Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo VI

Capítulo VI

ABRIL, 1842.

¡Cuán vasta es la esfera de los sentimientos del hombre! Sólo ella puede darnos una idea de la inmensidad. Sin ir a buscar su variedad y sus contrastes entre los diferentes individuos de la especie humana, entre los cuales los hallaríamos, en algunos, dignos de ser abrigados en pechos de ángeles, en otros análogos a los de los réprobos, podemos hallar este horizonte sin límites en nosotros mismos.

Pero ¿qué es lo que hoy cubre de nubes este horizonte, y qué poder es el que las disipará mañana, y lo hará resplandecer a los rayos de un brillante sol? La imaginación. Bien. ¿Mas quién le da ese poder? ¿Quién es quien a ella misma le pone hoy una corona de rosas, y le pondrá mañana una de ciprés? El corazón. Bien. ¿Y cuál es el astro que influye en las mareas del corazón? ¿Qué lo hace sonreír hoy y mañana suspirar? Es el soplo que despide al agitarse las alas de un ángel desterrado a la tierra, por haberla creído mejor de lo que es, y que se esfuerza en vano en lanzarse al éter y volver al cielo, cada vez que la lástima, el horror, la indignación destrozan su pecho. ¿A qué, pues, han escrito tantos poetas magníficas estrofas para pintar esta melancolía, este malestar que no es en los seres superiores, sino el ansia por la santidad, que es el ideal del alma? Veo por qué en el cristiano esta tristeza es humilde, y llora; y por qué en el escéptico es amarga y blasfema. En el primero lleva al pie del altar; en el segundo al suicidio.

¡A qué esta elevada digresión? ¿Por qué en una novela, que debería tener un carácter decidido sentimental o jocoso, hacernos pasar de repente a los extremos opuestos en estos dos ramos? Contestaremos: que no escribimos novelas, sino cuadros de la vida humana, tal cual es, tal cual la veis vos delante de vuestros ojos. Ahora, pues, el mundo es como la cabeza de Jano, con dos fases, de las cuales, una es la de Demócrito y otra la de Heráclito, que pasan ante vos alternativamente riendo o llorando. Acaso si escribieseis la historia de vuestras propias impresiones, ¿no irían igualmente alternados y formando contraste los capítulos que escribieseis bajo las impresiones diversas que recibís? Después de estas reflexiones explicativas y vindicatorias, prosigamos.

Jugaban en el convento de monjas de que ya se ha hecho mención, las niñas que en él vimos tan chicas, pero que encontramos muy crecidas, porque han pasado desde entonces cuatro años.

El antiguo personal se ha aumentado con otra niña de doce años, llamada Reina, hija de la Marquesa de Alocaz, la que habiendo tenido que hacer un viaje a Madrid, ha dejado a su hija en el convento donde ella misma había sido criada. Educar a las niñas en los conventos no se estila hoy día; la madre que pensase en eso, sería tenida por una madre muy tirana y anticonstitucional. Quitar a las niñas el lucir las capotas y los echarpes en el paseo, levantando las narices, mirando a todo el mundo a la cara con una insolencia de manolas; quitar a estas inocentitas el dar su opinión y emitir su voto sobre la ópera y el prendido de la señora tal o cual, es contravenir a los sagrados derechos de las niñas. Impedir a monitas de ocho años, el ser seguidas en el paseo por miquitos de diez, y recibir esquelitas escritas con palotes sobre un papel que lleva gravemente las iniciales del que la escribió, y sobre las cuales se ve una corona en lugar de una chichonera, sería una flagrante reacción hacia el obscurantismo. Enseñar a las niñas a coser una camisa en lugar de bordar un chocante y chillón paisaje chinesco, o el país de las monas en tapicería para un cuadro que lastimará la vista de cuantos lo miren; hacerles leer buenos libros el Año Cristiano, en lugar del periódico de modas; hacerlas llevar la casa y cuidar de su aseo, en lugar de tocar el piano ocho horas al día; todo esto sería pecado de lesa elegancia; ¿a qué semejante educación amillavesca cuando todos somos ricos, o esperamos serlo, y cuando por noticias fidedignas recibidas por telégrafos eléctricos, se sabe que va a llegar un surtido completo de novios californianos para dichas princesas?

Así es, que solo a la casualidad que obligó a su madre a ir a Madrid, era debido el que Reina estuviese en el convento. Las otras niñas eran de gentes humildes, la mayor parte huérfanas, que o bien sus parientes, o algunas personas caritativas, o bien las mismas monjas mantenían en el convento. Estaban regando macetas. Reina estaba parada delante de una niña pálida, que sin moverse se mantenía en pie apoyada contra un árbol. Era aquella la misma niña que ya vimos en el vapor, interesarse tan calorosamente por Lágrimas.

-Vamos, ven a correr, -le decía reteniendo a duras penas sus piececillos inquietos que parecían tener alas como los de Mercurio-; ¡a que no me coges!

-¡Estoy cansada! -dijo la niña pálida.

-¡Déjala, Reina, -dijeron dos niñas que pasaban en este instante cerca de las otras, llevando entre las dos una maceta de alhelíes, como Santa Justa y Santa Rufina la Giralda-, déjala! ¡Si no le gusta correr!... ¡Nada le gusta; ni correr, ni jugar, ni hablar, ni comer, ni dormir; nada le gusta sino no hacer nada! Oye, Lágrimas, ¿son en tu tierra todas tan pánfilas?

La niña pálida al oír esta salida hostil, se echó a llorar.

-¡Eh! ¡Ya la hemos hecho buena! -dijo una de las agresoras-, esa es como la fuente del patio; no hay sino tocar a la llave; sea por el lado que sea, allá va el agua. ¡Si madre Socorro la ve llorar, ya estamos frescas! ¡Jesús! ¡No llores, mujer, por María Santísima! ¿Qué te hemos hecho? Lágrimas... ¡y que bien te viene el nombre, y qué guitarra tan mal templada eres!

-Y yo ¿en qué os ofendo que me queréis tan mal? -dijo la niña sin dejar de llorar.

A las otras les dio tal coraje ver que no dejaba de llorar, que alternativamente se pusieron a decirle:

-Fuente de lágrimas.

-Valle de lágrimas.

-Mar de lágrimas.

-Chubasco de lágrimas.

-Lloras para que nos riñan; comadre llorona; pero no tengas cuidado, que conforme te coja las vueltas, le vacío el agua al bebedero de tu canario.

Al oír esta amenaza, Lágrimas se dejó caer en el suelo, su respiración se agitó con hueco sonido; sus ojos se abrieron desmesuradamente y como desatentados, y apoyó sus manecitas sobre su pecho.

-¡Jesús nos valga! -dijeron las niñas de la maceta asustadas-, le da la palpitación, la suspensión, la quisicosa; si viene la madre Socorro nos podemos encomendar a Dios.

Diciendo esto habían soltado la maceta, y habían echado a correr, desapareciendo en el extremo opuesto del jardín.

Reina, que tenía dos años más que Lágrimas, era alta, bien formada, y llevaba erguida una cabeza en cuyas perfectas líneas se desarrollaba ya una singular belleza, y en cuya frente altiva y ademanes sueltos, se descubría la niña rica, mimada y criada sin sujeción. Bajó ella sus ojos hacia la otra niña que estaba caída en el suelo, y si bien no hubiese hallado un observador en aquella mirada lo celestial y dulce de la compasión simpática, en cambio hubiese notado en ella la noble expresión de la voluntad enérgica, de la decisión activa de proteger lo justo contra lo injusto, lo débil contra lo fuerte.

Sin aturrullarse, sin inmutarse, había Reina aflojado las cintas del vestido de su compañera, y la sostenía dándole friegas en los brazos como lo había visto practicar en semejantes ocasiones a las monjas, cuando llegó la madre Socorro.

-¿Qué es lo que le ha causado esto? -preguntó apurada la buena religiosa.

Ambas niñas callaron: Lágrimas, porque entre sus angélicas cualidades, era la más espontánea e inherente a su ser, la de perdonar, o por mejor decir, en aquella suave criatura que se había criado entre padeceres físicos y sentimientos religiosos, no existía perdón, porque no existía la ofensa; las pocas veces que sufría algún pequeño vejamen, como había sucedido aquella mañana, este la hería, pero no la ofendía, conseguíase afligirla, pero no irritarla.

Por lo que toca a Reina, tenía la nobleza que impide delatar, cuando se tiene la seguridad de impedir el mal por sí.

Lágrimas había vuelto en sí de aquella crisis, y aseguraba a la madre Socorro que se hallaba bien.

-¿Quién ha puesto aquí esta maceta? -preguntó esta, viendo la giralda de alhelíes, que las santas Justa y Rufina habían dejado plantada en medio de un camino, sin que chistasen los alhelíes de miedo de volver a sufrir las bárbaras sacudidas de que ya habían sido víctimas en manos de sus inhábiles portadoras.

Reina se lo dijo, y la madre llamó a las nombradas.

Llegaron estas, siendo vivas imágenes de la confusión, de los remordimientos y del desaliento.

-¿Dónde llevabais esa maceta? -preguntó la religiosa.

Al oír esta pregunta, que no tenía conexión con su mal comportamiento con Lágrimas, un cambio repentino como en una comedia de magia, se efectuó en la cara y talante de las llamadas a juicio; huyeron las tinieblas, brilló el sol, y contestaron horondas:

-Aquí, cerca de la fuente.

-¿Y por qué?

-Porque tenemos para regarla que acarrear el agua de tan lejos, y con el calor nos fatigamos.

-Estas macetas, prosiguió la monja, ¿las criáis para poner en el altar de la Señora el día del Dulce Nombre?

-Sí, señora.

-Pues para que en ese día estén en toda su flor, necesitan del sol que tienen allí donde están, y no estar como estarían al lado de la fuente a la sombra de los árboles; pero aunque eso no fuese, no queráis nunca cercenar pasos en cosa que fuere del servicio de Dios; aunque os parezcan perdidos no lo son, y sino oid un ejemplo:

Tenía un ermitaño su ermita en un valle cerca de un monte sobre el que había un hospital. Hubo una gran epidemia, y el hospital se llenó tanto de enfermos, que no había manos que bastasen para asistirlos, por lo cual acudieron al ermitaño para que fuese a prestarles auxilio; el buen ermitaño se apresuró en acudir, y todas las mañanas, apenas echaba el sol sus luces, tomaba su báculo y trepaba la pendiente cuesta para tomar su puesto en la enfermería.

-¿No seria mejor, -se dijo un día en que el calor lo fatigaba mucho al subir aquella cuesta tan empinada-, que labrase yo mi ermita aquí arriba?

Oyó entonces una voz que contaba detrás de él, uno, dos, tres, cuatro... Se volvió, pero no vio a nadie. -¡Que no hubiese yo discurrido esto antes! -Siguió pensando-: ¡qué de fatigas y cansancio me hubiese ahorrado! -Oyó entonces de nuevo la voz que seguía contando a sus espaldas. Volvió atónito la cara, pero como la vez primera, a nadie vio. Cerca de la cumbre ya, tendió la vista para buscar un sitio a propósito en que situarse, cuando de nuevo oyó la voz que siempre contaba. Volviose asombrado y vio un ángel-. «Soy el Ángel de tu guarda», le dijo; «y cuento tus pasos.»

-Así veis, hijas mías, -prosiguió la madre Socorro-, que nada de lo que se hace con buena intención hay perdido para el cielo, y que para ser meritoria una acción no es preciso lleve consigo una utilidad inmediata.

Tomó la madre a la pobre niña, que se estremeció con sacudidas nerviosas, por el brazo, y se la llevo.

-Oíd, -dijo Reina con el aire de su nombre, a las niñas que cargaban con la maceta viajera para volvérsela a llevar-: la de Vds. que se meta para nada con Lágrimas, o con su canario, de avenírselas ha conmigo; no os digo más, y basta. Tened entendido, que de tanta cosa como me traen de mi casa, hasta no ver que os enmendáis, a ninguna doy ni un ciento en boca. ¡Ya lo sabéis, largaos!

Reina hizo un ademán majestuoso con el brazo, y las portamacetas se alejaron carilargas con el precepto de abstinencia decretado por Reina, llevándose el tiesto, en el que los alhelíes iban bamboleándose, como mareados o borrachos.

-Estaba tan aliviadita, -decía la abadesa a la madre Socorro, al verla preparar un calmante para Lágrimas que se había acostado-; pero no se puede nunca cantar victoria en un mal que ni los mismos médicos pueden definir; si unos dicen que es asma, otros que hipocondría; otros piensan podrá declararse una aneurisma, y otros que es todo nervioso.

-Sea lo que sea, -repuso la madre Socorro con tristeza-; lo creo incurable, y D. Agustín López del Bano, que es el mejor si no el más alegre de los médicos de Sevilla, bien lo da a entender cuando dice hablando de ella, viva la gallina y viva con su pepita.

Mientras las buenas religiosas discutían sobre el mal de Lágrimas, Reina, que las había seguido, se había sentado a la cabecera de la cama en que estaba acostada la pobre niña, y le decía:

-Pero ¿por qué lloras por todo, criatura?

-¡Porque todo es tan triste!...

-Yo lo hallo todo muy alegare, repuso Reina.

-¿Y también que mi canario se muriese de sed? -preguntó acongojada Lágrimas.

-No te apures, tonta, -respondió Reina-; ya les dije a esas pollas de inmundos corrales cuantas son cinco. No se volverán a meter contigo ni con tu canario; yo te lo aseguro, más miedo me tienen que al cancón. Pero vamos a ver, dime ¿es un motivo para que hasta mala te pongas el solo temor de que pudiese morirse tu canario?

-Sí, Reina, sí. ¡Oh!... ¡si tú supieses lo que es la muerte!... -dijo con angustia la niña acostada.

-Lo mismo que el sueño, -dijo Reina.

-¡Oh! ¡No, no; es terrible, es horrible! ¿Has visto algún muerto, Reina?

-¡Jesús! Más de mil: y si son niños y llevan flores, ¡me hacen una gracia! Si me dejasen, los besaría.

-¡Virgen Santa! -exclamó estremecida la niña acostada.

-Acaso, -prosiguió la otra-, ¿has visto tú alguno muy feo, muy feo?

-No... no he visto muerta más que a mi madre, y esa no era fea, que era bonita: ¡pero la muerte la trastornó tanto! ¡Fijábame con sus ojos tan parados, y no me miraba! ¡Y sus labios se habían puesto blancos, y nada me decían... como si fuesen mármol! ¡Y se puso del color de la cera, y cual ésta parecía no poder doblarse sin quebrarse! ¿Qué pasaría por mí al verla así, Reina, yo que tanto la quería, que no me atrevía a acercarme a ella? Yo me decía: ¿por qué madre no me llama? No es porque duerma, pues que tiene los ojos abiertos.

-¿Pero estabas sola con ella? -preguntó Reina-; cuando hay un muerto, hay muchas gentes, y padres y médicos.

-No había nadie, Reina, sino la negra que dormía, porque era esto en un barco en medio del mar, Reina. ¡Oh! De todo me acuerdo: sonaba el viento tan horrible, como los aullidos del perro que barruntan la muerte, y la mar rugía como si pidiese algo que no le quisiesen dar, y el barco estaba tan inquieto, y se sacudía como si quisiese arrojar algo fuera de su seno, y mi madre se volvía a un lado y a otro como si quisiese irse y quedarse;... y el mar pedía algo, Reina, y el barco quería echarle lo que pedía, porque al día siguiente, -añadió la niña con creciente horror y respiración agitada-, al día siguiente agarraron unos hombres a mi madre como a un fardo, y a presencia de mi padre, Reina... ¡de mi padre!... que no lo impidió, lo arrojaron a la mar, como cosa que nada valía; y en la mar, Reina, ¡se la han comido los tiburones!...

-¡Madre Socorro! ¡Madre Socorro! -gritó Reina-; ¡acuda Vd. que a Lágrimas le ha dado la alferecía!