La última fada: Novela inédita (1916)
de Emilia Pardo Bazán
VI

VI

Ya se deja entender qué regocijo habría en Burgos con haber recobrado a la Infanta, y también la villa de Nájera. Con la tazaña del Caballero Triste, y el regocijo que en Burgos siguió a ella, cobraron ánimos los cristianos de todas partes, y en tropel, armado cada cual como pudo, se dirigieron a la ciudad para ofrecerse al Rey, rogándole que marchase sobre los infieles hasta arrojarles de astilla y darles un buen escarmiento.

Estaba el Rey más inclinado a celebrar con festines el fausto acontecimiento del rescate de su hermana y cobro de la villa que a salir a padecer las incomodidades de una campaña que podía ser larga y hasta acabar en mal suceso para las armas de los castellanos. Y no juzgue nadie por esto que el rey Juan fuese cobarde. Al contrario: había dado señales claras de no estimar en mucho la vida y realizado sus correspondientes proezas. Pero si no temía a la de la guadaña, temía en cambio a las molestias y privaciones, y diera cuanto hay en el mundo por no sufrirlas. Sin embargo, como Isayo le animase y hasta le reprendiese respetuosamente su pereza, el rey Juan acabó por resolverse a la campaña, y, resuelto ya, demostró un celo y un entusiasmo realmente laudables.

Antes de emprender la jornada, anunció a condes y caballeros y a sus buenos burgaleses, por pregones de heraldo, cómo el caballero Isayo de Leonís llevaría en su escudo, desde hoy más, la figura de una Infantina, y a sus pies muchas testas de moros cortadas, y que, al volver vencedores de los sarracenos, se celebrarían en Burgos grandes fiestas para solemnizar las bodas del caballero Isayo, Príncipe de Bretaña, y la Infanta doña Mayor de Castilla.

Isayo escuchó el pregón de mal talante, pues cada día estaba más convencido de que no era por la Infanta por quien ardía su corazón, sino por la misteriosa Fada, la de los cabellos de luz. No obstante, se consoló pensando que aún no estaba hecho el desposorio y que ahora sólo importaba dar fin de los moros, en servicio de Dios y también, indirectamente, del Rey Artús.

Empezaron, pues, los aprestos, y la buena ciudad de Burgos ofreció golpe de escudos de oro para armar convenientemente a tantos como acudían a alistarse para la común empresa. Isayo organizó la caballería, y el rey Juan se puso al frente de arqueros y peones. Los herreros no cesaban de forjar lanzas y hierros de flechas, rodelas y capacetes. Las mujeres confeccionaban, con cerro y telas de estopa, unas como corazas, defensivas de los dardos y viras agudas. Los monjes enviaron a sus novicios más fornidos y alentados para combatir, con provisiones de medicamentos y yerbas salutíferas, toneles de vino y grandes cargas de tocinos y cecinas. Iban llegando de muy lejos los señores y condes, con sus pendones y calderas, y sus mesnadas, impacientes de pelear.

Salidos no se sabe de dónde, algunos franceses acudieron a presentarse a Isayo ofreciendo su espada.

Burgos estaba lleno de ruido, de actividad, de marcial alegría. En la Catedral, que no se cerraba de día ni de noche, ardían centenares de cirios, y la salmodia de los rezos remedaba el zumbido profundo de los enjambres.

Y por fin, una mañana se puso en marcha el ejército. Las campanas volteaban, y entre la multitud se oían lloros y también exclamaciones de esperanza y aliento. Las mujeres alzaban en brazos a los niños para que los padres y hermanos los viesen todavía una vez. Dos abades mitrados bendecían a las tropas. El arzobispo no bendecía porque iba, en su mula bien engualdrapada, al lado del Rey, dispuesto a lidiar como cualquiera. En el arzón de su silla, una virgen de marfil iba guardada en su caja de tafilete, y en un saquillo el cáliz, a fin de poder decir misa.

La Infantina, desde el balcón de palacio, agitaba, deshecha en lágrimas, su pañizuelo orlado de randas ricas. Isayo hacía corbetear a su bridón. Franqueó las puertas de la ciudad el torrente de hombres y caballos y se derramó por el campo amarillo, donde el trigo acababa de ser segado recientemente. Los villanos salían a la calzada, en fila doble, a ver pasar a los que habían de salvar para siempre sus cosechas y sus vidas. Un labrador, mozo y bien formado, corrió al pueblo a pedir prestada una lanza herrumbrosa, y se incorporó a la tropa, cantando alegremente.

Caminaron tres jornadas arreo, hasta que las avanzadas y descubiertas avisaron que se divisaba el ejército de los moros. Era tan numeroso, decían, que cubría toda la llanura en incontables huestes de a pie y de a caballo. Tronco, ligero como un jimio, se adelantó y pudo traer nuevas animadoras.

-Muchos son ¡oh Rey! -vino a decir-, pero tantas son las espigas y el segador las siega juntas. Muchos son, pero veremos a la hora del ataque cuántos permanecen, porque son gente allegadiza, y hay no pocos judíos.

En efecto, los infieles habían realizado un esfuerzo decisivo para dominar Castilla de una vez, y aprovechando la victoria, volverse contra Francia, país rico, que despertaba su codicia. Don Juan se encomendó a Nuestra Señora; Isayo pensó en la rosa que llevaba oculta y que no se marchitaba jamás; y la muchedumbre cristiana gritó electrizada: «¡Santiago, y a ellos!».

Al nombre de Santiago, Isayo se estremeció. Le había referido Angriote la leyenda del Apóstol gallego, y no ignoraba que en las formidables batallas donde corre peligro la Cruz no se desdeñaba el mártir de pelear por los suyos.

Metió espuelas a Azor, diciendo que quería ser el primero en retar a los infieles. Y hallándose ya buen trecho a campo raso, dio voces, y lanzó su guantelete, gritando que retaba a singular batalla al telón Almilihacen Quevir, raptor de doncellas, y que allí no lograría escapársele, según en Nájera había hecho. Y como los moros no ignoraban las leyes de caballería, y las practicaban también a veces, he aquí que Almilihacen Quevir en persona, rigiendo un potro cordobés, enjaezado con ricos arreos, salió al frente, y su escudero recogió el guante que había arrojado el cristiano, en señal de que aceptaba el desafío.

Los dos ejércitos suspendieron la marcha, y se estableció maravilloso silencio. Salieron a un tiempo ambos desafiados, al galope de sus monturas, bajas las lanzas; y al encontrarse, dieron con ella en los escudos sonoro golpe. Pudo ver Isayo que su adversario era membrudo y alto, con ojos de fuego y cara grave, barbuda. Distraído en contemplarle, no previno el segundo bote de lanza, tan recio, que le quebró el escudo en dos, y a poco más le pasa el costado. Tiró entonces el Triste de la espada, y con rapidez asombrosa, descargó un tajo sobre el yelmo del moro, tal que le hendió; y entrando el acero hasta el cráneo, y descubriendo los sesos, cayó de su caballo el infiel, con los brazos abiertos, como buzo que se arroja al mar. Isayo, con no vista rapidez, saltó entonces de su montura y, despojando al moro de la gola, segó la cabeza, la levantó en alto, destilando sangre, la colgó del arzón y, cabalgando otra vez, volvió grupas, perseguido ya por una nube de flechas; porque la multitud no entiende de caballerías, y aun cuando no era cortés atacar al que en buena lid había vencido, lo que deseaban era acabar con él, en venganza de la cruda muerte de su jefe Almilihacen Quevir. Y, a su vez, el ejército cristiano, indignado, y engreído por la victoria del que ya llamaban el Caballero de la Infanta, se arrojó con ímpetu sobre la morisma. Eran uno contra cinco los de la Cruz, pero sentían algo misterioso que parecía anunciarles ya el triunfo completo, esplendente.

La pelea duró hasta que el sol declinaba. Prodigios de valor se hicieron por una y otra parte, y en el campo seco y en rastrojo, reflorecieron a miles las inmensas amapolas de la sangre. Los caballos tenían rojas las patas, y a muchos les llegaba hasta el vientre. Las espadas estaban melladas de tanto hundirse en la carne y cortar hasta el hueso. Todavía, sin embargo, no se había decidido definitivamente la victoria. Había momentos en que la superioridad del número desconcertaba a los cristianos. El rey Juan, herido de flecha en un hombro, desmayado con lo agudo de los dolores, había sido retirado a distancia a su tienda, y los físicos, le aplicaban ungüentos a la llaga, después de haberle arrancado la aguda punta. Isayo tomó el mando y se metió una vez más entre las haces moras realizando supremo esfuerzo. Las abría como la proa del barco abre las olas, pero, como ellas, volvían a cerrarse. Tronco, a su lado, cubriéndole con su deforme cuerpo, manejando un puñalete de seguro golpe, se le acercó al oído.

-¡Isayo de Leonís! ¡Llama al Señor Santiago! Yo no puedo. ¡No he recibido el bautismo!

Isayo llamó, en efecto, al Apóstol tres veces, en voz suplicante. Sus huestes secundaron el grito.

-¡Señor Santiago! ¡Señor Santiago! ¡Ejeya! ¡Válenos, que somos los tuyos!

Y allá donde el poniente se teñía de flamígeros arreboles, entre las nubes de rosa y rubí, un blanco corcel pasó, llevando por jinete a un peregrino de manto también blanco, con espada desenvainada que blandía sobre los moros. El cielo resplandecía más, con claridad deslumbradora, por donde el corcel pasaba, y se veían detrás de la figura del Santo como abismos de luz, y en el suelo las haces de moros, de pronto, caían segadas como mies, mientras otros, en tropel, huían despavoridos. Los cristianos gritaban locos de gozo:

-¡Santiago! ¡Santiago! ¡Victoria!

Isayo, atónito, no apartaba los ojos de la aparición, visible sólo para él, adivinada por los demás... Echó pie a tierra, se arrodilló en el sangriento suelo e hizo voto de ir en peregrinación a Compostela, tan pronto cumpliese la otra oferta de desencantar al sabio Merlín para que fuese bautizado. Vestiría la esclavina, cosería a ella las conchas, empuñaría el bordón, humildemente, e iría a dar gracias al gran Caballero andante de los aires, al que vuela sobre los campos de batalla y recoge las almas de los que mueren defendiendo a la Patria y a Dios.

Cerraba la noche cuando el ejército cristiano empezó a darse cuenta de lo que había sido la jornada. Millares de moros yacían en montones. Un botín inmenso sería recogido al día siguiente y distribuido según justicia. Los moros que huían a la desbandada, heridos y con el alma afligida, eran muy pocos. Tal triunfo, no visto desde los días del Campeador, era de capital importancia para la seguridad de Castilla, y no de Castilla sólo. Así se lo dijo al Rey el Caballero Triste al pedirle licencia para partir al día siguiente muy temprano.

-¿Y cómo quieres partir ahora, anunciado tu enlace con la Infanta, cuando vamos a festejar en Burgos el triunfo señalado, en tanta parte, obra tuya?

-Mía, no -declaró Isayo-. El Señor Santiago y Santa María lo hicieron. Y respecto a mis bodas, has de saber que yo no merezco a la Infanta.

Envenenada mi sangre, desde el nacer por el mismo filtro que perdió a mis padres, amo a una mujer... que ni mujer es siquiera; que acaso no pertenece a la humanidad. No puedo explicar mejor lo que me pasa. Te ruego pidas a la señora Infanta que me otorgue su perdón, y piense alguna vez con bondad en su caballero, que la libró del moro y pugnó por ella, y que rece frecuentemente por Isayo de Leonís. Y ahora considera también ¡oh gran rey de Castilla! (que desde hoy eres más grande), cómo estoy obligado a llevar a mi señor Artús la respuesta al mensaje con que me despachó, y cómo tengo un voto que cumplir en Bretaña, y es el desencanto del sabio Merlín. No sienta bien a los andantes sumergirse en las delicias del matrimonio, y mira cómo al Cid, por sus hijas le vino afrenta. El andante, suelto y señero. Adiós, rey don Juan... No desaproveches la victoria. ¡Adelante!