Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
¡Por fin!
XXXI

¡POR FIN!

Una deliciosa mañana en que, hallándome ya bastante repuesto de mi enfermedad, me entretenía en recorrer y ordenar mis apuntes, a la sombra de un árbol, ví llegar a Ricardo corriendo desesperadamente y agitando los brazos. Cuando llegó, venía jadeante y sin aliento.

—¿Qué te sucede? — le dije.

¡Un barco! me contestó tan pronto su agitación le permitió hablar. — ¡Un vapor!

¡Un barco!

De un salto, me puse de pie y me pareció sentir martillazos dentro del pecho por la violencia con que me latía el corazón.

—¿Dónde? ¿dónde está ese barco?

—Allí me dijo señalando la costa con la mano— frente a la caleta. ¡ Allí está !... Echó el bote cuando vió mis señales... Me habló uno que parece oficial, o el piloto... No le entendí nada... creo que son ingleses.

—Bien, serénate, y contesta a mis preguntas. Cuándo le viste?

—Muy temprano, allá lejos, muy lejos.

Agité la bandera de lona y no dió la menor señal de haberla visto. Pero, se fué aproximando con toda lentitud, sin duda para examinar la isla de cerca, y entonces me vieron.

Yo les hice señales para que cambiasen de rumbo, temiendo que el barco, por aproximarse demasiado, embarrancase como el Navia, y no me entendieron; pero nada le pasó porque la mar estaba en calma y se aproximaron despacio echando la sondami alegría Brava! exclamé sin poder contener ¡Brava gente debe ser!...

¡Sí, bravísima! — dijo Ricardo. — Todos los que venían en el bote, parecen lobos de mar, terribles.

Y es vapor?

—Sí me contestó un vapor bastante grande. El bote traía en la popa bandera inglesa...

—¡ Fondeó!: ; —Sí, fondeó como a media milla, muy cerca..

—Y bien, ¿qué te dijeron! ¡se vá ese buque me espera?...

No sé, no les entendí una palabra — me contestó. — Les hice señas de que esperasen.

Me dijeron yes, very well, como decía el lord cuando estaba conforme, y eché a correr...aquí estoy... usted dirá...

¡Un barco! ¡Un vapor!
—Bien, espera.

Tomé un papel de los que me servían para mis apuntes, y escribí con lápiz, rápidamente, en inglés: Capitán, salud. Le ruego espere. Es necesario. Voy enseguida. Soy náufrago, compañero de lord Wilson », y firmaba.

A ver, dije a Ricardo rápido. Lleva este papel a la gente del bote. Dí por señas que voy enseguida, pero despacio, por mi debilidad. Que esperen.

Y Ricardo partió como una flecha. Seguramente no tardó ni media hora en trasponer la legua, bien larga, que nos separaba de la costa.

A todo esto, los indígenas, que presenciaron la llegada presurosa del joven vigía, por mi emoción y sorpresa, nuestro precipitado diálogo, del que nada pudieron entender, la carrera vertiginosa de Ricardo llevando mi mensaje, en el acto se dieron cuenta de que algo muy extraordinario sucedía. ¡Qué era!

No podrían decirlo; pero tal vez lo sospechaban.

Pronto salieron de la duda. Yo les dije: —Atúa ordena que Katara vaya ahora mismo a otra isla a llevar sus leyes, y ahora se vá; pero volverá pronto.

Una general exclamación de asombro, un largo murmullo de contrariedad, acogieron aquellas palabras. Kora, que se encontraba allí, se puso lívida y no acertó a decirme una palabra. Momentos despues, llegó Heki y se echó a llorar desesperadamente. Yo consolé a todos, asegurándoles que muy pronto me tendrían allí de nuevo; y sin perder momento, bice que dos de aquellos muchachos cargasen con las cosas — algunas muy curiosas — que yo deseaba llevar conmigo, entre ellas, algunas muestras de mineral, que me pareció riquísimo, varios objetos fabricados por los indígenas, que demostraban su destreza, plumas, semillas, etc., etc. En cuanto a mis apuntes y a mis papeles, quise yo ser su portador.

En pocos minutos, estuvo en marcha mi sencillísimo equipaje, y yo, vestido con el traje de uno de los marineros náufragos. Yo ardía en deseos de echar a correr, pero, a pesar de todo, y bien seguro de que con mi mensaje el capitán del vapor no sería tan inhumano que levase anclas, quise cumplir mi último y sagrado deber: ir a la choza, el templo de la piedra de las leyes, con casi toda la gente del poblado que se congregó al enterarse de mi partida, y alzar mis manos en homenaje a Atúa, diciendo: —Hanahivianos: Katara se va porque Atúa lo quiere, a llevar sus leyes a otra isla, y volverá. Entretanto, cumplid las leyes que os deja, que así sereis felices y Katara estará siempre contento de vosotros. Respetad a los ancianos y sed buenos.

Ordené enseguida a Aka—kúa que, con ayuda de otro, fuese a desenterrar los huesos de don Miguel y me los llevase inmediatamente a la playa, envueltos en un pedazo de lona, bien seguro de que llegarían antes que yo; y sin pérdida de momento, me puse en marcha, acompañado de cuantos habitantes del poblado pudieron seguirme, no sin volverme, a poco andar, para mirar mi choza y el poblado todo, dándoles de esa manera mi última despedida. Mi fiel Morito, como si algo adivinase, parecía loco de contento.

A pesar de mi debilidad, parecía como si mi ausia de llegar me hubiese dado alas, e hice mi camino en bastante menos tiempo del que había calculado. Cuando ví el vapor, que se columpiaba muy suavemente cerca de la costa a muy poca distancia del punto en donde caí sin sentido después del naufragio, experimenté una sensación extraña: aquello que veía, tenía para mí todos los caracteres de una resurrección.

El oficial que mandaba el bote, se adelantó para saludarme, subiendo la escarpada pendiente de la ribera, y me estrechó afablemente la mano.

Efectivamente, era inglés, como era inglés el buque. En breves palabras nos entendimos; pero me rogó que me apresurase, porque el buque venía retrasadísimo a causa de furiosos temporales, y tenía que levar anclas inmediatamente.

—No le dije. Os pido me perdoneis, yo necesito de media hora cuando menos.

—Ni un minuto más, me replicó el oficial; son las órdenes que traigo y he de cumplirlas. Si usted no quiere embarcar, se queda.

—Pues me quedo, señor oficial — le repliqué. Aquí pereció, cuando naufragó conmigo, el ilustre lord Wilson, gloria y martir de la ciencia inglesa; y aunque ello me cueste la vida, yo no dejaré la isla sin llevar conmigo sus gloriosos restos para entregarlos a su familia y a su patria. Para recogerlos, necesito yo media hora, tal vez menos. Si podeis otorgármela, bien; y si no, cumplid vuestro deber volviendo en el acto al buque.

Ante mi resuelta actitud, quedó perplejo el oficial. Sin duda, al ver que un hijo de España sacrificaría su vida antes de abandonar los restos de aquel noble inglés que había sido su compañero y amigo, se sintió avergonzado de tener que cumplir la orden recibida.

—Muy bien, señor. Confieso que vuestra lealtad y vuestro proceder son admirables.

Permitid que vaya a bordo a poner el caso en conocimiento del capitán para que él decida.

—Podeis ir, señor oficial — le contesté. Si el capitán me acuerda esos pocos minutos, hacédmelo saber izando la bandera de salida, y daré orden de que en el acto sean desenterrados los restos de mi amigo, que están en la playa, aquí muy cerca, para no perder ni un solo momento; y si me lo deniega, agradecido a vuestra bondad y nobleza, que sea felíz vuestro viaje, pidiéndoos solamente hagais saber a los señores Murrieta, banqueros de Londres, que aquí naufragó el Navia, y que, acompañado del hijo de su capitán, aquí estoy yo, guardando los restos de lord Wilson.

Y le estreché la mano, despidiéndome de él como si no hubiese de volver a verle nunca.

Arrancó el bote rápidamente, y pronto se encontró al costado del buque. A los pocos minutos, sin que ella me sorprendiese, porque he de confesar que lo esperaba, salvo que el capitán fuese un irracional, se alzaba la bandera convenida, y el bote ponía otra vez proa a tierra. Corrí, entonces, con Ricardo y algunos más que me siguieron, hacia el montículo de piedras que indicaba el lugar donde yo había hecho enterrar al lord, y muy pronto sus restos estuvieron al descubierto. Como el bote hubiese embicado en la arena frente a nosotros, pedí al oficial me proporcionase algo en que envolver aquellos despojos, lo que se hizo fácilmente con la camiseta y la faja de uno de los marineros, y allá los trasladé inmediatamente. A la vez, puse en el bote los restos de don Miguel, que había traído Aka—kúa.

Después, abracé efusivamente, con emoción verdadera, a Kora, a Heki, a sus padres, a
Lloré también amargamente.
Okao, a cuantos amigos, discípulos y apóstoles me fué posible, mientras derramaban copioso llanto, y corrí al bote, con Ricardo, seguido de mi querido Moro; y una vez embarcados, cuando ya el bote arrancaba en dirección al vapor, toda aquella buena gente, aquella muchedumbre que llenaba la playa, prorrumpió en tales lamentos y en tan intensos gritos de dolor, que me llegaron al alma, y lloré también amargamente. ¡Pobres amigos míos! Me amaban todos, todos, inmensamente; su bondad de corazón no había reconocido límites para mí, y no volvería, tal vez, a verles nunca.

Era verdaderamente cruel aquella despedida.

Cuando la lancha estuvo sobre la cubierta del vapor, como éste había levado anclas y se había puesto en franquía, hizo sonar tres veces fuertemente su sirena, su hélice empezó a girar y se puso en marcha lentamente.

Apenas estuve a bordo, el capitán vino hacia mí y me saludó muy afablemente. Era, como los demás, un verdadero hombre de mar, y en sus curtidas facciones se revelaba una gran bondad. Sea por la grata impresión que me causó el haberme acordado el plazo que le pedí, sea por lo que fuere, el caso es que simpaticé con él desde el primer momento.

Buen cuidado tuve de advertirle, en el acto, que navegase con precauciones a causa de los arrecifes que rodeaban la isla, refiriéndole cómo había naufragado el Navia en ellos, y se manifestó muy agradecido; pero se sonrió, señalándome los hombres que iban echando la sonda y haciéndome notar la lentitud con que marchaba el buque. Era, por lo visto, buen conocedor de los peligros con los cuales había que luchar en aquellos remotos mares.

Pronto estuvimos a toda marcha; y cuando nos hallábamos bastante lejos, pude ver que todavía se notaba en la playa la mancha oscura de la masa de hanahivianos que lloraban mi partida, bien seguro de que no se apartarían de allí mientras no perdiesen de vista al monstruo negro que les alejaba tal vez para siempre de su amadísimo Katara.

Katara