El misterio y otros cuentos (1921) de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
Lázaro

LAZARO


I


Cuando Lázaro salió de la tumba, donde la muerte, por espacio de tres días y tres noches, le había tenido bajo su enigmático poder; cuando volvió, vivo, a su casa, pasaron durante algún tiempo inadvertidas las singularidades siniestras que habían de hacer, más adelante, terrible hasta su nombre. Radiantes de júbilo porque había vuelto a la vida, sus amigos y su familia le mimaban como a un niño, saciaban su ávida ternura cuidando, solícitos, de todo cuanto le concernía: su comida, su bebida, sus ropas. Le vistieron con suntuosidad: un traje color de esperanza y de risa le envolvió, como a un novio, y cuando se sentó de nuevo a la mesa, en medio de los convidados, cuando bebió y comió de nuevo, los circunstantes lloraron de alegría e invitaron a los vecinos a ir a ver al resucitado. Los vecinos acudieron y se regocijaron, enternecidos también, hasta derramar lágrimas; numerosos desconocidos llegaron de ciudades y aldeas lejanas, y su asombro y su entusiasmo ante el milagro se manifestaron en ruidosas exclamaciones. Se hubiera dicho que un enjambre de abejas zumbaba en tomo de la casa de Marta y María.

Lo que había de extraño en el rostro y en la actitud de Lázaro se achacaba a la grave dolencia que le había matado y a las emociones que habían sacudido su alma. El trabajo destructor de la muerte sobre los cadáveres había sido detenido por un poder maravilloso, pero no anulado, y la obra de la muerte permanecía en el rostro y en el cuerpo de Lázaro, como un dibujo inacabado en una delgada lámina de vidrio. En las sienes del resucitado, en torno de sus ojos y bajo sus pómulos se extendían azuladas y terrosas manchas. Sus largos dedos también habían tomado un color azulado de tierra, y sus uñas, que habían crecido en la tumba, se habían tomado casi rojas. Por distintos sitios, en los labios, en el cuerpo, la piel había estallado, al henchirse, y se veían en ella finas grietas rojizas y brillantes, como cubiertas de mica transparente. Además, Lázaro ahora estaba grueso hasta la obesidad. Su cuerpo, hinchado en el sepulcro, había conservado sus horribles convexidades. Sin embargo, el olor nauseabundo a muerto que impregnaba su sudario y sus miembros no había tardado en disiparse por completo. Al cabo de algún tiempo, la coloración azulada de las manos y el rostro se atenuó, pero nunca desapareció del todo, Y aunque las grietas rojizas se cerraron, sus cicatrices no se borraron nunca.

No sólo el aspecto de Lázaro había cambiado, sino también su carácter; en lo que nadie paró mientes tampoco. Antes de su muerte, Lázaro era despreocupado y alegre; placíanle la risa y las bromas inocentes. Su alegría amable e igual, limpia de toda malevolencia, le había conquistado el amor del Maestro. Ahora Lázaro era grave y taciturno. No bromeaba ni se sonreía al oír bromear a los otros. Las escasas palabras que de tarde en tarde pronunciaba eran tan sencillas y tan desprovistas de sentido profundo cemo los gritos con que expresan los animales el dolor y el placer, el hambre y la sed; eran de esas palabras a las que puede un hombre limitar su vocabulario, seguro de que nadie podrá deducir nunca de ellas lo que alegra o tortura su alma.

El rostro de Lázaro, sentado a la mesa del festín entre sus parientes y amigos, era, pues, el de un cadáver sobre el que las tinieblas de la muerte han reinado tres días; envuelto en sus vestiduras de fiesta, fulgurantes de amarillo oro y de sangrienta púrpura, el resucitado, inerte y mudo, era ya un hombre espantosamente distinto de los demás; pero nadie lo había notado aún. Amplias ondas de alegría, ora acariciante, ora ruidosa, le circundaban; cálidas miradas de amor se posaban en su faz, aun helada por el frío de la tumba; la mano ardiente de un amigo acariciaba su mano azulada y plúmbea. Músicos llamados para la fiesta tocaban el caramillo y el címbalo, la cítara y el salterio. Diríase que en torno de la feliz morada de Marta y María zumbaba un enjambre de abejas, cantaban los grillos, gorjeaban los pájaros.

II


Un imprudente levantó el velo. Con una palabra inoportuna, un imprudente rompió el dulce encanto y descubrió la verdad desnuda. Aun no se habría acabado de formular su pensamiento en su cerebro, cuando, sonriente, preguntaron sus labios:

—Lázaro: ¿por qué no nos cuentas algo del otro mundo?

Todos, al oír la pregunta, enmudecieron de estupor, como si no se hubieran dado cuenta hasta entonces de que Lázaro había estado muerto tres días; le miraron con ansiedad, esperando su respuesta. Pero Lázaro guardó silencio.

—¿No quieres contarnos nada? ¿Tan terribles son tus recuerdos?—insistió, asombrado, el imprudente.

Sus palabras seguían adelantándose a su pensamiento; de lo contrario, no hubieran hecho esta pregunta, que llenó su propio corazón, escapada apenas de su boca, de un terror espantoso. Honda inquietud se apoderó de todos los convidados, y se esperó angustiosamente la respuesta de Lázaro; pero él siguió guardando un silencio frío y tétrico. Y entonces—sí, entonces—advirtieron sus deudos y amigos el color azulado de su rostro y la repugnante obesidad de su cuerpo; su mano violácea yacía sobre la mesa, como olvidada; de un modo instintivo, todas las miradas convergieron en ella, como si de ella hubiera de brotar la respuesta.

Los músicos seguían tocando; pero el silencio no tardó en llegar hasta ellos y, cual una pleamar que se adentra en la playa, apagó los alegres acordes. Uno tras otro, enmudecieron el dulce caramillo, el címbalo sonoro y el salterio murmurante; la cítara lanzó un sonido trémulo y cascado, como si se hubiera roto una cuerda o la música, de improviso, se hubiera muerto.

—¿No quieres contarnos nada?—repitió el curioso, no pudiendo tener a raya su parlanchina lengua.

El silencio se hizo aún más profundo. La mano, hasta aquel instante inmóvil, se movió un poco. Los circunstantes exhalaron un suspiro de alivio y alzaron los ojos: Lázaro, resucitado, los miraba con una mirada pesada y terrible, que abarcaba toda la sala.

Hacia tres días que Lázaro había salido de la tumba. Desde aquel día mucha gente sintió el influjo destructor de su mirada; pero ni los que fueron mortalmente heridos por ella ni los que encontraron en las fuentes misteriosas de la vida, tan misteriosa como la muerte, energía para resistirla, pudieron explicar nunca el no sé qué terrible inmovilizado en el fondo de sus negras pupilas. En los ojos de Lázaro no se pintaba la intención de ocultar nada ni de decir nada tampoco, sino la frialdad de un alma en absoluto indiferente. Los que no le conocían pasaban por su lado sin notar nada de anormal, y se enteraban luego, con asombro y espanto, de que era Lázaro aquel hombre grueso y tranquilo cuyas vestiduras suntuosas les había rozado. El Sol no cesaba de brillar ante la mirada de Lázaro, ni el arroyo de murmurar, ni el cielo de ser azul y puro; pero aquel sobre quien caía aquella mirada enigmática no sentía ya la dulzura del brillo del Sol, ni del murmurar del arroyo, ni de la pureza azul del cielo patrio. A veces, el hombre que había visto a Lázaro empezaba a llorar a lágrima viva, a mesarse los cabellos, a pedir socorro como si se hubiera vuelto loco. Pero eso era lo menos frecuente; casi siempre, el que había visto a Lázaro empezaba a morir tranquilo y silencioso, agonizaba años y años, declinaba, iba aniquilándose, secándose, descolorándose, semejante a un árbol que, trasplantado a un terreno pedregoso, va perdiendo la savia. Los primeros, los que gritaban y se retorcían como poseídos, sanaban a veces; los segundos, nunca.

—¿No quieres, pues, Lázaro, contarnos lo que has visto en el otro mundo?—insistió el indiscreto.

Pero ahora su voz era apagada y lúgubre, y de sus ojos emanaba un tedio mortal, cuyo polvo gris cubría todos los rostros. Los invitados se miraban unos a otros con un asombro estúpido, como preguntándose por qué se habían congregado en torno de aquella mesa suntuosa. La conversación se extinguió. «Ya es hora de retirarse», decían; pero no lograban vencer la apatía, el embotamiento que paralizaba su voluntad y debilitaba sus músculos: permanecían en sus asientos, apartados unos de otros, cual dispersas lucecillas nocturnas en la soledad campesina.

No obstante, los músicos—como se les había pagado para que tocasen—empezaron de nuevo a tocar, y de nuevo los dulces acordes, ya melancólicos, ya alegres, resonaron. La música seguía siendo tan armoniosa como antes; pero los invitados la escuchaban con extrañeza: no comprendían ya la necesidad de que unos cuantos hombres hubieran ido allí a rascar unas cuerdas o a soplar, inflando los carrillos, unos tubitos, para producir un ruido absurdo y complicado. ¿Qué tenía aquello de bonito?

—¡Tocan muy mal!—exclamó alguien.

Los músicos, ofendidos, se retiraron. Los invitados les imitaron y se fueron uno tras uno, pues era ya de noche. Y cuando, envueltos en las silenciosas tinieblas, empezaban a respirar con más facilidad, cada uno de ellos vió aparecer ante sus ojos la imagen de Lázaro aureolada de un fulgor siniestro, con el rostro azul de cadáver, el esplendoroso traje de boda y las frías pupilas, en cuyo fondo se había coagulado el horror. Quedáronse—ante la espantosa y sobrenatural visión, tan clara en las tinieblas, del que había estado tres días bajo el dominio de la muerto—inmóviles, como petrificados. Durante tres días Lázaro había estado muerto; tres veces el Sol había salido y se había puesto, y él entre tanto estaba muerto; los niños jugaban; cantaba sobre las guijas el agua, y él estaba muerto; el polvo del camino real se levantaba en grises nubes, y él estaba muerto. Y ahora Lázaro estaba de nuevo entre los vivos, se codeaba con ellos, y desde el fondo de sus negras pupilas el insondable Más Allá miraba a los humanos.

III


Nadie se cuidaba ya de Lázaro; ya no tenía ni amigos ni parientes. El gran desierto que rodeaba a la ciudad santa llegaba hasta su puerta, y no tardó en atravesar el umbral de la casa del resucitado, en cuyo lecho se tendió, cual una esposa. Nadie se preocupaba de Lázaro. Marta y María, sus hermanas, le habían abandonado. Marta vaciló largo tiempo antes de marcharse, preguntándose quién le mantendría y le consolaría; lloró y rezó mucho. Pero al fin, una noche, una noche en que el viento mugía en el desierto y los cipreses se inclinaban, sibilantes, sobre el tejado de la casa, se vistió sin ruido y se fué. Lázaro oyó el golpeteo de la puerta—que Marta había dejado mal cerrada y el viento movía con violencia—; pero no se levantó, no salió, no fué a ver lo que sucedía. Y toda la noche los cipreses silbaron y la puerta giró sobre sus goznes, quejumbrosa, dejando penetrar en la casa al desierto glacial e insaciable.

Todo el mundo huía de Lázaro como de un leproso, y como a un leproso se le hubiera colgado al cuello una campanilla, a fin de evitar todo contacto con él. Pero alguien objetó, palideciendo, que sería terrible oír de noche aquella campanilla, y sus interlocutores, palideciendo también, asintieron.

Como Lázaro no se cuidaba tampoco de sí mismo, se hubiera muerto de hambre, a no ser porque los vecinos, temerosos no se sabe de qué, se encargaron de mantenerle. Le llevaban la comida los niños, que ni le tenían miedo ni se burlaban de él, a pesar de su ingenua crueldad con los desgraciados. Le manifestaban una fría indiferencia. El se conducía con ellos de la misma manera: nunca sentía impulsos de acariciar una morena cabecita rizada, ni ansias de mirarse en unos cándidos y luminosos ojos infantiles.

La casa del resucitado, en la que eran amos y señores el desierto y el tiempo, se iba desmoronando, y las baladoras cabras habían huido del corral, hambrientas, a las casas vecinas. El traje de fiesta de Lázaro estaba deterioradísimo. Desde el día feliz del festín, no se lo había quitado, como si lo nuevo y lo viejo, los andrajos y las galas, fueran lo mismo para él. Los vivos colores habían palidecido o se habían borrado; los perros y las zarzas habían destrozado el precioso tejido.

De día, mientras reinaba el Sol. implacable, verdugo de todo ser viviente, y hasta los alacranes se escondían bajo las piedras y se retorcían locamente, ansiosos de picar, Lázaro permanecía sentado, inmóvil, bajo los abrasadores rayos, levantadas al cielo la azulada faz, la barba inculta.

Cuando todavía la gente le hablaba, alguien le preguntó:

—¿Te gusta estar sentado al sol, pobre Lázaro?

Y él contestó:

-Sí.

«El frío de la tumba es, sin duda, tan intenso, y su obscuridad tan profunda, que no hay sobre la tierra calor ni luz capaces de confortar al resucitado y disipar las tinieblas de sus ojos», se dijo el que le había interrogado, y se alejó suspirando.

Al acercarse al horizonte el aplastado y rojo globo, Lázaro se iba al desierto y se alongaba de la ciudad en derechura al astro escarlata. Los que se aventuraron a seguirle para saber qué hacia de noche en el desierto conservaron siempre en la memoria, como grabada en una placa inalterable, la silueta de un hombre alto y grueso destacándose en relieve sobre el fondo púrpura de un disco enorme. Los terrores de la noche les ahuyentaron, y los espías del resucitado no supieron nunca qué iba a hacer al desierto; pero la negra silueta sobre el fondo rojo se incrustó para siempre en su cerebro. Como fieras cegadas por el polvo, se frotaban los ojos; pero la sensación que habían experimentado era imborrable y no debía desaparecer sino con la vida.

Había gente que vivía lejos y no había visto nunca a Lázaro, aunque había oído hablar de él. A impulsos de una curiosidad osada, más fuerte que el miedo y alimentada por el miedo, se acercaba, disimulando la angustia de su corazón, al hombre sentado al sol y le hablaba. Por entonces el aspecto de Lázaro había cambiado un poco y no era ya tan terrible; en los primeros momentos, los forasteros se sonreían, juzgando unos estúpidos a los hijos de la ciudad santa. Pero cuando, acabada la entrevista, se encaminaban a su casa, su gesto y su actitud eran tan singulares, que los hijos de la ciudad santa los reconocían al punto y exclamaban, compasivamente:

—¡A ese loco le ha mirado Lázaro!

Y, llenos de lástima, callaban y alzaban los brazos al cielo.

Valientes guerreros, que no sabían lo que era el miedo, acudían con ruido de armas; jóvenes dichosos llegaban cantando y riendo; opulentos hombres de negocios deteníanse ante Lázaro, haciendo tintinear su oro; altivos sacerdotes dejaban su báculo a la puerta del resucitado. Pero nadie se iba como había venido. Una sombra terrible descendía sobre las almas y le daba un aspecto nuevo al viejo mundo.

Y he aquí cómo traducían sus sentimientos los que, después de la fatal visita, tenían aún ganas de hablar:

«Cuantos objetos ven los ojos y tocan las manos parecen vacíos, ligeros, transparentes, a manera de sombras claras en las tinieblas de la noche;

»pues las grandes tinieblas que envuelven la Creación no las.disipa el Sol ni la Luna ni las estrellas: cubren la tierra con un velo negro sin límites, la abrazan, cual brazos maternos.

»Penetran todos los cuerpos, el hierro y la piedra, y las partículas de los cuerpos pierden toda cohesión; las tinieblas penetran en el fondo de las partículas, y las partículas de las partículas se disocian;

»pues el gran vacío que envuelve la Creación no lo llenan lo visible ni lo invisible, ni el Sol ni la Luna ni las estrellas; reina en todas partes, penetrándolo todo, separándolo todo, los cuerpos de los cuerpos, las moléculas de las moléculas.

»Los árboles clavan sus raíces en el vacío, y ellos á su vez están vacíos; los templos, las casas, los palacios, vacíos también, se alzan sobre el vacío y diríase que van a hundirse. Y en el vacío se agita el ser humano, ligero y vacío como una sombra;

»pues el tiempo no existe, y el principio y el fin de todo se juntan: resuenan aún los martillazos de la construcción de una casa cuando se ven las ruinas, y al punto, ni las ruinas se ven; apenas nace el hombre, se encienden a su cabecera los cirios funerarios, no tardando el vacío en suceder al hombre y a los cirios;

»y, rodeado de vacío y tinieblas, el hombre, desesperado, tiembla ante el horror del Infinito...»

Así hablaban los que aun tenían ganas de hablar. Pero los que no querían hablar y morían en silencio hubieran podido, sin duda, decir mucho más.


IV


Por entonces vivía en Roma un escultor famoso. Con la arcilla, el mármol y el bronce creaba cuerpos de dioses y de hombres, cuya belleza era tal, que la gente la calificaba de inmortal. Pero él no estaba satisfecho y aseguraba que había algo infinitamente más bello, que no podía fijar en el mármol ni el bronce. «No he cogido aún—decía—la luz de la Luna ni el fulgor del Sol, y no hay vida en mi bronce ni hay alma en mi mármol.» Y cuando, las noches de estío, se paseaba por entre las negras sombras de los cipreses y la luz de la Luna se reflejaba en su blanca túnica, los transeúntes le decían, riéndose:

—¿Has salido a coger luz de luna, Aurelio? ¿No has traído cesta?

Y él, riéndose también y señalándose a los ojos, contestaba:

—He aquí las cestas donde me llevo la luz de la Luna y la del Sol.

Y era verdad: en sus ojos brillaba la Luna y rutilaba el Sol. Pero él no podía transportar su luz al mármol ni al bronce, y ese era el dolor de su vida.

Descendía de una antigua familia patricia. Tenia una mujer excelente y unos hijos encantadores. Su dicha parecía completa.

Cuando el ruido de la sombría gloria de Lázaro llegó hasta él, se aconsejó de su mujer y sus amigos y emprendió el largo viaje a Judea, para ver al que había milagrosamente resucitado. Se aburría, y esperaba que nuevos paisajes avivarían su atención cansada. Lo que se contaba del resucitado no le asustaba; había meditado mucho sobre la muerte, y había llegado a la conclusión de que no debía mezclarse su idea con la de la vida. «Al lado de acá está la vida, y al de allá, la muerte misteriosa—decíase—. Y mientras viva el hombre, lo más acertado que puede hacer es deleitarse en la belleza de lo viviente.» Y hasta acariciaba la esperanza, un tanto ambiciosa, de transmitirle a Lázaro tal convicción y volver a la vida su alma, como lo había sido su cuerpo. Aquello parecía tanto más fácil, cuanto que los extraños rumores que circulaban respecto a Lázaro no eran sino una expresión lejana y apagada de la verdad, una advertencia vaga contra algo horrible.


Lázaro se levantaba de su piedra para seguir al Sol a través del desierto cuando el rico romano, acompañado de un esclavo armado, se acercó a él y gritó:

—¡Lázaro!

Y Lázaro vió el bello y orgulloso rostro aureolado de gloria, las vestiduras claras y las piedras preciosas, que rutilaban al sol. Los rojizos rayos ponían en la cabeza y el rostro de Aurelio la belleza del bronce mate. Dócilmente, Lázaro volvió a sentarse y bajó, con expresión cansada, los ojos.

—No eres guapo, en efecto, pobre Lázaro—continuó tranquilo el romano, jugando con su cadena de oro—. Eres horrible, amigo mío; la muerte no estaba emperezada cuando caíste imprudentemente bajo sus garras. Pero estás gordo como un tonel, y la gente gorda no es mala, que dijo el gran César; no comprendo por qué te tienen miedo. ¿Me permites pasar la noche contigo? Es ya tarde y no he buscado posada.

Nadie le había hecho nunca semejante petición a Lázaro, que contestó:

—No tengo cama.

—He sido soldado y sé dormir sentado. Encenderemos fuego.

—No tengo leña.

—Entonces charlaremos, como dos viejos camadas, en la obscuridad. Supongo que tendrás una poco de vino...

—No tengo vino.

El romano se echó a reír.

—Ahora me explico por qué estás tan tétrico, por qué no amas tu segunda vida. ¡No tienes vino! ¿Qué vamos a hacerle? Nos pasaremos sin él; hay palabras que achispan tanto como el falerno.

Aurelio despidió al esclavo con un gesto y, solos ya él y Lázaro, siguió charlando; pero diríase que, a medida que el Sol declinaba, la vida se retiraba de las palabras del escultor; resonaban vacías e incoloras; se tambaleaban como borrachos; resbalaban y caían cual entorpecidas por la angustia y la desesperación. Y negros precipicios se abrían entre ellas, como lejanos precursores del gran vacío y las grandes tinieblas.

—Soy tu huésped y no me ofenderás, Lázaro. La hospitalidad es un deber hasta para los que han estado tres días muertos, pues duró tres días, según me han contado, tu estancia en la tumba. Debe de hacer frío allí... y á eso se debe, sin duda, tu mala costumbre de privarte de fuego y vino. A mí me gusta la luz, y en esta tierra obscurece tan de prisa... La línea de tu frente y de tus cejas es muy curiosa: produce la impresión de un palacio destruido por un terremoto y cubierto de ceniza. ¿Pero por qué llevas ese traje tan feo y tan extraño? Según he visto en esta tierra, los novios se visten así. ¿Acaso es hoy el día de tu boda?

El Sol se hundía en el horizonte; una gigantesca sombra negra llegaba de Oriente; parecían oírse en la arena pisadas de enormes pies descalzos; el viento frío azotaba la espalda del escultor.

—Pareces aún más grande en la obscuridad, Lázaro; se diría que has engordado en algunos minutos. ¿Te nutres, quizá, de tinieblas?... Me gustaría tener fuego, aunque fuera una hoguera muy pequeñita. Tengo un poco de frío... Las noches son en esta tierra demasiado frescas. Aunque no se ve, yo juraría que estás mirándome, Lázaro. Sí, estás mirándome; Jo siento, y en este instante estás sonriéndote...

Cerró la noche; el aire pareció impregnarse de su pesada obscuridad.

—¡Qué agradable será ver mañana salir de nuevo el Sol!... Soy escultor, ¿sabes?, un gran escultor... según aseguran mis amigos. Creo, si eso se llama crear; pero para crear se necesita luz. Le doy vida al mármol inerte, fundo el bronce sonoro en la llama, en la ardiente llama... ¿Por qué me roza tu mano, Lázaro?

—Ven—dijo el resucitado—; eres mi huésped.

Y entraron en la casa. La larga noche cubrió la tierra.


Ya bastante alto el Sol, el esclavo, que llevaba esperando a su amo largo rato, decidió ir en su busca. Y he aquí lo que vió: bajo los ardientes rayos, Aurelio, sentado junto a Lázaro, miraba silencioso, como Lázaro, al cielo. El esclavo se echó a llorar y gritó:

—¿Qué te pasa, amo?

El mismo día, el escultor se puso en camino de Roma. Y durante todo el viaje permaneció pensativo y mudo; miraba, atento, cuanto le rodeaba, el barco, el mar, los seres humanos, como si tratase de recordar algo. Se desencadenó una violenta tempestad, y mientras duró, Aurelio no se retiró de la cubierta, desde donde contemplaba el recio batallar de las olas. A su llegada, el terrible cambio que se había operado en él asustó a su familia; pero él, para tranquilizarla, dijo en tono significativo:

—He resuelto el problema.

Y sin quitarse el traje, lleno de manchas, que no se había cambiado en todo el viaje, se puso a trabajar. El mármol, sumiso, rechinó bajo los golpes del martillo. Aurelio trabajó largo tiempo y con furia, sin dejar entrar a nadie en su taller. Al fin, una mañana declaró que la obra estaba terminada e hizo llamar a sus amigos, expertos y severos jueces en materia artística. Les recibió suntuosamente ataviado. En sus vestiduras fulguraban el vivo amarillo del oro y el rojo sangriento de la púrpura.

—He aquí lo que he creado.

En el rostro de los invitados se pintó un profundo dolor. El escultor, al pronunciar, frío y pensativo, aquellas palabras, había señalado con la mano y los ojos a un mármol monstruoso, en cuyas formas no había nada familiar a la vista, y, sin embargo, había arte—un arte nuevo, desconocido aún—. Sobre una delgada rama, caricaturescamente retorcida, yacían unos despojos informes y dispersos, extraños, inquietantes. Y, como por acaso, sobre uno de aquellos fragmentos, una mariposa, cincelada de un modo admirable, abría sus alas transparentes, trémulas de sed de volar.

—¿Qué significa esa divina mariposa, Aurelio?— preguntó alguien, desconcertado.

—No sé.

Debía decírsele la verdad al artista. Y uno de sus amigos, el más íntimo, declaró en tono firme, resuelto:

—Eso es horrible, pobre amigo mío. Hay que destruirlo. Dame el martillo.

E hizo añicos la monstruosa obra, dejando sólo intacta la mariposa.

Desde entonces, Aurelio no volvió a crear nada. Miraba con una profunda indiferencia el mármol y el bronce, las obras espléndidas que había esculpido en otro tiempo y en las que vivía la belleza inmortal. Tratando de despertar su alma embotada, de reanimar en él el antiguo amor al trabajo, sus amigos le llevaban a ver las obras de otros artistas; pero él permanecía indiferente a todo y la sonrisa no se dibujaba nunca en sus labios. Cuando se le hablaba de la belleza, contestaba con voz cansada, opaca:

—¡Todo eso es mentira!

En cuanto el Sol empezaba a elevarse sobre el horizonte, se iba a su magnífico jardín, buscaba un sitio no sombreado y entregaba sus ojos sin brillo y su cabeza descubierta al ardor implacable y al fulgor deslumbrante del astro. Mariposas blancas y rojas revoloteaban sobre la fuente; el agua manaba, reidora, de los labios burlones de un fauno. Aurelio, sentado e inmóvil, era como un pálido reflejo de aquel que a la entrada del desierto estaba también sentado, inmóvil, bajo el fuego del Sol.

V


Y he aquí que el grande, el divino Augusto quiso también ver a Lázaro.

Se engalanó al resucitado con suntuosas vestiduras de boda, como si el tiempo las hubiera legitimado y debiera ser hasta su muerte el novio de una virgen desconocida. Fué como si se hubiera redorado un viejo ataúd podrido, a punto de pulverizarse, y se le hubieran añadido ornamentos nuevos y espléndidos. La conducción de Lázaro a Roma fué solemne; la caravana parecía, en verdad, un cortejo nupcial: todos llevaban claras y bellas túnicas, y sonaban delante las trompetas de los heraldos, para abrirles paso a los enviados del emperador. Pero los caminos estaban desiertos: en el país natal del resucitado por milagro se maldecía su nombre odiado, y las gentes huían al solo anuncio de su terrible acercamiento. Las trompetas de cobre sonaban en el vacío, y sólo el desierto contestaba con su eco prolongado.

Se hizo después subir a Lázaro a bordo de un barco. Y fué aquélla la nave más fastuosa y más lúgubre que surcara nunca las olas de azur del Mediterráneo. Aunque iba en ella mucha gente, reinaban a bordo un silencio y una tristeza sepulcrales, y el agua parecía llorar, desesperada, al rozar la curva armoniosa de la proa. Lázaro, solo, aislado en el extremo delantero del barco, escuchaba, expuesta al sol la cabeza destocada, el ruido de las olas. Lejos de él, los marineros y los enviados yacían sentados o tendidos, masa confusa de sombras angustiadas, taciturnas e inertes. Si en aquel momento se hubiera desencadenado una tempestad, el viento hubiera arrancado las velas escarlata y el barco hubiera zozobrado, ninguno de ellos hubiera tenido valor ni voluntad para luchar contra los elementos. Algunos, en un último esfuerzo, se acercaban a la borda y escrutaban con ojos de esperanza el fondo del abismo transparente y azul: acaso una náyade asomara su hombro sonrosado; acaso un tritón, ebrio de alegría y de locura, pasara azotando con su cola la espuma deslumbrante. Pero el mar estaba desierto y el abismo marino estaba también desierto y mudo.

Lázaro pisó indiferente el suelo de la Ciudad Eterna.

Diríase que para él toda la grandeza de los monumentos alzados por gigantes, todo el esplendor, toda la belleza, toda la armonía de una civilización refinada, no eran sino el eco del viento en el desierto, el reflejo de las arenas abrasadoras. Desfilaban rápidos los carros; pululaba la multitud; hombres hermosos y robustos llevaban pintado en el rostro el orgullo de haber contribuido a la magnificencia de la Ciudad Eterna y de participar de su vida. Sonaban canciones; se oía la risa perlina de las fuentes y de las mujeres; los borrachos filosofaban y los transeúntes sobrios les escuchaban sonriendo; los cascos de los caballos martilleaban las losas. En medio de esta risueña batahola, el hombre obeso y plúmbeo atravesaba la ciudad, semejante a una mancha fría de silencio, y sembraba a su paso el fastidio, la cólera y una angustia vaga y corrosiva: «¿Quién se atreve a estar triste en Roma?», protestaban los transeúntes, frunciendo el entrecejo. Dos días después toda la ciudad estaba al tanto de la historia del resucitado, y se evitaba medrosamente su encuentro.

Pero había también en la capital muchos ciudadanos audaces, confiados más de lo debido en su energía, y Lázaro obedeció sumiso a su temeraria llamada. Los negocios de Estado obligaron al emperador a retardar la audiencia, y el resucitado frecuentó durante siete días la sociedad romana.

Un día estuvo en casa de un alegre gozador de la vida, que le acogió con la risa en los labios.

—¡Bebe, Lázaro, bebe!—le gritó—. ¡A Augusto le hará mucha gracia verte borracho!

Mujeres ebrias y desnudas se reían también, y pétalos de rosa caían sobre las manos azuladas de Lázaro. Pero el libertino le miró a los ojos, y su alegría se extinguió para siempre; su embriaguez duró toda su vida, aunque ya no volvió a beber. Y en vez de los sueños agradables que inspira el vino, terribles pesadillas abrumaron su pobre cerebro. Les sueños espantosos fueron desde entonces el único alimento de su espíritu trastornado y le tuvieron día y noche bajo el yugo de monstruosas quimeras, y la misma muerte no fué más horrible que sus feroces precursores.

Estuvo también Lázaro en casa de un joven y una joven que se amaban y eran felicísimos. Lleno de dulce compasión, el joven, rodeando con su fuerte y orgulloso brazo el talle de su amada, le dijo a su visitante:

—¡Míranos, Lázaro, y regocíjate con nosotros! ¿Hay algo más poderoso que el amor?

Lázaro los miró. Y siguieron amándose; pero su amor se tornó triste y sombrío como los cipreses de los cementerios, cuyas raíces se nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas copas negras buscan en vano el cielo en la paz del atardecer. Lanzados el uno en los brazos del otro por la ignota fuerza de la vida, mezclaban las lágrimas con los besos, el placer con el dolor, y se sentían doblemente esclavos: esclavos sumisos de la vida despótica, esclavos inermes de la Nada amenazadora y silenciosa. Siempre unidos, siempre separados, brillaban como dos estrellas, para apagarse en la obscuridad de la noche.

Lázaro visitó luego a un sabio, orgulloso de su ciencia, que le declaró:

—Ya sé todas las cosas horribles que me puedes decir, ¡oh, Lázaro! ¿Con qué cosa que yo no sepa puedes asustarme?

Pero pasó algún tiempo, y el sabio comprendió que el conocimiento de lo espantoso no es el espanto, que la visión de la muerte no es tampoco la muerte, que la sabiduría y la estupidez son iguales ante el Infinito, pues el Infinito las ignora. Y toda barrera desapareció entre la ciencia y la ignorancia, la verdad y la mentira, lo bajo y lo alto. Y el pensamiento informe del sabio se bamboleó en el vacío.

—¡No puedo ya pensar!—gritó el sabio, horrorizado, con la encanecida cabeza entre las manos—. ¡No puedo ya pensar!

Y bajo la mirada indiferente del resucitado, la vida perdía su sentido y sus alegrías se evaporaban. Se empezó a decir que era peligroso enseñarle un hom, bre así al emperador; que lo mejor sería matarle, enterrarle a escondidas y hacer creer que había desaparecido. Se afilaban ya los aceros, y ciudadanos jóvenes y patriotas se disponían abnegadamente a ser ellos los matadores, cuando Augusto ordenó que a la mañana siguiente le llevasen a Lázaro y dió al traste con tan crueles proyectos.

Ya que no era posible deshacerse de él, se quiso, al menos, atenuar la deprimente impresión que producía su rostro. A ese fin se recurrió a los servicios de hábiles peluqueros, que invirtieron toda la noche en la tarea. Le cortaron la barba y se la rizaron; el tinte azulado de la cara—así como el de las manos—lo ocultaron bajo una capa de pintura blanca y roja; los surcos dolorosos que afeaban la vieja faz se disimularon con afeites, y en la falsa tersura de las sienes y las mejillas se dibujaron, con un fino pincel, arruguitas de vejez jovial y bonachona.

Lázaro se sometió a todo, indiferente. Y cuando se dirigió al palacio del emperador tenía el aspecto de un hermoso anciano, de un abuelo plácido y patriarcal. Diríase que aun conservaba en los labios la sonrisa con que, en otro tiempo contaba chascarrillos; el rabillo del ojo se le prolongaba en un ligero frunce de indulgente ironía. Pero las vestiduras de boda no se habían atrevido a quitárselas, y no se habían podido transformar sus pupilas, aquellos vidrios negros y aterradores a través de los cuales el misterioso Más Allá miraba a los humanos.

VI


Lázaro no se deslumbró ante los esplendores del palacio imperial. Parecía no encontrar diferencia alguna entre su casa en ruinas, en cuyo umbral comenzaba el desierto, y aquel palacio de mármol, magnífico y sólido. Bajo sus pies, el mosaico ricamente trabajado no difería nada de la movediza arena del desierto, y la multitud de dignatarios, pomposamente vestidos, era a su vista como el vacío del aire. Los palaciegos bajaban los ojos a su paso, temerosos del terrible efecto de su mirada; pero cuando el ruido de sus pisadas, graves y lentas, se apagaba, levantaban la cabeza y miraban con una curiosidad medrosa la silueta maciza del corpulento anciano, un poco encorvado, que se alejaba en dirección a las habitaciones de Augusto. Si se hubiera tratado de la muerte en persona, el espanto de los palaciegos no hubiera sido mayor, pues hasta entonces sólo los muertos habían conocido la muerte y los vivos sólo habían conocido la vida, y no había habido puente entre los vivos y los muertos. Pero aquel ser extraordinario conocía la muerte y su ciencia maldita era misteriosa y terrible.

«¡Va a matar a nuestro divino Augusto!», pensaban, asustados, y le lanzaban vanas maldiciones al resucitado, que avanzaba impasible hacia el corazón del palacio.

El César sabía quién era Lázaro y se disponía a la entrevista. Alma viril, tenía conciencia de su energía enorme, invencible, y había rehusado toda compañía en su duelo fatídico con el resucitado por milagro. Lo recibió a solas.

—No me mires, Lázaro—ordenó cuando le vió entrar—. He oído decir que, como Medusa, conviertes en piedra a cuantos miras. Yo quiero contemplarte y hablar contigo un poco antes de ser petrificado.

Había en su acento una imperial jovialidad no exenta de temor.

Se acercó a Lázaro y contempló en silencio su rostro y su extraño traje nupcial. A pesar de su vista penetrante, los afeites y los artificios peluqueriles le engañaron.

—¡Tu aspecto no es nada terrible, respetable anciano! Cuanto más lo horrible ofrece un aspecto agradable y digno, tanto más temible resulta para el pueblo. Hablemos un poco.

Augusto se sentó y, preguntando con los ojos tanto como con la palabra, inquirió:

—¿Por qué no me has saludado al entrar?

Lázaro contestó, en tono indiferente:

—No sabía que debía hacerlo.

—¿Eres cristiano?

-No.

Augusto movió aprobativamente la cabeza.

— Lo celebro. No me son simpáticos los cristianos. Sacuden el árbol de la vida sin dejarle cubrirse de frutos, y mustian sus flores fragantes. ¿Qué eres, pues?

Con un ligero esfuerzo, Lázaro contestó:

—Yo era un muerto.

—Ya lo sé. ¿Pero qué eres ahora?

Lázaro repitió, tras unos instantes de silencio, con voz sombría y helada:

—Yo era un muerto.

—¡Oye, desconocido!

El emperador, escanciando sus palabras, expresó, severos el gesto y el acento, las ideas que el siniestro prestigio del resucitado habían despertado en su cerebro:

—Mi imperio es un imperio de vivos; mi pueblo es un pueblo de vivos, no de muertos. Y tú estás de más aquí. No sé lo que eres, no sé lo que has visto en el otro mundo; pero si mientes, odio tu mentira, y si dices la verdad, odio tu verdad. Siento en mi pecho la palpitación de la vida; siento en mis manos el vigor; mis orgullosos pensamientos recorren, como águilas, el espacio. Bajo la protección de mi poder, de mi autoridad, al abrigo de mis leyes, la gente vive, trabaja, canta y ríe... ¿No oyes la maravillosa armonía de la vida? ¿No oyes los clamores guerreros que los hombres lanzan, encarados con el porvenir, desafiándolo?

Augusto abrió los brazos en un ademán de plegaria, y gritó solemnemente:

—¡Que la vida, la vida maravillosa y divina, sea glorificada!

Pero Lázaro callaba, y el emperador prosiguió, acentuando la severidad de su gesto y su acento:

—Tú estás de más aquí. Lamentable despojo, que la muerte ha despreciado, les inspiras a los hombres la angustia y la desgana de vivir. Como una oruga en un trigal, roes la sabrosa espiga de la alegría y segregas el veneno del dolor y la desesperación. Tu verdad es como un acero enmohecido en manos de un asesino nocturno, y te haré matar como a un criminal. Pero antes quiero ver lo que hay en tus ojos. Acaso sólo atemoricen a los cobardes y despierten en los bravos la sed de lucha y de victoria. En tal caso no merecerías un castigo, sino un premio. ¡Mírame, Lázaro!

En los primeros momentos le pareció al divino Augusto que era un amigo quien le miraba: tan dulce, seductora, atractiva, hechizante, era la expresión de los ojos del resucitado. No era el espanto, sino la paz, lo que prometía, y el Infinito parecía en ella una tierna amante, una hermana compasiva, una madre. Pero poco a poco el suave abrazo se hacía más fuerte; a la boca, ávida de besos, le faltaba el aire; un aro de hierro se hundía en la carne y se ceñía a la armazón ósea; unas uñas frías y afiladas se clavaban, acariciadoras, en el corazón.

—Tu mirada me hace daño—dijo el divino Augusto, palideciendo—. Pero mírame, Lázaro; sigue mirándome.

Diríase que unas pesadas puertas, cerradas para siempre, se abrían lentamente y que por la creciente rendija el horror amenazador del Infinito penetraba, lento y glacial. Como dos sombras, el vacío inmenso y las tinieblas sin límites avanzaban, apagando el Sol, retirando de debajo los pies el suelo firme y el techo de sobre la cabeza. Y el corazón, helado, cesaba de sufrir.

—¡Mírame, Lázaro, mírame!—repitió Augusto, tambaleándose.

El tiempo se detuvo, y el principio y el fin de todas las cosas se acercaron terriblemente. A los ojos del emperador, su trono, apenas alzado, se derrumbaba y le reemplazaba el vacío; Roma se desmoronaba sin ruido; una nueva ciudad se alzaba sobre sus ruinas, y el vacío absorbía al punto la nueva ciudad; cual enormes fantasmas, urbes, estados y países se disipaban rápidos y desaparecían en el vacío como si el seno obscuro del Infinito, impasible e insaciable, se los tragara...

—¡Basta!—ordenó Augusto.

Ya la apatía apagaba su voz; sus brazos caían, laxos, a lo largo de su cuerpo; sus ojos de águila se encendían y se obscurecían, luchando contra las tinieblas invasoras.

—¡Me has matado, Lázaro!—murmuró.

Y estas palabras de desesperación le salvaron. Se acordó del pueblo, del que él debía ser el amparo, y un dolor agudo y saludable traspasó su corazón embotado.

«Están destinados a la muerte», pensaba con angustia.

«Son como sombras luminosas en las tinieblas del Infinito», se decía con horror.

«Son frágiles vasos llenos de sangre hirviente, corazones que conocen la alegría y el dolor», añadía con ternura.

La meditación del soberano duró largo rato, y la cruz de la balanza ora se inclinaba hacia la muerte, ora hacia la vida; por fin, Augusto logró sacudir el anonadamiento que le impedía hallar en los dolores y las alegrías de la existencia una fuente de energía defensiva contra el horror del Infinito y las tinieblas de la Nada.

—No, no me has matado, Lázaro—profirió con firmeza—. Soy yo quien te matará a ti. ¡Vete!

Aquel día el divino Augusto saboreó los manjares y las bebidas con un placer insólito. Pero a veces su mano levantada se detenía en el aire y el fulgor de sus ojos de águila se apagaba: la helada sombra del horror había cruzado ante ellos. Vencido, pero no aniquilado, el Espanto esperaba, severo, su hora: mientras vivió el emperador, permaneció a su cabecera; señor de sus noches, no osaba disputarles sus días a las alegrías y los dolores de la vida.

Al día siguiente, por orden del emperador, se le quemaron a Lázaro los ojos con un hierro candente y se le envió a su patria. El divino Augusto no se atrevió a condenarle a muerte.


VII


Lázaro tomó al desierto, y el desierto lo acogió con el silbo del viento y el calor abrasador del Sol. De nuevo se sentó en una piedra; de nuevo levantó la azulada faz, la barba inculta. Y los dos agujeros negros, terribles, en que el hierro candente había trocado sus ojos, miraron al cielo. A lo lejos, la ciudad santa se agitaba, ruidosa; pero en torno de Lázaro todo estaba solitario y mudo; nadie se acercaba al lugar donde el resucitado por milagro acababa sus días; los vecinos habían abandonado hacía mucho tiempo sus casas. La ciencia maldita que Lázaro había adquirido en la tumba había sido hundida por el hierro candente en las profundidades del cráneo, desde donde, como emboscada, clavaba en el corazón de los hombres miles de miradas invisibles. De suerte que ya nadie osaba contemplar a Lázaro.

Por la tarde, a la hora en que el Sol crecía y se empurpuraba, cercano al horizonte, Lázaro, ciego, echaba a andar, despacioso, en su seguimiento. Obeso y débil, se levantaba trabajosamente cuando se caía al tropezar con una piedra, y seguía andando, andando... Sobre el fondo escarlata del crepúsculo, sus brazos semejaban los de una gigantesca cruz negra.

Una tarde se fué, como de costumbre, y no volvió. Así acabó, a lo que parece, la segunda vida de Lázaro, que había pasado tres días bajo el misterioso poder de la muerte y había resucitado por milagro.