Juventud (Andréiev)
JUVENTUD
El alumno de último año Chariguin le había dado una bofetada a su compañero Avramov. En la creencia de que le asistía un perfecto derecho para hacer aquello, estaba contento y hasta orgulloso.
Avramov, que había recibido la bofetada, estaba desesperado; pero suavizaba su desesperación el pensamiento de que había, como muchos otros, padecido por la causa de la verdad.
He aquí cómo ocurrió el incidente. A la entrada del aula estaba colgado, dentro de un marco negro, el horario de las clases. Aunque estaba allí desde que empezó el curso, no se fijaba nadie en él. Pero la víspera del incidente, el bedel conocido por el sobrenombre de Arenque observó que el horario había desaparecido. Se trataba seguramente de una travesura infantil.
Y los alumnos serios que tenían ya bigote y opiniones políticas acogieron la noticia con una sonrisa indulgente, como acostumbraban a acoger las toninadas de su compañero Okunkov, que atravesaba el aula cabeza abajo, sosteniéndose sobre las manos. Aunque se consideraban hombres graves, ninguno de ellos estaba seguro de que no sentiría momentos después la necesidad imperiosa de repetir el truco gimnástico.
El bedel Arenque estaba muy inquieto por la desaparición del horario, y, viéndole así, los alumnos reían y se burlaban de él bondadosamente. El horario desaparecido fué substituído por otro, que al día siguiente desapareció también. La cosa empezaba a ser enojosa. Cuando Arenque, lleno de cólera, señaló con ademán trágico al marco vacío, los estudiantes lo tomaron ya más en serio y le dijeron que el horario, según todas las probabilidades, debía de haber sido robado por los granujillas de primer año.
Al día siguiente se encontró en el marco, en lugar del programa, una hoja de papel con un dibujo humorístico ofensivo para el director del colegio. Aquello era más grave. Cuando el director pretendió que declarasen quién era el autor de la barrabasada, los alumnos no contestaron, por ignorarlo ellos también. La información no dió resultado. Semeño, el portero, que había quitado el dibujo del marco, se manifestaba aún más indignado que sus jefes, como si el insulto fuese dirigido contra él.
Grueso, bonachón y tonto, se creía en el deber de defender el honor de sus jefes, y aconsejó también a los alumnos que declarasen quién era el autor del dibujo; pero éstos le mandaron al diablo.
Al día siguiente, un nuevo dibujo, aún más humorístico y ofensivo, apareció en el marco.
El inspector dirigió a los alumnos un violento discurso, que no tuvo éxito. Aquel checo, que en seguida se encolerizaba, empezó a hablar en tono tranquilo; pero a las pocas palabras se puso encarnado, como si le hubieran tirado a la cara agua hirviendo, y prorrumpió en gritos injuriosos:
—¡Granujas! ¡Pilletes! ¡Bribones!
El director pronunció un discurso seco, pero convincente. Hizo notar a los alumnos, que le escuchaban en silencio, la estupidez de aquella travesura, y les encareció su gravedad. Chariguin, que en los momentos críticos era siempre el portavoz de la clase, se levantó y respondió al director:
—Estamos de acuerdo con usted, Miguel Ivanovich, y todos decimos lo mismo. Pero ninguno de nosotros ha hecho los dibujos, y estamos todos asombrados.
El director se encogió de hombros con desconfianza, y declaró que si los culpables confesaban serían perdonados. Si no, a todos los colegiales se les pondría mala nota en conducta, y—lo que aun era peor—a los alumnos pobres, que hasta entonces no habían pagado sus estudios, se les obligaría a pagarlos en adelante. Añadió que bien sabían todos que él cumplía siempre su palabra.
—¡Pero si nadie quiere confesar!
El director respondió que, en vista de eso, toda la clase debía dedicarse a averiguar quién era el culpable, cosa que en modo alguno se oponía a la solidaridad y al compañerismo, puesto que el culpable, al no acceder a confesar, comprometía a toda la clase, la exponía a un severo castigo, rompiendo, eo ipso, los lazos de compañerismo con los demás alumnos.
Cuando se marchó el director, todos los colegiales empezaron a discutir apasionadamente la cuestión, que, después del discurso de Miguel Ivanovich ofrecía un aspecto nuevo e inesperado. ¡Por culpa del asno que había cometido aquella idiotez y que no quería confesarla, algunos alumnos pobres se verían obligados a dejar el liceo!
Una hora más tarde, Chariguin y otros dos alumnos le pidieron una entrevista al director, a la sazón en su despacho. Salió al corredor con un cigarrillo en la boca; tenía una visita de importancia, y sólo podía atenderles un momento. En nombre de todos sus compañeros, Chariguin le hizo saber que no había sido posible descubrir a los culpables, pero que recaían vehementes sospechas sobre tres colegiales: Avramov, Valich y Osnovsky. La clase esperaba que, después de tal declaración, los demás no sufrirían las consecuencias enojosas de la travesura.
El director dirigió una mirada atenta, aunque rápida, a Chariguin, le cumplimentó y respondió que reflexionaría sobre lo que acababa de oír.
Las felicitaciones del director enorgullecieron mucho a Chariguin, aunque hasta entonces le había también enorgullecido no poco el que los profesores le considerasen como un elemento perturbador. Cuando llegaba al aula, su compañero Rochvestvensky le salió al encuentro. Rochvestvensky, durante la reciente discusión entre los colegiales, había gritado más que ninguno y los había vuelto locos a todos. Como si se tratase de una bonísima noticia, se apresuró a comunicarle a Chariguin:
—¡Avramov dice que eres un canalla!
Avramov, en pie junto a la estufa, muy pálido, dirigió despectivamente la mirada por encima de las cabezas a un punto lejano...
—¡Avramov! ¿Es verdad que me has dicho canalla?
—Sí.
—¿Quieres pedirme perdón?
Avramov guardaba silencio. Toda la clase presenciaba la escena con los nervios en tensión.
—¡Di!
En aquel momento entró el sacerdote que enseñaba religión y moral. Los alumnos, con aire contrariado, ocuparon sus puestos. Los minutos se les antojaban larguísimos. Les parecía que el tiempo se había detenido para evitar el mal que estaba a punto de realizarse.
Chariguin, que tenía su sitio en el último banco, fingía estar leyendo un libro; pero de cuando en cuando levantaba los ojos y examinaba con extraña curiosidad la espalda encorvada de Avramov y su cabeza, inclinada también sobre un libro.
Avramov tenía el pelo negro y crespo; sus dedos, en los que apoyaba la cabeza, parecían extrañamente blancos. ¿Estaría pensando que dentro de algunos minutos recibiría un bofetón que le haría ver las estrellas y le pondría la mejilla como un tomate
El corazón de Chariguin empezó a latir con más fuerza. Bien quería él que nada de aquello ocurriese; daría cualquier cosa por no verse obligado a pegarle a Avramov; pero no tenía más remedio. Estaba completamente en su derecho. Perdería toda la estimación de sus compañeros si dejaba impune aquel insulto inmerecido. Chariguin recordó cuanto había él dicho y cuanto habían dicho los demás, y se afirmó en la idea de no haber merecido aquel grosero insulto. La cabeza negra y los dedos blancos de Avramov suscitaron en su corazón un sentimiento de malevolencia. Tuvo un poco de miedo, porque Avramov era un muchacho fuerte, y, como es natural, le devolvería la bofetada. Pero no había más remedio. Debía dársela, y se la daría.
La campanilla sonó en el corredor. El profesor se dirigió lentamente a la puerta. Detrás de él, estirando sus miembros entumecidos, marchaban los alumnos.
Pero Chariguin les gritó con extraño acento:
—¡Un instante, señores!
Muchos de aquellos señores, que habían olvidado completamente lo ocurrido, se volvieron y miraron a Chariguin con asombro. ¡La expresión de su rostro era tan extraña!
Chariguin se acercó a Avramov.
—¿No quieres, pues, pedirme perdón?
¡Ah, sí! Ahora se acordaban los alumnos. Se estremecieron. Algunos se pusieron pálidos. Hubieran querido volver la cabeza, no ver nada; pero dominados por una curiosidad invencible, miraban a ambos, con un deseo ardiente de que todo se terminase lo más pronto posible.
El "filósofo" Martov le dió con el codo a Avramov y le dijo por señas que pidiese perdón. Pero Avramov no quiso.
—No—dijo—. Tú..
No tuvo tiempo de acabar. Chariguin, sin darse cuenta él mismo, levantó la mano, pegó y sólo se hizo cargo de la fuerza del golpe cuando vió a Avramov tambalearse. Levantando la mano derecha para escudar el rostro contra la bofetada que esperaba de su adversario, miró rápidamente a su alrededor y vió trágico y pálido el rostro, por lo común alegre, del "filósofo" Martov.
—¿Qué diablos le pasa?—pensó.
Luego oyó la voz temblorosa, llena de dolor y reproche, de Avramov, cuya cara no veía.
—Lo que has hecho... Dios te castigará...
Chariguin hizo un gesto de desprecio y se fué con las manos en los bolsillos. Cuando se dirigía a su casa, un sol deslumbrante inundaba las calles. En las aceras mal cuidadas de la pequeña ciudad provinciana se veían charcos de nieve derretida, en los que se reflejaban los faroles y el abismo azul del cielo límpido.
La primavera se acercaba rápidamente. El aire fresco, oliente a nieve derretida y a campos lejanos, limpiaba los pulmones del polvo del colegio, que le parecía entonces a Chariguin obscuro y lleno de una atmósfera irrespirable. Lo que acababa de pasar en él era, a sus ojos, estúpido y vil en extremo. Pensaba que nada de aquello hubiera podido suceder allí, donde el sol brillaba tan alegre, donde cantaban los gorriones como si se hubieran vuelto locos, borrachos de sol.
Su pensamiento no podía apartarse del incidente. Su buen humor se obscurecía a causa de la lástima, un poco orgullosa, que le daba Avramov. ¿Se podía ser así de cobarde? Todos sus compañeros de clase eran partidarios fanáticos de la doctrina de Tolstoi sobre la no resistencia al mal; pero sólo un hombre tímido, apocado, podía aplicar tal doctrina en la vida real. Debía uno defender con todas sus fuerzas sus ideas, la causa que creyera justa. Debía uno armarse hasta los dientes para triunfar en la lucha. Era un canalla el que se dejaba pegar sin protestar.
Chariguin se sentía en aquel momento fortísimo, capaz de hacer frente a todo el mal y de luchar contra él a la desesperada, apretados los dientes, crispadas las manos, hasta el último aliento. ¡Gran Dios, cuándo acabarían sus estudios en el cdlegio y podría ocupar su puesto en la lucha!
Esperando esa hora feliz, avanzaba con paso firme, seguro, en actitud casi de reto. Se veía que era un hombre que sabía repeler todo insulto.
El sol, que había visto tanto en su vida, calentaba cariñosamente la juvenil cabeza del muchacho, sobre la cual, sin que él se diera aún cuenta, estaba suspendido un gran dolor.
Aquella tarde se percató de ello.
La primera persona a quien Chariguin refirió lo ocurrido fué Alejandra Nikolayevna, una alumna de último año, a quien amaba y consideraba de muchas letras y muy lista. Verdad es que sólo la consideraba muy lista cuando estaba de acuerdo con él y no le llevaba la contraria. Cuando disputaba, echaba la muchacha tan fácilmente por la borda toda la lógica y se ponía tan cabezuda, que Chariguin, asombradísimo, se preguntaba si era aquélla la misma mujer con cuya ayuda se disponía él a hacer frente a las injusticias de la vida.
Los demás, por el contrario, la encontraban muy lista precisamente cuando la oían discutir; pero Chariguin no era de su opinión.
Por añadidura, la muchacha estaba dotada de la desagradable facultad de penetrar las flaquezas que más interés había en mantener ocultas.
—Haces mal en estar orgulloso—le dijo Alejandra Nicolayevna cuando él le contó el incidente—. Has cometido una vileza.
¿Estaba orgulloso? ¡Qué locura! No había hecho sino cumplir su deber de hombre honrado; sí, de hombre honrado. Y creyendo que Alejandra Nicolayevna no se había enterado bien, la hizo fijarse de nuevo en los detalles de la historia, que, según su profunda convicción, establecían de un modo evidente su derecho a obrar como había obrado.
Toda la clase intentó en vano persuadir a Avramov y a los otros de que debían confesar, haciéndoles comprender que la estúpida travesura podía costar cara a los inocentes. No eran las malas notas con que les había amenazado el director lo que los asustaba, sino la expulsión con que se había conminado a los alumnos pobres. Su pequeña Chura debía hacerse cargo de que él, que era rico, no tenía nada que temer por sí mismo, y lo que había hecho fué en defensa de los demás.
—¡Tonterías!—contestó Chura—. El director ha mentido como un jesuíta, y vosotros habéis sido bastante torpes para creerle. Además, la travesura no es tan estúpida. ¡A mí hasta me hace gracia!
¡Qué manera de razonar la de las mujeres! Sin darse cuenta de lo que hacía, la muchacha había dado un salto y se había apartado del camino de estricta lógica seguido por él.
Manifestando con un gesto su descontento, cogió por la punta el pensamiento que se le escapaba y empezó a exponer nuevos argumentos. Tomada por toda la clase la determinación de cmunicar al director...
—Sí, he de hacer una delación—rectificó Chura—...de comunicar al director sus sospechas...
Chura debía comprender que, siendo de toda la clase la determinación, él no había sido sino el delegado designado para ponerla en práctica.
Pero Chura no lo comprendía. Creía que un buen delegado no podía encargarse de poner en práctica sino las buenas determinaciones, y que debía renunciar a la delegación si eran malas.
De nuevo, la muchacha se apartaba del camino lógico, con un salto tan formidable, que Chariguin, perdido el hilo de su raciocinio, se enredó, contra su voluntad, en una discusión inútil sobre los derechos y deberes de los delegados. La discusión hubiera sido interminable si Chariguin, valiéndose de los procedimientos habituales de su adversario, no la hubiera, de pronto, llevado por otros derroteros.
—No siendo él—objetó—sino un simple ejecutor de la voluntad de la clase, ¿por qué Avramov le calificó sólo a él de canalla? En buena lógica, debía calificar de canallas a Potanin y a todos los demás.
—¡Claro que todos sois unos canallas!—declaró sin vacilar Alejandra Nicolayevna.
Chariguin se rió con risa malévola.
—¡Y, sin embargo, sólo a mí me has lanzado el insulto!
—Seguramente, porque tú habrás insistido más que los otros en que había que hablarle al director. ¡De todas maneras ha sido una delación, una cochinería!
La lógica se había ido al diablo. Chariguin sentía que perdía terreno, y seguía argumentando desesperadamente, repitiéndose, embrollándose, enojándose consigo mismo, con Chura, con el mundo entero, donde existían mujeres tan insoportables. Acabó por no saber ya lo que se decía.
—¡Esto no es una discusión!—exclamó—. ¡Es una danza de salvajes!
Chura se echó a reír, y de repente preguntó:
—¿Cómo es ese Avramov?
—¿Quieres, quizá, que te lo presente?
—Es una tontería enfadarse por semejantes bagatelas.
—¡Para ti es una bagatela que me llamen canalla!
Retiró con cólera su mano de la de Chura, y lanzó una mirada furiosa a su bello rostro, encarnado a fuerza del frío.
Como conviene a un colegial y a una colegiala, tenían entrevistas secretas en la calle, aunque nadie les impedía verse en su casa.
—¡Basta! ¡Os propongo la paz! ¡Dadme la mano, marqués de Posa!
Chura cogió el brazo de Chariguin, lo dobló, colocó en él su manecita y siguió andando. El quiso retirar el brazo, pero le fué imposible. Tenía que someterse. ¡Siempre ocurre lo mismo con las mujeres.
Cuando llegó a su casa, Chariguin fué en busca de su padre, que estaba en su despacho, y, encendiendo un cigarrillo, le refirió la historia con todo lujo de detalles. Con gran asombro suyo, el padre también fué de parecer de que se trataba de una delación. Contrariado al ver que no le comprendían, Chariguin repitió sus argumentos, tratando de apoyarlos en consideraciones puramente teóricas. Afirmaba que el que un solo hombre traicionase a todos era reprochable; pero que el que todos entregasen a la justicia a uno solo significaba el triunfo del principio de la mayoría.
—Quizás tengas razón, mas... con todo, no has hecho bien. ¡Pero no te apures! Todo eso son tonterías, y mañana te reconciliarás con ése... ¿cómo se llama?
¡Para el padre también era aquello una bagatela!
¿Cómo no se hacían cargo de que no lo era, de que él padecía en extremo, de que estaba dispuesto a suicidarse, tanta era su malaventura? Pero no se sometería. Les probaría a todos que se engañaban. ¡Tenía de su parte a toda la clase!
Chariguin se metió en la cama, meditando los argumentos con que podría justificar su conducta y que aduciría al día siguiente. Sin embargo, algo le atormentaba. Había obrado como un hombre honrado, y, no obstante, no experimentaba satisfacción alguna. Además, razonaban de una manera tan extraña su padre y... aquella mujer.
De pronto recordó los elogios que le había dirigido el director, y una sensación de calor recorrió su cuerpo. Sentía tal vergüenza, que se puso como la grana y se apresuró a taparse el rostro con la sábana, como si alguien pudiera verle en la estancia obscura y desierta.
Pasaron tres días.
El director, no se sabe por qué, no había concedido importancia a la declaración colectiva de la clase, y los tres colegiales indicados como presuntos autores del delito se paseaban tranquilamente por los corredores.
Por un acuerdo tácito, todos los alumnos de la clase habían guardado silencio respecto a lo ocurrido, y manifestaban gran afecto a Avramov. El que los hubiera observado superficialmente no hubiera notado en ellos cambio alguno; pero Chariguin se daba clara cuenta de que el cambio existía. Los colegiales a quienes había denunciado como sospechosos hablaban sin violencia con los demás denunciadores, y a él fingían no verle, haciendo fracasar todas sus tentativas de entablar conversación con ellos. Los demás colegiales le trataban igual que antes, a juzgar por su actitud, que no había variado. Sin embargo, un detalle, al parecer nimio, heríale profundamente: antes, en los intervalos entre clase y clase, el banco de Chariguin era como un club donde un grupo de camaradas se reunía a discutir sobre las materias más abstractas; a la sazón estaba vacío, nadie iba ya a sentarse en él. Chariguin, que gustaba de hablar y de que le escuchasen, hallábase aislado. El "filósofo" Martov se mantenía a distancia y le miraba con una estúpida expresión de miedo, como si temiese una paliza suya. Una vez, Chariguin advirtió clavada en su rostro la mirada de Rochvestvenski, que le había sido siempre afecto, y cuyos ojos expresaban so en aquel instante, no la admiración a que le tenían habituado, sino la piedad.
"¡Canallas!", pensaba Charigruin, englobando en esta calificación a la clase entera y a cuantos estaban disconformes con él.
Le sublevaba que siendo todos responsables de la traición, él sólo fuera castigado.
"¿Por qué?"—se preguntaba con cólera, viendo que hasta Rochvestvenski, que había insistido más que nadie en la necesidad de la denuncia, le despreciaba ahora.
Miraba retador a sus compañeros, les decía cosas malévolas, daba con el codo al pasar a los sospechosos; pero los colegiales no le hacían caso y se contentaban con encogerse de hombres. Como un día le oyesen expresar su extrañeza de que el director no hubiera ya aplicado algunas medidas represivas, sus compañeros se hicieron los sordos y se dispersaron. Logró detener a Rochvestvenski, que, aunque se dejó convencer de que tenía razón, ponía una cara tan lastimosa que Chariguin no insistió más.
—¡Todos son unos canallas!—exclamó con cólera.
Pero nadie le contestó. El hubiera querido que le hablasen, que le probasen que había obrado mal, incluso que le abofeteasen; todo le parecía preferible a aquel terrible silencio.
Hasta se le antojaba que los profesores también le miraban con malos ojos. Bochkin, el profesor de historia, un señor independiente que decía a veces cosas malévolas y era la bestia negra del director, dijo un día:
—¿Conque hacen ustedes denuncias? ¡Qué bonito! ¡Estos son los futuros ciudadanos rusos!
Se dirigía a toda la clase; pero Chariguin se imaginó que se refería sólo a él.
Bochkin le puso mala nota, y no le acompañó en las bromas que gastaba siempre con este motivo. Era una señal de desprecio.
Chariguin le llamó canalla mentalmente, y sintió ganas de llorar.
Fuera del colegio tampoco tenía por qué hallarse muy satisfecho. Había dejado de acudir a las entrevistas con Chura, de quien recibió una cartita, con dos faltas de ortografía, preguntándole qué le pasaba.
—¿Qué ha sido de ti, querido?—decíale.
"¡Querido, querido.!... ¡Qué encanto!—pensó Chariguin con una ironía venenosa, y, tendiéndose en un canapé, lloró un poco, lo cual le tranquilizó.
Le extrañó que un hombre tan inteligente como él no hubiera sabido hasta entonces lo grato que es a veces llorar un poco.
Era sábado. El día siguiente lo pasó, contra su costumbre, en su casa, entregado a actos que le hubieran desacreditado ante sus compañeros y ante todas las gentes serias; se divirtió con su hermanita, zarandeándola sobre sus rodillas y haciéndola cabalgar en sus hombros; para distraerla ató un pedazo de papel a la cola del viejo gato, obeso y grave, y él mismo se rió como un loco.
El lunes, en el recreo de entre las clases, rogó a sus compañeros que se quedasen en el aula y subió a la tarima.
—¡Señores!—dijo con voz trémula, fijando la mirada en Avramov—. Compañeros, ¡qué diablos!, no, señores, escuchadme bien: Avramov me insultó llamándome canalla—Avramov enrojeció y bajó los ojos—. Hizo mal. Sí, hizo mal. Debió decir: "¡Sois todos unos canallas!" Pero ya que no lo dijo él, lo digo yo: somos todos unos canallas. ¡Sí, unos canallas, unos traidores, unos grannujas!...
Chariguin fijó la mirada en la boca abierta del "filósofo" Martov, y añadió:
—...y unos bestias. Uno para todos, todos para uno, he aquí cómo hay que vivir. Y si le pegué a Avramov, fué... Merezco... merezco...
La voz del elocuente orador fué de pronto cortada por los sollozos. Bajando veloz de la tarima, se lanzó hacia la puerta. Manos innumerables le detuvieran, le hicieron prisionero,
—¡Vais a ahogarme!—exclamó—. ¡Dejadme en paz, diablos!
Consiguió soltarse y desapareció. Durante largo rato le buscaron en vano.
Cuando los colegiales, media hora después, entraron nuevamente en clase, vieron con asombro, a la entrada del aula, una magnífica caricatura que representaba, en posturas absurdas, al director, al inspector y al portero Semen. No lejos se hallaba Chariguin.
—¡Bórrala! ¡Aprisa!—le gritaron los compañeros.
Algunos querían borrar ellos mismos la caricatura; pero Chariguin se opuso enérgicamente. Además, era ya demasiado tarde; precisamente en aquel momento entró el bedel Arenque. En seguida se presentó en el aula el director en persona.
—¿Sí?—preguntó lacónico.
—¡Soy yo!—respondió Chariguin.
—Bueno, serás expulsado del colegio.
Se consiguió del director que renunciase a tal medida. Contentóse con imponer a Chariguin, como castigo, un arresto de cuatro días.
Cuando, el domingo siguiente, le encerraron con llave en el aula desierta, Chariguin se sintió completamente limpio del "lodo" de que se había cubierto. Su honor volvería a brillar inmaculado.
Dos horas después, cuando comenzaba ya a aburrirse, advirtió detrás de los cristales una cara amiga que le sonreía con afecto. Era el "filósofo" Martov. Luego apareció Rochvestvensky. Y durante todo el día las caras amigas se sucedieron. Le sonreían, le gritaban palabras amables por la cerradura. Alguien, por debajo de la puerta, le echó una cartita lacónica: "¡Valor!" Hacia las diez de la noche, cuando Chariguin se disponía ya a meterse en la cama que le acababan de llevar, oyó de pronto el ruido de la llave. Avramov, Martov y dos amigos más entraron de puntillas, enseñándole desde lejos un pan, un largo salchichón y—horríbile dictu—una botella de "vodka".
No se separaron hasta muy tarde. El que más se alegró de aquel banquete improvisado fué el portero Semeño. Le gustaba el "vodka" y se bebió casi toda la botella. Además, Martov imitó al inspector con un arte incomparable, y Semeño se rió muchísimo. Decididamente no era justo creer tan bestia a aquel buen Semeño. En los diez años que llevaba sirviendo en el colegio había aprendido un sinnúmero de expresiones literarias y hasta sabias, que le permitían hacer comprender a la gente que no era un cualquiera. Durante la velada, los colegiales, con frecuencia, pronunciaron palabras como "progreso", "ideales", "humanidad", que Semeño oía emocionado como si fueran conmovedoras plegarias. Hablaban con entusiasmo de la capital, adonde partirían cuando acabasen sus estudios en el colegio, y en cuya Universidad ingresarían; y Semeño, soñador, pensaba en aquella lejana, misteriosa, Universidad, donde, al decir de los colegiales, oíanse tan bellas cosas, palabras tan nobles y tan altas.
Cuando hubo cerrado la puerta tras los visitantes, que se fueron muy tarde, Semeño volvió, por el corredor obscuro, a su cuartito. La luz vacilante de la bujía alumbraba débilmente su faz encarnada y bigotuda. Sentía una vaga tristeza, y, deteniéndose a la puerta de su habitación, se dijo suspirando:
—¡Dios mío: si los porteros pudieran también ingresar en la Universidad para hacer sus estudios!