Katara/Pláticas a toda vela

Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Pláticas a toda vela
II

PLATICAS A TODA VELA

A todo esto, el tiempo corría, el Navia seguía su rumbo al norte, y si algo me apenaba, era la idea de que pronto tendría que dejar la compañía de lord Wilson en cuya conversación encontraba a cada paso lecciones de ciencia, de moral, de cultura, de carácter, de todo aquello, en fin, que tiene para quien, como yo, puede decirse que comenzaba la vida, un valor inapreciable; y en cuanto a él, más de una vez me dijo, con acento de absoluta sinceridad, que el día en que su joven amigo dejase el barco, lo sentiría muchísimo, porque apenas tendría con quien departir agradablemente sobre sus impresiones del viaje.

Hasta Guayaquil, nuestro viaje no pudo ser más feliz. Salvo un recio temporal que nos sorprendió a la altura de las Islas Malvinas, el haber tenido mar muy gruesa tanto al Sur de la Patagonia como al pasar el estrecho y alguna que otra borrasca, nos favoreció constantemente un tiempo bonancible.

Antiguo amigo y paisano de don Miguel, no encontré otra cosa que atenciones y comodidades a bordo del Navia, en el que lord' Wilson había tenido la previsión de embarcar cuanto pudiese apetecer el más exigente; y en cuanto al lord, que pareció sentirse halagado en su orgullo patrio al ver que yo dominaba el inglés, a causa de mi larga permanencia en Londres, no tardó en considerarme como un buen amigo suyo y en dispensarme la más afectuosa confianza.

A poco de tratarle, pude convencerme de que era, realmente, un sabio, en toda la extensión de la palabra. Dominaba admirablemente la sociología, la historia y la literatura, pero su erudición apenas iba más allá de Inglaterra. Cuanto se refería a los demás pueblos,. parecía que le fuese indiferente. Para él, England, England, and always England: y así son casi todos sus paisanos. Inglaterra, Inglaterra y siempre Inglaterra. Pero su especialidad eran la antropología y la paleontología, materias sobre las cuales había publicado. ya varios libros de un mérito extraordinario.

Era muy cuidadoso de su persona, madrugaba mucho, sostenía que sin buena higiene, no había posibilidad de vida sana y fuerte, hacía gimnasia todos los días y era un modelo de distinción en su trato y en sus maneras. Espíritu perfectamente ecuánime, ni por casualidad se le oyó durante el viaje, aún viéndose en ocasiones contrariado, una palabra violenta o malsonante. Era, pues, no sólo un sabio, sino un perfecto gentleman.

Pero, a todo esto ¿cómo explicarse aquel su tan largo y arriesgado viaje en un buque de vela, cuando podía hacerlo en su yacht o en grandes transatlánticos, con mucha mayor rapidez y comodidad?

El tuvo la bondad de decírmelo. Durante su. permanencia en Portugalete, había hecho una excursión a Guetaria, pequeño puerto de la misma costa, próximo a San Sebastián, para visitar la casa donde había nacido el insigne navegante Juan Sebastián Elcano, compañero de Magallanes, el primer hombre que había dado la vuelta al mundo; y contemplando allí su blasón coronado por un globo terráquéo con esta leyenda: Primus circumdedisti me, nació en su espíritu la idea de que aquella hazaña legendaria realizada por un español, bien merecía la pena de que fuese también llevada a cabo por un inglés, aún habiendo sido tantos los que después siguieron la misma ruta. Si Eleano, con menguados clementos, por mares ignotos, yendo a la ventura, alcanzó para su nombre y para su escudo la famosa leyenda, encontraba él como la cosa más sencilla realizar hoy ese mismo viaje.

Además, él quería ensanchar sus vastísimos conocimientos visitando las costas del Pacífico, las islas de Hawan, los países del extremo oriente, muy especialmente el Japón y la China. ¿Que invertiría en ese viaje largo tiempo, acaso algunos años? No sólo no le importaba, sino que era eso, ante todo, lo que precisamente iba buscando: aislamiento del mundo y de sus eternas molestias y compromisos, completa soledad, durante un tiempo que él necesitaba para escribir el libro en que se proponía verter toda su sabiduría, el que él consideraba como el libro de su vida. Así, todos los minutos serían suyos para observar, para meditar, para escribir; y como no tenía familia, pues se había mantenido soltero considerándose, tal vez, como verdadero sacerdote de la ciencia, podía permitirse aquel hermoso rasgo de carácter, embarcándose sin dejar tras sí hondas preocupaciones de hogar, que suelen ser las que con mayor fuerza pesan siempre en el espíritu del hombre.

En nuestras interminables horas de navegación, aprovechando yo las que él dedicaba a conversar, hablamos largamente de Londres, deleitándose al oirme recordar sus monumentos, sus museos, sus parques, sus costumbres, que yo admiré siempre y que estudié allí lo mejor que pude. Le gustaba extraordinariamente escuchar las impresiones de mis viajes por Inglaterra; pero cuando su satisfacción pareció no tener límites, fué cuando le referí mi visita a Stratford on Avon, el pueblecito donde nació Shakespeare, los recuerdos que guardaba de la casa del insigne dramaturgo y la opinión que yo tenía de sus obras. En cambio, cuando le insinué la posibilidad de que el autor de los admirables dramas no fuese Shakespeare, sino lord Bacon, opinión abonada por muy atendibles razones, pareció querer indignarse, porque para él Shakespeare era Shakespeare, y estimé prudente hablar de otra cosa.

Sin embargo, en una ocasión en que me habló de Harvey, como descubridor de la circulación de la sangre, y yo le objeté que el verdadero descubridor era el sabio español Miguel Servet, el cual escribió sobre el particular 70 años antes que Harvey, dándole las razones que tenía para ello, admitió sin dificultad que ello podría ser así. Convino conmigo en que Servet había afirmado y demostrado la pequeña circulación, es decir, la base fundamental del descubrimiento, y Harvey, la total.

Hablándome otro día, con cierto calor, de su patria como la cuna de todas las libertades, y diciéndole yo que no era así, porque mucho antes de Juan sin Tierra y de la Carta Magua, ya tenían Aragón, Castilla y otros reinos de España, régimen municipal, y cartas pueblas, y Cortes, y reyes que juraban respetar las leyes y los fueros, pareció mostrarse convencido de ello, sobre todo cuando le mostré libros que probaban aquello mismo que yo sostenía.

En otra ocasión, como dijese él que los ingleses, con lord Wellington, habían vencido a Napoleón en España, y yo le observase que el verdadero vencedor fué el pueblo de mi patria, que se alzó como un solo hombre contra los franceses, habiendo sido los ingleses sus poderosos auxiliares, se apresuró a reconocer que, indudablemente, así era, quedándome la duda de que si lo reconocía, era más bien por no mortificar mi patriotismo.

En muchos otros casos parecidos, aun apegado como era a sus convicciones, casi siempre bien fundadas, acababa por reconocer gentilmente que estaba equivocado; porque, aparte de su exagerado britanismo, era sumamente razonable.

Eso sí no conocía otro idioma que el inglés, algo de latín y un poco de castellano, aprendido mientras residió en Portugalete. Cuando él hablaba de higiene, de medicina, de cosmografía, de física, de ciencias naturales en general, se me aparecía como un consumado maestro. En sociología, no sólo era versadísimo, pues se sabía de memoria los recien tes estudios al respecto de Herbert Spencer, sino que demostraba tener ideas propias cuya exposición resultaba realmente admirable.