La última fada: Novela inédita (1916)
de Emilia Pardo Bazán
VII

VII

Salió Isayo, en efecto, temprano, oída misa de acción de gracias, que dijo el arzobispo con sublime fervor, y caballero y escudero desanduvieron el camino, no sin algunos encuentros con rezagados y dispersos moros, en que pudo Isayo probar una vez más su arrojo invencible. Ya en tierra francesa, notó que empezaba a correr (a pesar de no conocerse entonces los radiogramas), la noticia de su señalado triunfo; y era grande el júbilo, pues tan amenazada pudo verse entonces Francia como Castilla. Al llegar, por fin, a la Corte de Artús, le recibieron con singulares demostraciones de cariño y de entusiasmo. La gente, en la calle, besaba sus estribos, y las doncellas le sembraban el camino de flores. En su ilusión, suponían que era Isayo, y nadie más, quien había destruido el poder de los mahometanos, como otro Carlos Martel.

Las protestas del doncel no bastaban para impedir los extremos de idolatría. El Rey, aunque más reflexivo, y enterado de la parte que las huestes castellanas tuvieron en la empresa, también le acogió como acogería a un hijo, abrazándole y dándole en el banquete la silla más alta. Ginebra le devoraba con los ojos; y esto fue parte a que el caballero, antes que anocheciese, pidiese licencia al Rey para seguir jornada e irse a dormir al monasterio.

-Empeñada está mi palabra, señor -alegó respetuosamente-, y he de desencantar al sabio Merlín, lo cual redundará en gran beneficio de la cristiandad, y de estos reinos particularmente. Al bautizar al Sabidor se habrán acabado la idolatría y las viejas supersticiones. Con los consejos y ciencia de Merlín, tu reinado, ya tan glorioso, llegará al esplendor sumo. No me permite mi conciencia desatender un instante en esta demanda, ni malograrla por lentitud. Así pues, ¡oh Rey!, déjame besar, en señal de despedida, tu valerosa mano.

El Rey le dio los brazos; la Reina le clavó una vez más los ojos, como si quisiera beberle el semblante, y el doncel salió a rienda suelta, momentos después, hacia el monasterio. El prior le recibió también poco menos que bajo palio; la comunidad se puso en doble fila para saludarle a su llegada, y un viejo, tenido en olor de santidad, murmuraba palabras de misterio. Aquel era el que había vencido a los moros, ¡el protegido del Apóstol de Compostela!

Diéronle la mejor celda, al lado de la abacial; destaparon en su honor frascos de vino añejo, que conservaban para agasajar a los monarcas, y a la mañana siguiente, el abad despidió a su huésped, bien provistas las alforjas, y aun el bolsillo, pues Isayo, a fuer de buen caballero andante, no quería cuidar de tales minucias. Pero antes de que subiese sobre Azor, pidió consejo al abad acerca de la empresa que iba a acometer.

-En Dios y en mi ánima -dijo-, que ignoro por completo cómo he de valerme para el tal desencanto. He orado, por si Nuestra Señora quiere inspirarme, y parece que noto instinto de ir hacia allá, hacia el bosque donde crece el espino mágico; pero es todo lo que se me ocurre, y no sé palabra de lo que tengo de hacer allí. Si de pelear se tratase, sería cosa fácil, y ojalá que se trate de descabezar a algún dragón.

-Hijo mío -declaró el abad-, yo, que me he pasado la noche en oración para que Dios me iluminase tampoco sé qué responderte. No por eso pierdas la fe, ni desmayes, ni temas. Encamínate derecho al blanco espino, y si otro medio no hallas, córtalo por el pie, ya que el sabio está encarcelado dentro.

-Eso haré -exclamó el caballero, y poco después, al trote largo de Azor, se dirigía con Tronco, siguiendo siempre la orilla del mar, hacia el encantado bosque.

-¿Tronco amigo? -preguntó cuando hicieron alto para reparar sus fuerzas-, he visto por experiencia que, además de valeroso y leal, eres de sutil ingenio. Tú no ignoras lo que me lleva hacia el bosque de las Fadas. Quiero desencantar al sabio Merlín, libertarle de la cruel prisión en que la malignidad de Bibiana le ha recluido.

-Cepos quedos -respondió Tronco-. Antes de suponer malignidades, entérate bien de esa historia. Yo he oído decir que Bibiana hizo perfectamente en sujetar a eterna prisión al brujo. Mientras el brujo estuviese libre, la religión cristiana no adelantaría terreno en el país bretón. Y, además, su amor insensato por Bibiana era piedra de escándalo para todos.

-No importa -contestó el Caballero.- He ofrecido al rey Artús el rescate del brujo, y rescatarlo he. Pon en juego tu vivo entendimiento, Tronco, y sácame de este apuro en que me hallo.

Sorprendió a Isayo la pena que manifestaba el semblante, siempre animado de malicia, de su escudero. Era visible que le repugnaba inmensamente la idea del desencanto, aunque no fuese fácil adivinar el por qué.

Caminaron, pues, al borde de la costa brava, durmiendo otra vez en las humildes granjas o en las chozas de los pescadores, adonde no había llegado la noticia de las proezas de Isayo, pero que reconocían en él, con afecto, al caballero de antes, al que un día compartió su frugal pitanza y se hospedó bajo su techo. Los niños le acogían con risas inocentes, y las viejas, dejando la rueca, salmodiaban cosas dulces. Y el Caballero de la perenne tristeza la sentía dispararse al contacto de aquellas almas sencillas, que no le habían olvidado.

Por fin, una tarde, llegaron al paraje en que la Fada madrina dio cita, a su ahijado, un día memorable. Era, ya se recordará, el sitio llamado de la Danza o Corro de los Gigantes, donde se alzaban las enormes piedras que se creían traídas del país de Gales por Merlín, en antiguos días. La vista del extraordinario monumento causó en el Caballero impresión profunda. Los recuerdos se le agolparon. Era allí donde se le apareció, en su radiante belleza, la Fada madrina, suelta la cabellera de fino y cendrado oro, que la vestía de pies a cabeza, y flotaba sobre el candor de su túnica. Y una vez más sintió que sólo a ella podía amar con un amor sin consuelo, un amor de embrujamiento también, de esos que no conocen remedio ni se sujetan a lo que la reflexión puede dictar. Y, concentrando su pensamiento en la memoria adorada, extendió la mano hacia el círculo de las espantosas piedras, y las conjuró a que, pues estaban colocadas allí por artes y hechicerías de Merlín, le sugiriesen el modo de desencantarle, siquiera por ley de gratitud.

Era ya noche cuando formuló este deseo Isayo. La luna acaba de asomar, como ligera hoz druídica, pronta a cortar, del árbol del Dios sanguinario, el sacro muérdago de los celtas. Y a su claridad débil vio un extraño espectáculo el Caballero. Las piedras del Corro de los Gigantes, que conmemoraban la gloria de los guerreros muertos, empezaron a oscilar ligeramente, con acompasado ritmo. Era la trepidación que acompaña a los primeros momentos en que tales piedras enormes se animan y ejecutan su baile terrible. Poco a poco, los colosales monolitos adquirieron velocidad, como si saliesen de un secular sueño y quisiesen recobrar la vida que yacía oscuramente en sus entrañas de piedra. Cabeceaban ya, sobre su base hondamente enterrada, y algunas veces se entrechocaban en el cabeceo, produciendo ruido como el de los escudos heridos por las lanzas, o como el fragoroso rumor de los ejércitos que uno contra otro se precipitan. Al fin, a fuerza de trepidaciones violentas, en que se inclinaban hasta el suelo, lograron las piedras arrancarse y soltarse totalmente, libres para la danza, que emprendieron con furia. Isayo, helado de terror, las vio correr como si fuesen ligeros corzos, y notó además que adquirían forma humana, rudimentaria y tosca. Parecían guerreros, armados de mazas, lanzas y espadas disformes, coronados sus cascos de laureles, mayores que arbustos, y, bajo los laureados yelmos, el rostro era una calavera de huecas pupilas. Los heroicos gigantes se habían convertido en esqueletos, como Tristán de Leonís, y el amor y la gloria se resolvían en eso, en huesos secos, tal vez en almas condenadas. Así pensó Isayo, mientras los gigantes danzaban furiosos, blandiendo las armas y estrechando su corro alrededor de Isayo espantado de lo que veía. Sí, los gigantes iban rodeándole, juntándose cada vez más. Parecían sus faces (como las de toda calavera) reír sarcásticamente, mientras sus descomunales brazos amenazaban. La espantosa pared de esqueletos se unía, el corro estaba ya tan junto, que el doncel se veía estrujado por las piedras vueltas hombres, y sentía correr el sudor por su rostro, y entrechocarse de pavor sus dientes. Hay casos en que, por muy caballero andante que se sea, y muy impávido que se tenga el corazón, se siente el desmayo ante una fuerza sombría que nos subyuga. Isayo no pudo ver con tranquilidad cómo se le echaba encima el Corro de los Gigantes, y gritó, con la angustia del que se ahoga:

-¡Madrina mía! ¡Madrina de mi alma! ¡Acórreme!

Cesó como por encanto el ruido; cada piedra volvió a su lugar; la luz de la luna alumbró el reposo eterno de los enormes postes de granito, y de unos copos de vapor surgió la Fada, suelto el pelo, flotante la blanca túnica, al cinto la hoz tradicional.

Si Isayo estuviese menos conmovido observaría que su escudero Tronco faltaba de allí. Pero no tenía ojos ni corazón sino para la madrina, dudando aún de la felicidad de tenerla al alcance de sus brazos.