Lágrimas de Fernán Caballero
Capítulo VIII

Capítulo VIII

OCTUBRE, 1845.

Era por cierto Tiburcio un ente desgraciado en Villamar. Sacado de la esfera en que tan feliz hubiese sido, veíase superior a su círculo y a su posición, sin medios, méritos, relaciones, ni carácter a propósito para adquirir otra.

Por desgracia el amor propio, monstruo que engendra el tratar siempre con inferiores en alcances, y el vuelo que toma así el espíritu de superioridad, que ya no se para ni modera, le hicieron creer que todo se lo merecía, y que era por consiguiente una victima de la fatalidad, viendo que tantos que valían menos que él hacían carrera, mientras su mala suerte lo tenía, nuevo Prometeo, atado en Villamar, ese Caúcaso suyo, en donde su madre hacía el papel de buitre, devorándole a cada paso con sus sandeces, si no las entrañas, las ilusiones y esperanzas.

Tenía Tiburcio pretensiones a todo y aptitud para nada. No tenía alcances; se los había negado la naturaleza, como a ti y a nos, lector (no los alcances) sino un ojo en la frente. En punto a saber, solo y a duras penas aprendió lo estricto necesario, no para ser un Salomón, un Licurgo, o un Alfonso el Sabio, pero sí un doctor y encasquetarse el bonete que costó dos talegas a su padre, y que su madre hubiese dado por dos cuartos. A pesar de esto, el modesto joven no reconocía superioridad en nadie, y cuando llega este triste caso para los jóvenes, puédeselos contar como paralíticos morales, o como apopléticos, esto es, ahogados en su propia sangre.

La clase de enormidades que su amor propio hace creer a ciertas gentes, no es creíble ni viéndolo palpable a nuestros ojos; pero ello es que la cosa existe. Así era que Tiburcio lo daba de inteligente filarmónico y no tenía oído, ni había escuchado mas música que, desde la calle, la de la orquesta de Sevilla, donde no hubo ópera que él no favoreciese con su ausencia. Echábala de político, y sabía tanto de historia antigua como de moderna, esto es, poco más que nada. Presumía de lingüista el estudiante Villamarino sin hacer otro estudio que recalcar ridículamente la z, ll, y la s. Presumía sobre todo de poeta, careciendo absolutamente de las dotes que forman al poeta y sin cuya reunión no puede ser perfecto; estas son: un corazón caliente, una imaginación florida y el estudio del gran arte de interpretar las inspiraciones de aquellas en el lenguaje propio de la poesía. Con cuatro frases rimadas sin concepto y sin alma; con algunas vulgaridades plagiadas y campanudas, se creía poeta... ¡¡¡se creía poeta con un corazón frío y una imaginación seca!!!

Nunca se le había ocurrido ir a visitar al soberbio convento abandonado, que estaba cerca del pueblo; no había ido a sentir y pensar sobre aquella majestad momia, aquel sol sin rayos ni calor, aquella noble azucena ajada y sin perfume... ¡y se creía poeta! Nunca había ido a las ruinas del fuerte cercano que cubría la yedra como para consolarlo; no había meditado sobre aquella torre caída que, como todo lo que fue encumbrado y yace por tierra, despierta tan viva y triste simpatía en el corazón; no había llorado sobre aquella torre que, cual esforzado guerrero, había resistido sola y sin auxilio, hasta sucumbir al incesante ataque de un enemigo más fuerte aun que ella, el tiempo; y la que al caer, como los gladiadores antiguos, había ocultado su cabeza entre las higueras cual ellos en su manto para ocultar su agonía... ¡y se creía poeta! Nunca se había sentado sobre las rocas de la playa a seguir con la vista sus caprichosas posiciones, sus misteriosos antros, en que se precipitan curiosas y juguetonas las olas chicas, saliéndose tan luego como los vieron oscuros, a buscar la luz del sol que las dora. Nunca se puso a escuchar el suave murmullo de las olas de verano, que convidan al baño, ni los rugidos de las olas espantosas de invierno, que cuentan naufragios y horrores. Nunca se había puesto a contemplar la puesta del sol en la mar, magnífico espectáculo, ¡imagen de la muerte! No había observado en un ocaso sereno este astro, radiante aun al morir como un héroe, o acostarse entre suaves nubes, como un padre que se apaga entre los brazos de sus hijos; y sobre todo no había nunca levantado un corazón lleno de amor y de admiración hacia el Criador de tantas maravillas, entre las cuales es la mayor el alma hecha a su imagen y bastante feliz para conocerle, sentirle y adorarle. Para él, habían sido la tía María, ese tipo de la caridad cristiana, que vivió en el convento, tan solo una vieja curandera; el fray Gabriel, aquel alma inmaculada, que no pudo abandonar su convento, un lego estúpido; Don Modesto, el honrado comandante del fuerte, ¡un estafermo ridículo!

Tiburcio, pues, a pesar de sus versos amorosos, en que hacían gran papel Venus y Cupido, tenía además de la imaginación seca como un esparto, el corazón más frío o insensible a las bellezas y cualidades delicadamente femeninas de la mujer.

No sólo se había alejado de aquella suave y linda criatura que guardaba su pecho puro, la inocencia y la constancia, esos dos tesoros que hacen inapreciable su compañera al hombre delicado, sino que la miraba con el desdén y hastío con que miraba el lechuguino de arrabal, el encumbrado zoquete, cuanto había en Villamar.

Así fue que habiendo un día oído decir a su madre que era tiempo de pensar en efectuar la contratada boda con la hija del tío Juan López, resuelto como estaba el futuro ministro a no casarse con esa osca lugareña, según la denominaba en sus monólogos, se decidió a zafarse del compromiso, lo que hizo con toda la delicadeza propia de su buena condición.

Mas referiremos antes la escena que dio lugar a esta brusca determinación.

Entró un día en su casa la señá Tiburcia muy sofocada, trayendo entre sus brazos como a un recién nacido, una espuerta de tomates, cuya asa se le había quedado en la mano en medio de la calle, vaciándose instantáneamente la espuerta, y disparándose en todas direcciones los tomates como los cohetes del remate de un castillo de fuego. Venía tan soplada y colorada que parecía la Emperatriz de los tomates.

-Desde que muriú el hermano Jabriel, -exclamó al entrar en su casa-, non se hace una espuerta bien hecha en Villamare; ¡ladres! Estas espuertas sun pan para hoy e hambre para mañana; es verdad. Perfeutu, valiérate más poner un bandu para que se hiciesen mejor las espuertas que non dar convites; es verdad. Peru ¿qué haces haí Tiburciño? ¡Nada, e siempre nada! El hombre debe trabajare, e la mujer parire; es verdad. Siempre estás con saudades y solu, comu la marola en Ferrul. Es tiempo, Perfeutu, de casare a este rapaz: esu le alegrará comu a tudos los muchachus; es verdad. Cunferencié con la cumadre Belén y piensa cumu yu, que se haja la buda.

-¿Casarme yo? No lo penséis, madre, -dijo Tiburcio con aire de desdén.

-¿Qué? ¿Qué quiere decir que non te casas cun Quela López, la muchacha más rica e más bunita del lugare? ¿Te tienta o demu? -exclamó atónita la alcaldesa.

-El hombre es libre, repuso en voz grave y honda Cívico minor.

-¿Qué es esu? ¿Qué dices, rapaz? -exclamó de nuevo su madre, ¿qué el humbre es libre cuando tiene comprometida su palabra, tiene veinte y cuatro añus; está baju la patria putestad, non gana su pan, e non tiene más que lu que sus padres le dan? ¡A Perfeutu, Perfeutu! Si estu es lu que tú llamas libertad lévelo o demo.

-Pero, Tiburcia, -dijo mediando al Alcalde que veía levantarse una horrorosa tempestad equinoccial, entre las noches que se habían alargado, y los días activos y robustos que no se querían dejar usurpar su preponderancia-; ¡Tiburcia, ningún padre puede forzar a un hijo a casarse contra su voluntad! Y si Tiburcio no quiere a Quela, si no está enamorado...

-¡Eh! ¡Pamplinas! -dijo con su robusta voz la Alcaldesa-, tú tampucu estuviste enamuradu de mí e nus casamus, e hemus vividu bien e cumu Dios manda, gracias al Señor e a San Antoniu.

-Es que el muchacho tiene miras más elevadas que yo, objetó D. Perfecto.

-¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¿Qué quiere decir que tiene miras más elevadas que tú? -preguntó Tiburcia con las manos puestas en la cintura.

-Es, -dijo D. Perfecto que se iba ahora asustando por su propia cuenta-; es decir, que si acaso quiere seguir otra carrera... si fuera de aquí... se le proporciona...

-¡Utra carrera! -preguntó la Alcaldesa-: ¿pues qué, quiere ser clérigu?

-Quiere, -respondió su marido-, dedicarse a la alta política.

-¡E cuanto se jana en ese oficiu? -preguntó la señá Tiburcia.

-Es según, -respondió su marido-; podrá ser muchísimo y podrá ser...

-¿Ser nada? -interrumpió la Alcaldesa-; pues non en mis días: quiero pucu e seguro, cumo tú janas siendo albéitar.

-¡Veterinario! -exclamó desesperado el Alcalde.

-¡Vaite a o demo! -respondió su consorte-, que estoy para mí que has de acabare por herrar las bestias con juantes amarillus comu los lleva ese rapaz. ¡E pensar que cada par cuesta medio duriño! Es un contra Dios; ¿e a qué te sirven pur el veranu que no hace frío? ¡Jastadur sin cunciencia, cun más fantasía que un Marqués, e más vientu que un temporal! ¡Malditus juantes, que ellus y el bunete han perdido mi casa y se van trajandu lus cuartus de mi tiu Bartulomé! ¿Y qué provechu se saca? Ese fillu mío non sabe trabajare que es lu que da pan, salud e cuntentu; es verdad... Es un holgazán e asín está siempre con saudades.

-Trabajaré, -dijo Tiburcio-, cuando me halle en una esfera, en un círculo de acción adecuado a mi saber y análogo a mis miras.

-¿Qué dice, Perfeutu? -preguntó la Alcaldesa-, que yu non comprendu sus terminachus.

-Dice, mujer, contestó impaciente su marido, que sus estudios le sirven para trabajar, pero no de mano.

-Más le valiera, e que non tuviese que mirare a la cara a nadie, sinon a las patas de la bestia e que comu su padre fuese albei...

-¡Veterinario! -interrumpió el Alcalde-; ya te comprendo, mujer, pero eso no puede ser, y debe aprovechar lo que sabe y ha aprendido.

-Pues entonces non queda más que hacer, -opinó su mujer-, sino que te plantes en Sevilla, e pidas para tu fillo la plaza del maestro de escuela que está malu, e non la puede servire.

Al oír estas palabras, Tiburcio, no pudiendo contener su indignación contra la indigna autora de sus días, se precipitó fuera del cuarto.

-¡Fanfarria! -le gritó su madre-; ¡fanfarria e non más que fanfarria! ¿El bunete, los guantes, e la fanfarria?... ¡Lévelus o demo!