XL

La casa de la calle del Cáliz, a donde por dos veces he transportado a mis oyentes, y a cuyo recinto de nuevo me han de seguir, si quieren saber el fin de esta puntual historia, era la habitación patrimonial de Santorcaz, que la había heredado de su padre un año antes, con algunas tierras productivas. Componíase el tal caserón de dos o tres edificios diversos en tamaño y estructura, que compró, unió y comunicó entre sí el Sr. D. Juan de Santorcaz, aldeano enriquecido a principios del siglo pasado. Faltaba a aquella vivienda elegancia y belleza; pero no solidez, ni magnitud, ni comodidades, aunque algunas piezas se hallaban demasiado distantes unas de otras y era excesiva la longitud de los corredores, así como el número de escalones que al discurrir de una parte a otra se encontraban.

En los aposentos donde anteriormente les vimos estaba Santorcaz con su hija el 22 de Julio durante la batalla. Esta última circunstancia hará comprender a mis oyentes que no presencié lo que voy a contar, mas si lo cuento de referencia, si lo pongo en el lugar de los hechos presenciados por mí es porque doy tanta fe a la palabra de quien me los contó, como a mis propios ojos y oídos; y así téngase esto por verídico y real.

Estaban, pues, según he dicho, el infortunado D. Luis y su hija en la sala; lamentábase ella de que existieran guerras y maldecía él su triste estado de salud que no le permitía presenciar el espectáculo de aquel día, cuando sonó con terrible estruendo la famosa aldaba del culebrón, y al poco rato el único criado que les servía y el militar que les guardaba anunciaron a los solitarios dueños que una señora quería entrar. Como miss Fly había estado allí algunos días antes, ofreciendo al masón un salvo-conducto para salir de Salamanca y de España, alegrósele a aquel el alma y dio orden de que al punto dejasen pasar e internasen hasta su presencia a la generosa visitante. Transcurridos algunos minutos, entró en la sala la condesa.

Santorcaz rugió como la fiera herida cuando no puede defenderse. Largo rato estuvieron abrazadas madre e hija, confundiendo sus lágrimas, y tan olvidadas del resto de la creación, cual si ellas solas existieran en el mundo. Vueltas al fin en su acuerdo, la madre, observando con terror a aquel hombre rabioso y sombrío que clavaba los ojos en el suelo como si quisiera con la sola fuerza de su miradaabrir un agujero en que meterse, quiso llevar a su hija consigo, y dijo palabras muy parecidas a las que yo pronuncié en circunstancias semejantes.

Los que vieron mi sorpresa, juzguen cuál sería la de Amaranta cuando Inés se separó de ella, y hecha un mar de lágrimas corrió con los brazos abiertos hacia el anciano, en ademán cariñoso. Absorta miró tan increíble movimiento la condesa. Santorcaz, cuando su hija estuvo próxima, volvió el rostro y alargó los brazos para rechazarla.

-Vete de aquí -dijo-, no quiero verte, no te conozco.

-¡Loco! -gritó la muchacha con dolor-. Si dices otra vez que me marche, me marcharé.

Revolvió Santorcaz los fieros ojos de un lado a otro de la estancia, miró con igual rencor a la condesa y a su hija, y temblando de cólera, repitió:

-Vete, vete, te he dicho que te vayas. No quiero verte más. Sal de esta casa con esa mujer, y no vuelvas.

-Padre -dijo Inés sin dar gran importancia al frenesí del anciano-. ¿No me has dicho que esta casa es mía? ¿No me has entregado las llaves? Pues voy a acomodar a esta señora en una habitación de las de la calle, porque hoy es imposible que encuentre posada, y mañana las dos nos iremos, dejándote tranquilo.

Tomando un manojo de llaves y repiqueteando con él, no sin cierta intención zumbona, Inés salió de la estancia seguida deAmaranta, que nada comprendía de aquella tragicomedia.

Luego que se quedó solo, Santorcaz dio algunos paseos por la habitación, recorriéndola en giros y vueltas sin fin, cual macho de noria. Su fisonomía expresaba todo cuanto puede expresar la fisonomía humana, desde la saña más terrible a la emoción más tierna. Tomó después un libro, pero lo arrojó en el suelo a los pocos minutos. Cogió luego una pluma, y después de rasguñar el papel breve rato, la destrozó y la pisoteó. Levantose, y con pasos vacilantes e inseguro ademán dirigiose a la puerta vidriera, penetró en la estancia próxima, donde había un tocador de mujer y un lecho blanco. De rodillas en el suelo, hizo de la cama reclinatorio, y apoyando el rostro sobre ella, estuvo llorando todo el día.

Si Santorcaz hubiera tenido un oído agudo y finísimo, como el de algunas especies ornitológicas, habría percibido el rumor de tenues pasos en el corredor cercano; si Santorcaz hubiera poseído la doble vista, que es un absurdo para la fisiología, pero que no lo parecería si se llegaran a conocer los misteriosos órganos del espíritu, habría visto que no estaba enteramente solo; que una figura celestial batía sus alas en las inmediaciones de la triste alcoba; que sin tocar el suelo con su ligero paso, venía y se acercaba, y aplicaba con gracioso gesto su linda cabeza a la puerta para escuchar, y luego introducía un rayo de sus ojos por un resquicio para observar lo que dentro pasaba; y como si lo que veía y oía la contentase,iluminaba aquellos sombríos espacios con una sonrisa, y se marchaba para volver al poco rato y atender lo mismo. Pero el pobre masón no veía nada de esto. Aquella tarde un ordenanza inglés le trajo un salvo-conducto para salir de Salamanca; pero el masón lo rompió. La condesa e Inés, excepto en los intervalos que esta salía, hablaban por los codos en las habitaciones de la calle. Figuraos la tarea de dos lenguas de mujer que quieren decir en un día todo lo que han callado en un año. Hablaban sin cesar, pasando de un asunto a otro, sin agotar ninguno, experimentando emociones diversas, siempre sorprendidas, siempre conmovidas, quitándose una a otra la palabra, refiriendo, ponderando, encareciendo, comentando, afirmando y negando.

Esto pasaba el 22 de Julio. De vez en cuando las interrumpía zumbido lejano, estremecimiento sordo de la tierra y del aire. Era la voz de los cañones de Inglaterra y Francia que estaban batiéndose donde todos sabemos. Las dos mujeres cruzaban las manos, elevando los ojos al cielo... Los cañonazos se repetían cada vez más. Por la tarde era un mugido incesante como el del Océano tempestuoso. En madre e hija pudo tanto el terror, que se callaron: es cuanto hay que decir. Pensaban en la cantidad de hombres que se tragaría en cada una de sus sacudidas el mar irritado que bramaba a lo lejos.

Llegó la noche y los cañonazos cesaron. Muy tarde entró Tribaldos en la casa. El pobre muchacho estaba consternado, y aunquese la echaba de valiente, derramó algunas lágrimas.

-¿A dónde vas? -preguntó con inquietud la madre a la hija, viendo que esta se ponía el manto sin decir para qué.

-Al Arapil -contestó Inés entregando otro manto a la condesa, que se lo puso también sin decir nada.

Visitó Inés por breves momentos al anciano y salió de la casa y de la ciudad, acompañada de su madre y del fiel Tribaldos. Inmenso gentío de curiosos llenaba el camino. La batalla había sido horrenda, y querían ver las sobras todos los que no pudieron ver el festín. Anduvieron largo tiempo, toda la noche, hacia arriba y hacia abajo, y de acá para allá sin encontrar lo que buscaban, ni quien razón les diera de ello. Cerca del día vieron a miss Fly que regresaba del campo de batalla delante de una camilla bien arreglada y cubierta, donde traían a un hombre que fue encontrado en el Arapil Grande, lleno de heridas, sin conocimiento y con una horrible mordida en el brazo.

Acercáronse Inés, la condesa y Tribaldos a miss Fly para hacerle preguntas; pero esta, impaciente por seguir, les contestó:

-No sé una palabra. Dejadme continuar; llevo en esta camilla al pobre sir Thomas Parr, que está herido de gravedad.

Siguieron ellas y Tribaldos y recorrieron el campo de batalla, que la luz del naciente día les permitió ver en todo su horror; vieron los cuerpos tendidos y revueltos, conservandoen sus fisonomías la expresión de rabia y espanto con que les sorprendiera la muerte. Miles de ojos sin brillo y sin luz, como los ojos de las estatuas de mármol, miraban al cielo sin verlo. Las manos se agarrotaban en los fusiles y en las empuñaduras de los sables, como si fueran a alzarse para disparar y acuchillar de nuevo. Los caballos alzaban sus patas tiesas y mostraban los blancos dientes con lúgubre sonrisa. Las dos desconsoladas mujeres vieron todo esto, y examinaron los cuerpos uno a uno; vieron los charcos, las zanjas, los surcos hechos por las ruedas y los hoyos que tantos millares de pies abrieran en el bailoteo de la lucha; vieron las flores del campo machacadas, y las mariposas que alzaban el vuelo con sus alas teñidas de sangre. Regresaron a Salamanca, volvieron por la noche al campo de batalla, no ya conmovidas sino desesperadas; rezaban por el camino, preguntaban a todos los vivos y también a los muertos.

Por último, después de repetidos viajes y exploraciones dentro y fuera de la ciudad, en los cuales emplearon tres días, con ligeros intervalos de residencia y descanso en la casa de la calle del Cáliz, encontraron lo que buscaban en el hospital de sangre; improvisado en la Merced. Lo hallaron separado de los demás, en una habitación solitaria y en poder de un pobre fraile demente. Hicieron diligencias cerca de la autoridad militar, y, por último, consiguieron poder llevarle, es decir, llevarme consigo.