Katara/Escuela que progresa

Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Escuela que progresa
XVIII

ESCUELA QUE PROGRESA

Al amanecer el día señalado para la continuación de mis lecciones, ví con asombro que no sólo el sicomoro, sino hasta mi choza, se hallaban rodeados de una verdadera muchedumbre de indígenas, venidos de diferentes puntos de la isla, a cuya noticia habían llegado las maravillas que yo venía revelando; y aquella enorme aglomeración, que iría de seguro en progresión creciente, me planteaba un verdadero conflicto, que era necesario resolver sin tardanza. No era posible que me entendiese con tanta gente, si es que mis lecciones habían de tener el resultado que yo buscaba.

Fuí objeto, por de pronto, de una curiosidad inmensa para los recién llegados que, en su casi totalidad, no me habían visto nunca; y buscando despejar aquella situación, una vez que estuvieron reunidos, de modo que todos pudiesen oirme, les dije: —Katara está muy contento de que todos quieran saber las cosas grandes que está enseñando; pero es imposible que tanta gente pueda escuchar y aprender bien. Los que han venido de otras partes, pueden oirle hoy, pero no quiere que vengan otros días.

Un sordo rumor acogió mis palabras, pareciéndome que era el preludio de una tormenta.

Aquellos forasteros venían dispuestos, según todas las apariencias, a ser mis discípulos, quisiese yo, o no quisiese; y como estaba bien seguro de que los del poblado saldrían a mi defensa, en caso de una imposición, deseoso de evitar un choque, tal vez sangriento, les hice señas para que me escuchasen, y agregué: —Podeis estar tranquilos. Todos sabreis lo que sabe Katara, pero hay que esperar. Por de pronto, que vengan a oir tres de cada poblado; y estos tres enseñarán allí a los demás, porque todas las cosas que Katara dice son muy sencillas y se aprenden muy pronto. Después, Katara mismo irá por vuestra tierra enseñando estas cosas grandes; y los que ahora aprendan de Katara, y que sabrán tanto como él, también irán por todas partes. Si no estais conformes, Katara no enseñará más, ni a unos ni a otros, y el mal será para todos.

Aquellas palabras mías, fueron de un efecto mágico. De todas partes salieron palabras de satisfacción y gritos de alegría. Para aquellas gentes, incluso para los recién venidos, Katara no podía mentir. Ninguno dudó de que, con el tiempo, sabrían tanto como él; y mi proposición fué unánimemente aceptada con demostraciones de intenso júbilo. Era aquella una verdadera transacción, que resolvía una situación muy seria y de la que, tanto yo como los forasteros, saldríamos gananciosos.

Y despues les dije: —Yo sé la manera de que las palabras de los hombres vayan a todas partes sin que ellos se muevan ni hablen, y que esas palabras se eutiendan mil lunas después que los hombres hayan muerto.

Al decir esto, me fijé bien en mis oyentes, y ví que me miraban con ojos espantados.

¡Cómo era posible una maravilla semejante?

Pero Katara había hecho ya otras, y era necesario creerle. Hubo murmullos y exclamaciones, dejé que los ánimos se aquietasen y continué diciendo: —Os enseñaré a poner en las piedras o en los árboles, o en las pieles de los animales, unas figuras en las que podais. ver vuestro nombre y el nombre de todas las cosas que vosotros querais; y así, adonde quiera que se manden esas piedras o esas pieles, irán esos nombres; y cuando pase mucho tiempo, esas figuras estarán diciendo siempre lo mismo.

Verdaderamente, cuanto les decía, era demasiado nuevo y demasiado confuso para que sus toscas inteligencias lo comprendiesen sin un grande esfuerzo. Aprendieron en el acto, porque lo vieron, como se hacía una vasija, una red, o una flecha, pero aquello de que pudiera saberse dentro de muchos años lo que se hablaba ahora, no les cabía en la cabeza.

Era preciso que tambien les entrase por los ojos.

De todos modos, a fin de ir iniciándoles un poco en aquel, para ellos, impenetrable misterio, dediqué la mañana entera a explicarles, con palabras simplicísimas, qué cosas eran la escritura y la lectura, así como sus inmensas ventajas, asegurándoles que las aprenderían pronto; y ví claramente que, si bien algunos parecían entenderme, se había quedado en ayunas la casi totalidad de mis oyentes.

Indudablemente, la empresa que yo acometía era árdua; pero no desmayé ni un momento, confiado en que el éxito sería solamente cuestión de tiempo y de constancia. Era obtuso el entendimiento de aquellos indígenas para cuanto no se relacionase con la vida material, desde que jamás se habían ejercitado en nada que fuese ajeno a ella; pero, en cambio, al revés de lo que nos sucede a la mayoría de los hombres civilizados, su atención era finísima para formarse idea exacta de los objetos, así como de sus cualidades y aplicaciones, condición que yo esperaba aprovechar grandemente para mis propósitos.

Naturalmente, lo primero que se me ocurrió para hacer posible ni enseñanza, fué acudir al papel de lord Wilson, salvado del naufragio, guardado por mí, como el más preciado de los tesoros, y del cual yo me valía para los apuntes que, al cabo de los años, me vienen guiando en la fidelísima relación de aquellas mis ya tan lejanas como inolvidables aventuras.

Seguro, como estaba, de conocer bien el idioma y no sin consultarlo con Ricardito, que lo hablaba admirablemente, no me fué difícil confeccionar su alfabeto, cuyos signos eran: A. E. F. H. I. K. M. N. O. P. R. T. U. y V., es decir, cinco vocales y nueve consonantes. Esta casi increíble simplificación de aquel alfabeto, se explica porque la b se pronunciaba lo mismo que la p; balo y palo eran para ellos la mis ma cosa. Lo propio sucedía con d y la t: día y tía, se pronunciaban exactamente de la misma manera. Igual cosa podía decirse de la ly de la r: para ellos lo mismo sería losa que rosa.

Tambien confundían en idéntico sonido la g y la k, pronunciando de igual modo Gora que Kora. La c y la q, quedaban suplidas por la k. La h, era aspirada, resultando semejante a la j. Finalmente, la s, la x y la 2, no se pronunciaban.

Como en ninguna palabra se encontraban dos consonantes seguidas, y las vocales se pronunciaban aisladamente, sin formar jamás diptongo, aquel idioma, en medio de su gran sencillez, resultaba de una especial sonoridad y más bien melodioso. La misma escasez de Katara las letras y de sus combinaciones, daba como resultado que fuese necesario valerse del tono y de la pronunciación, en suma, de las inflexiones de voz, para dar a una misma palabra significados diferentes, lo cual puede observarse en el guaraní, en el quichúa y otros idiomas primitivos de América, de léxico limitado.

Una vez en posesión del alfabeto, lo escribí con gruesos caracteres valiéndome de un buen lápiz, de los salvados con el papel, convoqué a mis alumnos, y dí comienzo a mi tarea, empezando por fijarlo en el tronco del sicomoro.

Como yo esperaba, todo al principio fueron dificultades, y confieso que me desalentó no poco el ver que, al cabo de un mes, apenas tres de aquellos buenos muchachos me recitaban el alfabeto, así salteado como de corrido, señalando las letras con la varita de que les hacía valerse para sus ejercicios.

Pero, por suerte, aquella dudosa situación, muy pronto comenzó a despejarse. Según se iban dando cuenta de lo que tales ejercicios significaban, aumentaba en ellos la emulación y el deseo de sobresalir; y no habían transcurrido tres meses, cuando ya leían sílabas y hasta palabras enteras. Considerando con esto el éxito asegurado, les puse sin demora a trazar sobre pizarras, que allí abundaban mucho y de excelente calidad, aquellas mismas letras, sílabas y palabras que ya leían; y en esto, sí
Esta simplificación de aquel alfabeto...
que hicieron progresos rapidísimos, pareciéndome que era el resultado de que, para la mera imitación de un signo, apenas necesitaban poner ninguna inteligencia. Con la atención, en ellos tan desarrollada y despierta, según se ha dicho, tenían suficiente.

En suma: que a los pocos meses de ejercicios, tan continuados como pacientes, casi todos mis discípulos sabían leer y escribir; y bueno es que reconozca que para su aprendizaje, tenía en Ricardito, que poseía una hermosa caligrafía, sistema Iturzaeta, un auxiliar de primer orden. Es bien posible que deba yo en gran parte a aquel inteligente niño, que tenía la formalidad de un hombre, el haber dado cima en tan poco tiempo a una tarea en que más de una vez temí que tendría que invertir un año, cuando menos.

Una vez que hubimos llegado a aquella altura, pregunté un día a mis discípulos: —Comprendeis ahora por qué Katara os decía que sabríais la manera de que vuestras palabras pudiesen ir a todas partes y a todos los tiempos?

Y me contestaron, cada uno a su manera: —Sí, Katara, ahora lo vemos; pero pasaron muchos días sin que viésemos nada, porque no podíamos saber lo que decías. Tú tienes en el pecho,—ellos creían que en el aliento estaban las ideas, porque con él salían las palabras, tú tienes en el pecho cosas demasiado grandes, y nosotros necesitamos muchotiempo para verlas.

Demostraban, al hablar así, que nada estaba a su alcance mientras no pasase por el contacto de sus sentidos; y ello me hacía pensar cuán de acuerdo con aquellos toscos entendimientos, estaba el famoso principio cartesiano.

Dicho se está que mis lecciones de lectura y escritura no aprovecharon tan sólo a mis alumnos; pues estimulados ellos por la satisfacción de ser poseedores de aquel secreto y, a la vez, solicitados por muchos de sus compañeros, ansiosos de conocerlo, produjeron en todo el clan, durante aquellos días, un verdadero delirio caligráfico. De igual modo que cuando les hice saber lo que era una flechatodo el mundo apareció armado con ella mañana y tarde, así cuando se corrió la voz de que se podían conservar siempre las palabras, sin otro esfuerzo que el de trazar unas rayitas, apenas quedó nadie en el poblado que no anduviese todo el día haciendo garabatos en una pizarra.

Como complemento, y valiéndome de sartas que hice con pequeños cocos, les enseñé a contar hasta mil, pues, como he dicho, solo sabían hacerlo hasta diez. Me pareció prudente, por de pronto, limitar a tan poca cosa su aritmética, dejando para más adelante el enseñarles a contar mayores cantidades, sumarlas, etc.

Temí fracasar si me metía en mayores honduras, me pareció que con tan elemental contabilidad tenían más aún de la que necesitaban, y seguí adelante.