La última fada/VIII
VIII
Con un grito de ansiedad infinita, de pasión insensata, Isayo atrajo a sí a la Fada, que se dejó ir.
-¿No me conociste? -balbucía ella, envolviéndole en el manto de seda de la cabellera luminosa.- ¿No me conociste, di, amor mío? Yo era quien bajo el nombre y la figura de Tronco, te acompañaba, te defendía, trataba de que el camino te fuese menos largo y las horas menos difíciles. Yo no me separé de ti ni un instante. Yo era Tronco, tu escudero... Y ahora, cumpliendo mi promesa, acudo cuando me llamas... Pero ¿por qué me has llamado? Nuestra pasión es fatal, y te pido, Isayo, que la olvides, como olvidarás la impresión tremenda del baile de los gigantes. En mal hora y con mal sino cuidé de ti; en mal hora también te llevé al castillo de tu padre, a que, desde el seno de la muerte, te armase caballero.
-No digas eso, amada mía, -murmuraba, vibrante de ansiedad y de locura, el paladín. En buen hora te encuentro, en buen hora has vuelto a aparecérteme con tu seductora forma de mujer. Mujer serás para mí, y te amaré como el caballero galaico Mariño amó a la Sirena y vivió con ella largos años de felicidad. Aquí, en esta orilla del mar donde ha transcurrido mi niñez, o en el castillo de mis padres, que reedificaré para ti, habitaremos los dos, olvidados del mundo, en medio de tanta dicha.
-Isayo, sueñas. Tu estás destinado a fazañas mayores que las realizadas aún. Y yo... Yo, en fin, pudiera ser feliz un corto tiempo contigo, pero... era necesario que renunciases el empeño que traes aquí; que renunciases a desencantar a Merlín el protobrujo.
-No puedo, alma querida, -contestó el Triste devorándola a caricias, deshaciéndola contra su corazón. -No puedo... He dado mi palabra, he adquirido ante Dios el compromiso de libertar a Merlín para que sea bautizado. Tengo que salvar su alma, y también la tuya; porque en mi castillo te bautizaré, como el caballero Mariño, en tierras del apóstol Santiago, diz que bautizó a su hermosa Sirena.
La Fada calló. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, su cara palidecía y se marchitaba visiblemente como azucena que acaban de tronchar.
-¡Es el Destino -murmuró- el Destino, que lo ordena! ¡Cúmplase, pues, el Destino!
-¡Sí, tiene que cumplirse! -afirmó Isayo, que ciego de amor no veía la dolorosa y fúnebre calma que la Fada comenzaba a mostrar. -¡Sí, yo debo desencantar a Merlín; pero, mi bien, no sé cómo! De ti espero lo que yo no acierto a encontrar: la fórmula. ¿Qué debo hacer, dímelo tú? Si no lo sabes, busca a la malvada Bibiana, que no tuvo reparo en tratar así a su amante y maestro, y logra de ella que te comunique el secreto y el talismán. Cuanto sea preciso hacer lo haré, aunque hubiese que pasar al través de una hoguera encendida más alta que el faro, o combatir a los gigantes que acaban de rodearme, todos juntos.
Un gemido desesperado se escapó del pecho de la Fada, y halagando con las manos sutiles el cabello rizoso de Isayo, dijo en voz flébil:
-¿Ves la rama que avanza hacia el lado del Norte? En ella suele posarse una tórtola, que arrulla con tono dolorido, tal que rompe las telas del corazón. Si das muerte a la tórtola, cuando entone su amorosa elegía, con su sangre quedará desencantado Merlín. Ya lo sabes. Y déjame que me aleje, doncel mío, porque no quiero ver morir a un ave tan enamorada, tan tierna, tan fiel, tan infeliz...
-¿Volverás? ¿No me dejarás solo mucho tiempo? -imploró Isayo, ciñéndola y atrayéndola a sí.
-Volveré sin tardar -pronunció la Fada con acento inexplicable, en que el misterio de su alma se traslucía. -Cuando hieras mortalmente al ave y desencantes a Merlín, ¡me verás!
Isayo cerraba los ojos para mejor sentir el espíritu de la Fada, a flor de boca. Cuando los abrió, la Fada no estaba allí, y en las ramas del espino se oía, saudoso, el arrullo de la tórtola. El mismo Isayo, que iba a ser su matador, se conmovió de lástima, y hubiera dado algo bueno porque el desencanto de Merlín consistiese en obra digna de un caballero, como pelear con un jayán desmedido, o bajar al fondo de los mares o de una pavorosa sima, y no en herir a mansalva, sin defensa, a un avecilla inocente. Sin embargo, como era preciso resolverse a hacerlo, preparó el arco, que consigo llevaba siempre, provisto de flechas cortas, y guiándose por el canto, pues a la tórtola no se la veía, lanzó certeramente la saeta. Un quejido lastimero se escuchó, no en el árbol, sino a sus pies, y sin intervalo resonó clamoroso, sobrehumano, el tremendo baladro de Merlín.
El blanco espino se había abierto en dos, y el brujo salía, espantable con su cabellera y su barba, blancas como el ampo de la nieve, que le llegaban a los pies, y cubrían su desnudez senil por completo. Apenas se entreparecía el rostro, y las secas manos emergían de las espesísimas envedijadas canas. Era una aparición temerosa y espectral, así a la luz de la luna. Y como el espino hubiese quedado desnudo de la vegetación y la flor que lo cubría, Isayo comprendió que la florescencia del árbol encantado no era sino las canas de Merlín, que salían afuera, como un ruego y una lamentación constante del cautiverio del brujo.
Y cuando Isayo pensó que iba el viejo a darle gracias por su libertad, por el servicio incalculable, he aquí que le ve furioso, esgrimiendo las uñas que medían casi un palmo, crecidas desmedidamente, como la barba y el cabello, y queriendo arrancar los ojos a su bienhechor.
-Miserable, bastardo de Leonís, ¿qué has hecho? -gritaba- ¡La has matado! ¡La has matado! ¡A la última Fada, al genio de Bretaña, a la celeste Bibiana, mi amor, mi estrella!
-¿Yo? -repetía Isayo sin saber lo que pasaba-. ¿Yo? ¡Sí, he lanzado mi saeta contra una tortolilla!
-¡Contra Bibiana, contra la que fue el encanto de mis cansados años, contra Bibiana, la de los cabellos de oro!- repetía frenético el espectro-. ¡Ella me encerró en el espino; pero ella me hubiese soltado al fin, y entonces, con sólo mirarla, hubiese sido más dichoso que el rey Artús en su corte! ¡Oh, Bibiana, hechizo mío, ven, que yo recoja tu postrer mirada!
Y bajándose al suelo, Merlín levantó en sus brazos esqueléticos el cuerpo de la Fada madrina, en cuyo corazón, aún palpitante, estaba clavada la saeta del doncel.
Y al ver éste que, en efecto, era su ídolo, su adorada, la que yacía sin vida por su culpa, exhaló un alarido de espanto, y se arrojó sobre la moribunda, queriendo reanimarla. Y no pudiera hacerlo ni Merlín con su mágico poder, pues el Destino, superior a toda magia, así lo había dispuesto. La última Fada bretona expiraba, y sus ojos verdes se volvían hacia el matador, con luz de pasión inextinguible.
Todavía sus labios parecieron murmurar: -¡Isayo! ¡Isayo!- Y después, sus párpados se cerraron, su aliento cesó.
Merlín lloraba... Resbalaba el llanto por el árida faz, y rodaban por la selva de la barba fluvial, espesa como vedija de carnero, las lágrimas ardientes. Y volviéndose por última vez hacia Isayo, le lanzó la maldición:
-Comido de grajos te veas... Se te vuelva hiel la bebida, y ceniza los manjares... Seas vencido por villanos... Se convierta contra ti cuanto emprendas de bueno... Nombren todos a tus padres para deshonrarlos... Y Artús, que te envió a desencantarme, sea afrentado y convertido después en cuervo...
Isayo huía, perseguido por la cavernosa voz del sortilegio y por el propio horror de su acto. ¿De qué servía la voluntad de hacer bien, de qué el amor puro y santo, de qué la virtud, de qué el valor heroico? Una fuerza desconocida nos lleva y nos guía a pesar nuestro; creemos hacer el bien, y hacemos el daño; vamos a tientas, en la oscuridad, y enviamos la muerte como se envía la caricia, en un instante de error de los sentidos. Pensamos ser nobles paladines, y la mancha de la bastardía y del pecado nos sale a la frente...
Toda la noche vagó Isayo por la gándara desierta, por la costa brava, con impulsos de dejarse caer de lo alto de una roca, al mar que mugía y retumbaba sordamente... Oía dentro de su cráneo como galope de caballos, y su corazón producía un ruido de fragua. Creía ver salir de cada retama la figura ideal de la Fada última, y resonaban en sus oídos las palabras de amoríos y arrullos de tórtola de la hechicera. Pero la gándara estaba desierta, las piedras de los Gigantes inmóviles, y ninguna aparición turbaba la serenidad doliente y árida del paisaje. Con la Fada habían muerto las apariciones, los recuerdos de una edad más romántica, perdida en las nieblas primitivas, cuando Cristo aún no había venido al mundo. Y sentándose en una peña, Isayo lloró como un niño, llamando inútilmente a Bibiana, y hasta invocándola para que apareciese, al menos, en la ridícula figura del escudero Tronco. Nadie contestó a sus gritos. Ya alboreaba, y lentamente se encaminó a la ermita de Angriote.
El ermitaño le dio pan, leche, consuelo. Isayo, se confesó sin ocultar nada, y arrepentido, y más que nunca triste, partió a pie a cumplir su voto de visitar el sepulcro del Apóstol Santiago, en Compostela.