Katara/Entonces y ahora

Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Entonces y ahora
XXXV

ENTONCES Y AHORA

Estuve en Hana—Hiva cerca de un mes, esperando que el Newhaven completase su carga para volver al Callao, y haciendo averiguaciones infructuosas para dar con los dos hijos de Kora. Pude, además, estudiar con bastante detenimiento aquella nueva ciudad, su administración, sus progresos, el modo de vivir bastante miserable de sus moradores, casi todos indígenas, siendo, por lo general, solamente ingleses o de otras nacionalidades, las autoridades civiles y militares, los misioneros, los comerciantes e industriales y los grandes propietarios..

También esperé, aunque en vano, que mis empeñosas gestiones en las compañías mineras y las pesquisas que encomendé a la policía, me permitiesen encontrar a aquellos dos muchachos, blancos y hermosos, como había dicho la viejecita, a quienes con ansia verdadera deseaba ver. No debía embarcarme sin darles Katara un fuerte abrazo y enterarme de su suerte, sacándoles de la estrechez en que probablemente vivirían; pero el regreso era inaplazable. Al despedirme, dejé encargado de su busca y de enviarme sus retratos, al dueño del hotel, gran conocedor de la isla, con promesa de buena remuneración.

Me alejaba con el sentimiento de que, en cuanto a su verdadero objeto, mi viaje había sido infructuoso; pero, al fin, me había puesto en camino de averiguar lo que deseaba, a la vez que renovó en mí viejos recuerdos y me facilitó noticias de personas, todas muertas o desaparecidas, que en otro tiempo merecieron mi cariño.Una tarde, por cierto muy lluviosa, como si el tiempo quisiese hacer más triste mi partida, largó amarras el Newhaven, con algunos pasajeros, y con sus bodegas abarrotadas de los principales artículos que allí se producían, especialmente de algodón. Sentado en el comedor, aute una taza de riquísimo café hanahiviano, cuando ya los contornos de la isla se iban esfumando en el horizonte, ensombrecido por la lluvia, vinieron en revuelta confusión a mi memoria todos los recuerdos de antaño, obligándome a pensar, no sin pena, en la eterna mudanza de las cosas y en que los hombres, que nacen con derecho a ser felices, parece como si se empeñasen en hacer de la vida una serie inacabable de privaciones y de penurias.

Así, aquella isla, antes olvidada en medio de la inmensidad del Pacífico, era en aquel momento un territorio floreciente y lleno de vida; pero ¡qué diferencia entre la HanaHiva de entonces y la de ahora! Cuando la conocí, aquellos indígenas, en medio de su plena barbarie y de su ignorancia, llevaban una vida casi paradisíaca, que alguna vez se me representó, según creo haber dicho, como la única digna de ser vivida. Ahora, trabajando penosamente, como me dijo la viejecita, de la mañana a la noche, apenas podían vivir.

Por añadidura, encontré en las calles de la ciudad, isleños ebrios por docenas; ví cárcelesllenas de penados por robo, por desacato a la autoridad y hasta por adulterio ; ví hospitales y ví prostíbulos; asistí en los Tribunales a la substanciación de procesos con imposición de la pena capital, en horca; supe de vicios horribles, ya allí corrientes, execrados por la naturaleza; observé los estragos producidos en aquellos infelices por el alcohol, por el tabaco, hasta por el opio y, sobre todo, por aquella espantosa enfermedad, hija de la prostitución, que con razón llamó Paracelso « el terremoto de la humanidad »; me dí cuenta de cómo la envidia, la soberbia, la simulación, el envilecimiento, las malas pasiones que tienen su origen en la abominable noción de lo tuyo y de lo mío, ihan corrompiendo aquellos inocentes espíritus cuya hermosa simplicidad había contemplado con amor en otra tiempo, y pensé: ¿Cuándo era poseedora Hana—Hiva de la felicidad posible en la tierra? ¿Entonces?

¡Ahora?

—Yo creo que entonces.