La última fada: Novela inédita (1916)
de Emilia Pardo Bazán
III

III

Al otro día se provistó el doncel de algunas armas, y Angriote -lamentando que quisiese salir a correr aventuras, cuando allí poseía la paz, la pureza de la conciencia- bendijo sobre su pecho una santa reliquia, encerrada en relicario de nácar y plata, ofrenda de marinos venidos de lueñes tierras orientales. Y al ir a trasponer el sol, con paso ligero, acudió a la cita, ansioso de volver a ver a la Fada.

Ella le esperaba ya. Un capuchón gris cubría sus dorados cabellos; la sacra hoz de oro brillaba en su cintura.

-No temas, lindo ahijado -susurró, en voz cristalina, semejante a la del agua al caer en el pilón de las fuentes encantadas.

-¡Oh madrina! -protestó el doncel.- ¿Temer? No sé lo que es. Vamos pronto al castillo del poderoso señor, o a la corte del Rey, que ha de conferirme la orden de Caballería.

-Vamos a donde la has de recibir -contestó Bibiana; y se adelantó, con ligero paso. Leguas y leguas anduvieron. Seguían la orilla del mar, bordeando peñascales y playas arenosas, y oyendo el ronco tumbo del Océano, que se quebraba contra los acantilados gimiendo pavorosamente.

Al fin llegaron a un puentecillo, que se asentaba sobre un promontorio, dominando una bahía. A la entrada del puerto alzábase el fantasma de un vasto castillo feudal. Y hay que decir el fantasma, porque era una ruina de desmantelados muros y rotas puertas, de arrancados goznes. Nadie debía de habitarlo. La yedra, colgando sus pintorescas guirnaldas de los torreones, ocultaba un tanto el destrozo, que más era resultado de la incuria que culpa del tiempo. Por algunas partes se veía la renegrida huella del fuego: sin duda habían querido abrasar el edificio. Sobre el escudo blasonado, rudimentario, que dominaba aún la puerta de honor, el jaramago y la zarza confundían su ramaje.

-Madrina -dijo el doncel- este castillo está desierto. ¿Quién ha de armarme caballero ahí?

-Lo sabrás muy pronto. Ahora, lo primero, vas a velar tus armas en el salón, y a la media noche vendré a decirte lo que tienes que hacer.

Obedeció el mancebo, y guiado por la Fada entró, no sin trabajo, en el salón, cuyo acceso estaba obstruido de escombros. Dentro se conservaban las paredes, y aparecía intacto el artesonado a la morisca; de los muros colgaban aún girones de tapicería, y en las ventanas vidriería de colores rota. Isayo dejó sus armas en el poyo del ventanal, al través de cuyos arcos pasaban los rayos lunares.

Bibiana ya no estaba a su lado. Parecíale al doncel que sombras fugaces cruzaban por el aire y se movían a su alrededor. Y también hubiese jurado que estas sombras emitían sonidos, débiles como los murmullos del viento, al agitar los árboles de la selva. El ambiente estaba poblado de suaves quejas, de balbuceos misteriosos, de palabras entrecortadas por la emoción, que no acababan de formarse.

-Encantado debe de estar este castillo -pensó Isayo- Duendes habrá en él. Por si es cosa del Malo, rezaré a Santa Ana.

Así lo hizo, sacando su reliquia, y los hálitos de fuego y las interrumpidas palabras halagüeñas que creía oír se acallaron. Veló pacientemente, y era por filo de media noche cuando entró Bibiana, tapada con su capuchón, y con dos antorchas en la mano. Dio a Isayo una de ellas, y advirtió:

-Ánimo... ¡Vas a ver cosas que estremecen el corazón! -Dispuesto estoy -declaró el muchacho.

Silenciosos, se enhebraron por pasadizos estrechos, bajaron escalones de piedra, resbaladizos por la humedad, caracoles pendientes que no se acababan nunca, y al fin se detuvieron ante una fuerte y muy historiada reja de hierro. Isayo vio con asombro que en las filigranas de la reja se enredaban las ramas de un rosal, y asaltó sus sentidos penetrante fragancia. Nunca había respirado olor semejante; era algo que se subía a la cabeza, trastornando el conocimiento. Volviose, y miró intensamente a Bibiana.

-¡Madrina! -gimió suplicante. Ella luchaba consigo mismo, palpitando.

-Lindo ahijado -mandó por fin-, toma mi hoz y corta el rosal. No hay otro medio de abrirnos paso.

Él titubeaba. Le daba lástima herir con el filo aquella masa verde, donde, a la luz de las antorchas, brillaban como enormes granates las rotas flores. Y habiendo contemplado un momento el cuadro, exclamó atónito:

-¡Madrina, son dos los rosales! ¡Y están abrazados! ¡Abrazados, inseparables!

Bibiana se puso la mano en el pecho, y arrancando de él un suspiro, balbuceó:

-¡Corta, corta!

Ya resuelto, Isayo cortó sin piedad, como en un acceso de cólera. Volaban las ranas y caían al suelo, encendidas y vertiendo el pomo de sus olores, las rosas encarnadas. Y notó Isayo lo vigoroso de los troncos, y que se entrelazaban y enclavijaban con tal ahínco y furia, que sólo segándolos juntos se podían destruir. Y tanto habían crecido, en aquel lugar sombrío y oculto, los dos rosales, que llegaban a la bóveda, y abriéndose paso por entre los sillares los habían desquiciado haciendo caer a alguno de ellos, y sacando al aire libre sus ramas, triunfantes de la fuerza opresora.

-¡Cómo enloquece el olor de estas flores, madrina! -murmuró Isayo.

Y ella, con una especie de angustia, mandó:

-¡Písalas, písalas! ¡Abre, abre!

Hizo el mozo esfuerzos violentísimos. Corría por su frente el sudor, y su pecho jadeaba. Al fin, giró sobre sí misma la pesada reja, y se vio que cerraba un recinto oscuro y profundo. La Fada, que había tomado en sus manos las dos antorchas, las agitó, y se descubrió que el recinto era una cripta sepulcral. La sostenían macizos pilares, y en el fondo, bajo un lucillo fúnebre, se alzaba el sarcófago. Sobre su cubierta, dos bultos de piedra labrada representaban a un caballero y una dama unidos en el eterno sueño. Él sujetaba sobre el pecho la espada, ella alzaba las manos como para implorar misericordia.

-¿Quiénes son, madrina? -interrogó Isayo.

-Son -explicó la Fada- dos que se amaron mucho y murieron juntamente, yaciendo ahí sus restos. Él fue herido con arma envenenada de traidores, y ella espiró de dolor al verle sucumbir a él. Era él un paladín de los más esforzados que se han conocido en el mundo, uno de los pares de Carlomagno, los de la Tabla redonda, y se llamaba (su nombre no lo han olvidado las dueñas y doncellas de Cornualla, ni los que trovan de amor) Tristán, ¡porque en triste hora vino al mundo!

Isayo contemplaba el sarcófago lleno de una conmoción violenta, como el que anhelaría vengar un agravio, castigar una injusticia.

-Haz lo posible -ordenó la Fada- por levantar la cubierta de ese sepulcro.

Parecía empresa loca, sin herramientas, ni más instrumento que los brazos; pero apenas Isayo se acercó al sarcófago y comenzó a empujar la losa que sustentaba las dos figuras yacentes, imaginó que algún ser sobrenatural le ayudaba, pues blandamente se alzó la cubierta de granito, y, desviada con facilidad a un ángulo del sepulcro, Isayo contempló dos momias estrechamente unidas, entre girones polvorientos de sudarios.

Al ver la Fada lo que quedaba de los amantes, tartamudeó:

-¡Hasta más allá de la muerte!

Metió las antorchas en los soportes; hizo a Isayo arrodillarse de espaldas al sarcófago; recogió la espada herrumbrosa de Tristán de Leonís, y poniéndola en el seco puño del esqueleto más grande, alzó el brazo momificado, e hizo de modo que descargase el espaldarazo sobre los hombros del doncel.

-Levántate -ordenó en seguida.- Has recibido la orden de Caballería. Te ha armado caballero Tristán de Leonís, uno de los de la Tabla redonda, tu padre.

Temblando de orgullo, se irguió el neófito. Inclinándose sobre el sepulcro, besó los rostros denegridos de las momias, cuyos carcomidos labios descubrían, en callada sonrisa beatífica, los dientes blancos, completos: ¡la juventud en la tumba!

-¡Padre mío! ¡Madre! -no se cansaba de repetir, para ver a vuestro hijo!

-Si viviesen, Isayo -declaró la Fada- puede que ni se ocupasen de ti.

Y viendo al mancebo absorto en la contemplación de los dos amantes, le llamó:

-Tenemos que irnos de aquí sin tardanza. Vuelve a cubrir la sepultura y llévate la espada del paladín.

En el momento en que nuevamente cruzaron la verja, notó maravillado el doncel que los rosales estaban brotando luengas ramas y nuevos capullos. Movió la hermosa cabeza.

-En triste sitio, madrina, he recibido la orden. Triste es mi origen. Quiero ser llamado el «Caballero Triste».

Así será -aseguró la Fada.- Y mira, lindo ahijado, que todo lo sublime y bello es triste, y tristes las historias en que hay altos hechos, y triste la Pasión de vuestro Redentor, y no digo «nuestro», porque ya sabes que las Fadas no hemos recibido el agua bautismal. Tú ahora, pues, Caballero Triste, ve por el mundo enderezando tuertos, protegiendo al huérfano y a la viuda, exterminando monstruos y guardando la pureza de tu corazón para que no te hiera ponzoña como a tu noble padre. No entres, como él, en el ajeno cercado. A la puerta de este castillo, que es el tuyo, pues de tu padre fue, hallarás caballo holgado y fogoso, la mejor pieza que come avena en el mundo, y hallarás también escudero leal, con otra montura, y bastimento; de la espada que a tu padre sirvió no te apartes jamás.

-¿Me dejas, madrina? -imploró el muchacho.

-Mi amparo no ha de faltarte nunca, pero no me llames sino en caso extremo.

-¡Ay de mí! -plañó Isayo.

La Fada se desvaneció entre la sombra. En el aire sonó una queja débil. Diríase que se iba llorando, también ella, la separación. Isayo, entonces -¿hizo mal, oh devotos de las fadas?- cogió una de las rosas de los rosales que había cortado, la acercó a sus labios, y la deslizó, por la abertura del jubón, en su pecho. Y le pareció que, donde estaba la rosa, un calor singular quemaba la carne.