La última fada/II
II
Y he aquí que el infanzón Isayo de Leonís iba haciéndose la más bella criatura que pueda imaginarse. Cumplidos los siete años era la admiración de cuantos visitaban la ermita. Los devotos, al acudir a la misa del ermitaño, llevaban al chicuelo tortas de miel, sartas de conchas, pajarillos vivos o nidos con sus huevos. Isayo atraía por una expresión angelical y unos ojos verdes y claros como el mar en calma, que resaltaban sobre la piel morena, tan morena como la de su madre. El pelo caía en largos tirabuzones sobre su cuello robusto ya. En la ermita no había sastres, y el buen Angriote vestía a su pupilo con una pellica de oveja que le hacía parecer un San Juan Bautista niño.
Sin embargo, sus madrinas las fadas, de tiempo en tiempo y cada vez con menos frecuencia, pues iban muriendo de vejez, traían para él camisas de tela tejida con lino hilado en rueca de oro entre mágicas canciones. Y jamás la tela se rompía ni gastaba, ya hasta parecía estirar al medrar el chiquillo, que, según crecía en estatura, revelaba fuerzas y vigor extraordinario.
El virtuoso ermitaño pedía diariamente a la bienaventurada Santa Ana que Isayo no saliese jamás de la ermita y, recibiendo la consagración sacerdotal, viviese vida sobria, humilde y penitente, espiando así las faltas de sus padres. Pero la fada Bibiana, que en figura de mendiga iba a menudo a ver a su ahijado, le hablaba de justas, torneos, proezas y grandezas humanas, y argüía al solitario diciéndole:
-Angriote, tus años son ya muchos, y tu hora no puede tardar... Pero este infantín no ha probado los sabores de la vida, y viene de reyes, paladines y señores, y se esperan de él grandes obras. ¡Y fuera malo impedir que cumpla su destino el hijo del de la Tabla redonda!
Sacudía la cabeza el ermitaño, pensando que la figura del mundo pasa pronto, y es como las imágenes de un sueño, quedando sólo la verdad de la muerte, y tras ella, el infierno o, al menos, el purgatorio, donde arderían, de cierto, los infelices padres de aquel niño... Pero, andando los días, pudo convencerse de que el muchacho, doncel ya, no iba camino de cantar misa. Escapábase con los pescadores a desafiar la mar brava; recorría las gándaras a caza de salvajinas, y habiendo un día desembarcado ciertos piratas, con el fin de saquear un monasterio que colgaba al borde de una escollera, Isayo juntó a los aldeanos, y con horquillas, flechas y cuchillos dieron buena cuenta de los invasores. Isayo mató al jefe, de un saetazo asestado a un ojo, y desde aquel punto y hora, fue famoso y popular en la comarca. Aun cuando Angriote le hizo rezar varios responsos por el alma de los piratas difuntos, el rapaz, a solas, recordaba, con estremecimiento de orgullo, el instante en que había visto caer a su adversario como acogotada res, dando una vuelta y desplomándose sin vida.
-Esforzado es mi brazo -pensaba- impávido mi corazón. Quisiera correr aventuras, pero he aquí que no sé quién soy, ni de qué sangre procede la mía. Sólo los caballeros pueden combatir con los caballeros. Sin ser caballero no debo esperar gloria. -Y le contristaba el alma el pensamiento de su ignorado origen. Dio en preguntar a Angriote, pero el ermitaño que sabía la verdad, bajo secreto de confesión, no la dijo nunca. Y el mozo resolvió averiguarla a toda costa.
Decían las consejas del país que la noche de San Juan se reunían las fadas en un paraje extraño. Era al borde del mar, en lo más salvaje y abrupto de la costa, un vasto descampado donde no asomaba un árbol, ni una mata, ni una yerba. El río, seco y estéril, estaba sembrado de una arena pedregosa y era llano como si lo hubiese nivelado la mano del hombre. Alrededor de la dilatada extensión se alineaban hiladas de piedras, puestas en círculo, altas, enormes; en algunas el rudo granito remedaba groseramente la forma humana. Se aseguraba que aquellos monolitos, colocados de pie y describiendo un círculo, no eran sino los famosos Gigantes, traídos de Irlanda a América por Merlín el mago, en homenaje a los héroes muertos, y que algunas veces los Gigantes danzaban una danza solemne, en memoria de los que lucharon por la independencia de su patria. Y durante el plenilunio, al encenderse sobre todas las montañas las hogueras rituales, las fadas se juntaban allí, a fin de consolar a los espíritus de los luchadores vencidos y de los bardos ya sin arpa, eternamente callados.
La noche era serena y radiante, y el corazón de Isayo palpitaba al avistar desde lejos el temeroso corro de los Gigantes de piedra. Al intentar penetrar en el círculo, se interpuso una mujer de larga cabellera rubia, vestida con la túnica blanca de las druidesas, y llevando al cinto su hoz de oro, y la detuvo extendiendo la mano.
-¡Ahijado mío! -gritaba-, lindo ahijado, ¡detente! ¿No sabes que, en tal fecha como la de hoy, quien penetre en el círculo de los Gigantes, sin falta morirá al amanecer? Apártate, y vamos hasta el crucero, que algo te diré de lo que saber te interesa.
Isayo se paró estático, contemplando a la Fada, que no era si no Bibiana, única de sus hermanas que, gracias a las enseñanzas y brujerías de Merlín, resistía aún el paso del tiempo, y a los progresos del Cristianismo, enemigo de las viejas religiones de los bosques, las fuentes y las piedras de los Druidos. La hermosura ideal de la amada de Merlín, las ondas fluidas de la cabellera magnífica, le asombraban. Estaba en la primera juventud, y nunca sus ojos se habían posado complacidos, ni en las rudas aldeanas ni en las pescadoras olientes a mariscada y yodo, en cuyos brazos las escamas relucían. Isayo temblaba; no se atrevía a acercarse a la criatura maravillosa.
-Sé -dijo ésta- que vienes a preguntar quiénes fueron tus padres. Yo te lo diré, pero no hasta que estés armado caballero.
-¡Ay de mí! -suspiró el muchacho- y ¿quién ha de armar caballero a un desconocido, a un espúreo?
-Quien le conozca, quien le ame -contestó la fada-. No temas que poco falta para que recibas la Orden de caballería. Esperame aquí, mañana, al caer la tarde, fuera del círculo. Y ahora desvíate. ¿Nadie asoma por aquí? Este sitio es aterrador. Traes armas, pero espada no. Yo he de dártela.
-Madrina -murmuró dulcemente Isayo-, no me iré si no me dejas besar la orilla de tu vestidura. Ni la bienaventurada Santa Ana me ha infundido tal veneración. Las horas que faltan para volver a verte he de pasarlas pensando en ti. Si esto que digo es malo, no me hables con severidad, que al fin soy un niño.
Bibiana le miró, sonriendo al ruego. Sus pupilas se buscaron. Él, arrodillado, cogía ya la orilla del cándido ropaje, y ponía en ella unos labios fervorosos y devoradores.