Katara/Hacia el arte

Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Hacia el arte
XX

HACIA EL ARTE

Confieso que la violenta escena con la cual terminó la lección de aquel día, me dejó hondamente preocupado. En conciencia, yo no me sentía culpable de cosa alguna; pero, pasada la primera impresión, fuí dándome cuenta poco a poco de que aquel vulgar pugilato entre dos mujeres apasionadas y celosas, bien podría traer para mí serias consecuencias.

¡Cuáles serían ellas? No era posible preverlo; pero me asaltó el presentimiento de que ello no podría terminar allí.

Demasiado conocía yo la manera de conjurar todo peligro: convencer a Heki de que me era en absoluto indiferente; pero, a pesar de cuantas reflexiones me hice para persuadirme de que eso sería lo mejor, comprendí que era muy difícil llegase a resignarme a tamaño sacrificio. ¡Era tan hermosa, tan llena de encantos aquella criatura!

Algo más tarde que de costumbre, pues apenas pude conciliar el sueño, me levanté a la mañana siguiente; y después de un sencillo desayuno, me fuí a sentar al pie del sicomoro donde ya mis alumnos me esperaban.

Había pensado maduramente lo que debería enseñarles aquella mañana: nociones de dibujo, casi seguro del éxito de mis lecciones; y despues de una breve explicación, que comprendieron con toda facilidad, puse manos a la obra. Les enseñé como se formaba un ángulo, un triángulo, unas líneas paralelas y una circunferencia, que ellos trazaron pronto y con bastante perfección en sus pizarras; y como no era cosa de perder tiempo en demostraciones que seguramente no habían de entender, después de enseñarles lo que era el compás, la escuadra y el nivel, así como su manejo, en lo cual invertí dos o tres lecciones, acometí resueltamente la enseñanza del dibujo de la figura. Valiéndome del papel salvado en el naufragio, dibujé, lo mejor que pude, primero una cara de frente y de perfil; después, un pie y una mano; finalmente el cuerpo entero, no para que lo imitasen, porque ello les sería sumamente difícil, sino para que vicsen la posibilidad de reproducir toda clase de figuras y de cuán sencillo era el procedimiento. A medida que yo avanzaba en mi trabajo, el asombro, la estupefacción de mis discípulos, parecían no tener límites. Todos, sin excepción, prorrumpían a cada paso en exclamaciones y en gritos de sorpresa, pareciéndoles que aquella revelación era tal vez la más admirable de cuantas les había enseñado.

En medio de aquella sorpresa y aquel alborozo, terminó tan memorable lección. Con ella, iniciaba a mis oyentes en el secreto de aquello que les pareció un milagro; y cuando les aseguré que a fuerza de tiempo y de paciencia, empezando por sencillas líneas y terminando por figuras completas, dibujarían, lo mismo que yo, personas, perros, árboles, en fin, todo aquello que veían, me miraban con ojos espantados, pareciéndoles que jugaba con su credulidad, por juzgarlo cosa enteramente fuera de su alcance.

No tardaron los hechos en demostrarles todo lo infundado de sus dudas. Cuando, en sucesivas lecciones, les fuí proponiendo modelos, al principio sencillísimos, y ví que, en general, eran copiados con rara perfección, pude convencerme de que no me había equivocado al esperar que mi enseñanza caería en buen terreno. Así como para toda idea abstracta, según ya se ha dicho, eran aquellas inteligencias de una desesperante rebeldía, eran para todo lo material, para todo cuanto dependía de la observación o de la imitación, de una rapidez y de una agilidad pasmosas.

Bien podría pasarme un año explicándoles lo que era la voluntad, o la belleza, o la virtud, o el carácter, enteramente seguro de que no sería comprendido; y, no obstante, cualquiera de aquellos muchachos me copiaba al cabo de pocos días la silueta de una cabeza, de una mano o de un ave, con extraordinario parecido.

Cuando los ví medianamente instruídos, y sobre todo, bastante penetrados de lo que era y para qué servía el dibujo, puse el mayor empeño en inculcarles algunas nociones de escultura, también con gran contento suyo; y como eran tan poco felices mis disposiciones para arte tan difícil, pronto llegó tiempo en que algunos de mis alumnos podían ser mis maestros. Manejaban la pasta y el « palillo » hábilmente, y copiaban objetos sencillos con bastante fidelidad, poniendo en ello un cuidado y una paciencia realmente increíbles. Uno de ellos copió a mi Moro, acostado, invirtiendo en su trabajo cerca de un mes, sin duda por lo inquieto del modelo, y no le resultó del todo mal. Otro hizo un busto de Ricardito, con las facciones deformes y dándole solamente un ligero parecido, de modo que más bien semejaba una caricatura; pero yo me dí por muy contento al ver que no era un completo mamarracho. Otro, uno de los más aprovechados, copió una de mis botas, que le salió desproporcionada, pero bastante bien hecha.

Todos aquellos objetos, una vez concluídos, eran llevados al horno, y bien pronto se vieron todas las chozas y las cuevas adornadas por las más curiosas y extrañas terracottas. Era el arte que entraba, aunque en forma rudimentaria, por las puertas de mis queridos isleños.

Era ello un bien? Era, por el contrario, un mal? Dada la supina ignorancia de aquellas gentes, yo me temí que fuese esto último, y por esto vacilé mucho antes de decidirme a enseñarles tales nociones, aun tan elementales como ellas eran. Yo sabía bien que Mahoma, gran inteligencia, gran conocedor de los hombres y de su tiempo, prohibió a sus creyentes, en absoluto, la reproducción de la figura humana ¿Para qué? Para evitar, y lo consiguió, que cayesen en la idolatría.

Pensé, no sin tristeza, que acaso había puesto en manos de aquellos pobres amigos míos, con el poco arte que pude enseñarles, el peligro que quiso conjurar el Profeta, cuando tenían la suerte de encontrarse libres de semejante calamidad; pero el mal, si lo era, ya no tenía remedio, y me conformé, considerando que, después de todo, no habían de hacerse peores ni mejores por divinizar las hazañas de Juan o los prodigios de Pedro. Hasta llegué a creer, buscando excusa a lo hecho que, ensalzando, por medio de la figura, a los sabios y a los buenos, posiblemente ellos, inspirándose en su ejemplo, se sintiesen impulsados a ser siempre mejores.

Katara Sabían mis discípulos leer y escribir; numeraban hasta mil; conocían algo de dibujo y escultura; pero como les faltaban los medios de hacer el dehido uso de aquellos conocimientos, un día me propuse iniciarles en la fabricación del papel, con la curiosa particularidad de que era yo quien tenía que empezar aprendiendo aquello mismo que me proponía enseñar. En previsión de un casi seguro fracaso, ni les dejé entrever siquiera lo que yo deseaba que aprendiesen.

Busqué empeñosamente por aquellos bosques una planta parecida al papiro, descubierto y empleado por los egipcios, con lo cual daría yo por resuelto el problema, sin imponerme mayores molestias; pero,perdí mi tiempo. No encontré en la isla planta alguna con cuyas cortezas convertidas en delgadas láminas, unidas y prensadas, pudiese hacerse una pasta en que fuese posible la escritura. Pensé, entonces, a pesar de todas sus dificultades, ensayar la fabricación del papel a la moderna, por toscamente que fuese. Abundaba allí el algodón, había excelente paja, muy parecida a la del lino; y además, se disponía de goma o cola vegetal en abundancia, producida por una especie de caucho, o por el caucho mismo, duda en que siempre estuve por no conocer entonces esa planta, pudiendo además producirse gelatina por la cocción de diversas substancias animales o vegetales que se encontrarían fácilmente. Con tales elementos, pacientemente buscados y preparados, y después de infinitos fracasos, se consiguió que una pasta, de regular blancura, prensada entre dos grandes piedras, tuviese la suficiente consistencia para que en ella se pudiese escribir.

¡Ya teníamos papel! Muy inferior, muy ordinário, bastante más tosco que el de estraza, pero papel, al fin. Fué indecible la alegría de mis discípulos pero confieso que no fué pequeña la mía. Aquella industria rudimentaria en grado sumo, y que ya ellos se encargarían de ir perfeccionando, les proveía de un artículo con el cual podían sacar buen partido de lo que ya sabían; y en cuanto a mí, el haber conseguido ponerlo a su alcance, importaba un considerable aumento de mi prestigio, por el cual tenía que velar muy cuidadosamente.

Poseedores del papel, les enseñé sin pérdida de tiempo las artes del grabado y de la imprenta. Valiéndome de mi cuchillito, hice en pequeños trozos de madera las letras de Katara, de relieve, que estampé sobre el papel y lo mismo hice después con algunas otras palabras. También hice, en madera, el tosco grabado de un pájaro, y una cara de perfil, que resultaron bastante mal al estamparlos, pero fué ello lo suficiente para que mis alumnos supiesen cómo se hacía un grabado.

Por de pronto, y eso era lo esencial, ya sabían cómo unas palabras y otras muchas palabras colocadas a continuación, podían repetirse millares y millares de veces, mojan—do el molde en tinta, que les enseñé a preparar con agallas, y poniéndole encima un peso cualquiera que asegurase la impresión.

Les dije que para el día siguiente hiciesen los moldes para las letras de los nombres de cada uno, y tuve la agradable sorpresa de ver que les resultaron bastante mejor hechos que los míos.

Para ir completando su instrucción, les dí algunas nociones de tiempo y la manera de contarlo, valiéndome, en cuanto al día, del cronómetro de lord Wilson. Para ellos, la unidad menor de tiempo, era un día contado desde su propio amanecer, hasta el del siguiente; y el cielo mayor, una luna, la cual con su creciente y su menguante, les representaba un año. No intenté siquiera explicarles lo que eran días, semanas, meses y años, porque habría sido inútil; pero les enseñé que el día se dividía en 24 horas y les hice un reloj de sol, para que, mientras éste alumbraba, supiesen en qué hora se encontraban. Fácilmente pude ver que todo aquello de horas, días, lunas, etc., no tenía para ellos el más pequeño interés.

Al llegar a este punto, ocurrióseme que no estaba de más enseñarles un poco de historia; pero, después de meditarlo mucho, opté por dejarlo. ¿Para qué? No valía la pena.

No siendo la de ellos, a quienes acompañaba la suerte de no tener ninguna, nada podía importarles la de otras gentes de las que ni siquiera tenían noticia. Y aun importándoles, a qué pervertir sus nobles y sencillos sentimientos presentando a sus ojos esa interminable cadena de horrores, de crímenes, de matanzas, que forma la historia del mundo? No. Eso debían ellos ignorarlo, para su bien, como debían ignorarlo, para ser más dichosos, los habitantes todos del planeta.

Bien mirada, lejos de ser la historia, «maestra de la vida», no es otra cosa, en el fondo, que una escuela de perversión y de miseria.