fecunda y lógica comunidad en el pasado por más de trescientos años.

3º Que el apartado letra K del artículo 5º de la Carta de la O.E.A. significa un regreso sabio y justificado – y por lo mismo, muy plausible – de los emprendimientos tentados muchas veces anteriormente por algunos estadistas a la manera de Rivadavia que – ilusos – han venido durante un siglo procurando desteñir la fisonomía de sus países para emparejarlos con los demás; para estandarizarnos en la apariencia, “a palos” si fuera necesario…

Y me basta, señores senadores – lo declaro sin ambages – que la Carta de Bogotá haya fijado en su texto estas tres precisas directivas para graduarla de buena y, por lo tanto, digna de ratificación. Pero tengo, además, otros dos motivos coadyuvantes que me inclinan en sentido indicado y los voy a puntualizar de inmediato.

Uno consiste en la observación de que si bien es cierto que este documento internacional impresiona a primera vista por su volumen, no es menos verdad que adentrándose en su examen se puede comprobar fácilmente, de un lado, que la inmensa mayoría de sus preceptos ya figuran – generalmente textuales – en Convenios y Tratados que obligan a la República porque siguen vigentes y ella en su oportunidad, los ratificó. Y del otro, que, como ya señaló con acierto en la sesión anterior nuestro eminente colega Dr. Rodríguez Larreta, “el grueso”, así puedo decir, de la centena de artículos registrados (alrededor de setenta) refieren a determinación de los Órganos de la O.E.A., distribución de sus competencias, institutos especializados, etc. etc.

El segundo de los motivos a que aludí anteriormente es de orden práctico y recoge un consejo de la experiencia en materia de política interamericana, impuesta por el determinismo geográfico.

Yo estimo, señor Presidente, (de acuerdo con las enseñanzas invariables de la historia sabida) que, reconocidas por todos – como ahora ocurre sin discrepancia alguna – las ventajas de la solidaridad y cooperación continentales y afianzadas para todos. como ahora quedan, según demostré anteriormente – las seguridades de que esa tan conveniente unión de pueblos no puede obstar a que cada uno de ellos en ejercicio de sus derechos de Soberano, cuide como le parezca de la conservación de su fisonomía particular, se asocie a otro u otros más estrechamente que con los demás cuando y según quiera; y ate o guíe sus relaciones económicas, sociales y culturales de orden mundial con arreglo a su propio criterio o a su interés; no debe, no es lógico, que se demore por más tiempo del transcurrido – probablemente en sondeos inconducentes – la estructuración y ordenamiento de las distintas entidades que, actuando en sentido coadyuvante y en un régimen de Derecho, tienen que dar su perfil vital a la comunidad interamericana de pueblos.

Apoyo mi opinión y quedo así seguro por otra parte de prestigiarla altamente en las palabras vertidas por Artigas en la sesión inaugural del Congreso de Tres Cruces, ponderando la conveniencia de llegar de una vez a la formulación de una Constitución escrita para las Provincias Unidas siempre y cuando se nos aseguraran las garantías indispensables de Independencia y Libertad.

“Ciudadanos – dijo entonces el Jefe de los Orientales – Los pueblos deben ser libres. Su carácter debe ser su único objeto y formar el motivo de su celo. Por desgracia, va a contar tres años nuestra revolución, y aún falta una salvaguardia general al derecho popular. Estamos aún bajo la fe de los hombres y no aparecen las seguridades del contrato. Todo extremo envuelve fatalidad, por eso una desconfianza desmedida sofocaría los mejores planes; pero, ¿es acaso menos temible un exceso de confianza?... Toda clase de precaución debe prodigarse cuando se trata de fijar nuestro destino. Es muy veleidosa la probidad de los hombres; sólo el freno de la Constitución puede afirmarla.” Y termina: “Yo opinaré siempre que, sin allanar las pretensiones pendientes, no debe ostentarse el reconocimiento y Jura que se exigen. Ellas son consiguientes del sistema que defendemos y, cuando el ejército las propuso, no hizo más que decir quiero ser libre.”

Salvadas las diferencias de situación, para mí son análogos, señor Presidente, porque concurren a igual fin los tres preceptos de la Carta de Bogotá que he destacado someramente y las “condiciones” cuya previa aceptación por el Gobierno de Buenos Aires aconsejaba exigir a Artigas para la Jura y reconocimiento de la Autoridad Constituyente.

Voy ahora a ocuparme especialmente aunque sea en forma sucinta de la parte de la “Carta” que refiere a los Órganos que ella establece y a su estructuración y funcionamiento.

Ya anteriormente recordé que esta parte comprende alrededor de setenta de los ciento doce artículos abarcados en total por el Instrumento de Bogotá. Entonces pudo entenderse que exponía el dato con intenciones de hacer crítica, pero no es así, Señor Presidente, es precisamente lo contrario.

Yo no puedo compartir, porque la creo desprovista de toda justicia, la opinión emitida sobre este particular por un señor Senador que después de fijar su criterio sobre la Conferencia de Bogotá expresándonos que la considera “un retroceso en el sistema interamericano” agregó: (tomo sus palabras de la correspondiente “Publicación informativa”): “Aparentemente, decorativamente, fue un progreso, por cuanto organizó un conglomerado de Institutos y de organismos bajo el nombre nuevo, renovado, de Organización de Estados Americanos, con todas sus dependencias, con todas sus prolongaciones con una inclinación burocrática que, a mi juicio, le hace daño, porque ese pequeño organismo ha tenido tanta eficacia en los últimos años, y ocurre que después que se multiplicó y se perfeccionó, es cuando ha servido para muy poca cosa”.

Yo no entraré a discutir si los engranajes de la O.E.A. han servido o no han servido para mucha o poca cosa pero, en todo caso, hago notar a nuestro elocuente colega doctor Rodríguez Larreta que eso de servir o no servir no es culpa o mérito de los engranajes sino de los hombres que los muevan. En la “Carta” se ha dado cabida a seis Organismos que son, a saber: 1º “La Conferencia Inter-Americana” que ha venido funcionando desde 1889 con el nombre de “Conferencia Panamericana”. 2º “La Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores”, que tampoco es una novedad. 3º “El Consejo”, creación, ésta sí, de Bogotá. 4º “La Unión Panamericana”, conocida por todos de antiguo. 5º “Las Conferencias Especializadas” que igualmente se programan y verifican desde hace décadas y 6º y último, “Los Organismos Especializados” que también existían en tiempos muy anteriores al nacimiento de la O.E.A.

De esta escueta discriminación resulta que lo único nuevo – materialmente – de los organismos Interamericanos coordinados en la “Carta” es el “Consejo”. Todos los demás, viene del pasado, y aun del lejano pasado, como ocurre con la “Conferencia” y la “Unión Pan-Americana”. ¿Y se puede desconocer, señor Presidente, la necesidad de la creación de aquél desde el punto de vista americano? ¿Es posible que desde el punto de vista universal se repute inconveniente la existencia del Consejo de Seguridad en la Carta de la O.N.U.?

Por lo demás, obsérvese que el Consejo de la O.E.A. ha sido estructurado con sabiduría, con prolijidad y bajo el signo de los más puros ideales democráticos. Véase que funcionará vuelto de espaldas a una inadmisible norma nueva de Derecho Internacional (digo norma porque ya ha tenido sus teóricos y doctrinarios) que comenzó a ser prácticamente aplicada en la Liga de las Naciones y se repitió perfeccionada en la Carta de San Francisco, según la cual deben reconocerse distinciones de tratamiento entre los Pueblos poderosos y los que no lo son; entre los que tienen intereses limitados y los que los cuentan en todas partes; entre los “grandes” y los “chicos”. En el Consejo de la O.E.A. todos los “Estados Miembros” ocupan sus asientos en el mismo plano; pueden y deben ejercer el derecho de opinión con igual libertad; tienen idéntica culpa ante la historia cuando la Organización proceda con injusticia y los mismos lauros cuando actúe con rectitud.

Paso a otro punto, y, para tranquilidad del Senado, desde ya le anuncio que con su dilucidación que espero poder realizar rápidamente daré por completa la tarea que me propuse.

Yo no he intentado realizar en lo que va de esta exposición ningún examen sistemático de los preceptos contenidos en la “Carta”, muchos de los cuales, no tengo por qué negarlo, me merecen reparos, unos, de forma y otros, de fondo.

Tampoco me dispongo a ocuparme ahora y en delante de semejante análisis que pudiera ser apasionante. ¿Y por qué, señor Presidente? Porque la inmensa mayoría, la casi totalidad de los artículos de la Carta reproducen, casi siempre literalmente, cláusulas de Convenios y Tratados interamericanos ratificados y que, en consecuencia, obligan y seguirán obligando a la República en tanto no sean denunciados.

Como lo señaló en oportunidad nuestro ilustrado colega, el señor Senador Guichón, en la sesión pasada, la misma Carta se adelanta en cierto modo a establecer lo que he expresado, cuando en su artículo 1º dice que “Los Estados Americanos consagran (en ella) la organización internacional que han desarrollado para lograr un orden de paz y de justicia, fomentar su solidaridad, robustecer su colaboración y defender su soberanía, su integridad territorial y su independencia,”, etc.

En la Legislatura anterior, yo voté en contra de la ratificación del Tratado de Río de Janeiro y desde el mismo asiento que ahora ocupo, tuve el honor de exponer al Senado en nombre de mi bancada, las razones principales de nuestra oposición a este Instrumento Internacional. La mayoría de este Cuerpo primero y después la mayoría de la Cámara de Representantes se inclinaron por la ratificación y, en consecuencia, ella fue oportunamente formalizada y ese Tratado se convirtió en Ley para el Uruguay que a todos nos obliga.

Y bien; en la Carta se registran muchas de las disposiciones adoptadas en el Tratado de “Asistencia Recíproca” que critiqué a su debido tiempo, pero que ahora debo acatar porque a ellos se comprometió en forma legal la República.

¿Y, entonces, para qué reiterar observaciones que ya serían inoperantes? Por el hecho de obstaculizar la ratificación del Instrumento de Bogotá que a mí – por otra parte – me atrae decididamente en virtud de los tres artículos fundamentales a que referí al comienzo de esta exposición: ¿acaso dejarían de seguir rigiéndonos las disposiciones del Tratado de Río de Janeiro?

Termino, señor Presidente. Lo haré formulando una crítica – la única que en estos instantes me siento obligado a hacer a la IX Conferencia Pan-Americana. Considero – y no puedo callarlo – que ella fue enteramente desafortunada en la elección del nombre para la Comunidad regida por esta Carta.

Creo – modestia aparte – que debió llamársela “Organización de Naciones Americanas” (O.N.A.), no solamente por seguir la tónica de la comunidad universal “Organización de Naciones Unidas” (O.N.U.) – que ya es razón – sino también, y con más motivo, porque el vocablo Estado es de uso corriente en América, aunque puede ser teóricamente impropio, para designar las grandes divisiones territoriales de las repúblicas en federación.

Tenemos así los Estados Unidos del Brasil; los Estados Unidos de Venezuela; los Estados Unidos de México; los Estados Unidos de América y ya anteriormente tuvimos también los Estados Unidos de Nueva Granada y los Estados Unidos de Centro América.

Pero, hay algo más: en el caso de las repúblicas federativas que tienen gentilicio ocurre prácticamente que se les nombra por éste: Brasil, Venezuela, México. Pero tratándose de Estados Unidos de América que lamentablemente no lo tiene (a pesar de que podía ostentar el admirable de Florida que, según creo, fue el primitivo de toda su costa atlántica) el caso puede volverse innecesariamente enojoso.

“Estados Americanos” son los integrantes de la O.E.A. y “Estados Americanos” son las cincuenta grandes divisiones de los Estados Unidos de América”.

Me parece que saltan a la vista las ventajas de mi fórmula “Organización de Naciones Americanas” (O.N.A.)

Por otra parte – y con esta observación finalizo – cabe agregar que si se consideran los inmediatos antecedentes históricos de la “Organización”, la elección que reputé desafortunada del plural “Estados” se torna a todas luces inexplicable desde que en ellos o como ha de verse enseguida, se usó únicamente el de “Naciones”.

Leo en el “Acta Final” de la Conferencia de Consolidación de la Paz celebrada en Buenos Aires en 1936 (textual): “Considerando que la Delegación de la República Dominicana ha presentado a esta Conferencia un proyecto sobre creación de una Liga de “Naciones Americanas”;

Que la Delegación de Colombia ha presentado, a su vez, otro proyecto sobre creación de una Asociación de las Naciones Americanas y que, si bien podría contemplarse la posibilidad de armonizar ambos proyectos a fin de constituir uno solo que fuera objeto de discusión en el seno de la Conferencia, es lo cierto que materia tan compleja y tan vasta requiere un estudio detenido por todos y cada uno de los gobiernos del continente y que, por lo tanto, el tema no ha adquirido la madurez suficiente para su consideración inmediata en la oportunidad presente.

La Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz

RESUELVE:

Que el tema relativo a la creación de una Liga o Asociación de Naciones Americanas sea incluido en el programa de la VIII Conferencia Internacional Americana que se celebrará en la ciudad de Lima; y recomienda que los Estados que han presentado proyectos sobre dicho tema en esta Conferencia se pongan de acuerdo entre sí y consulten a los demás al respecto para elevar oportunamente un informe con todos los antecedentes a la Unión Pan-Americana a fin de que este informe y sus anexos se tengan en cuenta al formular el programa de la VIII Conferencia Internacional Americana”.

Esta resolución debió ser integralmente cumplida, pues en el programa de la reunión de Lima, aprobado por la Unión Pan-Americana el 1º de Junio de 1938, en el capítulo de los temas sobre “Organización de la Paz”, en tercer término se registró el de “Creación de una Liga o Asociación de Naciones Americanas”. En su oportunidad, la Comisión respectiva consideró el proyecto unificado de Colombia y la República Dominicana que, dicho sea de pasada, me parece mucho menos orgánico y completo que la Carta de Bogotá, y su resolución ratificada después por la reunión plenaria fue así:

“Que el proyecto de Asociación de Naciones Americanas presentado por la República de Colombia y la República Dominicana en acatamiento del encargo que a ambas confió la Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz reunida en Buenos Aires en 1936 pase a estudio de la Comisión Internacional de Jurisconsultos Americanos.

El informe de dicha Comisión –continúa – deberá ser depositado en la Unión Pan-Americana con la antelación suficiente a la celebración de la Novena Conferencia Pan-Americana a fin de que pueda ser sometido a la consideración de dicha Conferencia”.

De aquí deduzco – para terminar – que la culpa del inexplicable error acusado – error desde el punto de vista político – la tuvieron, en primer lugar, la impasible pulcritud técnica de la Comisión de Jurisconsultos y, en segundo término, la timidez acentuada de los Delegados actuantes en la Novena Conferencia.


Cámara de Senadores 16/3/1954