- III - La nueva primavera.- Coronación de Aben-Humeya.- La Venta de Torbiscon.- Torbiscon y su rambla.- Algunos peñones sueltos

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Nuestra caminata de aquel día había de ser una continua serie de transiciones y contrastes.- Nada más natural, estando, como ya estábamos, enfrascados en la tierra clásica de los accidentes topográficos, de las bajadas y subidas, de las quebradas y los promontorios.- La Alpujarra tenía que resultar digna de su nombre.

Por ejemplo: en aquel instante, cuando aún abrumaban nuestra imaginación las escabrosidades del Puerto de Jubiley, recorríamos ya alegremente un apacible vallecillo, en que todo era inocente y delicioso, y donde experimentamos una emoción tan melancólica como dulce.

Hasta entonces, los árboles más subordinados al influjo primaveral; los que sienten correr su savia en febrero; los que ven hinchadas sus yemas en marzo; los que computan las estaciones del propio modo que el hombre, y tienen acaso también su primavera médica; verbigracia, los almendros, los cerezos, los perales, los guindos y demás frutales tempranos, sólo nos habían mostrado flores (que, como es sabido, preceden en ellos al follaje); pero allí, en aquel riente vallejuelo, encontramos ya árboles con hojas, o sea las primeras hojas del año.

No las ostentaban, es cierto, árboles tan codiciados y preciosos como los que acabo de nombrar... En aquel paraje no se veía vivienda humana, ni había señales de cultivo... Pero había, en cambio, una alameda espontánea, compuesta de alisos, olmos y abedules, muy endebles todavía, retoños sin duda de grandes árboles inmolados por el hacha o arrastrados por el río (pues allí había también un río), y estos retoños, erguidos ya y gallardos como mozuelos de quince abriles, eran los que acababan de arrojar unas hojillas tan verdes, tan tiernas, tan nuevas, tan rizadas todavía, que parecían las primicias del amor, de la ilusión y de la esperanza.

Aquellas plácidas sonrisas de la Naturaleza, aquellos brotes de incipientes encantos, aquellos besos de labios vírgenes, aquellas dulces respuestas de la adolescente tierra a las vivificantes caricias del cielo, probábannos, mucho mejor que las flores del Valle de Lecrin que el sol había llegado al Ecuador, de camino para nuestro Trópico; que no se había equivocado el almanaque; que estábamos en la estación juvenil de las plantas; que la primavera había entrado aquel día.



¡La primavera! Sea la periódica de la zona en que vivamos, sea la única de la vida del hombre... (y de la mujer), siempre resultará más tristemente patética que el otoño a los ojos nublados por el llanto...

Y ¡ay! por poco que se haya vivido, ¿qué ojos humanos podrán permanecer enjutos en presencia de la renovación anual de las campiñas y de los bosques? ¿Quién no echará de menos flores de su alma y frutos de su vida, que huyeron en alas del ábrego para nunca más volver? ¿Quién dejará de llorar, -no ciertamente el continuo descaecer de su existencia; no ciertamente este providencial envejecer de cada instante, que nos deja el consuelo de vislumbrar, más allá del sepulcro, otra primavera eterna, en cambio de los ensueños e ilusiones terrenales que nos arrebató la edad, -pero sí su amargo destino de sobrevivir un año y otro, como el despojado tronco herido por el rayo, a la muerte de aquellas flores y aquellos frutos, y a la perpetua emigración de las inocentes avecillas que nacieron y anidaban en sus ramas?...

Doblemos la hoja.



Doblémosla, sí, y veamos qué vallejuelo era aquél a que habíamos descendido.

Verdaderamente, más que un valle, era una especie de Estrecho que servía de tránsito de un valle a otro.

Porque lo cierto es que estábamos pura y simplemente en un escondido recodo del importante río de Cádiar, que acababa de regar dos leguas más arriba los amplios vergeles de aquella antigua Corte de unos días...

¡Cádiar!... ¡El teatro del drama de Martínez de la Rosa! ¡El lugar aristocrático, donde fue coronado oficialmente ABEN -HUMEYA!...- ¡Cuánto deseábamos visitarlo!-¡Y cómo hubiéramos querido estar dotados del don de ubicuidad, para echar río arriba, al propio tiempo que de sus orillas nos apartáramos, e ir a hacer noche simultáneamente a aquel histórico pueblo, y a Albuñol, y a otras muchas partes!...

Pero ya que esto no fuera posible, ocurriósenos leer y comentar en aquel sitio los apuntes que llevábamos en cartera, relativos a la gran solemnidad histórica que recuerda el nombre de Cádiar, o sea a la Coronación del REYECILLO, -que es como casi siempre apellida Pérez de Hita al que había dejado de llamarse D. FERNANDO DE VALOR.

Aquellos apuntes, extractados de muchas histonas, decían así:



(Los viajeros se apean de los caballos, y leen, al par que descansan, muellemente recostados en la verde hierba.- Los lectores por antonomasia les prestan atención, o leen también, asomados por encima del hombro del que lleva la voz cantante.- Los criados, de pie, apoyados en sus escopetas, hacen grandes esfuerzos por entender algo.- Las cabalgaduras pacen tranquilamente.) -TABLEAU.


UNO DE LOS VIAJEROS.- (leyendo) «Partido ABEN-FARAG de Béznar, no tardó en seguirlo ABEN-HUMEYA, acompañado de muchos moriscos; y llegando a Lanjarón, halló que el bárbaro tintorero había quemado la iglesia, llena de cristianos».


UN CRIADO.- (dirigiéndose a otro) Dime: ¿dónde ha pasado eso?


EL OTRO CRIADO.- ¡Qué ganso eres! ¿Pues no lo estás oyendo? ¡En Tetuán!...


EL CRIADO MAYOR.- ¡Callad, zopencos! ¡Qué Tetuán ni qué calabaza! ¿No veis que ha dicho «Lanjarón»? ¡Perros moros! ¡Harto me enteré yo ayer tarde de lo que hablaban los amos sobre sus herejías!...


UN VIAJERO.- Pues se enteraría usted también de que los cristianos del mismo Lanjarón volaron una mezquita llena de moros...


EL CRIADO MAYOR.- Señorito... Dispense usted. ¡No es lo mismo!...


OTRO VIAJERO.- Ahora es cuando ha dicho usted la verdad... ¡NO ES LO MISMO!


EL VIAJERO LEYENTE.- (continuando) «De allí pasó ABEN-HUMEYA a Órgiva, donde los cercados de la Torre se defendían, y les requirió con la paz; y viendo que no querían oír su embajada, repartió la gente en dos partes: la una dejó en el cerro, y la otra se llevó consigo a Poqueira y Ferreira».


UN ALPUJARREÑO.- «Ferreirola» habrá querido decir el autor.


OTRO.- Sí; porque Ferreira cae al lado allá de Sierra Nevada...


OTRO.- Es verdad. Pero en aquel tiempo Ferreirola se llamaba también Ferreira...


EL CRIADO MAYOR.- Señoritos, ¿traigo el gato?


LOS VIAJEROS.- ¿Qué gato?


EL CRIADO MAYOR.- El del vino...


LOS VIAJEROS.- ¡Quita allá, hombre!... ¡Vino en ayunas!... Bebed vosotros... y dejadnos en paz.


EL LEYENTE.- (prosiguiendo) «El día de los inocentes estuvo en su casa en Valor, y el 29 de Diciembre entró en Ugíjar de Albacete, con deseo, a lo que dijo, de salvar la vida al Abad Mayor, que era grande amigo suyo, y a otros que también lo eran, y cuando llegó ya los habían muerto».


UN VIAJERO.- ¿Quién dice eso?


EL LEYENTE.- Luis del Mármol...


EL VIAJERO.- Entonces, debe de ser verdad... pues nunca favorece en nada a ABEN-HUMEYA.


EL LEYENTE.- (continuando) «Allí repartió entre los moros las armas que habían tomado a los cristianos, y el mismo día fue al lugar de Andarax... y dio sus patentes a los moros más principales de los partidos y más amigos suyos..., mandándoles que tuviesen especial cuidado de guardar la tierra, poniendo gente en las entradas de la Alpujarra...

»Hecho esto, y dejando por Alcaide de Andarax a BEN-ZIQUÍ, uno de los principales de aquella Taha, volvió a Ugíjar, donde dio sus poderes a MIGUEL DE ROJAS, su... suegro, y le hizo su Tesorero general, porque, además del parentesco que con él tenía, era hombre principal, descendiente de los MOHAYGUAGES o CARIMES, Alguaciles perpetuos de aquella Taha en tiempo de los moros, a quien, por ser muy rico y de aquel linaje, respetaban mucho los moriscos alpujarreños.

»ABEN-HUMEYA hizo todas estas cosas en un solo día, y aquella misma noche se fue a dormir a Cádiar».



LOS LECTORES POR ANTONOMASIA.- (con indignación) ¡Alto ahí! ¡Esto es un engaño manifiesto! Nosotros no sabíamos...


EL AUTOR DE ESTE LIBRO.- Sé lo que vais a decirme, y tengo preparada la contestación. Lo que me vais a decir es que entre las anteriores noticias figura una relativa al gobierno interior y vida particular del caudillo agareno, que os ha causado tanta sorpresa como disgusto...


LOS LECTORES.- ¡Sí, señor! ¡Eso mismo!...


EL AUTOR.- Pues lo peor del caso es que yo la sabía, y que debí participárosla en el Valle de Lecrin cuando encontramos al joven D. FERNANDO DE VALOR en compañía de aquella morisca tan hermosa, que, al decir de los historiadores, sólo era su querida... (LOS LECTORES se miran con asombro).

Pero (creedme) no procedí de mala fe, sino por olvido: con la gloria se me fue la memoria, y ni por asomos recordé que aquel raptor o robado (fueron mis expresiones) estaba casado con otra mujer, cuya suerte debía de ser bien desgraciada...

Y, no habiéndome acordado de pensarlo, mal pude acordarme de decíroslo, ni de condenar (como condeno ahora) todo lo pérfido y escandaloso de aquella manera de viajar... (LOS LECTORES principian a calmarse).

Sin embargo, yo no puedo creer que semejante perfidia con la legítima consorte llegase hasta el extremo de haberla dejado abandonada en la capital y expuesta así a crueles represalias de parte de los cristianos... (Todos escuchan con creciente interés) .

Y, como las historias se callen sobre este punto, atrévome a suponer que la ultrajada esposa viviría habitualmente en el lugar de Valor, en lo alto de la Alpujarra, donde ABEN-HUMEYA tenía su primitiva casa señorial, y que éste iría aquella mañana en su busca, -aunque tan mal acompañado...

¡Desventurada mujer, de cualquier manera!... (Profunda emoción en todos.) ¡Mucho más desventurada, sin duda alguna, de lo que nos la presenta Martínez de la Rosa en su célebre drama! -Siquiera allí, en medio de la más horrible catástrofe, aparece muy amada y respetada por su marido, mientras que, como veis, la verdad de las cosas era... (Risas).

Pero consolémonos. Tampoco tenía ya motivos para engreírse la hasta entonces preferida morisca; pues, según refiere Hurtado de Mendoza, el joven héroe, al ceñirse la corona de sus mayores, montó su casa bajo un pie severamente... mahometano.

He aquí las palabras del noble historiador:

«Tomó tres mujeres: una, con quien él tenía conversación, y la trujo consigo (ella): otra del río de Almanzora; y otra de Tabernas, porque con el deudo tuviese aquella provincia más obligada; sin otra con quien él primero fue casado, hija de uno que llamaban Rojas»...

Total... ¡cuatro! (Estupor -general.- Pausa.)

Ni habían de parar aquí las cosas, -como veremos en su día.

¡Ah! El amor fue el talón vulnerable de aquel Aquiles, -y por el amor murió efectivamente...



(Al pronunciar el AUTOR estas últimas palabras, dando muestras de hallarse muy conmovido, le dicen afectuosamente.)


LOS LECTORES.- Perdone usted... Estamos satisfechos... Puede continuar la lectura.



(El AUTOR se tranquiliza: todos se sientan otra vez sobre la hierba, y aquél prosigue de este modo, después de unos instantes de meditación):



Pero la hora de tan justo castigo estaba todavía distante del momento en que dejamos a ABEN-HUMEYA durmiendo en Cádiar.

Recordaréis que aquel momento era la víspera del día de su coronación.

Amaneció al fin este día, y el primer acto del príncipe islamita fue nombrar su Capitán General a aquel D. FERNANDO EL ZAGUER, llamado también ABEN-XAGUAR, de quien ya hemos hablado anteriormente; el cual era tío carnal suyo, hermano de su encarcelado padre, y hombre influyente y acaudalado, que había sido la cabeza y el alma de toda la conspiración...

Mas, pues tenemos a mano a Pérez de Hita, inimitable siempre en la descripción de los cuadros pintorescos de aquella Guerra en que tomó parte como soldado, dejémosle referir a su modo el acto solemne de la coronación de ABEN-HUMEYA.- Algo habrá de cierto en su relación.



(Lee).- «Cuando ABEN-HUMEYA vido que el negocio de todo punto era roto y que ya no podía hacer otra cosa sino morir o pasar adelante, mandó que la gente que estaba junta, y de guerra, se recogiese en Cádiar, porque les quería dar orden de lo que habían de hacer, y porque con voluntad suya quería ser coronado.

»Y ansí, la gente en Cádiar toda recogida, en cierta parte cómoda para el caso (en el campo, porque toda la gente coger pudiese), debajo de una grande y frondosa olivera, se puso un rico estrado, y en él dos sillas ricas puestas, encima de las cuales estaba puesto un rico dosel de seda, reliquia de los pasados Reyes de Granada, y en la una silla se sentó D. FERNANDO MULEY, y en la otra, a su mano izquierda, su tío ABEN CHOCHAR, el cual tenía alrededor de sí muchos ricos-hombres de aquellos lugares y de otros.

»Y viéndolos ABEN CHOCHAR juntos y con ellos una grande tropa de gente armada..., se levantó de la silla, y en voz que todos lo podían oír, comenzó a hablar, mostrando gravedad, lo siguiente:»

(Aquí su discurso, que no os leo, porque es largo, y no tan bueno, ni por asomos, como aquél que pronunció en el Albaicin elogiando las cualidades de la raza morisca.- Por lo visto, al opulento ABEN-XAGUAR le daba por la oratoria, como a nosotros; pero sus discursos son mejores o peores según las dotes literarias del historiador que los transcribe. La arenga del Albaicin ha llegado a nuestros días extractada por Hurtado de Mendoza, y así resulta ella de severa, clásica y elegante, mientras que en la oración que aquí omito se echa de ver que el que nos la transmite es hombre de más imaginación que humanidades.)

«Apenas ABEN CHOCHAR (prosigue Pérez de Hita) había dicho estas palabras, cuando todo aquel confuso escuadrón movió un gran alarido, diciendo: "¡Viva el Rey D. FERNANDO MULEY, a quien escogemos, y queremos que lo sea, para que nos defienda y nos ponga en libertad!".

»Y, diciendo esto, muchos de los más cercanos arremetieron a D. FERNANDO, y a él y su silla levantaron en alto, diciendo: "¡Viva el Rey de Granada, MULEY ABEN-HUMEYA!" -Y ansí le tuvieron en alto una gran pieza.

»Luego comenzaron a sonar músicas, dulzainas y chirimías, y trompetas y atabales, con tanto ruido, que parecía hundirse el mundo. Luego le pusieron encima de la cabeza una corona de plata dorada, y rica, que era de una imagen de Nuestra Señora y para aquel caso la tenía ABEN CHOCHAR proveída.

»Después de coronado le fue tomado juramento sobre un libro del Alcorán, que los ampararía y defendería hasta la muerte. Todo lo cual el REYECILLO juró (que así le llamaremos de aquí adelante), y, habiendo hecho este juramento, todas las chirimías y dulzainas y otros instrumentos sonaron con gran ruido.

»Luego muchos lugares vinieron a darle la obediencia y a besar las manos...

»Luego mandó hacer bandera y elegir capitanes para que se siguiese la guerra.- Los capitanes que se eligieron son éstos:

»EL SORRI, de Andarax.- ZARCA, de Ugíjar. PUERTOCARRERO, Alcaide de Gergal.- EL MALEH, de Purchena.- HAZEM, de Vélez el Blanco.- EL GRAVI, de Vélez el Rubio.- ABEN BAYLE, de Alcudia.- FARAG, negro, de Jerque.- EL JORAYQUE, de Baza.- EL LALE, Alguacil de Macael.- ALHADRA, de Ohanes.- ALROCAYME, de Guadix.- EL HAVAQUÍ, de Guadix.- EL DERE, de Andarax.- GIRONCILLO DE LA VEGA.- EL DALI.- LOS PARTALES.- BERIO.- EL MELILUZ.- EL CORCUZ, de Dalias.- EL GARRAS.- EL MOHAXAR.- EL RENTÍO.

»Y, sin éstos, otros muchos capitanes, el número de los cuales llegó a doscientos y cincuenta, todos de hidalga sangre, nietos, biznietos de muy principales caballeros que en los pasados tiempos gobernaron a Granada y sus tierras...

»Y sobre todos los capitanes fue uno señalado por general de todos, llamado EL HAVAQUÍ, varón grave, de buen juicio, valeroso de su persona, de casta de caballeros nobles; era natural de Guadix, o de el Alcudia.- A éste le fue dado el bastón de General contra su voluntad»...

Coronado que hubieron los moriscos a su Rey, vistiéronle de púrpura (dice Hurtado de Mendoza), y pusiéronle casa, como a los Reyes de Granada, según que oyeron a sus pasados».

«Por último (concluye Luis del Mármol), ABEN-HUMEYA, dejando gente de guarnición. en la frontera de Poqueira..., a 30 días del mes de diciembre estuvo de vuelta en el Valle de Lecrin, para si fuera menester defender la entrada de la Alpujarra por aquella parte al MARQUÉS DE MONDÉJAR».

[...]

-¡Vaya bendito de su Dios; que será ir maldito del Dios verdadero!...- exclamamos todos nosotros al llegar a este punto.

Y, mientras el insensato entregaba su fortuna y su vida, y las de millares de hombres, al azar de las armas, recogimos los papeles, montamos a caballo y seguimos adelante pacíficamente, en busca del grandioso panorama que nos proponíamos contemplar desde lo alto de la Contraviesa.



A poco de abandonar el frondoso lecho del río de Cádiar, subimos una cuestecilla que nos condujo inmediatamente a la Venta de Torbiscon.

Eran las nueve. Allí almorzamos de lo que llevábamos a bordo, en una alegre plazoletilla que hay a la parte afuera del establecimiento; -establecimiento que nos fue muy útil, sin embargo, puesto que nos proporcionó una mesa del tamaño de una silla, sillas para más de la cuarta parte de los comensales, un agua excelente, y la picaresca cháchara del Ventero y la Ventera, tipos dignos de las novelas menores del Manco de Lepanto.

La identidad de sus caracteres, su ladina bufonería y la continua broma con que se trataban, llamaron vivamente nuestra atención.- Pocas veces se habrá visto llevar la cruz del matrimonio con tanto donaire, desembarazo y buen humor como ellos la llevaban... (No habían tenido hijos.) -Con dificultad también se hubiera dado una familia más feliz y alborozada dentro de tanta pobreza... (No tenían hijos.) -Eran ya de cierta edad; no viejos seguramente, pero tampoco jóvenes, y jugaban el uno con el otro como dos muchachos de diez años... (No tenían hijos...) -Y, con todo; aquel desmedido júbilo, aquella insustancialidad de su vida, aquel Sacramento practicado en chanza, aquella dicha tan fácil y segura, acabaron por inspirarnos compasión... (¡No tenían hijos!)

-¿Quisiera usted haber tenido cuatro hijos, haber perdido dos, y que le vivieran los dos restantes? -le preguntó un día ferozmente a aquella mujer cierto viajero, al tiempo de montar a caballo, procurando que nadie sino ella oyese tan brusca y extravagante interpelación...

Y es fama que la risa se heló en el festivo rostro de la ventera; y que sus ojos se nublaron, y que su boca se frunció tristemente, al suspirar de una manera sorda y con una sinceridad que llegaba al alma:

-Sí, señor.



De la Venta de Torbiscon bajamos a la anchurosa rambla del mismo nombre; -lo cual demostraba que nos íbamos aproximando al propio Torbiscon, antigua capital de la Contraviesa.

Pero ¡ay! antes de llegar allí, habíamos de formar juicio de lo que significa una rambla de la Alpujarra... Esto es: habíamos de sufrir todas las fatigas de los desiertos africanos, -como acabábamos de saborear en el río de Cádiar, a la bajada del Puerto de Jubiley, todas las dulzuras de los oasis.

Las mutaciones escénicas de aquella jornada no podían ser más bruscas ni más frecuentes.

¡Calor y arena!...- He aquí resumida la hora interminable (de las diez a las once) que pasamos subiendo la Rambla de Torbiscon.

No corría un pelo de aire... Se respiraba fuego... ¡Ni un palmo de sombra por ningún lado!...- Hubiérase dicho que viajábamos por el mismo globo del Sol, o que el Sol había incendiado la Tierra.

¡Arena, y calor siempre..., o, a lo menos, hasta agotar nuestro sufrimiento!...- Aniquilado todavía mi espíritu, sólo con el recuerdo de aquella marcha, no encuentra mejor manera de definirla.- ¡Y eso que estábamos en marzo!

No diré, pues, más.- Añadid vosotros ahora toda la arena y todo el calor que os dé la gana.

Quiso, al fin, Dios... (Pero ¿qué digo al fin? ¡Aquel fin fue sólo de la primera, parte!) -Quiso Dios, de todas maneras, que Torbiscon apareciese a nuestros ojos, anclado en la rambla, y sirviendo como de cobertera a un aplastado cerrete...

-¡Bendito sea el hombre, que ha inventado los pueblos para que descansen los caminantes!...- pudimos exclamar en aquel momento, plagiando al Luciano del siglo XVIII.

Ello es que pusimos la proa a Torbiscon, en busca de unos minutos de respiro, no sin darnos cuenta de una particularidad muy rara: y era: que no habíamos encontrado en todo el día ni un solo caminante en ninguna de las sendas que habíamos recorrido.



A pesar de la meseta que sirve de asiento a la noble y vetusta villa en que íbamos a entrar, diz que sus habitantes recelan verla sepultada bajo olas de arena, o arrancada de cuajo, el día que menos se lo figuren, por los espantosos aluviones que la Contraviesa envía frecuentemente a aquella endemoniada rambla.- Profesan, pues, los torbisconenses cierto linaje de cariño y de agradecimiento a un enorme y hermoso peñón enclavado en medio de ella, un poco más arriba del pueblo, precisamente en el puesto de mayor peligro, -el Peñón de Pinos recuerdo ahora que se nombra, -del cual esperan que seguirá protegiéndolos como hasta aquí contra una furiosa acometida de las aguas.

Hacen bien en confiar en él... ¡Se lo digo yo! (Así se debe hablar en este mundo.) Aquel rudo monolito, rodado de la próxima montaña durante algún terremoto contemporáneo de Mathusalem, y donde quiebra y tuerce visiblemente la primitiva proyección de las avenidas, es y será inconmovible..., mientras no ocurra otro cataclismo como el que le hizo establecerse allí; y, para tales contingencias (de que Dios libre ya a nuestro planeta; pues bueno está como se halla; sobre todo para el poco tiempo que permanecemos en él ahora los mortales: -¡Mathusalem vivió novecientos diez y nueve años!), fuera un exceso de lujo tomar ningún género de precauciones.



Torbiscon, donde paramos una media hora, nos recordó aquellas ciudades, favoritas del sol, que tan prodigiosamente describe Eugenio Fromentin en su libro Un eté dans le Sahara.- ¡Tan grato nos fue el sosiego de siesta que respiraba la villa! ¡Tan sabrosa nos resultó la sombra de sus calles! ¡Tan intensamente meridional encontramos todo su aspecto! ¡Y tan inestimable don del cielo nos pareció allí el agua fresca!

Aparte de esto, la discreción y afabilidad de aquellos de sus moradores con quienes cruzamos la palabra; el aire grave y circunspecto que conserva aquella antigua residencia de poderosos Corregidores y cabeza luego de un juzgado de primera instancia; el sentimiento de respeto que no pudo menos de inspirarnos, como toda desgracia inmerecida, su decadencia oficial; las noticias que teníamos de su actual riqueza agrícola y de lo preciados que son sus frutos en España y en el extranjero; y, finalmente, la consideración, que ya he apuntado antes, de que aquella era la tradicional metrópoli de la Contraviesa, fueron otras tantas razones para que la imagen de Torbiscon, siquier entrevista tan ligeramente, se grabase en nuestra memoria con indelebles rasgos, y hacen que me complazca hoy de este modo en su agradabilísimo recuerdo.



A la salida de Torbiscon nos esperaba otra hora de angustias semejantes a las que sufrimos a la entrada.

Es decir, que desde las puertas de la villa hasta el pie de la Contraviesa, caminamos siempre por aquella perdurable rambla, circuida de cerros, privada de toda ventilación y cada vez más encendida.

Por eso nunca olvidaré el amor que nos inspiraron otros dos o tres peñones, semejantes al de Pinos, que encontramos de pie, enteramente solos, en mitad de la arena, y escalonados a larga distancia uno de otro, como gigantescas estatuas del dios Término, o más bien como Estaciones o Ventas colocadas allí por el verdadero Dios para hacer posible la travesía de aquel desconsolado erial...

Sobre todo, uno de ellos, más alto que los demás, cuadrado y erguido como una torre, y algo cóncavo por la cara que miraba al Septentrión, nos enamoró de tal modo y obligó tanto nuestra gratitud que, si yo fuera Rey, lo volvería a colocar sobre la montaña de que se desprendió contra su gusto.

Porque habéis de saber que, entre la escasa sombra exterior (llamémosla así) que el Peñón proyectaba hacia el Norte a aquella hora, y la sembra interior, hija de su concavidad, resultaba, en medio del reverberante y abrasado desierto, un espacio oscuro, fresquísimo, recamado de húmedas hierbas, y hasta de flores salvajes, capaz de contener, como contuvo, y de consolar, como consoló, simultáneamente, a media docena de caballeros y algunos peones, -por más que el sol pasara a la sazón por aquel meridiano.

Allí nos guarecimos, sí, los que íbamos a vanguardia, y allí estuvimos como unos príncipes, hasta que llegaron nuestros compañeros y nos relevaron, como era justo; quedándose ellos entonces de guarnición, por otros breves instantes, en aquella umbrosa isla rodeada por un océano de fuego.- Todos a la vez no habríamos cabido.

Partimos, pues, nosotros en busca de otro peñón; -pero ya no encontramos ninguno; visto lo cual, y como prenda de cariño, bautizamos a aquél desde muy lejos con el nombre de Peñón de Zorrilla, en conmemoración de estos dos gráficos versos del príncipe de los trovadores:


[...]
al ronco son de bárbara guitarra,
debajo de un peñón de la Alpujarra.


Pero, si no encontramos otro peñón, en cambio pusimos los caballos al galope (a riesgo de que se asfixiasen), con tal de salir de una vez de aquella insoportable rambla...

Y, en efecto, gracias a un remedio tan heroico, pocos minutos después nos vimos al fin libres de ella, arrimados a una altísima montaña y guarecidos a la sombra de dos o tres corpulentos árboles.

Allí principiaba una cuesta, que se encaramaba desde luego de roca en roca con dirección a las nubes...

-Por ahí tenemos que subir...- nos dijo un alpujarreño.

-¡Mejor! -contestamos los demás, hartos de arena y de llanura.

Era la famosa Cuesta de Barriales.

Estábamos al pie de la Contraviesa.