Lágrimas: 15
Capítulo XIV
OCTUBRE, 1846.
Aquella misma tarde estaban en el balcón que caía al hermoso jardín de la marquesa de Alocaz, tres jóvenes que se esforzaban en cubrir con sus flores y ramas, las enredaderas, como si el jardín quisiese ocultar con un velo verde sus más bellas flores.
Vuelta de espalda, puestas las manos sobre el barandal y apoyada en ella su cintura, descollaba la más alta de las tres, luciendo en esta posición toda la gallardía, riqueza y perfección de formas de su persona. Caían desde su cintura hasta el suelo los anchos y ricos pliegues que formaba la seda de moaré azul turquí de su vestido. Un camisolín de encaje cubría su cuello, y estaba sujeto sobre su pecho por un gran alfiler de oro y esmalte. Su cabello castaño oscuro formaba cortinas ahuecadas, y coronaba su frente una ferroniere, que tan bien sienta a las frentes altas, a los perfiles de marcados y severos contornos, y a las caras pálidas.
Frente de ésta, estaba otra joven de mediana estatura, que si bien apoyaba su hombro en el quicio de la puerta de la sala, cambiaba tan a menudo de postura, que no se la podía señalar ninguna determinada.
Era blanca y rosada, rubia, cosa poco común en Andalucía, y que por lo tanto tiene en las bonitas toda la delicadeza y distinción de las flores exóticas. Sus ojos azules eran graciosos, vivos, maliciosos y dulces a un tiempo, como lo era su dueña. Su boca, que era semejante a una fresa, siempre risueña, dejaba ver una magnífica sarta de perlas que brillaban constantemente con el reflejo de la luz y de la alegría. Vestía un traje de tafetán verde, y unían su camisolín de gasa sobre su pecho, tres lazos de cinta de color de rosa, teniendo el último, que estaba colocado sobre la punta de la cotilla, dos largos cabos tan movibles a los impulsos del aire, como lo era su dueña a los de su alegre actividad. Pendían a ambos lados de su fina cara los largos tirabuzones casi desrizados que dan tanta dulzura al semblante. A cada lado de su ancho rodete, había colocado un lazo color de rosa que parecía infundirle al oído con su voz de seda, ideas de su color. Era esta, Flora de Osorio, sobrina del íntimo amigo de la Marquesa, D. Domingo Osorio, parienta e inseparable compañera de Reina.
Apoyada sobre el barandal del balcón, el codo puesto sobre la meseta, y la cara descansando en su mano, miraba la tercera de estas jóvenes tristemente al cielo. Era pequeña y en extremo delgada. Vestia un traje de lino lila y blanco, de hechura de saco y cruzado por delante. Un grueso cordón le sujetaba al talle, y las borlas que lo terminaban haciendo peso, le daban la forma de punta que ordena la moda sin ayuda de ballenas, cuya dureza, por poca que fuese, no podía soportar aquel cuerpo débil y delicado. Su cabello negro formaba sin pretensiones unas cortinas achatadas que, pasando debajo de la oreja, se unían al magnífico rodete que formaba su cabello, cuya abundancia y fuerza era un vicio orgánico, como suele suceder en naturalezas débiles.
-¡Qué ingrata eres con Marcial! Reina, -dijo la de los moños rosa-, y eso que es un novio de los pocos, un novio pintiparado, tenlo por seguro, porque mi madre lo celebra y esto es señal infalible y patente segura de buen novio; y eso, mujer insensible, que según dice Fabián, te está componiendo unos versos.
-Sea por el amor de Dios, -dijo Reina-, pero hija mía, si los versos toman por asalto los corazones, muy apurado estará el tuyo, porque Fabián...
-Sí, sí, -interrumpió Flora-, en punto a versos es Fabián, lo que es el mes de María en punto a flores, le cuesta poco el producirlas; pero no así el pobre Marcial, que se está devanando los sesos.
-¡Qué persistencia en cultivar un terreno que no ha de producir para él sino calabazas! -repuso Reina.
-Marcial quiere enseñarte geografía, ¿sabes?
-¿A mí? Si me hace semejante proposición le enseñaré a tornar la puerta.
-¡Qué ingratitud, Reina! Fabián me quería enseñar a mí el francés. Como yo no me inclinaba a ello, ni tenia disposición, no salimos en un mes de ponchu, que quiere decir: buenos días. Como que el ponchu me salía ya por encima de los cabellos, le dije que para variar me enseñara el latín, que de ese al fin algo sé, como es el dominus tecum y el sursum corda.
-¿Y te lo enseñó? -dijo Reina soltando una carcajada.
-Por suponido. Pero verás lo que hizo ese traidor; me enseñó unos versos que aprendí mucho mejor que no el ponchu, porque se parece más el latín al español que no el francés. Me dijo que quería decir: atended, amad, ángeles bellos, que después de los siglos seréis atendidos y amados. Me pareció esto muy bonito, aunque no lo entendía bien; pero como me sucede otro tanto con muchos versos modernos, no me pareció justo negarles mi aprobación, por ese pequeño inconveniente, tanto más cuanto había oído una traducción de Lamartine, hecha por un amigo de mi hermano que sonaba por el mismo estilo.
Lo aprendí, pues, y lo recitaba como una cotorra o por mejor decir, lo declamaba, que ni Matilde Díez lo hubiese hecho mejor. Un día me oyó mi padre, y me preguntó: ¿qué estás ahí diciendo, niña? Yo tan ancha y satisfecha como el cuervo de la fábula a quien le dicen que luzca su voz, abrí mi pico y dije clara y melancólicamente:
Vivite, bevite, colegiales,
post multa secula pocula nulla.
Pero como al alumbrado de gas que se apaga de repente le sucedió a mi gozo, cuando vi a mi padre fruncir el entrecejo, y decirme que seguramente habría oído eso a mi hermano; pero que si semejantes vaciedades grotescas eran pasaderas en la boca de un estudiante, eran ridículas e indecorosas en boca de una señorita. -Pero, padre, -exclamé consternada-. ¿Me quiere Vd. decir el sentido de esas palabras que yo venía por sublimes? -Me respondió su merced:
Vivid; bebed, colegiales que después de los siglos ni se come ni se bebe.
Fue tal mi furor contra ese traidor perverso, que a la noche le declaré que no tenía ni antes ni después de los siglos que volverme a mirar a la cara; y en cuanto a nuestro trato, le declaraba en bueno y decoroso latín que ite misa est. Pero me pidió en prosa y en verso, con manos cruzadas y miradas melancólicas tantos perdones, que al fin le concedí uno, por no oír suspiros que ya me iban atacando los nervios.
-Debías haberte mantenido en no perdonarle, -dijo Reina riéndose-, y heredarme en vida la posesión del corazón de Marcial, a quien decididamente pesa y estorba, tal es el empeño que tiene de colocarlo.
-No, hija mía, estoy muy bien avenida con Fabián que ahora me va a enseñar el griego. Pero Lágrimas, -añadió Flora volviéndose a la niña apoyada en el balcón-, ¿qué estás ahí pensando, un poco más callada aun que otras veces?
La niña al oír su nombre tuvo un pequeño estremecimiento nervioso y respondió con dulzura:
-Miraba aquella pequeña nube y pensaba que está tan purpurina por echarle el sol una mirada bajo la cual se ruboriza, como lo haría una pastorcita si la mirase un rey.
-Pues lo que a mí se me ocurre, -dijo Flora mirando la roja nube-, es que si descargase ahora ese nubladito, sería vertiendo una lluvia colorada, y mañana, todo amanecería rojo, empezando por el apacible Betis que parecería un río de sangre y acabando por las narices de Marcial que aparecerían erisipeladas.
-Pues a mí, -dijo Reina-, lo que se me ocurre es, que habrá buen tiempo mañana, que arreboles al Poniente, soles al amaneciente; y tengo mañana que ir a las tiendas y al jubileo que está nada menos que en San Julián.
-Esta Lágrimas, -observó Flora-, vive siempre entre las nubes como las estrellas, entre los vientos como las veletas, y en el mar como las perlas: mira hija mía, esto pica en manía, y parece un resto de delirio que tienes cuando te dan las suspensiones en que pierdes el sentido y desbarras.
-Bien podrá ser, -respondió Lágrimas.
-No, no, -intervino Reina-, es el resultado de las fuertes impresiones que ha recibido cuando niña, y es preciso, Flora, distraerla y no combatirla, como dice la madre Socorro.
-¿Sabes, Lágrimas, -dijo Flora, que comprendió la intención de Reina-, que si el asqueroso reptil, nombrado celos, tuviese cabida en mi corazón, que llama Fabián el más puro y más inmaculado de los copos de nieve del Monte Parnaso; ¡ah! No, del Mont Blanc (me confundo con los muchos montes que trae al retortero) pero, como decía, si tuviese cabida en él esa sabandija revolucionaria, sería debido a ti? Porque has de tener entendido que a mi risueño suspirante no le pesaría el ser el paño de esas lágrimas. Su numen poético (que así se llama qué sé yo qué) simpatiza mucho con tus visiones. El otro día al oírme decir el efecto que te causaban y las cosas que dices sobre los vientos y vendavales, te llamó arpa Eolia. Como yo no sabía que especie de instrumento era ese, y si se parecía a la gaita gallega, al bajón o a los palillos, me explicó lo que era. Han de saber Vds. que los alemanes son tan afectos a la música, a las ideas románticas y cosas fantásticas, que inventaron una cosa que participaba de las tres, y fue un arpa que colocada en las altas torres de los castillos feudales, sonaba armoniosamente al soplo de los vientos. Llamáronla Eolia, por ser Eolo el padre de los vientos (se me olvidó preguntarle quien era su madre). Ya sabéis vos, que vivís en las más oscuras tinieblas sobre el origen y efectos del arpa Eolia, la ventaja que os llevo escuchando a un caballero estudiante.
-Lo que nada quiere decir, -opinó Reina.
-¡A un poeta!
-Lo que quiere decir renada.
-¡A un ilustrado!
-Lo que significa retenada, -dijo Reina usando ese modismo andaluz poco fino.
-¡Ay Reina! ¡Reina! -exclamó Flora-: ¡qué modo de echarlo todo por tierra! ¿Pues cómo clasificas a Fabián?
-Un hombre instruido, hija mía, lo que las otras tres denominaciones no determinan.
-¿Y cómo clasificas a Marcial, severa jueza?
-¿Marcial? De distinguido en la pesadez, sobresaliente en la retumbancia, notable en lo porfiado.
-¿A Genaro?
-Un cena a oscuras.
-¡Vamos allá, todos quedan lucidos! ¡Reina, Reina, muy empingorotada estás! A todos miras de arriba abajo como el César de la Alameda Vieja. Te lo predigo, torre encumbrada, al primer traspié, caes aplastada.
Reina echó una carcajada y se puso a cantar.
-Flora, -dijo-: ¿no has oído cantar a Lágrimas?
-No, nunca. ¿Canta? No lo extraño. Fabián os llama la perla y el brillante: si tú que eres el brillante, bailas, no es mucho que cante la perla. Vamos, Lágrimas, canta.
-Ni tengo voz, ni sé ninguna canción; -respondió ésta-. ¿No es verdad, Reina?
-Si y no..., tienes poquita voz; pero es dulcísima y melodiosa; no sabes canciones, pero sabes otras cosas que se cantan. No te hagas de rogar, Lágrimas, que no pega eso a tu genio complaciente: estamos solas, así no tendrás cortedad; canta lo que acostumbras cantar, la tonadilla del cuento la flor del Lililá aunque sea cuento de niños, la melodía de las estrofitas es preciosa. Te haré la segunda voz.
La dócil niña se puso a cantar con una voz muy tenue, pero cuya dulzura era incomparable acompañada de la pura y fuerte voz de Reina, que parecía sostener la suya, las estrofas que acaban así:
Y ten con ellos piedad,
que les tengo perdonado,
¡que es tan dulce perdonar!
-¡Con qué expresión canta! -dijo Flora cuando hubo concluido.
-Es, -dijo Lágrimas-, porque de todas las excelencias de Dios, es la que mejor comprendo, el perdón.
-Pues yo, -dijo Reina-, la justicia.
-Pues yo, -añadió Flora-, la de no cansarse de dar. Dar, ese es el placer de los placeres, la felicidad de las felicidades.
-¡Eh! -dijo Reina-, vamos al Duque, que ya es tarde; ven, Lágrimas.
-Yo no quisiera ir, -respondió ésta.
-¿Y por qué no, criatura?
-Estoy cansada.
-Déjala, Reina, el mejor modo de complacer a las gentes es dejarles hacer lo que desean, grande y soberbia máxima, que no puedo inculcar a mi madre por más que hago, -dijo Flora.
-¿Qué harás aquí sola? -preguntó Reina a Lágrimas-; las nubes rosadas se han ido.
-Contará las estrellas conforme vayan saliendo, -dijo Flora-, por ver si falta alguna.
-Vas a oír, -prosiguió Reina-, el ruido que te parece del mar lejano, y que te acongoja.
-No, Reina, hoy estoy tan tranquila, que oiré música.
-Oirás el viento y pensarás que la naturaleza gime, como te sucede siempre.
-No, Reina, el viento que suspira es débil, callado e inofensivo,
-Como tú, -dijo Reina besando la frente de Lágrimas que se había acercado a ella, la había abrazado y había apoyado su cabeza en su hombro.
-Callado, calladito, -afirmó Flora-, no dice ni ponchu, ese chiquitín de Eolo, bien criadito.
Y pasando detrás de las amigas abrazadas, la niña de los lazos rosas se subió en el rodapié del balcón, tomó una de las ramas de la enredadera, y coronando sin soltarla con ella a las otras, un cuadro vivo, dijo.