Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo X

Capítulo X

JUNIO, 1844.

Formaban estas dos niñas, Lágrimas y Reina, en todo el más marcado contraste: Reina, hermosa, robusta, llena de vida, era la hija única de la brillante marquesa de Alocaz, la que a los pocos años de casada, habiendo quedado ¡viuda de un hombre que amaba con pasión, concentró en su hija toda la fuerza de amor de su corazón, y crió a su ídolo con los más exagerados mimos.

Aunque separada de ella momentáneamente por su viaje a Madrid, los cuidados y desvelos de la madre rodeaban a su hija. Parientes, amigos, criados antiguos, vigilaban y visitaban de continuo a la niña, trayéndole en profusión juguetes, golosinas, flores, y en fin, cuanto puede agradar en esa edad. Anticipábanse los criados en tono chancero a darle tratamiento, y la hablaban de su hermosura, de sus riquezas y de sus pergaminos.

Lágrimas, la niña enferma, que solo debía la vida al cuidado de las monjas, era pequeña y delgada. Nadie, fuera del convento, se había ocupado de ella, ni nunca había recibido ni un recuerdo, ni un regalo.

Sólo una vez al año, había ido su padrino Don Jeremías Tembleque a verla al locutorio. La primera vez que fue, la llevó un rosquete comprado a un confitero ambulante, el que estaba salpicado por las moscas de negra grajea. A la niña, que no era golosa, dio asco el rosquete y no lo quiso comer; con ese motivo D. Jeremías, que se picó, escribió a su compadre que las monjas criaban a su hija muy melindrosa, y propuso no volverse a despilfarrar.

Reina sabía que era hermosa, rica, noble y querida. Lágrimas sabía que no era ni bien parecida ni querida, y estaba en la persuasión, así como las monjas, de que era pobre. Cuando la hermosa marquesa de Alocaz decía mirando a su hija: «¡cómo crece! ¡Cómo se desarrolla esa hija de mi alma!» Un coro respondía, y sin que en ello entrase adulación, porque lo que decía era la pura verdad: es hermosa, airosa, tiene un señorío y una gracia innata; es idéntica a su madre. Al contrario de la Marquesa, la primera vez que después de cuatro años vio D. Roque la Piedra, que sus negocios trajeron a Sevilla, a su hija, dijo a su compadre:

-¡Qué delgada, qué amarilla está y qué pequeña se va quedando la chica! ¡Qué encogida, qué compungida y qué poquita cosa es! La sangre americana, compadre, que parece melaza. Nada ha sacado a mí, es idéntica a su madre.

-Idéntica a su madre, hasta en los melindres, -contestaba D. Jeremías.

Fácil es comprender que el apoyo y la protección que halló la niña sola, débil, encogida, en la niña fuerte, animada y llena de vida, hicieron brotar en aquel ser amante y aislado, una profunda y apasionada ternura hacia su amiga. Reina, por su lado, se apegó a aquella niña tímida y asombradiza, y halló un placer perfectamente adecuado a su genio en guiar, gobernar y animar al ser débil que buscaba su sombra, en tener a raya las polluelas de inmundos corrales, y dominarlas hasta el punto de obligarlas cuando podía a escondidas de las madres, a que limpiasen bajo su inmediata inspección la jaula del canario que se habían atrevido a amenazar, convirtiendo así, cual una adorable hada para el pajarito, sus enemigas en esclavas. Las polluelas a todo callaban y obedecían por dos razones: la una era que Reina tenía unos dedos dotados de una singular aptitud y fuerza para tirar pellizcos, cuyos cardenales no se iban tan pronto como se venían. Esta detestable, soez y denigrante costumbre, la había traído la niña mal criada al convento. La otra razón que ponía sobre los despotismos de Reina un candado en los labios de sus víctimas, era que todos los días aparecía esta a los ojos de aquellas con un papelón de dulces, bizcochos y tortas en la mano, bella como la fortuna que reparte sus dones, y tirándoselo aunque fuese en el suelo, sino hallaba mesa o banco a la mano, les decía con dignidad: «Tomad, lambrucias, engullid y hartaos.»

Con el trato de Reina se había esparcido algo el tétrico y asombradizo genio de la pobre niña enferma, y aun sobre su salud había influido benéficamente. Sufría esta siempre alternativas, en las que obraba poderosamente el estado de la atmósfera, así como las impresiones que recibía. Su alma era como el cristal, la empañaba solo un aliento, la traspasaba un rayo de sol, un choque la habría quebrado. Son estos pobres entes desgraciados, sin fuerzas morales ni físicas, como un tenue manantial de agua clara, que sin caudal ni poder para abrirse una senda vuelve a consumir la tierra y a absorber el cielo. Existencia que sólo conocen de la parte humana los padeceres y de la espiritual solo la angustia y la tristeza, y son como esas cometas que se lanzan en el espacio, que vagan sin rumbo ni dirección y que están sujetas a la tierra sólo por una tosca guita, que por lo regular manejan manos torpes y bruscas, almas de ángeles que tienen su mayor mérito en ignorar lo que valen, que no lloran sobre sí, sino sobre el dolor que es herencia común.

-¿No ves, -le decía algunas veces a Reina, mirando al cielo-, esas nubes que vienen corriendo de la mar? Vienen huyendo y llorando de los horrores que habrán visto en ella.

-¿Esas nubes? -respondió Reina-: te equivocas; no vienen del mar sino del cielo; las manda el Señor para regar los campos, porque ha habido rogativas por el agua.

-¿No oyes, -preguntaba otras veces con la cara asombrada la niña-, el ruido de la mar muy lejos, muy lejos?

-Vaya, -respondía Reina riendo-, si es un moscón; ojalá se te plantase en las narices, y verías si es la mar. ¡Siempre estás con la mar, la mar, la mar, qué cansera de mar!

-¿Has visto la mar, Reina?

-Sí, que fui a las corridas de caballos a Sanlúcar y la vi, porque se mete en el río. ¿No te acuerdas que volvimos juntas?

-¿Y estaba enfadada, Reina?

-No se lo pregunté, porque nada se me daba de que lo estuviese o no su merced.

-¡Oh! Reina, ¡si vieras cuán espantosa se pone cuando se enfada! Se levanta en ondas como una furiosa serpiente, echa espuma de coraje, y brama de rabia; entonces todo lo rompe, todo lo destroza, todo lo aniquila, todo lo traga, los vivos para matarlos; los muertos...

Levantábase entonces Reina con viveza y se ponía a bailar tocando las palmas y cantando:

Alegría, alegría, alegría,
que ha parido la Virgen María,
sin dolor ni pena,
a las doce de la Noche buena,
un infante tierno,
en la fuerza y rigor del invierno;
y los angelitos
cuando vieron a su Dios chiquito
metido entre paja
le bailaban al son de sonaja.

Al oír la alegre voz de su amiga, y al sentir el profundo y santo gozo que les es propio y que infunden los cantos de Noche buena, Lágrimas de serenaba, los lúgubres pensamientos se borraban y sonreía suavemente, como la tristeza al consuelo.

Así pasaron reunidas estas niñas dos años que le fue preciso a la Marquesa permanecer en la capital. Pero a su regreso le faltó tiempo para llevarse consigo a su hija.

El dolor de Lágrimas al separarse de Reina, fue tan acerbo y tan profundo, que a poco recayó en aquellos accesos de triste angustia, de inquietos insomnios que tan perjudiciales eran a su salud. Reina, que lo supo por las monjas, pidió a su madre se empeñase con ellas para que dejasen a Lágrimas pasar los días festivos en su compañía. Las madres pidieron su venia a D. Jeremías, que la dio, poniendo a esto como a todo lo que concernía a la niña, tan poca importancia, que ni aun se lo dijo ni escribió a su padre.

La pobre niña que tan poco lugar ocupaba en todas partes, que no se oía nunca, que no llamaba la atención, que parecía un pálido satélite del brillante astro en cuya órbita giraba silencioso y no podía menos de ser querida por los que se ponían en contacto con ella. Así era que la Marquesa la veía con gusto en su casa, pues son contadas (si es que existen), las naturalezas que no tengan un placer en causárselo a otras, sobre todo si no les cuesta nada. Así, pues, sin interrumpir esta amistad, que era todo el encanto de la modesta vida de Lágrimas, pasaron cuatro años, contaba ahora Reina diez y ocho, y Lágrimas diez y seis. Era esta siempre la niña delicada de salud, delgada y pálida. Su debilidad física y su dejadez americana le daban un aire cansado y doliente, que hacía a los que activamente recorrían el camino de la vida, dejarla a un lado, como al cansado caminante, que se ha apartado de él y se ha sentado en un marmolejo sin estorbar a nadie. Sus movimientos eran tímidos y lentos, sin dejar por esto de tener una gracia lánguida y suave, tanto más simpática, cuanto estaba lejos de toda afectación. El trato con las monjas había hecho menos sombrías las miradas de aquella pobre asombrada niña; el roce con Reina y con la sociedad las había hecho menos ariscas, pero nada había podido desprenderlas de aquella tristeza profunda que había grabado en ellas la terrible catástrofe que le abrió tan niña aun los ojos a los horrores de la tierra; una extremada timidez que se unía a esto, le hacía tener sus ojos siempre bajos, así sucedía que cuando los levantaba, como eran tan extraordinariamente hermosos, causaba su vista casi una sorpresa.

Reina que había crecido mucho, era alta y airosa: su cara aguileña tenía el blanco y puro mate de la cera; su nariz, un poco larga, era fina y bien formada; su frente era alta y altiva; su boca de delgados labios, desdeñosa y burlona; sus ojos pardos eran penetrantes como dardos. Tenía una desenvoltura que no era propia de su edad, pero estaba unida a tanto señorío y tanta gracia natural, que la crítica, indulgente con ella, como lo era su madre, se resignaba a tolerarle ese lunar inherente que no la desgraciaba.

Ya que al bosquejar uno de los tipos que figuran en esta relación hemos indicado, defectos, por desgracia harto comunes entre las jóvenes españolas, nos permitiremos darles un consejo, aunque no sea más que para probar que el espíritu de nacionalidad no nos ciega al punto de tomar defectos por méritos, ni malas tendencias por gracias. Este consejo de amigos es, que al adoptar las cosas elegantes y de buen gusto del extranjero, no se limiten en esta imitación a las capotas, bertas y cosas semejantes, sino que la extiendan a ciertas reglas de alto buen tono que siguen las jóvenes en la buena sociedad extranjera. Allá las jóvenes no llevan el sello de la elegancia fabricado en casa de sus modistas; lo llevan genuino y no se aja ni pasa de moda como aquel. Consiste en una reserva modesta, que hace hablar bajo, pero nunca de quedo; en un no desmentido respeto para toda persona de edad, fea o bonita, discreta o tonta, y entre la rica y la pobre con preferencia a esta última, respeto que es hasta una inocente coquetería, por la suavidad y frescura que imprime a la juventud. Ha de ocuparse mucho más de las mujeres que de los hombres, lo que procura amigas, y no quita admiradores; y sobre todo, este sello de buen tono real, excluye completamente de los labios de la juventud la burla personal como cosa atrevida, chabacana, que debe quedar relegada a las antesalas; a la gracia, así como a un manantial de agua cristalina y brillante, se le dirige su cauce, y corre lo mismo entre flores que entre espinas. Cuando las jóvenes españolas se convenzan de estas verdades, podremos gloriarnos los españoles de tener en nuestro país las mujeres más cumplidas de Europa.

La marquesa de Alocaz era una mujer hermosa, que aun no contaba cuarenta años. Era tan parecida a su hija, que al verlas juntas parecían la tarde y la mañana de un hermoso día. Era la Marquesa una de esas mujeres que solo en Espata se encuentran, las que como las flores deben sus colores y su perfume a su propia savia, y no a pinceles y esencias, es decir, que criada en un convento, sin más nociones ni educación que las que se necesitan para formar una mujer virtuosa, una buena madre y una mujer de su casa, sin jamás haber leído un libro, ignorando del todo las melifluosidades de novelas, ella sola, su instinto, su talento, su tacto, su natural señorío la habían hecho una mujer altamente distinguida, delicadamente culta, que tenía el aplomo y el mundo de una cortesana de la corte de Luis XV. No había conversación en la que no alternase con tino y gusto, ni lance que no jugase con acierto y decoro. Orgullosa como ninguna, era también como ninguna fina y amable. Era cuando se ofrecía oportuna como decían sus amigas; boquifresca según decían aquellos que, como inoportunas mariposas, se acercaban bastante a la luz para que esta quemase sus alas.

La Marquesa, aunque había quedado muy joven viuda, no se había vuelto a casar a causa de sus extremos por su hija; porque Reina, desde chica, con ese instinto de egoísmo y de celos de los niños consentidos, había tomado entre ojos a cuantos se habían inclinado a su madre, a punto de obligar a esta extremosa madre a alejarlos, lo que alguna vez llegó a ser un doloroso sacrificio para ella, sacrificio que su hija no comprendió entonces ni supo después; pero así son los sacrificios de las madres, ni ellas les ponen precio, ni creen que se les deba poner. Llamábanla con razón sus amigas: la perfecta viuda.