Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 6
Había la vieja costumbre, desde que el doctor Agüero se puso achacoso, de que un alumno le velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (¡no sospechaba el anciano la denominación! ) dormitaba por momentos, bajo la fatiga. Teníamos que hacerle la lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la voz, y tal vez con el fastidio del asunto.
¡Cuan presente tengo aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca; aquel silencio, sólo interrumpido por el canto, del sereno y, al alba, por el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil! Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página ciento uno había eternamente un billete de veinte pesos moneda corriente, que todos los estudiantes del Colegio sabíamos haber sido colocado allí expresamente por el buen rector, que cada mañana se aseguraba ingenuamente de su presencia en la página indicada, y quedaba encantado de la moralidad de sus hijos, como nos llamaba.
Más de una noche me he recordado en el sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: "Duerme, niño, todavía no es hora". La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña de pino, y le cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decía: "Ve a tal armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para ti". Era la recompensa, el premio de la velada; y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente; el damasco, el último.
Jamás se nos pasó por la mente la idea de protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con un padre viejo y enfermo.
Solo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión de uvas, trepado como un mono en las ricas parras del patio.
El doctor Agüero fue un hombre de alma buena, pura y cariñosa; sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio, y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.