XXXI

Haciendo mucho ruido, llamándome a voces y azotando con su látigo las puertas y los muebles, entró en la casa miss Fly. Recibila en la sala y al verme sonrió con gracia incomparable, no exenta en verdad de coquetería. Llamó mi atención ver que se había acicalado y compuesto, cosa verdaderamente extraña en aquel lugar y ocasión. Su rostro resplandecía de belleza y frescura. Habíase peinado cual si tuviese a mano los más delicados enseres de tocador, y el vestido, limpio ya de polvo y lodo, disimulaba sus desgarrones y arrugas no sé por qué arte singular, sólo revelado a las mujeres. ¿Por qué no decirlo? Detesto las gazmoñerías y melindres. Sí, lo diré: Athenais estaba encantadora, hechicera, lindísima.

Como le manifestase mi sorpresa por aquellarestauración de su interesante persona, me dijo:

-Caballero Araceli, después que vuestros soldados han apagado el incendio, quedó un poco de agua para mí. En casa de unos aldeanos me proporcionaron lo preciso para peinarme... Pero, señor comandante, ¿así cumplís con vuestros deberes? ¿No estaréis mejor al frente de vuestras tropas? Hace un rato que ha llegado Leith con su división, y pregunta por vos.

Al saber la noticia, no quise detenerme. Despedime de Inés, y después de asegurar bien la entrada de la casa y de encomendar a Tribaldos que cuidase a los dos prisioneros, bajé a la plaza, donde miss Fly se separó de mí sin motivo aparente. Empezaban a llegar tropas inglesas. El general Leith, a quien indiqué que España me había mandado proseguir, cuando llegaron los ingleses me ordenó que esperase hasta la noche.

-Es imposible perseguir a los franceses de cerca -dijo-. Van muy adelantados, y nos será difícil hacerles daño. Nuestras tropas están cansadas.

Quedeme allí no sin gozo, y dispuse lo necesario para que Santorcaz y su hija fuesen trasladados a Salamanca. Felizmente regresaba aquella tarde para quedar allí de guarnición, Buenaventura Figueroa, mi más íntimo y querido amigo, y le di instrucciones prolijas sobre lo que debía hacer con mis prisioneros en la ciudad y durante el viaje. Verificose este por la noche en un convoy que se envióa Roma la chica, y no sin trabajo logré un carromato de regular comodidad, en cuyo interior acomodé a padre e hija, acompañados de Tribaldos y de buen repuesto de víveres para el viaje. Quise darles también dinero, mas rehusolo Inés, y a la verdad no lo necesitaban, porque el Sr. Santorcaz (no sé si lo he dicho), que un año antes heredara íntegro su patrimonio, poseía regular hacienda, sobrada para su modesto traer.

Di también a Inés instrucciones para que contribuyese a impedir nuevas salidas de su infeliz padre al campo de Montiel de las masónicas aventuras, y ella prometiome con inequívoca seguridad que le encarcelaría convenientemente sin mortificarle, con lo cual, muy apenados nos despedimos los dos, yo por aquella nueva separación, cuyos límites no sabía, y ella por presentimientos del peligro a que expuesto quedaba en la terrible campaña emprendida. En esto, y en escribir a la condesa lo que el lector supone, entretuve gran parte de las últimas horas del día.

Partimos al amanecer del siguiente, persiguiendo a los franceses, que no pararon hasta pasar el Duero por Tordesillas, extendiéndose hasta Simancas. Allí reforzó Marmont su ejército con la división de Bonnet, y nosotros le aguardamos en la orilla izquierda vigilando sus movimientos. La cuestión era saber por qué sitio quería el francés pasar el río, para venir al encuentro del ejército aliado, cuyo cuartel general estaba en La Seca.

No quería Marmont, como es fácil suponer,darnos gusto, y sin avisarnos, cosa muy natural también, partió de improviso hacia Toro... ¡En marcha todo el mundo hacia la izquierda, ingleses, españoles, lusitanos, en marcha otra vez hacia el Guareña y hacia los perversos pueblos de Babilafuente y Villorio!

-¡Y a esto llaman hacer la guerra! -decía uno-. Por el mucho ejercicio que hacen, tienen tan buenas piernas los ingleses. Ahora resultará que Marmont no acepta tampoco la batalla en el Guareña y lo buscaremos en el Pisuerga, en el Adaja o tal vez en el Manzanares o en el Abroñigal a las puertas de Madrid.

Tan sólo resultó que después de dos semanas de marchas y contramarchas, nos encontramos otra vez en las inmediaciones de Salamanca. Pero lo más gracioso fue cuando bailamos el minueto, como decían los españoles, pues aconteció que ambos ejércitos marcharon todo un día paralelamente, ellos sobre la izquierda y nosotros sobre la derecha, viéndonos muy bien a distancia de medio tiro de cañón y sin gastar un cartucho. Esto pasó no muy lejos de Salamanca; y cuando nos detuvimos en San Cristóbal, allí eran de ver las burlas motivadas por la tal maniobra y marcha estratégica que los chuscos calificaban de contradanza.

Desde San Cristóbal quise ir a Salamanca: pero me fue imposible, porque no se concedían licencias largas ni cortas. Tuve, sin embargo, el gusto de saber que nada singular habíaocurrido en la casa de la calle del Cáliz durante mi ausencia y las marchas y minuetos del ejército aliado... En cuanto a miss Fly (me apresuro a nombrarla, porque oigo una misma pregunta en los labios de cuantos me escuchan), me había honrado no pocas veces con su encantadora palabra durante los viajes a Tordesillas, a la Nava y al Guareña; pero siempre en cortas y disimuladas entrevistas, cual si existiese algún desconocido estorbo, algún impedimento misterioso de su antes ilimitada libertad. En estas breves entrevistas advertía siempre en ella sin igual dulzura y melancólico abandono, y además una admiración injustificada hacia todas mis acciones, aunque fuesen de las más comunes e insignificantes.

Por lo demás si las entrevistas pecaban de cortas, eran frecuentísimas. No hacíamos alto en punto alguno, sin que se me presentase Athenais, cual mi propia sombra y recatadamente me hablase, diciéndome por lo general cosas alambicadas y sutiles, cuando no melifluas y apasionadas. La más refinada cortesía y un excelente humor de bromas inspiraban mis contestaciones. Regalábame a cada momento mil monerías, golosinas o cachivaches de poco valor, que adquiría en los diversos pueblos de la carrera.

Entretanto (suplico a mis oyentes se fijen bien en esto, porque sirve de lamentable antecedente a uno de los principales contratiempos de mi vida), yo notaba que no se había disipado entre mis compañeros ingleses yespañoles la infundada sospecha que el viaje de Athenais a Salamanca despertara. En suma, la Pajarita había vuelto al cuartel general, y mi buena opinión y fama de caballerosidad continuaban tan problemáticas como el día que aparecí en Bernuy. En dos ocasiones en que tuve el alto honor de hablar con el señor duque, experimenté mortal pena, hallándole no sólo desdeñoso sino en extremo austero y desapacible conmigo. Los espejuelos del coronel Simpson despedían rayos olímpicos contra mí y en general cuantas personas conocía en las filas inglesas demostraban de diversos modos poca o ninguna afición a mi honrada persona.

-Sr. Araceli, Sr. Araceli -me dijo Athenais presentándose de improviso ante mí el 21 de Julio cuando acabábamos de ocupar el cerro comúnmente llamado Arapil Chico-, venid a mi lado. Simpson no ha salido aún de Salamanca. ¿Os ha pasado algo desde ayer que no nos hemos visto?

-Nada, señora, no me ha pasado nada. ¿Y a usted?

-A mí sí; pero ya os lo contaré más adelante. ¿Por qué me miráis de ese modo?... Vos también dais en creer, como los demás, que estoy triste, que estoy pálida, que he cambiado mucho...

-En efecto, miss Fly, se me figura que esa cara no es la misma.

-No me siento bien -dijo con sonrisa graciosa-. No sé lo que tengo... ¡Ah! ¿no sabéis? Dicen que va a darse una gran batalla.

-No lo dudo. Los franceses están hacia Cavarrasa. ¿Cuándo será?

-Mañana... Parece que os alegráis -dijo mostrando un temor femenino que me sorprendió, conociendo como conocía su varonil arrojo.

-Y usted también se alegrará, señora. Un alma como la de usted, para sostenerse a su propia altura, necesita estos espectáculos grandiosos, el inmenso peligro seguido de la colosal gloria. Nos batiremos, señora, nos batiremos con el Imperio, con el enemigo común, como dicen en Inglaterra, y le derrotaremos.

Athenais no me contestó, como esperaba, con ningún arrebato de entusiasmo, y la poesía de los romances parecía haberse replegado con timidez y vergüenza quizás en lo más escondido de su alma.

-Será una gran batalla y ganaremos -dijo con abatimiento-; pero... morirá mucha gente. ¿No os ocurre que podéis morir vos?

-¿Yo?... ¿y qué importa? ¿Qué importa la vida de un miserable soldado, con tal que quede triunfante la bandera?

-Es verdad; pero no debéis exponeros... -dijo con cierta emoción-. Dicen que la división española no se batirá.

-Señora, no conozco a usted, no es usted miss Fly.

-Voy creyendo lo que decís -afirmó clavando en mí los dulces ojos azules-; voy creyendo que no soy yo miss Fly... Oíd bien, Araceli, lo que voy a deciros. Si no entráis enfuego mañana, como espero, avisádmelo... Adiós, adiós.

-Pero aguarde usted un momento, miss Fly -dije procurando detenerla.

-No, no puedo. Sois muy indiscreto... Si supierais lo que dicen... adiós, adiós.

Dando algunos pasos hacia ella, la llamé repetidas veces; mas en el mismo instante vi un coche o silla de postas que se paraba delante de mí en mitad del camino; vi que por la portezuela aparecía una cara, una mano, un brazo. Si era la condesa... ¡Dios poderoso, qué inmensa alegría! Era la condesa, que detenía su coche delante de mí, que me buscaba con la vista, que me llamaba con un lindo gesto, que iba a decir sin duda dulcísimas cosas. Corrí hacia ella loco de alegría.