Katara/Terribles horas
TERRIBLES HORAS
Cierta noche un ¡jamás la olvidaré!
fuerte sacudimiento me despertó, llenándome de sobresalto, y me lancé en el acto fuera de la casa.
Algunos segundos después, sobrevino otro, prolongado, formidable, y la casa se derrumbó con estrépito, pareciéndome increíble que hubiese escapado de verme sepultado en sus escombros.
Se oyeron truenos espantosos, los relámpagos se sucedían con tal rapidez que parecían uno solo, iluminando el espacio, y comenzó a llover torrencialmente. Entre tanto, con pequeños intervalos, la tierra oscilaba y se estremecía con tal violencia que hubo momentos en que me pareció llegada la hora en que Hana—Hiva desapareciese, tragada por los mares.
Con rapidez increíble, me encontré rodeado por los isleños que, aterrados, enloquecidos por el espanto, me pedían les amparase con gritos desgarradores. Fué una escena verdaderamente apocalíptica en medio de la cual mi voz, recomendando valor y calma, se perdía entre las desesperadas lamentaciones de todos.
De pronto, se escuchó un formidable estampido, como si estallasen a la vez mil truenos, y un inmenso resplandor iluminó el espacio. Miré hacia lo alto, y ví, esta vez lleno de pavor, que en la cima de la montaña que quedaba inmediata, se hallaba el volcán en plena erupción. Si hacía la fatalidad que el torrente de lava corriese hacia nosotros, podía ser cuestión de minutos el vernos sepultados por ella.
En medio de aquel cuadro de horror y de espanto, después de inauditos esfuerzos, conseguí hacerme oir y les grité: Calma, amigos míos! ¡Calma! No morireis. El fuego no vendrá contra nosotros.
Katara quiere que se vaya al marvo Les decía lo que de antemano tenía casi seguro. Había examinado el cráter y sabía que la lava salvo que se abriese otro nuecorría por una gran quebrada hacia la costa, por la parte opuesta al poblado.
Acompañado por algunos indígenas, me alejé de la montaña lo suficiente para convencerme de que nada había que temer por el momento. El volcán, era el antiguo, que entraba de nuevo en ignición.
No había allí, entre los vivientes, memoria.
de una erupción, y a ello se debió que fuese aún mayor su pánico. Ellos sabían únicamente, por la tradición, que la montaña vomitaba fuego cuando Tupa se irritaba contra ellos. Por lo mismo, no conocían la lava, que había desaparecido con el tiempo bajo el musgo y la maleza, ignorando adonde iba ese fuego que les mandaba Tupa.
Aquella noche fué espantosa, y sería empeñarse en lo imposible describir el horror en que todos nos hallábamos sumidos. Los sacudimientos producidos por el terremotocada vez más intensos, el volcán con sus espantosos rugidos y su resplandor siniestro, a lo que se mezclaban los truenos y los relámpagos, la lluvia torrencial, el huracán desencadenado, los bramidos del mar, el calor asfixiante, a lo que se agregó un verdadero diluvio de cenizas que caían de lo alto de la montaña, más bien en pelotones conglomerados por el agua de la lluvia, formaban el más horrendo cuadro que sea dable imaginar.
Yo me sentí dominado por la mayor de las aflicciones, considerando que, derruída mi vivienda y lloviendo a mares, mis amados apuntes, mi almanaque, el papel salvado del Navia, el catalejo, mis objetos todos, estaban perdidos para siempre. Era aquel, para mí, el desastre de los desastres.
Pero, tuve la suerte de no perder mi serenidad, que pareció como si se fortaleciese con el peligro.
Ordené que nadie se moviese, ni se guareciese de los árboles, en previsión de los rayos que buscarían sus altas copas. Kora y Ricardo se habían abrazado a mí. Moro gruñía tristemente. Los indígenas, dominados por el terror y un tanto calmados por mis palabras de aliento, habían cesado en sus gritos, y apenas hablaban.
¡Y To—hú? No se aprovecharía de la confusión para matarme? Todo era posible; pero seguramente podía más en él el terror que el ansia de venganza. Seguro de que era yo el único salvador de la isla y de la vida de todos, por instinto de propia conservación, encontraría inútil atentar contra mí.
Al fin, pasado algún tiempo — no podría decir cuanto pero que me pareció una eternidad, fueron cesando los movimientos sísmicos, dejaron de menudear los relámpagos y los truenos, y fueron amainando el viento y la lluvia. El que continuaba tronando de una manera espantosa, era el volcán que amenazaba asfixiarnos con el calor y sepultarnos con su ceniza.
Una claridad muy vaga, porque la ceniza oscurecía el cielo, nos anunció que amanecía, y pareció como si la venida del sol trajese a todos la serenidad y la esperanza.
Poco a poco, en aquella semi—obscuridad, fuímos dándonos cuenta de todo. Ni las cuevas, ni las chozas habían sufrido nada por el terremoto; pero, en cambio, estaban por el suelo tanto mi casa como las demás construcciones que se habían ido levantando con ladrillos y adobes. Con aquel cataclismo, vi claramente que había ganado el pleito la choza..
Era allí la más segura y casi la única de las viviendas posibles.
En tierra, arrancados de cuajo, vi muchos árboles, entre ellos ¡mi hermoso, mi magnífico sicomoro, mi inolvidable escuela! Mucho me apenó aquella pérdida irreparable.
El mayor de los desastres, el verdadero, consistía en la capa de ceniza que cubría ya el suelo y los árboles. Si aquello continuaba, el poblado tendría que trasladarse a otra parte probablemente, lo cual sería un gran dolor para todos.
Aunque el día avanzaba y habían cesado el viento y la lluvia, como la ceniza seguía cayendo, la oscuridad que nos rodeaba apc nas nos permitía conocernos ni distinguir bien los objetos; pero aquello tenía que pasar pronto.
En esto, supe por Ricardo que Okao había convocado a los más ancianos, los cuales, sin contar conmigo, deliberaban. Me extrañó.
¡Qué ocurría?
Pronto lo supe, pues su deliberación fué breve. Según tradición, cuando Tupa se irritaba, era menester desagraviarle. Había que hacer un sacrificio, ordinariamente el de una doncella, sin esperar el día grande, y colgar su corazón en un árbol altísimo. Y así se resolvió. Quién sería la víctima? Quedé atónito cuando se me dijo. La más bella entre todas: ¡Heki, la hermosísima Heki!
Y todo se dispuso para el inmediato sacrificio.
Pero había que impedirlo a todo trance.
¡Cómo? En medio de mi estupor, nada se me ocurría que respondiese a mi deseo.
Ordené que viniese Okao, y vino sin demorale dije.
—Qué pasa, Okao? —Tupa está lleno de cólera contra nosotros, sin que sepamos la causa. Todos creemos que está envidioso de Katara y por eso nos castiga. Hemos pensado si te mataríamos para librarnos de este daño; y, al fin, hemos resuelto que no, que tú debes vivir para nosotros. Pero como Tupa es muy malo, hemos acordado darle la doncella más hermosa que tenemos, a Heki, y ahora mismo morirá.
Aquellas palabras me produjeron el mismo efecto de un puñal que hubiese penetrado en mis entrañas.
Sacrificar a Heki! le dije ¡Matar a Heki! No, Katara no lo consentirá. Heki debe vivir. Katara quiere que viva. Y si matais a Heki, Katara os abandonará, se iráEl buen anciano, que no contaba seguramente con aquella actitud mía, mucho más después de haberme hecho saber que se me había perdonado la vida, me miró asombrado; y como me oyesen, por la vehemencia cou que me expresaba, otros de los ancianos que habían venido con él, se acercaron a mí para decirme: Heki morirá! No te opongas, Katara, ¡morirá ahora mismo!
Kora, que presenciaba la terrible escena, siempre dominada por sus furiosos celos, como un eco repetía: Sí, morirá! ¡Morirá ahora mismo!
Entonces, dirigiéndome a ella, con imperioso acento, bien ajeno a la dulzura con que la trataba siempre, le dije: No, no y no! Yo me intereso ahora por Heki, como si no la conociese. Yo digo que no debe morir nadie, que no es necesario matar a nadie. Y si eres tú quien pide que la sacrifiquen, sabe que me iré y que no volveré nunca. Quien pide la muerte de otro, es malo; y pues tú serías mala, yo dejaría de quererte para siempre. ¡Elige!
La pobre mujer se echó a temblar como una azogada. Quiso hablar y no pudo. La tenía ahogada la emoción. Si muriendo Heki, ella perdía a Katara, y aquel sacrificio sería t su desgracia, para qué, entonces, pedirlo, ni siquiera desearlo?
Y volviéndome a los ancianos, les dije: —Amigos míos, estais aterrados. Los hombres fuertes y buenos como vosotros, no deben temer a nadie, ni al mismo Tupa. Tened calma. Katara sabe donde está Tupa y os promete que, si es preciso, le buscará y le vencerá. Además, no está irritado con vosotros, sino con los hombres del otro lado de la isla porque sabe que quieren venir en guerra a quitaros vuestras casas y vuestras mujeres.
— No vendrán! gritaron todos.
—¡Sí vendrán! les dije yo. — Pero Katara, que es de vosotros, os defenderá, haciendo que se vuelvan, y si no los matará a todos.Nos defendarás? exclamó Okao.
—Sí, os defenderé; y además, haré que no caiga más ceniza y que el volcán se apague, porque Tupa me obedecerá. Pero, os lo repito, si sacrificais a Heki, Katara se irá ahora mismo, seguirán el volcán y la ceniza y vendrán los del otro lado como enemigos, que os vencerán.
Kora parecía anonadada. Los ancianos se miraron unos a otros, se aproximaron, hablaron breves momentos en voz baja y se acercaron a mí, preguntándome Okao: Nos prometes, Katara, que calmarás la furia de Tupa, sin que hagamos sacrificios?
¡Nos defenderás?
Sí! les contesté con acento enérgico y vibrante. Dominaré a Tupa, no tendreis enemigos y volvereis a vivir contentos.
— —Bien dijo Okao. Te creemos. No queremos sacrificio. Esperaremos hasta el amanecer de mañana para que cumplas; y si no, Heki morirá.
Nada dije. El plazo era largo. En 24 horas, lo casi seguro era que todo se calmase, cesando la caída de la ceniza, y acaso brillaría el sol. Después, lo de menos, era que el volcán continuase, desde que la lava siguiese la vieja ruta.
Afortunadamente, no me engañé. Cuando se aproximaba el medio día, la lluvia y el viento se habían calmado por completo y la ceniza caía cada vez menos espesa. A la tarde, alumbró un sol magnífico.
El suelo, las chozas, los árboles, todo, cubierto por la capa de ceniza, parecía envuelto en un manto gris; pero ya el viento y el agua se encargarían de la limpieza, y todo iría volviendo poco a poco a su primitivo estado.
Tupa, estaba vencido, pero sólo en parte.
El volcán seguía mugiendo, vomitando lava, y elevando a las nubes una inmensa humareda; pero como no había el menor indicio de ningún peligro próximo, todo había cambiado.
Pensé en proceder inmediatamente a la remoción de los escombros de mi derruída casa en busca de aquellos mis objetos que tanto me preocupaban; pero como ello sería tarea larga, preferí dejarlo para el día siguiente en que, por estar todo más seco, sería más fácil de remover.
Al anochecer, llamé a los ancianos y les dije: —Ya lo veis. Katara cumple. Tupa está calmado. El fuego de la montaña sigue aún y seguirá algunos días más; pero ni volverá a echar ceniza, ni os hará a vosotros el menor daño. Katara hizo que el fuego se vaya al mar, por otro lado; y quiere que siga así para aterrar a los que piensan venir contra nosotros. Por eso, os aseguro que no vendrán y que podeis estar tranquilos.
Dije esto con tal acento de convicción y tal firmeza, y estaba, además, tan bien abonado por la venturosa manera con que todo se ha—bía producido, que no se atrevieron a replicar siquiera.
Y yo respiré. Había salvado a Heki, a aquella encantadora Heki, que ya me amaba y que sin la menor duda, algún día habría de pertenecerme.