La "pichona"
LA "PICHONA"
La "Pichona" era una víctima en esas mañanas de invierno, frías, secas, en que el sol bañaba los corredores del Colegio momentos antes de entrar a clase. Cada vez que el celador se volvía de espaldas se la daba un puntapié en pago de alguna caricia inocente. Rehecha del contraste volvía a las andadas. Se esperaba otro descuido del celador, y ¡zás!, otro puntapié. Al fin el animal escarmentaba y se alejaba de los corredores.
Una desgracia la llevó al Colegio. Un caballo muerto ofrecióle a ella y a otros compañeros del aire un gran festín. Comió mucho, se hartó, y no pudo volar, entonces fué tomada con un lazo y llevada en ofrenda al rector, preocupado en formar una pequeña colección zoológica. Ya había una leona, un guanaco, un avestruz, unos cuervos y un águila.
El animalito era dócil, bueno, y se adaptó al nuevo medio como si de la montaña hubiera descendido al llano por propio impulso. Cierto es que todavía no había andado en aventuras carniceras al acecho de alguna presa indefensa, ni había seguido algún león para adueñarse de los despojos que abandonara; sus campañas se redujeron hasta entonces a vuelos de novicia, y así cayó, víctima de su propia inexperiencia.
La "Pichona" fué creciendo y ganándose el cariño de todos por su mansedumbre. Ella tenía el privilegio de la libertad. Mientras la vieja leona daba eternamente paseos en la prisión de su jaula; mientras el águila y los cuervos estaban obligados a hacer buenas migas en la estrecha pajarera, y el guanaco y el avestruz hacían vida trabajosa en el limitado baldío adyacente al Colegio, ella andaba por todas partes, aunque de todas partes se la echara.
Llegó a la plenitud del desarrollo y fué hermosa como los cóndores sus hermanos: con su pico que parecía de ágata, su hermoso plumaje negro, sus rémiges aceitunadas, sus ojos color de carmín y su andar majestuoso.
Era asaz curiosa. Entrábase a la cocina y se ponía en un rincón como a recibir el tufo tibio del suculento guiso del día. Y cuando se la arrojaba de ahí, penetraba en un aula, se situaba en uno de los ángulos próximos a la puerta de acceso y, como si entendiera, guardaba compostura y cerraba los ojos.
Mezclábase en los juegos de los muchachos y salía casi siempre maltrecha de los enredos y bataholas.
Había que señalar un punto del cual no se debía pasar, una raya, un término?... Se ponía la "Pichona" de hito, con orden terminante de no moverse; bastaba darla un grito y hacerle un signo de obediencia. Ahí quedaba. Abría en ciertos momentos las alas como si se desperezara, se espulgaba con el pico, pero no se movía, dándose el caso de que el juego terminaba y la "Pichona" quedaba guardando la consigna.
Era proverbial en el colegio que la "Pichona" "servía para pensar". Cuando un alumno quería refrescar una lección que debía dar en clase, ponía la vista en la "Pichona", como si fuera el suelo o el espacio, y la lección se reproducía en la mente como en un espejo, tersa, fresca.
Sólo un vicio tenía el pobre animal: picotear el calzado que le venía cerca. Esto ocasionóle muchas patadas de espíritus adustos. Pero ella no lo hacía por dañar, no, que lo hacía por vía de cariño, como quien dâ una palmadita.
Entrado el sol, la "Pichona", después de haber sido arrastrada por el pico muchas veces y maltratada otras por cuantos quisieron hacerle pagar los vidrios rotos, retirábase con su acostumbrada majestad al dormitorio del Colegio y ahí pasaba la noche debajo de algún lecho amigo. Al primer canto de gallo abandonaba el inmenso salón, hora en que el mozo encargado del alimento de los animales arrojaba a la leona y aves de rapiña las entrañas con que debían alimentarse, y que ella miraba con desdén a la espera de las pasas, de los higos secos, de las nueces, las frutas, los migajones y las sobras que le vendrían más tarde sin regateo y sin hora fija.
Pero no hay en este mundo ventura eterna, y la pobre "Pichona" tampoco la tuvo.
Había un interno, muchacho díscolo, que se quejó un día de que la "Pichona" habíale deteriorado unos botines. En balde se trató de convencerle de lo contrario; de que el pobre animal nunca había hecho semejante cosa. Que su vicio, o hábito, consistía en dar golpes cariñosos con el pico, y que jamás podían perjudicar el calzado; que la "Pichona" no podía ser la causante del daño.
El dueño de los botines averiados cejó. Armóse de un palo y dió a la "Pichona" tales golpes, que a no haber acudido en defensa del animal otros internos la hubiera muerto.
Un sentimiento de pesar cundió por todo el colegio por hecho tan poco noble e injusto.
Pasaron dos o tres días, y una noche en que todos dormían se sintió en el salón un grito agudo. Encendiéronse las luces y fuése al sitio de donde había partido el grito. El alumno de los botines averiados se tomaba un pie con las dos manos; se veía sangre en las sábanas. El celador de turno examinó el pie y vió que tenía una herida desgarrada, como hecha con un garfio.
Todo el mundo pensó en la "Pichona".
En efecto, se fué en busca de ella y se la encontró en un rincón con las alas caídas, la cabeza tocando el suelo y el pico ensangrentado.
Se la arrojó en ese mismo instante del dormitorio, y al otro día dió orden el rector que se le echara al sitio donde pacían el guanaco y el avestruz.
Fué aquel pedazo de tierra yerma, triste, con arbustos esparcidos aquí, acullá, con montículos y zanjas, lo que cupo a la pobre "Pichona" como castigo de su venganza: allí debía terminar sus días.
No estuvo a la altura de la prueba. Comenzó a entristecer. No recibía puntapiés cariñosos, ni la arrastraban del pico, ni dábanla pasas... Debía comer trozos sangrientos, pestíferos, como las demás aves de rapiña.
El guanaco y el avestruz no podían ser, por otra parte, sus compañeros, sus amigos,... corriendo siempre, sin curiosidad como ella, sin contacto con la gente... Sentía también arrepentimiento... Por qué no habría perdonado!...
Un día el mozo de cuadra fué a decir al rector que la "Pichona" había amanecido muerta.
Un grupo de internos resolvió dar a la vieja compañera digna sepultura. Se eligió el lugar, al lado de un pequeño chañar; se designó — ya riendo — al orador que debía pronunciar el discurso de ritual.
La hora fijada para la ceremonia fué la de las oraciones del día de la defunción.
Los amigos de la muerta fueron puntuales. Dos la tomaron por las alas, y así caminaron como con un trofeo heráldico magnífico. El cuerpo de la "Pichona" cayó en el hoyo, y los asistentes al acto piadoso arrojaron sobre la plumífera mortaja sendos puñados de tierra. No hubo discurso. Terminada la lúgubre ceremonia, el grupo encaminóse en busca de los demás compañeros.
Tenían que cruzar largo trecho. No hubo bulla juvenil. Algunos se sacudían sin razón la ropa; otros sonábanse con fuerza; alguien pronunció una frase extraña; y los demás caminaban mirando hacia adelante con la cara inmóvil.