La última fada: Novela inédita (1916)
de Emilia Pardo Bazán
IV

IV

Al salir al patio de armas vio Isayo una contrahecha figura, que tenía del diestro a dos caballos enjaezados para jornada, sobre cuya grupa pendían repletas alforjas. Porque todo eso de que los caballeros andantes no comían y no se preparaban a las caminatas por riscos y breñas llevando alguna refacción y reparo en el estómago, es fantasía. Por mucho que las fadas protegiesen a Isayo, él no era un espíritu puro, sino un arrogante y viril mancebo, y no sería buen comienzo de fazañas morirse de hambre.

Uno de los caballos era de magnífica estampa; el otro, menos gallardo pero recio y fuerte.

-Caballero, amo mío -dijo el contrahecho-, aquí tienes a tu escudero fiel y a tu corcel de batalla, que se llama Azor, como yo he por nombre Tronco. Y me llaman así porque soy un tronco mal formado, y me adorna una joroba doble. Pero cata que de entendimiento no soy corcobado, y sé donde el zapato me aprieta. Cabalga, pues, caballero, y los ángeles caminantes nos guíen.

Un momento quedó suspenso Isayo. No sabía de cierto adonde dirigirse. Arrancó entonces una hoja de la rosa que había guardado, y soltándola al aire, marchó en la dirección que tomó la hoja, siguiéndole su escudero, paso a paso.

Cabalgaron algunos días, recorriendo la tierra de Bretaña, sin encontrar aventura digna de referirse. Las calzadas eran áridas y pedregosas, las florestas intrincadas y salvajes; en algunas las musgosas piedras consagradas a Teutates se erguían aún. Los aldeanos, greñudos y con anchas bragas, sembraban, araban, destripaban terrones; niños de cabellos embrollados jugaban a la puerta de las chozas; las mujeres, de cofia blanca, hilaban lentamente; y, a la hora de ponerse el sol, caballero y escudero pedían hospitalidad en alguna granja, y cenaban leche y pan de centeno, o la frugal sopa de coles. Tronco, que era en verdad ingenioso y fértil en recursos, entretenía la velada, hablando a los aldeanos de las fadas que antaño vivían en los estanques y en los arroyos, y del corro de los Gigantes, que un día habrán de ser desencantados, y de Armórica y de Caledonia harán los países más poderosos del mundo.

En las pobres viviendas admiraban la belleza del joven caballero y la rara figura y el despejo de Tronco. Este tenía un semblante avispado y picaresco; cortejaba en broma a las granjeras y recitaba «lais» a las mozas; refería las vidas de los santos y las penitencias y virtudes de los eremitas y cenobitas; hacía cruces de caña y caballos de palo para los chiquillos. Y atizaba el fuego y hasta preparaba el pote, picando las berzas del país. En todas partes hubiesen querido que los andantes se quedasen un par de días siquiera; pero Isayo sentía una inquietud, un ansia roedora, ansiaba saber la historia detallada de sus padres, y quién era el malsín que había herido con espada envenenada a Tristán de Leonís flor de la Caballería.

Había mandado a Tronco que puliese la espada encontrada en el sepulcro, y al verla tan brilladora, soñaba con aventuras extraordinarias en que servirse de ella. La quería teñir inmediatamente de sangre de follones y malandrines, y descabezar con ella a algún jayán descortés, o a una tarasca enorme, un cocodrilo como el de Santa Marta.

Por fin, una tarde, cuando fatigados de la jornada buscaban amo y escudero albergue donde pasar la noche, divisaron la mole de un monasterio. Era un edificio grandioso, y lo rodeaba bien cultivada vega, huerta y bosque, pues los monjes fueron los primeros que entendieron de estas cosas, y practicaron y enseñaron la agricultura y hasta la jardinería; pero como los tiempos eran de hierro, y los piratas se metían tierra adentro a saquear, habíase convertido el monasterio en una fortaleza, y lo guarnecían muros recios, con troneras y cubos. Tampoco esto del monasterio tenía nada de singular aventura; pero Tronco dijo a su joven amo que convenía reposar un poco allí, siquiera para lavarse la ropa, y dormir en buen aposento lo menos un par de noches.

Recibió a los viandantes el mismo abad, anciano y afable, que les condujo a espaciosa celda, y les ofreció para su servicio cuanto el monasterio contenía.

-Yo -dijo, cuando hubo repuesto sus fuerzas Isayo con parte del contenido de un olifante de vino generoso y el costillar de un puerco, asado delicadamente- te he conocido, caballero Isayo, por el semblante. Eres vivo retrato de tu incomparable padre, el jamás vencido Tristán de Leonís, sobrino del rey de Cornualla, y uno de los tres príncipes bretones. ¡Ay, hijo mío! ¡Sólo la brujería y las artes del infierno pudieron hacer que cayese en tan graves pecados, que acaso se haya perdido su pobre alma! Mucho le exhorté cuando te vi herido, de mala herida, por la villanía de un traidor. Pero no conseguí apartar un instante su pensamiento del recuerdo y el anhelo de tu infortunada madre, y en verla por última vez se cifraba su afán. El filtro que le corría por las venas seguía ejerciendo sus efectos malditos. Y como esperaba, en el patio del castillo, que el vigía le anunciase la llegada de la nave donde venía Iseo, siendo la señal una bandera blanca, hubo una persona que, extraviada por los celos, ¡perdónela Dios!, ordenó que dijesen a Tristán que el barco traía bandera negra, y tu padre expiró desesperado de no ver a Iseo la postrera vez... Momentos después, Iseo, que no le encontró vivo, murió abrazada al pobre cuerpo. He aquí, joven caballero de Leonís, la tristísima historia de los Amantes. El mismo esposo de Iseo no tuvo valor para separarlos, y juntos los hizo enterrar.

Isayo escuchaba estremecido el relato del venerable monje. Inclinándose, besó las manos que habían querido absolver a su padre, y no pudieron hacerlo porque los sortilegios lo impedían. Una idea germinaba en su mente. Por el monje lograría saber nombre del felón que hirió a Tristán con arma enherbolada cuya herida es incurable. Se llamaba Moriote, ¡hijo mío!, y tu padre, al sentirse herido, le atravesó con su lanza. Aparta de tu corazón la idea vengadora que estoy leyendo en tus ojos. Más altas empresas te están reservadas. Ya no puedes vengarte de nadie: el traidor ha muerto; la esposa legítima de tu padre, Iseo la Rubia, ha entrado en el claustro arrepentida, y el rey Marco, esposo de tu madre, ha sido tan noble, que mandó enterrar unidos a los que se amaron. Piensa en otros hechos que ilustren tu nombre.

-Es mi mayor deseo -exclamó con entusiasmo Isayo-. Dime cuáles son esas empresas, y aquí está mi brazo para ir en su demanda.

-Pues bien, hijo mío, ya que todo el ardimiento de tu padre se ha trasmitido a ti, y ya que vas a empezar tu vida de novel caballero, oye lo que un pobre viejo te aconseja... Guárdate, lo primero, de entregar tu alma a un amor impuro. Conserva como la azucena tu corazón. Dícese que han de ser enamorados los caballeros, pero con honesto enamoramiento, que puedan publicar en todas partes. Teme al filtro que a tu padre dieron a beber, porque yo sé, yo aseguro, que del filtro y no del herida vino a morir. Esa era la verdadera ponzoña que discurría por sus venas. Pon tu pensamiento más arriba, y sabe que los moros de la Península quieren asaltar a Francia y hacernos esclavos de la detestable secta de Mahoma. Si el rey de Castilla no los derrota, una vez más, aquí les tendremos. No faltará quien le resista, pero tú debes ir a la cabeza. Y aún hay otra empresa digna de ti: acabar con el poder de la magia, enemiga de Cristo, desencantando al sabio Merlín, encerrado por una mala fada en el tronco de un espino, y que desde allí exhala alaridos horribles, una vez al año, en el aniversario de su encarcelamiento.

-Por cierto, que he oído el baladro de Merlín -declaró Isayo-, y es cosa que cuaja la sangre... Pero, o mucho me engaño, o ese anciano Merlín, a su vez, es un nigromante de tomo y lomo, un brujo peor que los restantes, y a más un bellaconazo que, a pesar de sus años, andaba en tratos con la fada Bibiana, que dicen es la misma que le encerró en el árbol, en pena de sus muchas picardías.

-Cierta es la historia -repuso el prior-, y Merlín ha cometido pecados graves, y ejercido cual ninguno los sortilegios; pero cuando fue preso en el árbol, se arrepintió sinceramente, y, si a nadie se lo dices, te contaré que se me ha aparecido en sueños, una noche de esas en que exhala su baladro, y me ha pedido que implore del cielo su libertad, pues desea bautizarse y finar como cristiano, renegando de sus ídolos y olvidando sus antiguos poemas de bardo, en que cantaba la idolatría.

-Siendo así -declaró Isayo-, yo haré cuanto esté de mi parte para desencantar al sabio Merlín y rescatar su alma. Y en cuanto a la guerra con los sarracenos, dispuesto estoy a ella; pero deseo saber dónde están y quiénes son los principales cristianos que se disponen a defender la misma santa causa para ir en su compañía; porque si sienta bien al caballero andante realizar sus proezas solo y cubrirse solo de gloria; nunca se habrá visto que un caballero nada más venza a todo un ejército; y por eso, si he de escarmentar a los infieles, díganme donde están las banderas que he de seguir.

-Has hablado con cordura que supera a tus años, hijo mío -declaró afectuosamente el abad-. Voy a responderte. A pocas leguas de aquí hay una ciudad fuerte y torreada que se llama Camalón, y es corte del rey de Bretaña, el tantas veces insigne Artús. ¿No ha llegado a tus oídos su nombre?

-Mi ayo Angriote -respondió el doncel- me habló del rey Artús como se habla de los héroes. Me dijo que era el defensor de la libertad de Bretaña, el caudillo de nuestra gente, nuestro defensor.

-Así es, y por él los sajones no son ya nuestros amos. Ha vencido a los siluros y a otros invasores también muy feroces, los caledonios y los pictos; por cierto que llegaron hasta este monasterio con ánimo de quemarlo, pero nos resistimos con la ayuda de Dios; y, después el rey Artús, en campo raso, los hizo polvo. Él también restableció el culto, porque esos invasores eran idólatras, y preparó a toda Bretaña para la resistencia, caso de necesidad. Todos los monasterios se han convertido en fortalezas por mandato del buen rey. A su corte debes dirigirte, hijo mío. Así que traspongas la selva que ves, al Oeste de esta santa casa, hallarás una calzada, construida también por el rey. Siguiéndola, llegarás a la ciudad; yo te daré unas letras para el Mayordomo de palacio que te sirvan de recomendación. Ahora te bendigo, para que el Señor te libre de las tentaciones propias de la mocedad y no sufras lo que sufrió tu padre. Mira que en las cortes hay mucho engaño y no poca malicia, y los sentidos halagados arrastran a los abismos del mal. El palacio del rey está lleno de peligros. La reina Ginebra es hermosa y gusta de danzar y divertirse. Encomiéndate a Santa Ana y piensa que la virtud del alma acrecienta la fuerza del brazo.

Y como el doncel refiriese esta conversación a su escudero Tronco, el corcobado se echó a reír donosamente, y dijo en son de mofa:

-Doncel, deja a Merlín en su árbol, que bien se está allí y bien merecido lo tiene, y no imagines que en los palacios está especialmente el demonio. ¡En todas partes se cuela el muy truhán!

Siguió el Caballero Triste las instrucciones del abad; traspuso la selva (la más espesa de las siete de Bretaña) y entró en la calzada, donde ya vio señales de la grandeza de la capital de Artús. Aldeanos y aldeanas llevando provisiones, gallinas, huevos, verduras; señores que salían de caza, halcón en puño, grandes carretas de bueyes, cargadas de paja y de avena, para pienso de caballos; viviendas apiñadas a la orilla del camino, y de trecho en trecho algún castillo que servía de avanzada para casos de invasión. A la puerta de estas atalayas, los soldados jugaban al cubilete con jarros de vino gris sobre la mesa, y tazas de barro, para apurarlo alegremente. Isayo sentía una impaciencia que le obligaba a espolear a Azor, aunque el generoso bruto no lo había menester.

Divisaron al fin las murallas, sólidas y anchas, pobladas de centinelas, que guardaban los cubos y el larguísimo tramo del reducto, y entraron en la ciudad populosa, animada, en que resonaban las campanas de los templos llamando a misa, y el griterío de las mujeres que vendían en el mercado las cosas más heterogéneas: herramientas, rejas de arado, cedazos para la harina, zuecos, hortalizas y algún ganado para el matadero. Aunque estaban acostumbrados los burgueses de Camalón a ver pasar cada día caballeros que iban a visitar a Artús y ofrecerle su espada, el gentil continente de Isayo y la soberbia estampa de su corcel arrancaban frases de admiración y simpatía a las hembras, y la rara catadura de Trono provocaba carcajadas y cuchufletas, a las cuales el escudero contestaba con mordaces dichos.

Isayo se internó en el corazón de la ciudad, asentada en una colina; en lo más alto se divisaban los palacios del Rey formando como otra fortaleza, porque los cercaban murallas y los defendían cubos, previsto, sin duda, el caso de que, rendida la ciudad, hubiere que sostenerse allí como último refugio. Inmensos silos y bodegas aseguraban los víveres, y dentro del mismo recinto manaban fuentes; no era fácil atacar a Artús por la sed.

Isayo hizo presentar al Mayordomo de palacio, el conde Norandel, las letras del abad, y sin tardanza salió a las almenas un enano que tocó tres veces un largo cuerno, anuncio de que se abrían las herradas puertas y se alzaba el puente levadizo. Recibió el Mayordomo muy cortésmente a Isayo y le hizo pasar a unas salas bajas, donde se agrupaban doncellas ataviadas con primor, y suelto el cabello, que ceñía a las sienes estrecho aro de oro. Y las cabelleras, muy perfumadas, eran de los colores de la endrina, la miel y el trigo; pero al verlas, acudió a la memoria del doncel otra cabellera desatada, luenga, de suaves ondulaciones, que flotaba sobre una blanca túnica, a la luz lunar, y comprendió que tenía demasiado vivo el recuerdo de su fada madrina. Su corazón se agitó. ¿Cuándo volvería a verla? Sólo podía llamarla en un caso extremo...

Las doncellas cuidaron del doncel con solicitud, mientras los palafreneros acomodaban a los caballos, y Tronco era acogido con regocijo sumo en las regias cocinas por la hueste de marmitones. Fue Isayo lavado, inundado de perfumes, peinados sus rizos, pulidas sus uñas y manos, que esto se hizo en todo tiempo en las cortes, donde tiene su asiento el cuidado y policía de la persona. Y ya bien atildado y atusado el mancebo, le introdujeron a la presencia de los Reyes, que le recibieron con agasajo, y le preguntaron, ante todo, su nombre y familia.

-Ilustre es mi linaje- respondió el Triste-, pero no lo quisiera revelar hasta que pueda poner empresa en mi escudo por haber realizado alguna fazaña. Varias hice, cuando aún no estaba recibido en la Orden de caballería; pero tú bien sabes, oh noble Rey, que lo hecho por hombre que no esté armado caballero es como raya en el agua o pisada en la arena, y no merece archivarse en la memoria de los hombres.

Artús escuchaba pensativo. Era de edad ya madura, cabello y barba grises; pero respiraba toda su persona energía y vigor, y se veía en él, desde el primer momento, al monarca que funda los destinos de una raza, que levanta a los pueblos a la dignidad de la Historia.

-Doncel -murmuró al fin-, toda acción heroica, ejecútela caballero o villano, debe recordarse y ensalzarse. Cuanto más, que ni el señor rey Alejandro el Magno, ni el señor Darío, ni ninguno de los famosos paladines de la antigüedad estaban, que sepamos, armados caballeros, ni aun se conocían en su tiempo las leyes de la andante caballería. Los héroes son anteriores a la andante caballería, según se me alcanza.

-No en balde dicen que eres un gran sabio, buen Rey -contestó el mozo inclinándose-, y yo reconozco que he errado de medio a medio. No obstante, hoy son los caballeros los que sostienen las demandas, y yo vengo aquí resuelto a auxiliarte en la que tienes emprendida contra los moros de Iberia, que se aprestan a caer sobre estos reinos francos.

-Bien habla el doncel -opinó melosamente la reina doña Ginebra, que desde que había entrado el apuesto garzón, no le quitaba ojo-. Y con tal ayuda como la suya, me parece ¡oh gran Rey!, que tienes segura la victoria.

Isayo la miró agradecido. La Reina estaba en la edad en que los frutos se sazonan y los dora esplendoroso el sol, no poniente aún. Su hermosura, de las más espléndidas que conoció Bretaña, no decaía, y la sostenían, y hasta la aumentaban, hábiles artificios de sus esclavas orientales, diestras en aplicar a la cabellera mixturas que encubren la indiscreción de las canas, y a la tez afeites que la hacen fresca como la flor con rocío. Sobre el escote cuadrado del traje de velludo verde aforrado de armiño, caían, realzando lo blanco de la pechuga, sartas de perlas preciosas. Al responder a la mirada de gratitud del caballero con otra prolongada y cálida, la Reina sonreía, y sus dedos acariciaban los sartales, como desearía entrejugar con los rizos del Triste.

-Doncel -advirtió el Rey-, pues piensas ayudarme en tal empresa, y quieres ganar prez antes que eches barba, te confiaré una peligrosa misión. Irás a España a llevar un mensaje mío al rey Juan, que estará en Sansueña o en Burgos. El Rey me ha prometido que marchará contra los moros, juntando un ejército formidable, y que, escarmentados allí, no podrán asomarse aquí. Este mi deseo es útil, ante todo, al rey Juan y a la cristiandad de España, y el rey Juan es valeroso campeador, pero remiso en activar campañas. Esto, para tu gobierno te lo digo. En un pliego llevarás mis instrucciones y la recomendación de tu persona.

-Esposo mío -interrumpió Ginebra-, ¿no fuera mejor conservar a vuestro lado al Caballero Triste, que con su valiente espada puede acorreros tanto?

-Bien sabemos lo que hacemos, esposa mía -decidió severamente Artús, que había notado siempre en su mujer inclinación a que permaneciesen en la corte los caballeros apuestos y gentiles, y andaba muy barba sobre el hombro y con ojos hasta en la nuca-. Y vos, doncel, descansad a vuestro talante esta noche, y mañana, al rayar la aurora, venid a pedirme la venia y el pliego.

Con esto salieron a esparcirse por los jardines, y las damas y doncellas de la Reina, así como los pajes, le llevaron a unas espesuras de arbustos muy olorosos, y entretuvieron las horas que faltaban para la cena cantando canciones y endechas de amor y tocando la vihuela y el laúd blanda y deliciosamente. Isayo sentía deslizarse por sus venas una dulce molicie, una onda de juventud vibrante. Las damas de Ginebra eran fembras placenteras y de gauda condición, y sus dichos y agudezas disipaban la melancolía, a la cual el doncel era inclinado. Cuando más entretenidos se hallaban en coplas y músicas, se presentó el Rey y llamó a Isayo, llevándosele hacia la soledad de un camino cubierto, practicado bajo la línea del reducto. Sin manto ni corona, vestido sólo de ligeras mallas, inspiraba más confianza Artús.

-Doncel Triste -murmuró el Rey cuando estuvieron donde nadie podía oírles-, al pronto no había reparado en los rasgos de tu faz; pero ahora he caído en cierta semejanza con alguien a quien he conocido mucho... Y ya no puedo dudar: tienes el mismo semblante del gran paladín Tristán de Leonís, cuando era mancebo como tú. Eres, sin duda, el desdichado niño a quien la esposa de tu padre hizo abandonar en la linde de un bosque para que lo devorasen las fieras. Eres la única sangre que resta en Bretaña de aquel héroe y príncipe.

-Su hijo soy, en efecto -balbuceó Isayo.

-Pues sufre que quien es tan mayor que tú en años te recomienda que imites a tu padre en sus encumbrados hechos; pero no en lo que causó su desventura y temprana muerte. Guárdate del dragón de las pasiones, que ronda buscando presa. Y no te digo más, que tu discreción ha de igualar a tu valentía y a lo ilustre de tu estirpe.

Aquella noche, después de la cena, de exquisitos manjares y añejos y ardientes vinos, se retiró Isayo a su aposento, no sin haber besado con respeto la mano de la Reina y del Rey. A su puerta, sobre pérsica alcatifa, se tendió Tronco, el escudero, puñal en cinto.

-Aquí no has menester guardarme, buen Tronco -declaró Isayo-. Ningún peligro me amenaza.

-Más peligros se corren a veces en los palacios, señor, que en los despoblados -afirmó Tronco-. Bien se ve que eres nuevo en estas andanzas. Pero duerme tranquilo hasta el alborear, que Tronco está aquí para que nada malo te ocurra, y para despertarte cuando sea hora de que te ciñas la espada y calces las espuelas.

Sería por filo la media noche, cuando Tronco, que dormía con sólo un ojo, como las liebres, oyó a la puerta del aposento un ruidito muy suave, como de pasos tácitos y femeniles, y el arañar de una manecita con uñas finas, al mismo tiempo que una fingida tos. Se puso en pie y entreabrió la puerta, detrás de la cual estaba una mujer, cubierta la faz con espesos cendales, que le hizo seña de guardar silencio.

-Buen escudero -dijo en voz tan queda que parecía un susurro-, di a tu amo, el Doncel Triste, que una dama desea confiarle el secreto de su pecho afligido y ferido de punta de pena... Que ha menester que la acorran en su cuita, y que sólo el Doncel Triste puede poner remedio a una gran desventura.

La faz maliciosa de Tronco adquirió una expresión digna de ser reproducida por los imagineros que tallaban en piedra y en madera las faces muequeras y burlonas de monos y sabandijas. Iniciando una reverencia irónica, declaró:

-Noble dama, volveos a vuestro camarín, que mi amo, rendido de la fatiga de todo el día, ha menester reposo. Horas son estas impropias para que tan honestas dueñas como vos acudan al dormitorio de los caballeros. Si lo supiese nuestra reina y señora Ginebra, de tan buena fama, tenida por más casta que la Lucrecia de los romanos, os hubiera de costar caro, de fijo, tendeos otra vez en vuestras holandas, que aguardan el dulce peso de vuestras carnes. Es un consejo bueno, y agradecérmelo heis.

Fuese corrida la dama, pero minutos después sintió, en efecto, verdadera gratitud, pues se hizo en palacio una ronda, al frente de la cual iba el mismo rey Artús, con espada y rodela, para ver si todo estaba en orden, cada cual en su lecho, y ningún malhechor en el palacio. Y al rayar la aurora, Isayo, tranquilo e inocente, dándole Artús pliego y venia, salió de la mansión real.